PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
CUARTA ENTREGA
1 / PAN DIAMANTINO PARA MUCHOS OTROS AMANECERES (2)
Su retrato de Martí (2)
¿Todo el mensaje martiano ha sido incorporado?
Doy por descontado que hay masa por amasar y pan diamantino para muchos otros amaneceres. Martí no escribía en cifrado, sino suelto y adelantándose, fácil y sin golosear en hermenéuticas o adjetivos insólitos. Fluía su verbo como agua amoratada de manantiales, porque antes pisó entre metales y legumbres. Su complejidad salía sin nudos, su sencillez era improvisada con nudos verdes de la tierra. Para que el protagonista alcance su esplendor tiene debidamente que nutrirse de misterios. A sus pies se tendía una insospechada vastedad y él tomaba añil de ese azul y lo desparramaba con su tinta, con el mismo deleite y sinceridad que la tarde derrama el agua del baño. No lo sospecho retorciendo clavos ni cerrando candados al final del párrafo. Si todo no está interiorizado, amigo, o si lo está poco y no pegado al hueso, con ausencia de tuétano y esmirriada savia, es porque el ojo que falta nos falta a nosotros.
Es cierto que su permanencia indescifrada ocupa todavía inmensos memoriales y abundantes mañanas del colibrí. Pero es una generosa ventaja y no la desventaja que alguno pudiera profetizar. Tener un manantial vivo, en el patio, en la raíz, al fondo, es una delicia comparable a la de haber bebido sin saciarnos. Diversos abracadabras nos abrirán esas grutas. Alguna vez dije en alguna parte: que sus palabras, hasta las más socorridas, tomarán nueva carne en los días de desesperación y justa pobreza. El reservorio no decrece: en mi cálculo, aumenta, agrega imantaciones, salta, chisporrotea, emana, fluye, se condensa. La vegetalidad alimenta la animalidad y entre ambos crecen y sacan chispa a lo maravilloso material. Un siglo o una semana después, el agua apresurada se evapora, reiniciando ciclos y abandonando su período áptero, retroalimenta nubes, y vuelve, un día, una mañana, y es esa agua que cae ahora allá afuera, concurrente y casual, y se derrama gozosa sobre territorios que siendo los mismos ya cambiaron la luz del paisaje.
Su opinión sobre los versos sencillos.
Para instruirlo con un reticente discurso de sinestesia, le diré, por arribita, que nunca se hablará bastante de eso octosílabos rimados, esplendor de la sencillez elaborada con que Martí se aventuró en el tiempo. Pienso en ellos, algunas veces, como la flor primera, absoluta y total de la cubanía. Acostumbramos a hacer frases, farragosas o lúcidas, si alguien alude o contacta la palabra crisol, que se refiere siempre a impensadas franjas recurrentes o inesperados vados de la historia. No me opongo de ninguna manera a los sobrentendidos, porque me estaría negando, cuando soy de los que dibujan flamencos remontando el aire con sólo avivar la llama de la hoguera. He aquí un ejemplo, visible e ilustre, de porcelana y guano, de ariques y terciopelo, glaciar y tórrido.
Aunque no llevo cuentas ni estadísticas, sino sumas espirituales, he leído sobre un centenar de veces esas pompas geniales, que aletean ingrávidas sobre montes y charrascales del archipiélago sin intentar poner tonsuras a los patricios ni collar de perlas a los bajos instintos o nacionalismos. “Por donde abunda la malva y da el camino un rodeo”, crece una yagruma paridora de manos. Es el mismo sitio “en que le salió un retoño a la pobre rama trunca”. Y yo, José de este siglo, que vive entre dos muertes, pienso “en el pobre artillero que está en la tumba, callado”. Aunque también, en la noche, cuando hago la oración, en “los angelitos medrosos que me trajeron, piadosos, sus dos ramos de claveles”. Para ser Maestro, Maestro en genes, y Apóstol en diástoles y sístoles y fibras del metal, hay previamente, con modestia radiante, con serena altivez, que proclamar que se es “un hombre sincero de donde crece la palma y antes de morirme quiero”, porque resulta un manifiesto de nación y origen, una tierna y escrupulosa predicación audible a “los pobres de la tierra”, aun cuando sean los ecos quienes lleven el mensaje hasta los recóndito de las estancias. No habríamos llegado a este destino, sería otro el destino, sin aquellos papeles previos.
La resistencia de los muros está implícita en esas cuartillas escritas con temblores. Es la forja del arte y su unidad histórica. Quien duda del valor y del coraje de un poeta y de la poesía, que registre en lo oculto de aquel pecho bravo. No pueden, ni la industria ni la economía, descubrir mejor que todo y nada, como el diamante, antes que luz es carbón.
Está el Martí de los discursos.
No se puede picotear en libros raros hasta conocer el Martí montañoso, que como un Midas justo y atinado convierte en oratoria todo lo que lleva de ensayista y patriota. Yo me cruzo de pechos y me balanceo, asombrado. Apenas puedo imaginar la infancia de un tribuno tan grande: ¿qué decía, y cómo, a los amigos de juego, a las noviecitas de probar, con qué palabras respondía a quienes se le enfrentaron en los patios de colegios? Quisiera mirar por un huequito. Debió blasfemar, como todos, pero, ¿cómo articulaba, con qué sintaxis, sus apasionadas acometidas de adolescencia? Con la miel de sus amantes derretidas se debió enlodar aquella Habana de 1800 y tantos.
¿Dónde y con quién dormía el verbo que le creció tan colosal? Se intuyen y se conocen las lecturas afiebradas, las posibles influencias, las sobredosis y sus sobrenaturalezas, pero ese relumbre, las imágenes, el portento, ese granel que le hacía regalar diamantes, como observó Darío, hasta en la simple charla de café, ¿emanaba de dónde? No conozco conferenciante comparable. Resultaba demoledor y convincente. La fuerza le bajaba de las raíces, destellaba como un demonio angelical. “Nada es la inteligencia”, decía con fruición y resecos los labios, “que se emplea, como el hurón enamorado de su agujero, en cavar, con la cabeza hacia lo oscuro de la tierra, convocando a los hombres a desconfiar de los que aman al sol.” La palabra le llegaba como agua clara, del intelecto y de sus idilios permanentes con la luz: los discursos fueron su poesía de trinchera, sus alaridos para rebasar ridículas fronteras de tiempo y raquíticos límites de espacio.
¿La verdad más universal de Martí?
Martí habló de los pensadores de lámparas, los pusilánimes pensadores canijos. A tales sietemesinos él solía llevarlos con el fuste: de ellos dijo que recalentaban razas de librería para estimular animosidades y odios. Afirmó, con palabras más que conocidas, que “no hay odios de razas porque no hay razas”. Convencido vivió y murió, convencido como podía estar un hombre de esa dimensión, que “la identidad universal del hombre” no se detiene en colores de piel y supera cualquier onerosa expectativa.
¿Su frase más desolada?
Dijo: “Callo, y entiendo, y me quito la pompa del rimador.” ¿Conoce a alguien más triste que el poeta cuando depone su cetro?
¿La más centelleante y cegadora?
“Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy”. Ante ese trueno magistral y prolongado, mejor acumular un ensimismado y cauteloso silencio.
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