martes

LA INDECENTE NOCHE DE YEMANJÁ - HUGO GIOVANETTI VIOLA


1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012

DECIMONOVENA ENTREGA

CINCO: LA PAGA DEL SAMURAI (2)

EL PAPALOTE golpeó en lo de Manolita y anunció que venía a despedirse. Manolita le preguntó por el perro y él le contestó que el Chuparrosas ya estaba en camino hacia Los Cocuyos, un paraíso que queda más allá de La Paloma. Después graba Estrellitas y duendes, y la viuda contempla su excesivo rejuvenecimiento y siente que esa bachata está compuesta para la voz de la infanta, además. Y cuando el negro se enfrentó al autorretrato de Torres García y se acomodó la rosa que parecía ensangrentarle la oreja, Manolita sintió que el dolor era el único espejo de la verdad. Y que nada era triste.

El negro cruza el campito de la esquina muy erguido, con la guayabera relinchando doradamente. No penetró en la sombra del toldo donde Campbell y el Chueco ya se habían emborrachado, junto al resto de los habitués de El reenganche. Felicio está tomando mate enfrente. Ma-Sa se está hamacando, pero al oírlo gritar BUENOS DÍAS CABALLEROS!!!! Corre hacia la vereda. Nadie más se movió.

Entonces los ojos del Papalote se atigraron y dijo: “QUIERO ANUNCIARLE AL MUNDO QUE HEMOS HECHO ENTRAR EL REINO EN LA PATRIA TRISTE, HERMANOS”. Pero nadie se ríe. “Y HOY DECLARO INCENDIADO ESE QUILOMBO DEL DIABLO” agregó el Papalote, señalando la casilla: “UN QUILOMBO CON UNA SOLA DAMA, CABALLEROS. LA QUE NO VA A PODER OLVIDARSE JAMÁS DE LOS SÁBADOS DE PÓQUER”. Y señala a Ma-Sa. Entonces el Chueco se metió en el boliche y volvió con una cuchilla que relampagueó varias veces al entrar y salir de la sombra y el negro. Y sólo Ma-Sa gritó.

CAMPBELL SE llevó al Chueco en su bólido sport y ninguno de los dos volvió a ser visto por el barrio durante mucho tiempo. Cuando nosotros llegamos del club ya estaba la policía. A Ma-Sa y a mí nos encerraron en la cocina con la vieja, que devoraba grandes pedazos de pan mojados alternativamente en vino y tuco. Ma-Sa mira hacia el patio del gallinero como si acabase de perder un globo. Yo huelo la mierda blanca mezclada con las glicinas y navego por un paisaje incandescente que me hace venir hambre. Nadie más que la vieja y yo probamos los ravioles.

Al atardecer nos dejaron sentarnos en la hamaca. Los vecinos llegaban al velorio (que se hizo en El reenganche, por ofrecimiento del gordo) con flores recién cortadas, y al irse contemplaban vacíamente a Ma-Sa. Estamos solos, pero mamá o mi padre se asoman a vigilarnos a cada rato. Los viejos fueron los primeros en entrar al boliche, implacablemente trajeados y agarrados del brazo. Yo me siento tan invencible como el Corsario Negro y Shane juntos, pero Ma-Sa parece seguir buscando algo entre los ramajes perforados por el estrellerío.

Esa noche dormimos los dos con mamá. Mi sillón-cama estaba peor que nunca de incómodo y ruidoso, y justo cuando empezaba a soñar que era un matambre arrollado sentí una mano tibia en el hombro y no salté. La persiana derrama cuatro velos de tiza. Ma-Sa me alcanza un short y una camisa: mamá ronca. No hicimos un solo ruido al cruzar el comedor y abrir la puerta de la cocina que daba al patio grande. La parra nos ensombrece la frialdad de los pies. En los fondos del boliche empieza a sonar una guitarra, y Ma-Sa sube al gomero. Entonces la veo emerger bajo la luna todavía oculta para mí, y siento que encontró el globo.
El patio del fondo de El reenganche estaba lleno de cajones con envases y todo tipo de porquerias. Ma-sa va adelante. Mientras llegamos hasta el depósito (donde Silvio ya está cantando) la agitación del alba nos va cubriendo con nieve de un paraíso. Y oímos cantar a Silvio: La gente te chiflaba / cuando en las tardes subías borracho / tú contestabas piedras / y maldiciones / a tus muchachos. / Eras el personaje / de los trajines de tu pueblo / eras para la gracia / eras un viejo / eras negro. / Una noche el respeto / bajó y te puso bella corona / respeto de mortales / que muerto al fin te hizo persona. / Pobre del que pensó / pobre de toda aquella gente / que el día más importante / de tu existencia / fue el de tu muerte.

Y durante el flamear del último estribillo Ma-Sa cruzó el rectángulo amarilllo limón que proyectaba la puerta sobre el piso de porlan y no tuve más remedio que seguirla. Siento que me lastimé un pie pero ni me lo palpo. No sale nadie. “Salud” dice mi padre: “Por los samurais”. “Hágame caso, don Pepe” murmura Pancho, un abogado rico: “Usted no es un samurai. No denuncie la prostitución de la chiquilina: eso nunca va a poder probarse, igual. Y se va a meter en líos”. “Salud” porfió mi padre: “Por la verdad. Mañana mismo voy al Consejo del Niño, apenas enterremos al Negro Jefe. Isabelino Pena nunca falla, viejo. Aunque nunca haya podido ganarse el grado de samurai”. “Salud” aprobó Silvio: “¿Nadie manda otra vuelta?”. “Yo” dijo el gordo: “Pero seguí tocando, botija”.

Ma-Sa me agarra la mano como para explicarme que somos invisibles El gordo pasa por adelante nuestro y cuando deja abierta la puerta trasera de El reenganche vemos la mitad del ataúd, formando ángulo recto con el mostrador. Todavía hay mucha gente, tomando y conversando. “El gordo se forró con este velorio” se indigna el Gallego. “Coño” ronca Cherro: “Y si no fuera por el cantor, no nos manda una mierda. ¿Dónde se habrá metido el negro?”. “Está muerto” informó Pancho. “Déjese de joder” se rio Cherro.

Siento que mi pie sangra, pero la inminencia de la vuelta del gordo con las copas hace que mantenga la congelación de la camisa pegada a la pared. Entonces Ma-Sa tuerce la cabeza llena de pétalos y entramos corriendo al boliche y nos escondemos atrás del ataúd solitario. Y después que escuchamos tintinear la bandeja y cerrarse la puerta del fondo ella se para y me ordena que le haga piecito. Obedecí. Ahora veíamos el perfil del Papalote galopando recortado sobre el cotorrerío del barrio igual que si lo hubiera pulido Miguel Ángel. Pero lo que parecía de mármol era el pie de Ma-Sa. Y de golpe la infanta le arrancó al cadáver un algodón gigantesco de la boca y le besó los labios hasta quedar transparente.

Casi me oigo sangrar en silencio. Y alguien corre hacia el depósito y regresan muchos pasos, encabezados por el taconear de mi padre. Ma-Sa ya está en pie sosteniendo la rosa que tenía el Papalote en la oreja. Rozo la flor, y siento que los dedos se me manchan con la viscosidad de una especie de roca hueca y sin fondo. (Igual que cuando mamá me obligó a besar la frente de la vieja unos años más tarde.) Mi padre carga a Ma-Sa sobre un hombro y me agarra la mano para llevarnos a casa. “Tranquilos, hijos” repite sin parar: “Algún día descansaremos”.

En casa se despertó todo el mundo. Mi padre no contó exactamente lo que pasó en el boliche. Pero cuando él volvió a salir y mamá me estaba curando en el baño escuchamos gritar babosamente a la vieja, desde su cama: “¿Y nadie va a averiguar qué hacían el negro y la chirusita en el club? ¿O somos todos bobos?”. Y al entrar al dormitorio de mis padres encontramos a Ma-Sa mirándose en el espejo de la cómoda como si fuera un globo reventado.

NOS DESPERTAMOS después que salió el cortejo fúnebre, y mamá me dijo que me aprontara para ir a la escuela. No protesté. Estaba muy rengo, pero había soñado que el Lobo me lamía la mano rozada por la rosa hasta desinfectarla. Ma-Sa esperó la hora de comer sentada en la hamaca de la casilla. Es evidente que en casa ya se enteraron de todo lo que pasó en el boliche: mamá y la vieja tienen una trompa más triste que escandalizada. Y de repente mi abuelo le cuenta a Ma-Sa cómo ponían los ladrillos a oscuras y sin sentir las manos en el Santuario del Cerrito, al empezar los fríos. “Antes de la ley de ocho horas” agrega sonriendo, y le mete el diente al estofado que quedó de ayer. Nunca lo oí hablar tanto.

Cuando volví de la escuela Ma-Sa seguía sentada en la hamaca. Al rato llegó mi padre en un taxímetro con una mujer joven y nos reunimos todos en el comedor. “Esta señora se llama Rosina, es Visitadora Social y vino para ayudarnos” explicó. Pero entre Rosina y Ma-Sa existía un arcoiris de complicidad más alto que cualquier palabra. La mujer era rubia y delgada, y al torcer levemente la cabeza lograba que sus ojos derramaran un verdor excluyente de toda vanidad. Miraba como los niños, los elegidos y los moribundos. “¿Querés que te lleve a mi casa?” preguntó: “Queda cerca de la playa”.

Ma-Sa fue a buscar sus cosas enseguida. Ahora la vieja llora de verdad, y los demás salimos al jardín. Entonces mamá se saca relampagueantemente una esclava de oro para dársela a la infanta, y ella responde poniéndome en la mano un paquete viejo de pastillas. Recién aquella noche supimos que adentro supimos que había una pequeña geisha modelada en marfil.

TOMÉ LA Primera Comunión el Día de las Playas, un mes y una semana después del asesinato. Todavía no se sabía nada del Chueco ni del gringo. En el momento de arrodillarme a esperar que se disolviera la hostia vi a Ma-Sa disfrazada de novia y bailando un merengón. Me dio vergüenza, claro. Tenía la sensación de que otros chiquilines cerraban los ojos pensando verdaderamente en Jesús.

Me pasé toda la tarde trajeado de azul (y con la tremolante moña de satén en mi brazo) repartiéndole estampitas a los vecinos. Todos te daban plata. Hasta el gordo. Pero Manolita y Silvio (que ya era un habitué de los Torres García) mandaron buscar a mi padre y el muchacho anunció que me regalaría una canción compuesta por un poeta y un cantor uruguayos dentro de muchos años.

Y cantó: Niña del rojo pelo / mago ciruelo / turbador. / Federal federala / tu crencha es al ala / del amor. / Tus ojos vagabundos / lloran un mundo / de dolor / y aderezas la cuna / la blanca luna / del soñador. / Niña de crencha roja / tu labio moja / la ilusión / de ayudar al que quieres / y así te hieres  el corazón. / Niña del rojo pelo / madre y consuelo / del desamor. / Si no estás todo fuera / como una primavera sin verdor. / Niña del rojo pelo / mago ciruelo / turbador.

“Gracias” demora en contestar con dulzura mi padre: “Aunque esto no va a ayudarme a dormir, compañero”. “Vamos, don Pepe. Usted ya resolvió el misterio principal” lo consuela Manolita: “Usted probó que el Chueco y Campbell incendiaron el club y asesinaron al perro para que todo el mundo culpara al Papalote. Deje el otro misterio en paz”. “¿En paz?” saltó mi padre: “Hace un mes y una semana que no puedo ni cantar, señora mía. Si el problema fuese sólo dormir vaya y pase. Pero no poder cantar-”. “El verdadero problema es saber qué signo lleva el amor” sentenció Silvio: “Y eso cuesta mucho, hermano”.

“Si costará” sonríe biliosamente mi padre mientras cruzamos el baldío para volver a casa: “A lo mejor el 5 de enero los otros visitantes ilustres nos ayudan un poco más. |O nos confunden del todo. ¿Querés ir a la chacra de Ismael el domingo, Katz?”. Y yo cierro los ojos para no recordar los labios enrojecidos y amargos de Sarita. Pero contestó: “Sí”.

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