HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
NOVENA ENTREGA
NOVENA ENTREGA
TRES: NOCHE DE REYES (1)
ANTES DE cruzar el baldío compramos un porrón de ginebra y una Coca-Cola, aunque mi padre también llevaba termo y mate. Era víspera de Reyes y a él ya se le había pasado el miedo al cáncer al estómago. Mientras caminábamos en dirección a lo de Manolita vimos llegar un Renault Fregate azul que estacionó frente al caserón incendiado por la todavía rabiosa angularidad de la tarde. Nos apuramos. La viuda sonríe encantada en el portón, levantando un brazo hacia los visitantes. “Falta uno de los escritores” murmura, extrañada. El primero en bajar del coche fue el hombre flaco y alto que viajaba al lado del conductor: llevaba un traje oscuro con corbata y lentes de armazón gruesa, aunque lo que me llamó la atención enseguida fue su mandíbula idéntica a la del Papalote. Traía una botella de JB. El conductor del Fregate era un viejo apenas más alto que mi padre: tenía un bigote blanco casi triangular y usaba botas de montas por encima del pantalón. Su botella era de Four Roses. El tercer hombre no podía tener más de treinta años, y cargaba dos litros de vino estremecido por un tic que le hacía resplandecer los ojos ahuevados y la melena grotescamente esponjosa.
El hombre alto saluda con pausada ceremonia a Manolita y a mi padre, aunque es recién después de apretarme la mano que dice: “Mucho gusto. Melchor”. Y me va presentando a Gaspar (que es el viejo canoso) y a Baltasar (que de negro no tiene más que el desfasamiento rítmico). Al rato nos instalamos en el salón atravesado por la luz del sur y una suavísima frescura donde flota el jazmín del país. Cada cual se servía de su botella a excepción de mi padre (que siguió mateando junto al grabador) y la viuda, preocupada en ofrecer o distribuir café hielo agua mineral ceniceros y servilletas. Gaspar se acomodó señorialmente en el sofá y Melchor recortó su prominente calvicie sobre el ventanal. Baltasar abrió el piano y se sentó de espaldas al teclado. Yo preferí la alfombra.
“Podemos empezar, señor Rosso” advierte el hombre de mandíbula caballuna, que fuma sin parar y levanta el brazo con dulce avidez: “Papá Noel debe haber encontrado a Luz Adrogué y no creo que contemos con su ingrata presencia esta noche”. “Abominación y emputecimiento” sentencia el viejo, frunciendo su bigote y haciéndole una guiñada al pianista. El peludo (o más bien el empelucado) de ojos saltones hace tintinear una risita parecida a la de la viuda y me mira como diciendo: “En la verdadera vida se habla igual que en el recreo de la escuela, hijo. No te escandalices”. Yo recuerdo que mamá dice que Luz Adrogué -la vedette más famosa de las comparsas del carnaval- es una putona, y mi padre porfía que es una diosa. Y de repente saltamos todos sacudidos por los aldabonazos que hacen vibrar el ventanal y la vajilla. No hubo necesidad de levantarse a abrir, porque un gigante ojitos diabólicos -y barriga mal cubierta por una camiseta agujereada- se apareció en el salón casi simultáneamente con el portazo. “Esa negra me las paga” jadeó, sentándose en el banco-tambor que usaba el Papalote. Melchor fabricó una trompa burlona y le sirvió un dedo de whisky. “Papá Noel va a tener que calmarse” sugirió: “O doña Manolita le aplica la ley seca”.
El hombre granujiento y de barba cerdosa pide tregua levantando una mano y pregunta: “¿Dónde puedo comprar cerveza? ¿Ese galpón con un toldito y cajones de verdura que vi al bajar del ómnibus es un-?”. “Sí” cabecea mi padre: “Y ahí se consigue cerveza Patricia, además”. “Ahí mataron al Papalote” agrega Manolita mientras el gigante atraviesa el salón a las zancadas. Al rato volvió cargando cuatro botellas de a litro y se despatarró en su banco y comentó: “Puaj. En esa covacha ni siquiera hay verdadera canalla. ¿Ya escucharon alguna canción?”. “No” contestó mi padre: “Y además no recuerdo exactamente cuáles son las canciones que ustedes ya conocen”. “Todas las anteriores a La bilirrubina” dijo Manolita: “Cuando se le declaró la enfermedad”. “Mi querida señora” arrastró su voz de compadrito italiano el rey calvo: “Yo ya le había advertido que el Papalote no tenía otra cosa para compartir que su muerte. Usted debe recordarlo”. Gaspar mueve negativamente su cabeza canosa antes de encender la pipa, pero no dice nada. “¿Y en La bilirrubina canta María Sara?” pregunta el pianista.
“No. Ese merengón es de antes que empezaran a cantar en pareja” explica mi padre: “El negro lo largó la misma madrugada que se escapó del hospital Maciel y se vino desde la Aduana caminando por la costa porque no tenía la menor noción de qué ómnibus le servía ni nada. La tarde anterior había estado festejando el negocio que hicieron con Campbell y tomó demasiado Bacardi. Carta Oro-”. “Eso fue mientras nosotros escuchábamos las grabaciones. ¿Se acuerda cómo llovía?” le preguntó Manolita al empelucado.
“Claro. Y nosotros debíamos estar esperando el tranvía de La Barra” complementa mi padre: “Y a las tres de la mañana cae a golpearme Cherro desesperado y me dice: Se murió. Yo me levanté a vomitar y al volver me di cuenta que no respiraba. Entonces le subo los párpados y encuentro puro ron. Todo inundado, el cuerpo. Pero lo llevamos hasta el Maciel en la camioneta de un vecino y reaccionó enseguida. Yo sabía que en algunas borracheras se pueden producir trastornos respiratorios de ese tipo: el problema mayor era que seguía con los ojos color yema de huevo y la piel cenicienta. Y lo internaron, claro. Con suero. Pero los médicos no coincidieron en el diagnóstico y al final pidieron que lo dejásemos en observación por unas horas. Me acuerdo que el Papalote se quedó mirando aquella sala horrorosa con cara de pantera. Y al otro día agarramos tempranito por la rambla con Felicio y de golpe lo vemos en el murete de la Playa Honda, acariciando al lobo. Ya estaba mucho mejor de color y nos cantó el merengón que acababa de largar caminando por la playa y todo, pero tenía el esqueleto veinte años más viejo. No se preocupen dijo: Que ahora voy a dormir como Dios manda y después les hago el club a los gurises y se me cura todo.
Cuando terminamos de escuchar La bilirrubina nos miramos entre todos con divertida dulzura, pero a Baltasar se le desencadena un ataque de risa-tic tan violento que no puede retener un pedo. Entonces corrió el taburete y se hincó (siempre de espaldas al piano) y se puso a tocar con los brazos curvados hacia atrás. Mi padre parecía volar. El olor se fue enseguida y la luz del sur cayó sobre el teclado como un perfume de oro. “Perdón. Fue una tragedia sísmica” murmura el rey, volviendo a acomodarse. Papá Noel toma cerveza directamente de la botella y gruñe de placer. “Lo que resulta increíble es cómo se las arregló el Papalote para meter en el merengón toda la terminología que oyó en el hospital, ¿no?” comenta Manolita, agarrándole un Richmond a mi padre.
“¿Y cuál fue ese negocio brillante que hizo el negro con el tal Campbell?” pregunta el rey canoso. “Campbell es un militar retirado que vivía en el Pasaje de la Cantera hasta que se destapó el lío grande” explicó mi padre: “Y le encargó una cometa especial al negro, con forma de soldado (o de coronel yanqui, como decían Silvio y el Papalote). Perdón, ¿pero ustedes conocen bien la historia?”
“Los hechos los conocemos, por supuesto” respondió parsimoniosamente Melchor con la calva aureolada a contraluz: “Pero nos hemos vuelto a reunir para tratar de encontrar el alma final de los hechos. Claro que faltan datos, todavía. Pero-”. “Uh: qué solemnidad” terció el pianista: “Más música, maestro. Ahí está la única verdad posible de la historia”. Y papá Noel terminó la botella y eructó señalando el grabador, en franca señal de apoyo. “No. Faltan datos” porfía Gaspar: “¿En qué consistió el negocio?”. “Bueno” explica mi padre, algo desconcertado: “Los chiquilines querían hacerse un club en un baldío muy grande que había atrás de lo de Campbell. Y al papalote se le ocurrió canjearle al yanqui la cometa imperialista por bloques tirantes mezcla y paja para quinchar. Campbell tenía mucho material en el fondo, porque se estaba terminando de construir un parrillero napoleónico. Y el Papalote les hizo el club en menos de una semana, apenas durmió aquella mona amarilla -como la llamó Cherro”. “Y entonces empezaron a cantar juntos con la chiquilina” sonrió Melchor: “Escondidos en el club”.
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