HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
SÉPTIMA ENTREGA
DOS: LA FIRMEZA (5)
EL VERMUT se tomó casi sin hablar, aquel mediodía. Pero mamá no estaba entrompada: al contrario. Y mi abuela tampoco. (“Hay personas que precisan que les paren el carro a tiempo o se convencen de que tu cabeza es un watercló, Monaquito” solía decir mi padre, cuando daba consejos para la batalla.) El único que recepciona el redoble desencadenador del escándalo es el viejo: lo vemos levantarse y salir por el patio del costado con la leñadora inflada y lo seguimos. Todos.
El domingo está nublándose. Los que llegamos primero al jardín fuimos mi padre y yo, dejando a mi abuelo por el camino. El Papalote estaba en la vereda de enfrente, perniabierto sobre el tronco-banco de la casilla de don Felicio. Y después de una introducción hecha con tururús cantó con voz quemante: Te regalo una rosa / la encontré en el camino / no sé si está desnuda / o tiene un solo vestido / no, no lo sé. / Si la riega el verano / o se embriaga de olvido / si alguna vez fue amada / o tiene amor escondido. / Aaaay ay ay ay amor / eres la rosa que me da calor / eres el sueño de mi soledad / un letargo de azul / un eclipse se mar. / Pero aaaay ay ay ay amor / yo soy satélite y tú eres mi sol / un universo de agua mineral / un espacio de luz que sólo / llenas tú, ay amor.
Y mi padre me frota un hombro para que vea emerger a María Sara de la casilla: la infanta tiene el rostro desnudo y su pelo pozzoli vuela hacia el sur y sus pequeños pechos se agitan como picaflores debajo de la enagua. Mamá y mi abuela llegan a la vereda en el mismo momento que ella, aunque todavía no la ven. Ella inclina la cara contra el viento sin reír ni pestañear mientras el sol -filtrado por la acacia- la parte dulcemente en dos. Y el Papalote, con una rosa blanca en la oreja y el perrazo vigilante (aunque hoy mudo) al costado, se interna en la segunda estrofa de la bachata: Te regalo mis manos / mis párpados caídos / el beso más profundo / el que se ahoga en un gemido, ooooh. / Te regalo un otoño / un día entre abril y junio / un rayo de ilusiones / un corazón al desnudo. / Vida, aaaay ay ay ay amor-”. Hasta que completa el segundo estribillo y el tururú final y vuelve hacia la playa sin prestarle atención a nuestro aplauso ni a los furibundos chiflidos de los borrachos. María Sara sólo se peinó vagamente -sin dejar de escrutar al negro con húmeda fijeza- y se metió corriendo en la casilla.
“El Chueco debe haberse mamado como una bestia, anoche” dijo mi abuela, enseguida que mamá empezó a servir los ravioles: “Porque ni se apareció. Menos mal”. Y el recuerdo del arcoiris que le estaba embelleciendo el perfil se apagó de repente. Y murmuró: “Ese negro sinvergüenza ya le echó el ojo a la chirusita. Si habrá que joderse, Dios mío”. “Pero mirá las cosas que se te ocurren, vieja” chistó mamá: “Me parece que va a llover. ¿No querés ir a la matiné del Maracaná, Abel?”. Y cuando tuerzo la cabeza mi padre me está mirando con dolor. “Seguro. Yo te puedo llevar y traer” sonríe: “Dan el Quijote ruso. Me dijeron que es buenísima”. Y mi abuelo suelta bruscamente los cubiertos porque los cuatro ravioles juntos que se acaba de zampar lo están quemando vivo.
No conseguí ningún chiquilín que me acompañara a la matiné, y mientras esperábamos el 203 con mi padre -sentados en el cordón de la vereda- empezó a subir una niebla infernal desde la playa. “Ya se jodió el domingo” me quejé. Pero él no me hace caso y prende un cigarrillo protegiendo la llamita a lo Humphrey Bogart. “Qué maravilla, esa Bachata rosa que estrenó el Papalote” dice: “Se llama así. Cuando fui a devolver el grabador me crucé con Cherro y me dijo que anoche no lo dejó dormir”. Antes le daba por cantar esas cosas raras nada más que en la isla y en el quilombo protestó el hombre de piel muy cuarteada pero pálida y todavía no viejo ni con la chispa mellada por la acidez eterna: Ojalá que al morocho se le siga alborotando el bobo, nomás. Porque si no va a haber que dormir la siesta panza arriba.
“¿Y qué es el bobo?” pregunto riéndome. “El corazón, mijito. El pobre corazón” se señala la solapa de la gabardina mi padre, después que nos sentamos en los asientos ruinosos del ómnibus-cachila: “Y una cosa que me olvidé de contarte esta mañana es que el Papalote aprendió a leer y escribir con el farero de la isla, ese sueco Jonás. Dice que se pasaban leyendo el Quijote. Y payando. ¿Te acordás lo que recitó ayer, frente al autorretrato? Aunque ahí andaba metido San Juan de la Cruz, también. Por eso fue que Manolita-”. “Caballero, caballero / el de la triste figura: / ¿quién ardió en tu noche oscura?” le salgo al paso. Y él me acaricia la cabeza desviando la mirada hacia la niebla y yo palpo los refuerzos de mortadela que llevo envueltos en papel de estraza y me dan ganas de gritar, igual que en todo el catecismo: “QUÉ COSA MÁS HORRIBLE QUE ES TODO ESTO, JESÚS!!!!”.
El Don Quijote ruso fue la cuarta película y empecé a verla eufórico, porque en la anterior terminamos todos parados gritándole a John Payne: “DALE. MATÁ A ESOS INDIOS PODRIDOS DE UNA VEZ, CARAJO!!!!”. (Una fiebre parecida a las que te venían en la tribuna de Belvedere, aunque acá siempre ganabas.) Pero cuando Don Quijote y Sancho se metieron en un castillito oscuro y los empezaron a curtir a cascotazos mientras el cine entero aullaba de la risa, no pude aguantar más y me escapé corriendo. Me acuerdo que me paré un momento en la puerta a ver quién más se iba, pero no salió nadie. Entonces crucé a esperar el 203 abajo de un farol muy borroso sin acordarme que mi padre me venía a buscar.
Mamá -que casi nunca me pegaba- estaba escuchando la radio con mi abuela, y apenas entré al comedor me encajó un cachetazo estilo Chaplin. A la vieja le dio un soponcio y eso me salvó de las subsiguientes palmadas en el culo. Pero al rato soy empujado a la cocina donde mi padre y mi abuelo siguen devorando tranquilamente una costilla con dos huevos fritos a caballo. No escondo los ojos. “Pero cómo te vas a venir solo de noche y con esta niebla, mijo” rumia mi padre, sirviéndose vino: “Qué pasó”. Pero no cuento nada. Y él dice: “Bueno, calma. Mañana conversamos. Yo voy a aprovechar para ir a ver la función de la noche, Chela”. Y cuando puedo encerrarme en el baño me agacho en un rincón y pienso, llorando sin ruido: Va a ir a ver a Don Quijote. Solo. (Porque si mamá dijera de acompañarlo a la vieja le daría una puntada, ipso facto.) Y mañana tiene que ir a trabajar y al quiosco. Y sigue allí comiendo, contento. Pobrecito.
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