LA EXPRESIÓN AMERICANA
VIGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO IV (1)
Nacimiento de la expresión criolla (1)
Cuando ya habíamos indicado, en el siglo XIX, los grandes encalabozados, los desterrados galantes, los misántropos huidizos, los inapresables superiores de veras, hay como la otra corriente sumergida, donde aparecen los retablos verbales que nos dan rebrillo y liberación de la casa metropolitana. Al tiempo en que un Fray Servando llora su reuma en las sucesivas prisiones peninsulares, la abeja boquirrubia del soneto y el aguijón de la avispa en la décima silbante, van tirando del manteo de la falsa jerarquía, de los tortugones amoratados. Cuando el feroz Monteverde acuchilla a los conspiradores y a los bravos del campo llano, surgen por los estrellados de la Banda oriental, las grandes guitarras estancieras que entonan los cielitos del odio a Fernando VII. Y en el nuestro, el mayor de todos, en José Martí, con su gran serenata desde la bandurria del octosílabo hasta la campanada de sus notas para la muerte, en que todas las sorpresas del bosque sombrío están como comprobadas en un toque de vibración.
En las fiestas de Nevruz, en la Persia del libro de las leyendas, al comienzo del año y de la primavera, se volcaba en la gran feria, junto con el primor nativo, hecho a vista de todos, con el aviso de la visita de lo desconocido y maravilloso, hasta que en el cansancio del fin de la feria, llegaba el indio con el caballo encantado. De la misma manera, después de la fatiga verbal que se observa ya en la época de Felipe IV, tiene que acudir el encantamiento de la voz que se alza corpulenta como la noche que absorbe el ombú, en el vivaqueo de los estancieros sureños, en la conceptista sátira vecinal del virreinato mexicano. Por lo mismo, como en las dificultades para la emisión que aparecen en el Popol Vuh, el americano no recibe una tradición verbal, sino la pone en activo, con desconfianza, con encantamiento, con atractiva puericia. Martí, Darío y Vallejo, lanzan su acto naciente verbal, rodeado de ineficacia y de palabras muertas. El sentencioso se puede volver cazurro; el reflexivo adormecerse en el fiel del balanceo. Pero el americano, Martí, Darío o Vallejo, que fue reuniendo sus palabras, se le concentran en las exigencias del nuevo paisaje, trocándolas en corpúsculos coloreados. En todo americano hay siempre un gongorino manso, que estalla su verba al paso del vino, confortable, no trágico como en el español, en el bautizo ingenuo o en el día que naufraga deliciosamente en cobranzas aljofaradas
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En el aventado carbón encendido de la sátira hispana, desde el Mingo Revulgo hasta el caballero de la Tenaza, sorprendemos la rabia del mentidero para el escozor de los poderosos o el cuerno cortesano. Villamediana o Quevedo, Góngora o Polo de Medina, deslizan papelones como tábanos de una furia cominera, tronal o de rasante vecinería. Quevedo consiguió unos personajes, hechos como de mazapanes verbales, “el tiempo bastardo y perdido”; unos desposorios, engendradores de hijos nocturnos, tales como Desdicha y Necesidad, casada con Dispensación, estableciendo la ringlera interminable de su familia. “Bueno está eso”, “Que va a él”, “Déjese de eso”, son como una sustancia verbal, que Quevedo asciende de la ceniza, pero que siglos más tarde Goya ilustra y aclara. La hincha con sangre. El sombrío calaverón quevediano parece danzar de nuevo cuando Goya, le pone debajo de los monstruos excepcionales las frases de todos los días, que ya Quevedo había envenenado, como esa gran piedra donde esperan turno los ajusticiados. Las genealogías como un báculo de oro en el modorro. Se establece el árbol heráldico de la necedad, lleno de gorriones decapitados por el gavilán amarillo Ceylán. En el mismo trono sitúa la fealdad de la corte de los milagros, enanos, contrahechos, gigantomas, zambos, que Goya después aupa de cortesanos a reyes, bailando dentro de la chaquetilla narigotudos, lamidos por un perro de agua. Quevedo vuelva toneladas de aciertos verbales sobre un rabillo moralizante. Su tristeza de color, que le restregaba Góngora, empieza por no crear monstruos, en cuyas mollejas como tamboras se tritura su embestida verbal. Cuando encuentra una palabra preciosa, como cornicantano, es para enfrentarla al cornudo jubilado. Su rapidez y ajustes verbales, uno de los más grandes que hayan existido, moviliza una enorme carga verbal para aplicarla a insatisfacciones, defectillos y rabia titánica. Al final del tratamiento de un cocu en Molière, hay como una ternura compasiva, pero Quevedo con un enorme bastón verbal magulla al pobre diablo, lo tritura y deshuesa. La imaginación de Quevedo es gravitante hacia el centro de la tierra, los infiernos griegos; como un murciélago de ónix con ojos que son migagones de plomo, muestra una manera de reconocer, que necesita como la brusquedad fría del pisotón.
Pero ese golpetazo agudo, que se agrandaba como una vejiguilla de monstruosa carpa, propiamente sobre el rabillo de lo soez, del lince malintencionado adentro del pelo fino, tenía como un resguardo secular impenetrable, que era la sentencia estoica, el enchape de lo moralizante romano, del soneto donde la forma despide un aire de lección para la muerte, como si dichos y venturas tuvieran el respaldo de esa dicha sepulcral. El esqueleto y la ruina, la balanza y el amor, como un estoque que fuera a la vez un caduceo. El soneto lo ajusta como un costillar, pues por una precisa y rápida paradoja, impulsa su vida como prisionero de ese costillar, a la manera de esos cráneos que sirven de macetas, alzando la flor y sintiéndose en su fundamentación la mondadura del gusano. El negro de su chaqueta de Santiago viene bien con una plata fría, de muy altiva dignidad, con un rojo de sangre mezclando con entrañas terrosas. Hay algo en él de la severidad de Zurbarán, de la esqueletada de Valdés Leal, pero su aporte esencial es el ceño, el entrecejo que mira como un arco de ballesta, pero que un agua mala, donde está el ángel tenebroso para nuestra raza, consigue un tono alto severísimo, pero no el registro de la diana, en la festividad del triunfo de todos, sino el calaverón por anticipado que dicta y borra y hace más burlas que son indescifrables, pero que al fin leemos por encontronazo.
La espuma del tuétano quevediano y el oro principal de Góngora, se amigaban bien por tierras nuestras, porque mientras en España las dos gárgolas mayores venían recias de la tradición humanista, en América gastaban como un tejido pinturero, avispón del domingo que después precisamos aumentando y nimbando en la alabanza principal. Para adelantarse con la innovación métrica y desigual, o para recogerse cuando pega la desbandada mala, era una necesidad de lo bonito, un puente menor, de sabrosa domesticidad, entre la religiosidad del tuétano y el fósforo abrillantado de la osteína. Es como una seguridad que parte de la sobremesa, de la despedida, del buen entrar en la oficina despiadada, del dormir con el reconciliado signo de la muerte, y por otra parte un deseo de expresarse en el barberito, que lee y que escucha, pero que se queda a medio camino, porque la religiosidad mediana que lo impulsa a llegar a lo formal, no es la porción misteriosa que da una vocación llevada por la continuidad aclaradora de los años, sino por el saber que se está en una región central del fuego con los ojos muy abiertos, como una salamandra que llevase la sal para chisporrotear, sin temor a cegarse. Y aunque en esos momentos el pinturero retrocede, por haber jugado siquiera a lo fino inesencial, le queda un ascua en la memoria.
En el transcurso de ese pinturero, que ha estado por los alrededores y que tiene sobremesa, le queda un buen reojo para la cortesanía, para la fulminación de la maldad y para la gracia de la verba pintada. Pero ese barberito pinturero, cuyas gracias son intermedias, a veces se recompone, y como Juan sin nombre es cuando viene a realizarse. Mientras pensaba alzarse con el nombre se quedaba corrido, pues no está en la vocación, que no se sabe si ya es vocación, plato de la voluntad, sino mandato sobrenatural, indicación indescifrable que viene a cumplir. Ese anónimo tiene también aplicación, pues se da a la sátira de los poderes, contribuyendo al traspiés de lo autoritario, a la letra que se va a cantar con un grotesco anudado caricaturesco. Es la antítesis de la manera de la sátira quevedesca, que se limita a la hipertrofia de la verba sobre las costumbres, pero que no trae alteración, pues no se vincula con lo popular que trae la nueva corriente, el verídico nacimiento. Pero por lo americano, el estoicismo quevediano y el destello gongorino tienen soterramiento popular. Engendran un criollo de excelente resistencia para lo ético y una punta fina para el habla y la distinción de donde viene la independencia.
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