LA EXPRESIÓN AMERICANA
DECIMONOVENA ENTREGA
CAPÍTULO III (4)
El romanticismo y el hecho americano (4)
Al llegar el Directorio con el derrumbe de la política de los jacobinos, Miranda con sus prestigios de general girondino y de brazo derecho de Dumoriez, es el más ilustre de los oficiales extranjeros que se han incorporado al destino de Francia, mientras Bonaparte es aun desconocido en el gran escenario, pues ya Miranda de ha movilizado desde la Rusia de la Ilustración hasta la Inglaterra de los economistas.
A la caída de Robespierre, el hombre de más prestigio en el ejército francés es el general Miranda. Sabido es la influencia de las mujeres en la caída del “incorruptible”, Madame Tallien, la apasionada Teresa Cabarrus, lo impulsa a preparar la conspiración contra el abogadito terrible de Arras. Miranda tiene a su favor a Madame Pethion, la viuda del revolucionario, a la fogosa Custine y a la reflexiva Madame Stael. En esos momentos, en el Salón de Josefina Beauharnais solo se reclutan oficialillos tendenciosos. Por un momento el destino que habitó opulentamente Napoleón, está en las manos del General Miranda, y mientras éste vacila en descifrar un destino, Napoleón que sí lee en su estrella, lanza sobre él a Fouché, para hacerlo descender de nuevo a un calabozo. Pero con qué orgullo podemos constatar ese signo, el destino clásico más opulento de ese momento, alrededor de 1800, es el de Miranda. Además de su dignidad en el ejército francés, es Coronel del Ejército Ruso y viaje con pasaporte de Catalina la Grande, es amigo de G. Washington y de John Turnbull, de Hamilton. Es decir, que tiene poderosas relaciones en los Estados Unidos, en Rusia en Inglaterra y en Francia. Napoleón adolescente habla de su fuego sagrado. No lo pierde de vista. Pero ya en 1800 hay en el gran escenario de Europa un orgullo americano, el General Miranda es el hombre de más vasto destino, de más prometedora estrella. Napoleón está como deslumbrado por él, es hombre supersticioso, presume de leer los destinos. De pronto, como en un relámpago, él es el que asume el riesgo.
La historia política cultural latinoamericana, en su dimensión de expresividad, aun con más razones que en el mundo occidental, hay que apreciarla como una totalidad. En el americano que quiera adquirir un sentido morfológico de una integración, tiene que partir de ese punto en que aun es vigente la cultura incaica. La idea del incanato está poderosamente vivaz en las mentes de Simón Rodríguez, Francisco de Miranda y Simón Bolívar, durante el siglo XIX, se observa en todas las figuras esenciales de la familia de los fundadores, la tendencia a la aglutinación, a la búsqueda de centros irradiantes, reverso de la actitud a la atomización, características del español en su país o en la colonización. Cuando el general Miranda visita a Mr. Pitt, buscando ayuda para la causa americana, le presenta a delegados cubanos, peruanos, chilenos. Claro que Mr. Pitt, viejo zorro, le pregunta por sus credenciales, por la raíz de su mandato. Pitt, a medida que va surgiendo la buena estrella de Napoleón, precisa que ese primer cuarto de siglo, en el XIX, tiene que ser continental, que el Corso ocuparía toda su atención. Pero el gran error hispánico en ese momento, consiste en no ver que el auge napoleónico, desvirtúa la atención inglesa para la causa americana y que la resistencia española frente a Napoleón, a medida que éste se debilita, tiene como consecuencia que Pitt vuelva a fijarse en América, favoreciendo su separación de España. Pero España se vincula con un inconsciente histórico, con Fernando VII, una figura de macrocéfalo goyesco, que no puede movilizarse en el gran escenario de su momento, el auge industrial de la política conservadora inglesa, la energía napoleónica y la independencia americana. Un Francisco de Miranda mantiene un gran tren de vida, pagado casi siempre por los Turnbull, por los Hamilton, y por otras figuras del coro que responde a la astucia de Mr. Pitt. Desaparecida del gran teatro europeo la fulguración napoleónica, la ayuda inglesa se hace más eficaz, pero ya Miranda tiene sesenta años, no intuye en sus días venezolanos el genio de veintiocho años de Bolívar, el cual se venga, haciéndole que se le encarcele, desautorizándole y dándole, como lógica consecuencia, la oportunidad a Monteverde, de reducirlo totalmente a la ineficacia, que lo lleva de nuevo al histórico calabozo americano, donde el romántico desde Fray Servando a José Martí, se ve obligado por la imagen de la lejanía, a reconstruir un hecho. Ya lo que le queda es morirse en el calabozo de siempre, mientras Bolívar se escapa de la ferocidad de Monteverde y se prepara a empinarse sobre la opulencia de su destino.
Ved un hecho que demuestra lo ya necesaria que es esa totalidad de la integración de una visión histórica americana. En 1842, el General Valdés, en la gobernación de Cuba, se muestra irritadísimo con los días habaneros de Mr. Turnbull, cónsul de Inglaterra, se le acusa no tan sólo de abolicionista sino de propiciar levantamientos de negros en ingenios y granjas. El General Valdés presiona a la “Sociedad económica de amigos del país”, para que expulsen al cónsul Mr. Turnbull. Conocida es la magistral y soberbia intervención de don José de la Luz Caballero, en contra de su expulsión. Si hoy revisamos las memorias y los documentos de Francisco de Miranda, tenemos la verdadera raíz de ese hecho. Fue John Turbull, seguramente antecesor del cónsul, el que financia las relaciones entre Pitt y el general Miranda. Entre los secretarios de Miranda hubo varios traidores, que incluso pusieron en poder de las autoridades fraguadas en Inglaterra para la liberación americana. El General Valdés, tiene que haber conocido esos detalles a través de su cancillería y tiene que haber visto con los naturales recelos a ese nuevo Mr. Turnbull, que reaparece con las peligrosas actitudes iniciadas por su antecesor en la época del primer Pitt. Es decir, el historiador que adquiere una dimensión en nuestra historia, tiene que tenerla de la totalidad de la historia americana. Entre el siglo XVII y el XVIII, en aquellos gobernantes, que como Güemes y Horcasitas, gobernaron en México y en Cuba, en los ecos póstumos del barroco. Después en el primer cuarto del siglo XIX, la relación es entre Venezuela y Cuba, a través de los Gagigal, los Condes de Casa Montalvo, que aparecen en el copioso epistolario de Miranda. Un Fray Servando o un Francisco de Miranda, que pasan sus días habaneros sin aparentes consecuencias, vemos en una visión retrospectiva, que están vinculados con lo más creador de su época de nuestro país. Y que simples puntos de un itinerario, en la proyección del sentido histórico en su futuridad, al ser reanimados por esa retrospectiva visión histórica cobran una significación de una relevancia muy principal.
Para ilustrar el siglo XIX hemos escogido las figuras que nos parecen más esencialmente románticas por la frustración. Un Simón Bolívar se marginaliza en cuanto toca tierra prometida, en cuanto se detiene a nombrar una realidad. Hemos preferido el calabozo de Fray Servando Teresa de Mier; la huida infernal de Simón Rodríguez hacia el centro de la tierra, hacia los lagos de la protohistoria; el caso complicadísimo de Francisco de Miranda, que se mueve como un gran actor por la Europa de la Revolución Francesa, de Pitt y de Napoleón, de Catalina la Grande, en donde termina por hundirse en la extrañeza y volver hacia América, donde el destino joven de Simón Bolívar, lo deja sin aplicación ni apoyo, en donde se muestra incoherente, indeciso, uniendo su nombre al primer gran fracaso de la independencia venezolana. “Bochinche; bochinche, esta gente no sabe hacer sino bochinche”, diría recordando sus buenos tiempos cuando se mezclaba a las conspiraciones galantes del salón de Madame Custine, o la conversación, todo en francés neoclásico, con Catalina en el salón rococó… Pero esa gran tradición romántica del siglo XIV, la del calabozo, la ausencia, la imagen y la muerte, logra crear el hecho americano, cuyo destino está más hecho de ausencias posibles que de presencias imposibles. La tradición de las ausencias posibles ha sido la gran tradición americana y donde se sitúa el hecho histórico que se ha logrado. José Martí representa, en una gran navidad verbal, la plenitud de la ausencia posible. En él culmina el calabozo de Fray Servando, la frustración de Simón Rodríguez, la muerte de Francisco Miranda pero también el relámpago de las siete intuiciones de la cultura china, que le permite tocar, por la metáfora del conocimiento, y crear el remolino que lo destruye; el misterio que no fija la huida de los grandes perdedores y la oscilación entre dos grandes destinos, que él resuelve al unirse a la casa que va a ser incendiada. Su muerte tenemos que situarla dentro del Pachacámac incaico, del dios invisible. No ha querido hacernos vivir dentro del ideal micénico del culto de los muertos, cuando agotemos, por el conocimiento poético, su sepulcro, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica, a la poesía como preludio del asedio a la ciudad, no su forzosa unión con la casa incendiada, que comienza aclarando un destino. Las palabras finales de sus dos Diarios, nos recuerdan las precauciones, que se han de tomar en las moradas subterráneas según el Libro de los muertos. Pide libros, pide jarros con hojas de higo. Ofrece alimentos “con una piedra en el pilón para los recién venidos”. El valle parece exornar sus gargantas para el recién venido, el cual comienza a reconocer y a nombrar, a orientarse en lo irreal, según los cultos órficos, por la gravedad del pan, el equilibrio de la escudilla de la leche y los ladridos del perro. Sus Diarios son el descubrimiento táctil del desembarcado, del reciénvenido, del duermevela, del entrevisto. Preside dos grandes momentos de la expresión americana. Aquel que crea un hecho por el espejo de la imagen. Y aquel que en la jácara mexicana, la anchurosa guitarra de Martín Fierro, la ballena teológica y el cuerpo whitmaniano, logra el retablo para la estrella que anuncia el acto naciente.
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