sábado

EL CORONEL NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA - GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ



TERCERA ENTREGA
El coronel se ocupó del gallo a pesar de que el jueves habría preferido permanecer en la hamaca. No escampó en varios días. En el curso de la semana reventó la flora de sus vísceras. Pasó varias noches en vela, atormentado por los silbidos pulmonares de la asmática. Pero octubre concedió una tregua el viernes en la tarde. Los compañeros de Agustín -oficiales de sastrería, como lo fue él, y fanáticos de la gallera-  aprovecharon la ocasión para examinar el gallo. Estaba en forma.
El coronel volvió al cuarto cuando quedó solo en la casa con su mujer. Ella había reaccionado.

-Qué dicen -preguntó.
-Entusiasmados -informó el coronel-. Todos están ahorrando para apostarle al gallo.

-No sé qué le han visto a ese gallo tan feo -dijo la mujer-. A mí me parece un fenómeno: tiene la cabeza muy chiquita para las patas.
-Ellos dicen que es el mejor del Departamento -replicó el coronel-. Vale como cincuenta pesos.

Tuvo la certeza de que ese argumento justificaba su determinación de conservar el gallo, herencia del hijo acribillado nueve meses antes en la gallera, por distribuir información clandestina. “Es una ilusión que cuesta caro”, dijo la mujer. “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados”. El coronel se tomó todo el tiempo para pensar mientras buscaba los pantalones de dril en el ropero.
-Es por pocos meses –dijo-. Ya se sabe con seguridad que hay peleas en enero. Después podemos venderlo a mejor precio.

Los pantalones estaban sin planchar. La mujer los estiró sobre la hornilla con dos planchas de hierro calentadas al carbón.
-Cuál es el apuro de salir a la calle -preguntó.

-El correo.
“Se me había olvidado que hoy es viernes”, comentó ella de regreso al cuarto. El coronel estaba vestido pero sin los pantalones. Ella observó sus zapatos.

-Ya esos zapatos están de botar –dijo-. Sigue poniéndote los botines de charol.
El coronel se sintió desolado.

-Parecen zapatos de huérfano -protestó-. Cada vez que me los pongo me siento fugado de un asilo.
-Nosotros somos huérfanos de nuestro hijo -dijo la mujer.

También esta vez lo persuadió. El coronel se dirigió al puerto antes de que pitaran las lanchas. Botines de charol pantalón blanco sin correa y la camisa sin el cuello postizo, cerrada arriba con el botón de cobre. Observó la maniobra de las lanchas desde el almacén del sirio Moisés. Los viajeros descendieron estragados después de ocho horas sin cambiar de posición. Los mismos de siempre: vendedores ambulantes y la gente del pueblo que había viajado la semana anterior y regresaba a la rutina. La última fue la lancha del correo. El coronel la vio atracar con una angustiosa desazón. En el techo, amarrado a los tubos del vapor y protegido con tela encerada, descubrió el saco del correo. Quince años de espera habían agudizado su intuición. El gallo había agudizado su ansiedad. Desde el instante en que el administrador de correos subió a la lancha, desató el saco y se lo echó a la espalda, el coronel lo tuvo a la vista.
Lo persiguió por la calle paralela al puerto, un laberinto de almacenes y barracas con mercancías de colores en exhibición. Cada vez que lo hacía, el coronel experimentaba una ansiedad muy distinta pero tan apremiante como el terror. El médico esperaba los periódicos, en la oficina de correos.

-Mi esposa le manda preguntar si en la casa le echaron agua caliente, doctor -le dijo el coronel.

Era un médico joven con el cráneo cubierto de rizos charolados. Había algo increíble en la perfección de su sistema dental. Se interesó por la salud de la asmática. El coronel suministró una información detallada sin descuidar los movimientos del administrador que distribuía las cartas en las casillas clasificadas. Su indolente manera de actuar exasperaba al coronel.
El médico recibió la correspondencia con el paquete de los periódicos. Puso a un lado los boletines de propaganda científica. Luego leyó superficialmente las cartas personales. Mientras tanto, el administrador distribuyó el correo entre los destinatarios presentes. El coronel observó la casilla que le correspondía en el alfabeto. Una carta aérea de bordes azules aumentó la tensión de sus nervios.


El médico rompió el sello de los periódicos. Se informó de las noticias destacadas mientras el coronel -fija la vista en su casilla- esperaba que el administrador se detuviera frente a ella. Pero no lo hizo. El médico interrumpió la lectura de los periódicos. Miró al coronel. Después miró al administrador sentado frente a los instrumentos del telégrafo y después otra vez al coronel.
-Nos vamos -dijo.

El administrador no levantó la cabeza.
-Nada para el coronel -dijo. El coronel se sintió avergonzado.

-No esperaba nada -mintió. Volvió hacia el médico una mirada enteramente infantil-. Yo no tengo quien me escriba.

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