HUGO GIOVANETTI VIOLA
1ra edición 1994 / 1ra edición Web 2012
QUINTA ENTREGA
DOS: LA FIRMEZA (3)
DE TARDE me obligaron a dormir la siesta y después jugamos un rato a Shane con los chiquilines, en un baldío que tenía islotes de aromos y médanos altos. Ahora estoy solo, sentado en el escalón del portón de casa. Mamá dice que papá salió a dar una vuelta por la rambla y eso me da miedo, porque es al mirar el horizonte que ve las estrellitas. María Sara sigue encerrada en la casilla y el boliche demorar en abrir. Hasta que veo subir a mi padre de la playa -con los lentes negros y la pipa colgante metronomizándole el Allegro del paso- y corro a recibirlo. En situaciones como aquellas dejábamos de llamarnos ipso facto José Ángel y Abel Rosso, o Pepe y Monaquito.
“Isabelino Pena” lo saludo, entre una salva de signos de admiración: “Qué alegría que es tenerlo otra vez en Laurel Canyon”. Y él se saca la pipa apagada de entre los dientes ya irreversiblemente manchados por el mate y la nicotina, y me retribuye: “Petiso Katz. Me hacían más tus driblings que el bourbon. Palabra”. Después entramos al escritorio-oficina por el patio del costado, y mi padre puso un disco de los Lecuona y dijo: “Isabelino Pena nunca falla, nene. Me fui a los ranchos de los pescadores y encontré a Cherro despierto. A Cherro y al Lobo. Y ya tenemos unos cuantos datos sobre el Papalote. ¿Okey?”. Yo me puse secretamente contento, porque sentí que ya se le había ido el miedo al cáncer al pulmón.
Y me entero que Cherro conoció al Papalote pescando en la Paloma, y que el verdadero nombre del negro es Juan Guerra. “Parece que el sobrenombre se lo ganó haciendo los mejores barriletes de todos los pueblos donde fue a dar” dice mi padre, sirviéndose una ginebra: “Y además de pescador es albañil (como contó tu abuelo), lobero y payador. De los buenos, según Cherro”. Después de oír la explicación correspondiente a los dos últimos oficios me acuerdo de lo que contó mi abuelo y pregunto si el Papalote habrá vivido en los mismos pueblos por donde anduvo el Corsario Negro. Mi padre larga una risa humosa. “No” dice con los ojos entornados hacia la incandescencia de una hoja del gomero que invade el tragaluz: “Parece que este paladín nunca salió del Este uruguayo, Monaquito. El yeito caribeño le viene de familia. Aunque eso hay que averiguarlo mejor. Tenemos que seguir en danza esta misma noche, si es posible”. Y liquida la ginebra y me cuenta la llegada del Papalote a la Playa de los Ingleses.
Cherro había estado soñando con el negro durante semanas: lo veía a toda hora, dormido o despierto. Y cuando se emborrachaba podía escuchar pedazos de las bachatas y los merengones que un tío del Papalote (que también se llamaba Juan Guerra, pero era blanco) compuso dentro de muchos años. Así dijo mi padre. “¿Cómo dentro de muchos años?” pregunto. Y él vuelve a llenar la pipa y sonríe: “Eso fue exactamente lo que yo pregunté. Pero Cherro me retrucó muy serio que cualquier cosa aparte que quisiera saber lo averiguara por mi cuenta”. Y le siguió contando que el viernes se levantó muy loco porque había soñado que el Papalote andaba con el mundo cargado en la espalda. Así dijo. Y que esa misma tarde estaba sentado en las rocas esperando que reventara la tormenta y los vio: al Papalote y al Lobo. “Cherro asegura que el negro no puede tener más de sesenta años” vuelve a entornar los ojos mi padre: “Y que siempre fue un toro. Pero que daba lástima ver lo encorvado que caminaba. Cargando una mochila muy chica, además”. Entonces salió corriendo a recibirlos y el negro apenas lo reconoció. Se dejó llevar hasta los ranchos y se despatarró boca arriba entre las chalanas. Lobo gimió cuando las primeras gotas le platearon la cara Avisales a los muchachos de La Paloma que me escapé a la otra vida porque el mundo me acabó de joder.
“¿Y se habrán venido caminando desde La Paloma?” interrumpo, enfervorizado. “Es lo más probable” cabecea mi padre, y me apunta con el cigarrillo empenachado por una humareda rojiza: “Pero escuchá, escuchá. ¿Saben lo que hizo el perro? Le pegó un lengüetazo en la bragueta. Y se puso a gruñir”. Yo me río, pero él termina la segunda ginebra de un saque y agrega: “Entonces el negro cerró los ojos por un rato largo y de repente se sentó”. Cherro pidió: ¿No me alcanzás una de las guayaberas que tengo en la mochila? Y el otro se agarró la cabeza y protestó: ¿Adónde querés ir? No me digas que ya te enamoraste. ¿Recién te estabas muriendo y ahora vas a salir a loquear abajo de esta lluvia?
Mi padre compró un porrón de ginebra en El reenganche y arrancamos para la playa, sin explicarle a nadie adónde íbamos. María Sara sigue encerrada en la casilla. Y yo me animo a preguntar, por fin: “Pero de quién se enamoró, el Papalote?”. “De quién. De qué” alza los hombros mi padre: “¿Eso qué nos importa?”. Y al llegar a la esquina se frena y se agacha, para agarrarme un hombro. “Tengo que ponerlo al tanto de toda la verdad, compañero” se decide a confesar: “Cherro también me dijo que él se dio cuenta perfectamente de que el negro había olfateado algún quilombo. Un quilombo es lo que te expliqué el otro día, ¿te acordás? Aunque parece que lo que siempre le gustó más al Papalote fue cantarle a las putas. Se pone enamorado y le canta a las putas. Así me dijo Cherro”. Y cuando estoy por preguntar si en Punta Gorda hay algún quilombo sonrío, paralizado: coronando el repecho de Palmas y Ombúes -a la altura del Club Marítimo- acaban de aparecer el negro y el perro.
Los señalo, y mi padre se incorpora de un salto y empezamos a caminar hacia ellos. Ellos casi no avanzan. El Papalote es mucho más alto y atlético de lo que pude imaginarme, aunque grotescamente patizambo. Anda descalzo, y el pantalón la guayabera y el panamá refulgen impolutamente sobre su delgadez. El perrazo me parece mucho más viejo y golpeado que anoche, en cambio. ”Hoy consiguieron rosas amarillas” murmura mi padre. Y a los pocos pasos declama, prestidigitando una reverencia: “Perdón, caballero. Mi nombre es Pepe Rosso, aunque puede llamarme Isabelino. Y éste es mi hijo, Monaquito. Hoy lo escuché cantar y quisiera tener el honor de presentarlo en la casa de una dama que sabe apreciar la música del corazón”. El negro enfoca el porrón de ginebra con una mirada verdemar satinadamente miope, y retruca enseguida: “Yo soy un hombre descalzo / que vino por el desierto: / algunos me llaman poeta / y otros me llaman mamerto”.
“Bueno: a mí me apúnteme en el cuadro de los que llaman poeta” elige eléctricamente mi padre, después de que intercambiamos una carcajadita: “Aunque lo enamorado no quita lo mareado, que yo sepa. Por aquí, caballeros”. Y señala el baldío ensombrecido por macizos de aromos que se extiende entre Palmas y Ombúes y Caramurú. “Adónde vamos” le pregunto en secreto, y él me desliza una seña tranquilizadora. El Papalote y el Lobo olían más a mar revuelto que a rosas, detrás nuestro. A mí me daba pena escucharlos jadear. Cuando desembocamos en Caramurú se prendieron los faroles, y el negro levantó su apacibilidad de caballo hacia la limpidez lechosa por donde emergería la luna: “El de la triste figura / tiene de nuevo aventura. / ¿Qué se fizo su locura?” payó. Mi padre no pudo disimular su asombro y sólo atinó a mirar al Lobo.
El caserón de los Torres García se recorta sobre un compacto raso turquesa. El tejado español y los dos pisos revestidos de ladrillo de campo forman una mole uniforme junto con la sombra crespa de los cipreses. Pero después de hacer sonar la campana con nuestro clásico 1 / 4 / 2, un ventanal enrejado por una estructura constructiva se refleja áureamente sobre el jardín. Mi padre me hace otra guiñada y espera a que se encienda el ventanuco también enrejado (y decorado) de la puerta, para sacar los Richmond.
Cuando la viuda de torres García apareció sonriendo en el umbral y dijo que ya estaba pensando que se iba a quedar sin visitas, supe que Isabelino pena se había movido muy rápido aquella tarde. Aunque tuve miedo de que a Manolita no le gustaran las canciones del Papalote. (¿O habrá tenido miedo de que no me gustaran a mí?) El caserón constructivo era una especie de territorio ingrávido donde me recuerdo flotando igual que los astronautas que veríamos pisar la luna catorce años después. Mi padre prende un cigarrillo recién el instalarnos en el salón adornado por muebles caseros pintados con colores puros, a excepción de un piano y un sofá donde la viuda obliga a acomodarse al invitado de honor. El perro parece observar emocionadamente el último autorretrato de Torres García, echado sobre la alfombra púrpura y sin soltar la flor-hueso. “Voy a traer el café y unas copas para ustedes” anuncia la mujer de setenta y tres años (diminuta gibosa ágil pero por sobre todo impasiblemente invencible) y apenas abandona el salón el Papalote se levantarse para estaquearse frente al cuadro que había encandilado al Lobo. Nos miramos con mi padre.
En el momento en que Manolita volvió a de la cocina el Papalote murmuró: “Caballero, caballero / el de la triste figura: / ¿quién ardió en tu noche oscura?”. Entonces Manolita depositó la bandeja, y la tercera orilla de su boca tintineó dulcemente antes de contestarle: “Vuélvete paloma”. Y el negro caminó hasta la zona penumbrosa que quedaba entre el piano y el ventanal del fondo, se encabalgó sobre un blanco de flancos enterizos y separó las piernas como para empezar a tamborilear. Aunque sólo recitó: “Yo volví para pelear / a la sombra’e la tristeza / de la Señora del Mar / pero me hundí en su belleza”. Mi padre aplaude, sirve dos ginebras y le hace una breve seña a la viuda. Ella suelta otra vez el doble tañido de su risita mientras pasa por encima del Lobo en dirección a la gran biblioteca-armario. Y recién entonces me doy cuenta que lo que está planeado desde la hora de la siesta es grabar al Papalote.
El pequeño grabador de cinta que acaban de encender frente al negro significa un verdadero escándalo tecnológico. Lo trajo la misma Manolita de Nueva York un mes y medio atrás, y la primera función práctica que cumplió fue solucionar un viejo diferendo: gracias al aparato, Horacio (el hijo menor de los Torres, que además de pintar dominaba el violín) pudo demostrarle a su madre que era ella quien se apuraba (y no él quien se retrasaba) al ensayar La primavera de Beethoven. Manolita aceptó su derrota con aparente diversión, aunque no volvió a sentarse al piano hasta el próximo año.
“Esta es una radio especial por donde lo vamos a volver a escuchar enseguida que cante” dice mi padre, incurablemente travieso. No me puedo dar cuenta si el Papalote le presta mucha o poca atención. Pero de golpe vacía su copa, y la da una palmadita en la quijada al Lobo para que suelte la rosa y canta Burbujas de amor acompañado por los hondos aullidos. La satinación nacarada que inunda el ventanal parece barnizar la negrura mate del banco-bongó. Pero lo que realmente relumbra es una galaxia de chispas sudorosas. Y cuando el papalote terminó de cantar y aplaudimos y mi padre le hizo escuchar la grabación fue como si la luna le hubiese hinchado la espalda. “Chuparrosas” dijo el hombre repentinamente aplastado: “Algún día vamos a tener que hacer llover café en la radio de esta encantadora dama. Antes de que llegue el último motocar”. Y miró a Manolita y ella respondió que el aparato quedaba a disposición.
La botella fue liquidada rápidamente. Entonces el negro levanta un dedo hacia el grabador y mi padre lo interpreta al vuelo y volvemos a escuchar Burbujas de amor. El perro no se inmuta, pero la giba del Papalote desaparece y su rostro comienza a resplandecer como un gran hueco cósmico. “Mamacita” jadea, al terminar la bachata. Y se incorpora, observa una vez más a la Pasión del autorretrato y se descuelga la rosa de la oreja para regalársela a Manolita. “Bueno, caballero” le dice a mi padre: “Ahora creo que me corresponde invitarlo con la última copa en la venta de la esquina. Por hoy ya no les deben quedar tomates para tirarle a nadie, me imagino”.
Mi padre aceptó, y al llegar al boliche me mandó a casa solo. Creo que nunca lo vi tomar tanto como aquel día. Ya era hora de cenar, y mi abuela se quejaba más alto que la radio mientras mamá le hacía masajes. El viejo espera en la cocina, rumiando puteadas. Cuando mamá me llama y le cuento lo que pasó, siento que ni siquiera está celosa de la libertad de mi padre. Pero se pone bizca y fabrica un trompa babeante y repite la broma de siempre: “Así los voy a recibir cuando me vayan a visitar al manicomio. Así”. Pero hoy no me habla en broma. Eso hace que retroceda y aproveche para escaparme al patio del gallinero.
Allí la noche estaba oscura, todavía. Y serena. Porque la sombra de mi casa hacía que la avalancha lunar nos sobrevolara como un manto. De golpe me arrimo al tejido de la cerca y descubro a María Sara sentada en la hamaca. La casilla tiene un corredor emparrillado por varillas de madera que se entrecruzan en diagonal: los rombitos resplandecen igual que miríadas de velas. El contraluz de la chiquilina permaneció estatuizado hasta que un Plymouth último modelo estacionó casi sin ruido, evitando penetrar en el círculo del farol bamboleante. Entonces dije: “Ma-Sa”. Y ella (que ya se había parado a recibir al japonés que venía todos los sábados a jugar al póquer con el Chueco) hace girar un momento su empecinado disfraz de mujer fatal y entreveo su mirada. Pero yo no la odio.
Cuando mi padre abrió la puerta de calle manejando la llave con machacona torpeza y cruzó el comedor atropellando muebles en dirección a la cocina iluminada donde lo esperaba una enorme tortilla, supe que iba a haber lío. Cuatro barras de luna caen desde la persiana hasta los pies de la cama matrimonial. Llevamos mucho rato a oscuras y mamá tampoco duerme, estoy seguro. Yo nunca llegué a dormir dos noches seguidas en el cuartito-corredor donde me habían puesto el sillón-cama por miedo a los ladrones. (O a que la oscuridad me robara la respiración.) Hasta que me mudaron del todo al cuarto de ellos.
Mi padre hace mucho barullo en la cocina, y se sirve vino directamente de la damajuana: el tapón sale con un eco de sapo. Entonces pienso en María Sara y siento que no me enamora tanto como la chiquilina de tercero que puedo mirar durante toda una fiesta patria, olvidándome de la maldita bandera. Pero enseguida pienso: No me quiero olvidar de esta noche, allá en el patio. Nunca más. Y miro el cielorraso.
Me hice el dormido y mi padre me acarició la cabeza con asombrosa precisión antes de llevarse por delante una pata de su cama y prender la portátil para desnudarse. Al rato sentí otro clic y me y vuelta a vicharlo. Está fumando recostado en la almohada puesta de través: el piyama brilla pálidamente y en el momento de pitar sus ojos se hinchan más que la brasa del Richmond.
Entonces mi abuela llama. Jamás llama tan tarde y con tan indisimulada imperiosidad. Cuando el segundo CHEEEELA sacude la cama mamá finge no despertarse, pero mi padre aplasta el cigarrillo relampagueantemente y dice: “NO VAS”. Y la sujeta con un brazo y después con los dos y mamá corcovea y jadea y suena otro CHEEEELA y otro y otro y me doy vuelta contra la pared y oigo quejidos y suspiros largos hasta que el silencio termina por borrarme como una sábana piadosa. Muchos años después supe que -sin lugar a dudas- mi hermana María Sara fue concebida aquella madrugada.
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