viernes

LA CONFESIÓN DE STAVROGUIN - FIORDO DOSTOIEVSKI



(El capítulo censurado de Demonios)

Traducción directa del ruso y prólogo de RAFAEL CANSINOS ASSENS

SEXTA ENTREGA

CON TIJON  

11I

La lectura duraría una hora. Tijón leía despacio; es posible que algunos pasos los leyera varias veces. Stavroguin continuaba, entre tanto y tanto, sentado y en silencio e inmóvil. Es notable que aquella expresión de impaciencia, ensimismamiento y casi ausencia que toda la mañana había mostrado su rostro hubiese desparecido casi del todo, cediendo puesto al sosiego y a una cierta franqueza, con lo que vino a ganar en dignidad. Tijón se quitó las gafas, titubeó, alzó finalmente los ojos y empezó muy circunspecto:

-¿No se podrían hacer algunas correcciones en este escrito?

-¿Por qué? Yo lo he redactado con toda sinceridad -objetó Stavroguin.

-Un poco el estilo…

-Olvidé decirle a usted -saltó, rápido y fogoso, inclinándose hacia delante- que todo cuanto diga será inútil; no he de desistir de mi propósito; no trate de disuadirme. Lo publicaré.

-Eso ya cuidó de decírmelo antes de la lectura.

-Es lo mismo -atajole Stavroguin, violento-; por agudas que fueren sus objeciones, no habría de desistir de mi intención. Bien o mal redactado (piense usted del estilo lo que quiera), no estoy dispuesto en modo alguno a rendirme a sus ataques y dejarme persuadir.

-No podría tampoco contradecirle, y menos que nada, tratar de convencerle para que desistiese de su designio. Esa idea es poderosa… Ni un cristiano podría sentir más hondo. Más allá, por encima de una balanza tan sorprendente, no podría llegar la contrición, aun cuando…

-¿Qué?

-Aun cuando fuere una idea verdadera, una idea verdaderamente cristiana.

-He sido sincero.

-Usted quiere exagerar su maldad, pintarse más malo de lo que en su corazón se siente…

Tijón se había vuelto más atrevido; el documento, por lo visto, le había hecho una intensa impresión.

-¿Que exagero? Le repito a usted que no exagero nada. Yo no represento aquí ningún papel.

Tijón se apresuró a bajar los ojos.

-Este escrito responde a la necesidad de un corazón mortalmente herido. ¿Me explico bien? -dijo, insistente y con desusado calor-: Sí, es el arrepentimiento, la natural necesidad del corazón, que ha triunfado. Usted se halla en el verdadero camino, un camino totalmente inaudito. Pero usted aborrece y desprecia ya por anticipado a todos cuantos hayan de leer lo aquí escrito y los provoca a la lucha. Si usted no se avergüenza de confesar un crimen, ¿por qué abochornarse de su arrepentimiento?

-¿Qué yo me avergüence?

-¡Usted se avergüenza y teme!

-¿Qué yo temo?

-Sí, mortalmente. Bien dice usted: “Que me miren todos como quieran; pero usted mismo, usted, ¿cómo los mirará a ellos? En su declaración subraya usted algunos pasos con el léxico, usted coquetea con su vida espiritual, y echa mano de cuanta minucia halla a su alcance sólo para asombrar al lector con su insensibilidad, una insensibilidad de la que no es usted capaz. ¿Es usted otra cosa que la comedida actitud de un reo ante sus jueces?

-¿Cómo comedida? Yo me he entregado ya a todo juicio.

Tijón callaba. Sus pálidas mejillas se arrebolaron.

-Dejemos esto -dijo Stavroguin, tajante-; permita usted que ahora yo, por mi parte, le dirija una pregunta: llevamos ya cinco minutos hablando de esto -señaló a las hojas- y no le noto a usted ni repugnancia ni vergüenza… No parece usted muy sensible.

No siguió hablando.

-No le ocultaré a usted nada; me ha asqueado esa excesiva energía que se desahoga en ruindad. Por lo que al crimen mismo se refiere, somos muchos lo que pecamos de ese modo; pero usted vive con su conciencia tranquila y considera todo eso como inexcusables locuras juveniles. Sí, hay ancianos que pecan de ese modo, y en ello encuentran alegría y placer. De esos horrores está lleno el mundo. Sólo que usted ha sentido el fondo de eso con una intensidad que rara vez se encuentra.

-Entonces, ¿es que va a usted acaso a sentir respeto hacia mí por esas hojas?

Y Stavroguin rio, irónico.

-A eso no he de contestarle. Pero crimen mayor y más horrible que el cometido por usted con esa chica no lo hay, naturalmente, ni lo puede haber.

-Dejemos esa apreciación. Puede que yo no padezca tanto como aquí se dice, y puede también que haya mentido mucho a cuenta mía -añadió inopinadamente.

Tijón volvió a guardar silencio.

-Pero esa otra joven -volvió a decir Tijón-, con la cual rompió usted en Suiza, ¿me permite preguntarle dónde se encuentra ahora?

-Aquí.

Nuevo silencio.

-Puede que yo le haya mentido mucho a usted respecto a mí -volvió a decir Stavroguin-. Por lo demás, ¿qué importa que lo haya irritado a usted con la brutalidad de mi confesión, ya que esa irritación la ha sentido? Le obligo a usted a tenerme más miedo: eso es todo. Luego me servirá de alivio.

-Es decir, que su maldad provoca maldad, y en el odio halla usted alivio, en vez de sentir compasión.

-Dice usted bien. Oiga usted -empezó, de pronto, a reírse-, quizá me pongan de jesuita y de beato después de leer estas páginas… ¡Ja, ja, ja! ¿No es cierto?

-Naturalmente, no dejará de hacer esa impresión. ¿Y piensa realizar pronto su designio?

-Hoy, mañana, pasado mañana. Usted tiene razón, será así de ese modo; lo publicaré de manera totalmente inesperada y en un momento de rabia, de odio feroz, cuanto más rencor sienta hacia ellos.

-Contésteme usted a una pregunta, honradamente y a mí solo, solamente a mí -dijo Tijón en tono algo distinto-; Si a usted alguien le perdonase esto de aquí -Tijón señaló las hojas-, no una de esas personas que lo quieren o lo aborrecen a usted, sino un desconocido, un hombre que no conocerá usted nunca; si ese hombre en su interior, después de leer sus terribles confesiones, le perdonase a usted, ¿sería esa idea un alivio para usted o lo dejaría indiferente?

-Sería un alivio -dijo Stavroguin en voz queda-. Si usted me perdonase, representaría para mí eso un gran alivio -añadió, y bajó los ojos.

-Como también usted para mí -murmuró Tijón, insinuante.

-¡Qué fea humildad! Mire usted; esas expresiones monacales carecen de gusto. Yo le digo a usted toda la verdad; deseo que usted me perdone, y otra segunda persona, y una tercera; pero todas las demás me odiarán más bien. Pero precisamente deseo soportarlo con humildad.

-Pero la general compasión hacia usted, ¿no podría usted soportarla con la misma humildad?

-Quizá no pudiera. ¿Por qué me lo pregunta usted?...

-Comprendo el grado de su honradez, y tengo, naturalmente, la culpa de no inspirar confianza. Ya sé que es mi gran defecto -dijo, honrada y cordialmente Tijón, mirando a Stavroguin a los ojos-. Era sólo porque me apuraba por usted -añadió-; ante usted abre sus fauces un abismo sin fondo.

-¿No quería abstenerme? ¿No sufro su odio? -inquirió Stavroguin.

-No odio solo.

-¿Qué más?

-¡Su burla! -profirió en voz muy queda, y contra su voluntad, Tijón.

Stavroguin quedose corrido; inquietud reflejose en su rostro.

-Ya me lo figuraba yo -dijo-. Según eso, al leer mi documento, debo de haberle parecido muy ridículo. No se apure usted, no se preocupe, ya me lo esperaba.

-La repugnancia está en todas partes, claro que más afectada que sincera. La gente sólo teme lo que amenaza sus intereses. No hablo de las almas honradas; éstas se espantarán de sí mismas y a sí mismas se culparán; pero a esas no hay modo de encontrarlas, porque callan. Pero la burla será general.

-Me maravilla lo mal que piensa usted de los hombres, la idea tan baja que de ellos tiene -dijo Stavroguin, resentido.

-¡Ah, crea usted que yo juzgo por mí, no por los hombres! -exclamó Tijón.

-¿De veras? Pero entonces, ¿es que hay algo en su alma que se regocija con mi miseria?

-¿Quién sabe? ¡Acaso! ¡Oh, es posible!

-¡Basta! Señáleme lo que haya de ridículo en mi escrito. Ya lo sé yo, pero quiero que usted mismo me lo indique con el dedo. No ande usted con miramientos; dígame con toda franqueza de lo que es usted capaz. Y vuelvo a decirle que es usted un hombre la mar de raro.

-Hasta la manifestación de esa contrición vivísima tiene algo de ridículo. ¡Oh, no crea usted en aquello que no domina! -exclamó, de pronto, casi enajenado.

-Con ese estilo y todo, vencerán -señaló las hojas- con sólo que sean sinceras y honradas. Siempre ha pasado lo mismo: que la cruz más afrentosa se ha convertido luego en una gran gloria y una gran fuerza, siempre que se haya consumado la acción con espíritu de verdadera humildad. ¡Quizá obtenga usted en esta vida algún consuelo!

-Pero ¿es que encuentra usted quizás ridícula la forma? -insistió Stavroguin.

-La forma y el fondo. Lo aborrecible mata -murmuró Tijón, bajando la vista.

-¿Lo aborrecible? ¿A qué se refiere usted?

-Al crimen. Hay crímenes odiosos. De cualquier índole que fueren los crímenes, cuanta más sangre, tanto más horrorosos, tanto más impresionantes y más plásticos, por así decirlo, son. Pero hay también crímenes vergonzosos vulgares, del lado de acá del espanto, por decirlo así, insípidos.

Tijón no siguió hablando.

-Es decir -prosiguió, excitado, Stavroguin-, que usted encuentra ridículo el que yo le besase las manos a aquella chica sucia. Lo comprendo muy bien, y sólo por eso desespera usted de mí, no porque resulte odioso, repugnante, sino porque es vergonzoso, ridículo. Y usted cree que yo no podré soportarlo.

Tijón callaba.

-Ahora comprendo su pregunta referente a si está aquí la señorita de Suiza.

-Usted no está preparado, no está maduro -murmuró Tijón tímidamente, y fijó la vista en el suelo-. No tiene raigambre, usted no cree.

-Oiga usted, padre Tijón: yo quiero perdonarme a mí mismo; éste es mi objeto, mi único objeto -dijo, de pronto, Stavroguin con una misteriosa inspiración en los ojos-. Ya sé que sólo entonces cesarán las apariciones. Por eso busco un sufrimiento infinito, y lo busco de por mí. No me disuada usted de eso, pues entonces me hundiré en la maldad.

Aquella franqueza surgió tan inopinada que Tijón se incorporó.

-Pero si usted cree que puede hacerse perdonar y que ese perdón puede obtenerlo en este mundo mediante el dolor, si usted le ha marcado ese objeto a su fe, entonces cree usted en todo -exclamó Tijón, entusiasmado-. ¿Cómo puede usted decir que no cree en Dios?

Stavroguin no le dio respuesta alguna.

-A esos incrédulos los perdonará Dios porque veneran al Espíritu Santo sin conocerlo.

-Por lo demás, ¿perdonará Cristo? -preguntó Stavroguin con forzada sonrisa, y cambiando de tono, trasluciose algo de sorda ironía en su interrogación-. Porque está escrito: “Quien seduce a esos párvulos…”, ¿recuerda usted? El Evangelio no reconoce pecado mayor… De esta larga conversación, lo único que saco en claro es que a usted no le conviene en modo alguno un escándalo, y usted me considera un caso, buen padre Tijón -dijo Stavroguin, desdeñoso y malhumorado, e hizo ademán de levantarse-; dicho en menos palabras: usted quisiera que yo me quedase tullido, quizá que me casase y acabase mis días de miembro del club local, visitando, naturalmente, todos los días festivos el monasterio. ¿No es verdad? Por lo demás, quizá usted, como psicólogo, se imagine que así habrá de ser, que sólo se trata de hacer por convencerme, por guardar las formas, de lo mismo que yo estoy deseando, ¿no es verdad?

Su risa sonó hueca.

-No, yo tengo algo distinto para usted -prosiguió Tijón con vehemencia, sin conceder a la risa ni a la observación de Stavroguin la menor atención-. Conozco un anciano, no de aquí, aunque de no muy lejos de aquí: un monje, de tal saber cristiano como ninguno de nosotros podemos imaginarlo. Él escuchará mi ruego. Le hablaré de usted. Vaya usted a él, sírvale durante cinco años, durante siete, todo el tiempo que lo crea necesario. Impóngase usted ese voto, y con ese gran sacrificio rescatará usted lo que anhela y hasta no espera usted, porque todavía no puede usted presumir lo que habrá de lograr.

Stavroguin oíalo atento.

-¿Me propone usted profesar en ese monasterio?

-No es menester que profese; no tiene que tomar la tonsura; simplemente como lego; así hasta se puede vivir del todo en el mundo…

-Déjeme usted, padre Tijón -atajole Stavroguin con aversión, y se levantó de la silla.

También Tijón levantose.

-¿Qué le pasa a usted? -exclamó Stavroguin de pronto, casi asustado, mirando fijamente a Tijón.

Éste se hallaba ante él, con las manos juntas y tendidas y una contracción morbosa, como de espanto, reflejada en el rostro.

-¿Qué le pasa a usted? ¿Qué tiene? -repitió Stavroguin, y apresurose a socorrerle y sostenerlo.

Creía por un momento que Tijón iba a desplomarse.

-Ya lo veo…, lo veo con toda claridad -exclamó con voz que llegaba al corazón y un dolor profundo-. Nunca estuvo usted, padrecito, perdido joven, tan cerca de un nuevo crimen, aun más horrible, como ahora en este momento.

-¡Tranquilícese usted! -rogole Stavroguin, seriamente inquieto-. Puede que lo aplace… Tiene usted razón…

-No, no quiero decir después de la publicación de las hojas, sino antes, un día, quizá una hora antes de dar el gran paso, caiga usted en un nuevo crimen como final. Y lo cometerá usted solamente para impedir la publicación de esas hojas.

Stavroguin temblaba de rabia y casi de espanto.

-¡Malditos psicólogos! -exclamó de pronto, furioso, y saliose, sin volver la vista, de la celda

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