miércoles

JOHN DONNE (1572 – 1631)



DEVOCIONES
(versión y prólogo de Alberto Girri)

UNDÉCIMA ENTREGA

XII

Spirante Columba Supposita pedibus, revocantur ad ima vapores
Aplican pichones de paloma, para extraer los vapores de la cabeza

¿Qué no matará a un hombre, si un vapor lo hace? ¡Qué grande que es el elefante, qué pequeño el ratón que lo destruye! Morir por una bala es el cotidiano para el soldado, pero pocos hombres mueren por una salva de artillería; un hombre vale más que para ser vendido por simple dinero; una vida es para ser valorada por encima de una bagatela. Si hubiera una violenta conmoción del arte por el trueno, o por el cañón, en ese caso el aire se condensa sobre el espesor del agua, de agua endurecida en hielo, casi petrificada, casi convertida en piedra, y no hay que extrañarse de que eso sea mortal; pero que aquello que no es más que un vapor, y un vapor no forzado sino respirado, deba matar, que nuestra nodriza nos abrigue y que el aire que nos nutre pueda destruirnos, así como es sólo ateísmo a medias el murmurar en contra de la naturaleza, que es la comisionada inmediata de Dios, ¿quién no se hallará miserable de hallarse en manos de la naturaleza, que no sólo lo erige como un blanco para que los demás disparen sobre él, sino que se complace en soplarlo como a un cristal, hasta verlo romperse con su propio aliento?; más aun, si este vapor infeccioso fuera buscado ávidamente, o con afán, como Plinio fue tras los vapores del Etna, y se atrevió a desafiar a la muerte, bajo la forma de un vapor, a que causase su daño, y sintió el daño, y murió; o si este vapor nos sorprendiera en una emboscada, saliendo de un pozo largo tiempo cerrado, o de una mina recién abierta, quién se lamentaría, quién sería acusado, cuando a nadie podríamos acusar sino a la fortuna, que es menos que un vapor; pero cuando nosotros mismos somos el pozo que exhala esa emanación, el horno que escupe es ardiente humareda, la mina que vomita esa sofocante, y asfixiante humedad, ¿quién después de esto no agravará su dolor por esta circunstancia, que fue su vecino, su familiar amigo, su hermano, que lo destruyó, y lo destruyó con un susurrante, un injurioso hálito, cuando vemos que nosotros mismos nos hacemos lo propio por similares medios, y nos matamos con nuestros propios vapores? O si estas ocasiones de autodestrucción tienen alguna contribución de nuestras propias voluntades, alguna asistencia de nuestras propias intenciones, más aun, de nuestros propios errores, podríamos repartir la reprimenda y reprendernos a nosotros mismos tanto como a aquéllos. Las fiebres sobre las intencionadamente intemperantes en la bebida, y la comida, las consunciones sobre los desenfrenados, y los licenciosos, la locura por el extravío y los excesos de nuestras facultades naturales, proceden de nosotros, y es así que, estando nosotros mismos en la trama, somos no solamente pasivos, sino también activos, en nuestra propia destrucción; ¿pero qué he hecho yo, sea para engendrar, sea para respirar esos vapores? Me dicen que se deben a mi melancolía; ¿infundí yo, bebí yo melancolía en mí mismo? Es mi condición de meditativo; ¿no fui hecho para pensar? Es mi estudio; ¿no me inclina a él mi vocación? Nada he hecho voluntariamente, perversamente, para ello, y sin embargo, debo sufrirlo, morir de ello; hay demasiados ejemplos de hombres que han sido sus propios verdugos, y que han caído en penosos desvíos por serlo; algunos han llevado siempre veneno consigo, en un anillo hueco colocado en su dedo, y algunos en la pluma con que solían escribir; algunos se han destrozado los sesos contra los muros de su prisión, y algunos han tragado el fuego de sus chimeneas, y de uno se dice que está más próximo aun a nuestro caso, por haberse estrangulado, atadas las manos, quebrando su cuello entre las rodillas; pero yo en nada atento contra mí mismo, y sin embargo soy mi propio verdugo. Y hemos oído de muertes por circunstancias menudas, y por instrumentos despreciables: un alfiler, un peine, un cabello, arrancado, que se ha gangrenado y ha matado; pero cuando he dicho vapor, si nuevamente me preguntaban qué es un vapor, no sabría decirlo, tan insensible cosa es, tan cercana a la nada, que nos reduce a la nada. Pero derramemos este vapor, rarifiquémoslo; desde una habitación tan estrecha como nuestros cuerpos naturales, hasta un cuerpo político, un Estado. Lo que en nosotros es emanación, en un Estado es rumor, y estos vapores en nosotros, que aquí consideramos maligna e infecciosas emanaciones, en un Estado son rumores infecciosos, detractores y deshonrosas calumnias, libelos. El corazón en este cuerpo es el Rey; y el cerebro su Consejo; y la magistratura íntegra, que todo lo conserva unido, son los tendones, que de esta forma actúan; y la vida de todo ello es el Honor, y el justo respeto, y la debida reverencia; y en consecuencia, cuando estos vapores, estos venenosos rumores, son dirigidos en contra de esas partes nobles, el cuerpo todo sufre. Pero no obstante todos sus privilegios, no tienen prerrogativas contra nuestra miseria; que así como los vapores más perniciosos para nosotros salen de nuestros propios cuerpos, así también los más deshonrosos rumores, y aquellos que más hieren a un Estado, nacen de él mismo. ¿Qué aire maligno, que pude haber tomado en la calle, qué canal, qué matadero, qué muladar, qué bóveda, podría herirme tanto con estos vapores engendrados en mí mismo? ¿Qué fugitivo, qué parásito de cualquier Estado extranjero puede hacer tanto daño como un difamador, un libelista, un despreciable bufón en el propio país? Pues, así como los que escriben de venenos, y de criaturas naturalmente dispuestas para la ruina del hombre, mencionan también a la pulga junto a la serpiente, porque la pulga, aunque no mata a nadie, hace tanto daño como puede, así también esos libelistas y licenciosos bufones emiten el veneno que tienen, aunque a veces la virtud, y siempre el Poder, sea un buen pichón para extraer ese vapor de la Cabeza, e impedirle cumplir allí un daño mortal.

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