martes

FIODOR DOSTOIEVSKI (1821 – 1881)



LA CONFESIÓN DE STAVROGUIN
 (El capítulo censurado de Demonios)

Traducción directa del ruso y prólogo de RAFAEL CANSINOS ASSENS
 TERCERA ENTREGA

CON TIJON  

 (Según se recordará, al final de su entrevista con Schátov, después del episodio de la bofetada, aquel aconseja a Stavroguin vaya a ver a Tijón. En este capítulo Stavroguin sigue la exhortación del estudiante.)
  
II (1)
  
Verdaderamente, era una impresión hecha en el extranjero. Tres pliegos de papel corriente de cartas, de pequeño tamaño, encuadernados. Impresas, por lo visto, en alguna tipografía rusa del extranjero, aquellas hojas parecían a simple vista una proclama. El sobrescrito rezaba: De Stavroguin.
Reproduzco este documento al pie de la letra en mi relato. Sólo me he permitido corregir las numerosas faltas de ortografía. Faltas que, en cierto modo, me chocan, pues el autor era hombre culto y leído, desde luego, de un modo relativo. El estilo, no obstante sus muchas inexactitudes, lo he dejado intacto. Salta a la vista, desde luego, que el autor no era un literato.
Se Stavroguin: “Yo, Nikolai Stavroguin, oficial retirado, vivía el año 186… en Petersburgo. Llevaba allí una vida licenciosa, que no me proporcionaba placer alguno.
“Tuve por aquel entonces, durante una temporada, tres domicilios. En uno, amueblado con lujo y dotado de servidumbre, vivía yo en unión de Maria Lebiádkina, hoy mi legítima esposa. Los otros domicilios los alquilaba por meses para mis aventuras; en uno recibía a una señora que estaba enamorada de mí; en el otro, a su doncella. Una temporada acaricié el plan de hacer de modo que señorita y doncella se encontrasen en mi casa. Las conocía a las dos, y me prometía de aquella broma gran placer.
“Prudentemente, fui preparando las cosas para ese encuentro, y me vi obligado por ello a visitar con más frecuencia uno de aquellos domicilios, que se encontraba en una gran casa de la Gorojóvaya. Allí les tenía yo alquilada en el cuarto piso, a unos artesanos rusos, una habitación. Los patronos vivían en la sala contigua, tanto más próxima cuanto que la puerta de comunicación siempre estaba abierta, lo que respondía también en un todo a mi deseo. Él era empleado de no sé qué oficina, y desde por la mañana hasta la noche estaba fuera de casa. Ella, una mujer de unos cuarenta años, hacía reformas en los trajes, y también paraba poco en casa, pues tenía que salir a entregar. Yo me quedaba solo con su hija, que era todavía muy niña. Se llamaba Madrioscha. La madre la quería, pero le pegaba e insultaba con frecuencia, como lo hacen las mujeres, terriblemente. Aquella muchacha me servía y me arreglaba el cuarto. Debo confesar que he olvidado el número de la casa. Me he informado y me han dicho que la derribaron, y que ahora, en vez de dos o tres edificios viejos, álzase allí uno nuevo, grandísimo. Los nombres de mis patronos también los olvidé. Es posible que tampoco entonces los supiese. Sólo sé que ella se llamaba Stépanida; creo que Mijailovna. El de él no lo recuerdo. Creo que haciendo indagaciones mediante la Policía de Petersburgo podrían hallarse sus huellas. La habitación se encontraba en el patio, en un rincón. Todo esto pasaba en el mes de junio. La casa estaba pintada de azul claro. Un día desapareció mi cortaplumas, que no me hacía falta y andaba de acá para allá, encima de la mesa. Se lo comuniqué a la patrona, muy lejos de pensar muy lejos de pensar que ésta hubiese de pegarle por ello a su hija. Precisamente acababa de sentarle la mano por habérsele perdido no sé qué cintajo, figurándose que su hija era la que lo había perdido, y hasta puéstoselo en el pelo. Como apareciese luego aquél debajo de la mesa, la muchacha no profirió ni una palabra de reproche, sino que se quedó mirando en silencio al vacío. Pude observar ese detalle, y entonces por primera vez sorprendiome el rostro de la chica, que hasta allí me pasara inadvertido.
“Era rubia y barrosa, una cara vulgar la suya, pero muy infantil y plácida, de una desusada mansedumbre. A la madre le sentó mal no le dirigiese ningún reproche por los golpes inmerecidos, y le enseñó el puño, aunque no le pegó. En aquellas circunstancias hubo de perderse mi cortaplumas. Verdaderamente nadie, fuera de nosotros tres, había allí, nadie, y la muchacha era la única que entraba en mi cuarto. La patrona estaba furiosa por haberle pegado la primera vez sin motivo, así que cogió la escoba, arremetió contra la chica y empezó a apalearla en mi presencia, hasta hacerle sangre, y eso que ya tenía aquélla doce años. Matrioscha no gritaba, probablemente por estar yo delante; pero a cada golpe sollozaba de un modo especial. Después se llevó llorando una hora.
“Pero antes había ocurrido lo siguiente: en el mismo momento de ir la patrona en busca de la escoba para liarse a golpes con ella encontré yo el cortaplumas encima de mi cama, adonde debía de haber rodado, no sé cómo, de la mesa. Al punto se me ocurrió la idea de no decir nada, para que le pegasen a la pequeña. Me decidí en seguida: en tales casos, me falta el aliento. Pero tengo el propósito de contarlo todo minuciosamente, para que en verdad nada quede oculto.
“Toda situación afrentosa, desmedidamente humillante, repulsiva, y, ante todo grotesca en que me haya encontrado en mi vida me ha inspirado siempre, además de una rabia sin límites, un deleite increíble. Lo mismo me ha ocurrido en el momento de cometer una acción bochornosa o exponerme a un peligro de muerte. Si yo hubiese robado, habríame encantado, en el instante de hacerlo, la consciencia de mi abyección. No es que me haya gustado la abyección (en este punto, tengo el juicio sano), sino que ese estado de embriaguez derivado de la penosa consciencia de mi ruindad, me gustaba. Igualmente, cuando tenía un desafío, en tanto aguardaba el disparo de mi adversario, apoderábase de mí ese mismo sentimiento insensato, vergonzoso, y a veces con desusada fuerza. Confieso que con frecuencia buscaba yo las ocasiones de saborear esa sensación que sobrepasaba para mí en energía a todas las demás. Cuando me dieron aquellas bofetadas (dos me han dado en mi vida) me dominaba, no obstante, la rabia tremenda, esa misma sensación. Cuando refrena uno su rabia, la sensación de placer es indecible. No he hablado nunca con nadie de esto, ni siquiera por indirectas, y siempre lo oculté como algo infamante, vergonzoso. Por el contrario, cuando en una taberna de Petersburgo me pegaron malamente (me cogieron de los pelos), no experimenté esa sensación, sino sólo una rabia tremenda: no estaba borracho, sino que había reñido con los otros. Pero si cuando en el extranjero aquel vizconde francés que me dio una bofetada, y al que yo a cambio de ella le partí de un tiro la barbilla, me derribó en tierra y me zarandeó de los cabellos hubiese ya experimentado esa embriagadora sensación quizá no me hubiese entrado rabia. Así me lo parecía a mí entonces.
“Cuento todo esto para que todo el mundo sepa que esa sensación nunca me ha dominado por completo; que yo conservaba siempre mi plena consciencia, siendo precisamente esa consciencia la causa de todo. Y cuando esa sensación me lanzaba a la irreflexión, por decirlo así, hasta la locura, nunca llegaba tampoco a olvidarme, al total olvido de mí mismo. Ardía en mi interior, pero al mismo tiempo dominábala yo tan cumplidamente que podía mantenerla en su mayor hervor. Estoy seguro de que toda mi vida habría podido conducirme como un fraile, no obstante tener una sensualidad zoológica innata, que cada vez fustigaba yo más. Cuando quiero, soy siempre dueño de mí mismo. Quede sentado que no pretendo disculparme ni con el ambiente ni con la enfermedad, sino que cargo enteramente con la plena responsabilidad de mis crímenes.
”Terminó el castigo, me guardé el cortaplumas en el bolsillo del chaleco y me fui sin decir palabra. Anduve un largo trecho y tiré el cortaplumas al arroyo, para que nunca nadie supiera de él. Luego aguardé dos días. La muchacha lloraba, y se volvió aun más taciturna, estando yo convencido de que contra mí no tenía inquina alguna. Por lo demás, seguramente debía de darle también su poco de bochorno de que la hubiesen castigado en mi presencia. De ese bochorno, ella, como una niña que era, se echaba a sí mismo la culpa.
“Y entonces, en aquellos dos días, hube yo de formularme la pregunta de si sería yo capaz de renunciar a todo y no llevar a cabo mi designio, y sentí en el acto que sí era capaz de ello, en todo instante, en todo tiempo. Aproximadamente por aquellos días quise yo matarme por un sentimiento morboso de absoluta carencia de simpatía; a punto fijo no sé por qué. En aquellos dos o tres días (porque no había más remedio que aguardar a que la muchacha lo olvidase todo) realicé, para libertarme de las incesantes obsesiones o sólo por vía de distracción, un robo en la pensión donde vivía. Fue aquél el único robo que en toda mi vida he cometido.
“Había allí muchos huéspedes. Entre otros, un empleado con su familia, que ocupaba dos habitaciones pequeñas amuebladas. Cuarentón y nada estúpido, mostraba siempre un aspecto decoroso, pero era pobre. Yo no me trataba con él, y él evitaba el círculo que por aquel entonces me rodeaba. Acababa precisamente a la sazón de cobrar los treinta y cinco rublos de su sueldo. Yo me vi impelido a eso porque, efectivamente, necesitaba dinero (que recibí a los cuatro días por la posta), de suerte que robé por necesidad y no por diversión. Cometí el robo de una manera franca y descarada; me colé en su habitación mientras él, con la mujer y los niños, estaba en otra salita, comiendo. Allí, junto a la puerta, encima de una silla, tenía muy dobladito su uniforme. Se me ocurrió ese pensamiento de pronto, ya en el camino. Metí la mano en el bolsillo y saqué el portamonedas. El empleado había sentido ruido y asomose a la puerta de la otra salita. Hasta notó algo; pero no viendo nada, pensó haberse equivocado. Yo dije que al pasar me había asomado a su cuarto para echar un vistazo a su reloj de pared. “Allí está, sí”, me contestó, y yo me salí.
“Por aquel tiempo bebía yo mucho, y en mi cuarto había siempre tertulia, en la que figuraba Lebiadkin. El portamonedas, con la calderilla, lo tiré, pero me quedé con los billetes. Había treinta y tres rublos, tres billetes encarnados y dos amarillos.
“Cambié inmediatamente un billete encarnado y mandé por champaña. Cambié luego otro, y, por último, el tercero. A las cuatro horas, ya al atardecer, aguardábame el empleado al paso. “Oiga usted, Stravoguin: cuando antes me habló usted, ¿no dejaría caer, inadvertidamente, de encima de la silla, el uniforme?... Estaba junto a la puerta.” “No, no recuerdo. ¿Tenía usted en su cuarto el uniforme?” “Sí, allí estaba.” “¿En el suelo?” “Primero estaba encima de la silla; luego, en el suelo.” “Pero ¿lo recogió usted?” “Sí.” “Bueno; ¿pues qué más quiere?” “Claro, siendo así, nada.”
“No se atrevía a expresar sus sospechas, ni siquiera a mentar a nadie de la pensión… Tan cobarde es esa gente. Por lo demás, a mí me tenían allí mucho miedo y mucho respeto. Me divirtió cambiar con él la mirada dos veces en el trayecto. Luego ya se me hizo pesado.”
A los dos o tres días volví a la Gorojóvaya. La madre había ido no sé adónde con un envoltorio; el padre, ni que decir tiene, estaba ausente. De suerte que habían dejado a Matrioscha sola. Las ventanas estaban abiertas. En la casa vivían solamente artesanos, y todo el santo día resonaban en todos los pisos martillazos y canciones. Nosotros llevábamos ya allí una hora. Matrioscha estaba sentada en un rincón, de espaldas a mí, y tiraba de aguja. De repente púsose a cantar muy bajito, cual solía hacerlo a veces. Yo miré mi reloj: eran las dos. El corazón me palpitaba. Me levanté y me fui acercando a ella. En las ventanas había muchas macetas de geranios y brillaba un sol pálido. Yo me senté en silencio a su lado, en el suelo. A lo primero asustose horriblemente la chica; se estremeció y dio un salto. Yo le cogí las manos y se las besé suavemente; hícela sentar de nuevo en el banquito y la miré a los ojos. Lo de que yo le hubiera besado las manos provocole una risa infantil, que sólo duró un instante, pasado el cual acometiole tal susto que su carita se contrajo. Con ojos fijos de susto quedóseme mirando, frunció la boca como para llorar; pero, a pesar de todo, no gritó. Yo volví a besarle las manos y me la senté en las rodillas. Ella se zafó de mí y echose reír, como de vergüenza; pero era la suya una risa insincera. Tenía la cara roja de bochorno. Como ebrio, murmurábale yo cosas. Finalmente, ocurrió algo notable, que nunca he podido olvidar y que me sorprendió: la chica fue y me echó los brazos al cuello y empezó a darme besos apasionados. Tenía el semblante contraído. No faltó mucho para que yo me levantase y me fuese; tal compasión me entró de pronto por la pobre criatura.
“Cuando todo terminó, púsose ella como loca. Y no hice por engañarla ni seguí acariciándola. Ella me miraba con tímida sonrisa. Su confusión crecía por momentos. Por último, cubriose la cara con las manos y quedose plantada, de cara a la pared, en un rincón. Yo temía que volviera a asustarse como antes, y me alejé en silencio.
“Creo que todo lo ocurrido debió parecerle a ella el colmo de la indecencia y que tuvo que sufrir una angustia de muerte. Pese a todos los insultos y palabrotas que desde su más tierna infancia habría tenido que oír, estoy firmemente convencido de que aun no entendía nada. De fijo creyó haber cometido un crimen increíble, digno de pena capital: que había matado a Dios.

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