HUGO GIOVANETTI VIOLA
VIGÉSIMONOVENA ENTREGA
SUPLEMENTO PUNTAESTEÑO
(apuntes de mujer con diadema)
UNO: EL TURISMO Y LA GUERRA
1: Los tiburones las prefieren rubias
Magdalena Tomillo estaba haciendo la plancha entre el “Muelle de fierro” y la tablilla que señalaba el límite para los baños de señoras (según el Edicto del 15 / 12 / 900) cuando escuchó la gritería. Durante unos segundos permaneció con los ojos del color del océano clavados levitantemente en los fondos del cielo, y después se dio vuelta a enfrentarse con el leviatán. Era un dandy desconocido en el paraje, y la espiaba escondido sobre le reverberación -que parecía más nacarada que arenosa- de la lejanía puntaesteña.
Magdalena no se movió. El hombre la había arrancado de un ensueño erótico, y ahora se frotaba los bigotes con impasible impunidad. Ella siguió mirándolo fijo, hasta que los bucles color oro oscuro del dandy desaparecieron.
Cuando llegó a las casillas, las demás mujeres le dijeron de todo. Magdalena Tomillo se defendió como pudo y no se secó la cara durante un largo rato. “Dicen que los tiburones se enloquecen con la sangre” pensó tanteándose los latidos de su pezón izquierdo.
2: La corona de jazmines
La muchacha había conocido a su novio -Justo Regusci- exactamente un año atrás, el 27 de enero de 1903. Justo trabajaba en el molino Cavallo, y era hermano de otro Romeo saravista -Sabino- que causó legendarios estragos en su linaje familiar. El flechazo ocurrió durante un cumpleaños celebrado en un chalé vecino, donde Magdalena se presentó coronada por una diadema de jazmines del país. Alcanzó con un solo lancero para que la muchacha se deslumbrara irreversiblemente con el oleaje de la libertad que parecía insolarle los ojos al mozo.
Ahora Justo estaba muerto o en retirada con el Ejército Nacional Revolucionario. Magdalena Tomillo se resignó a ir al cumpleaños, pero no renunció a volver a constelarse con la diadema blanca. “No parecés hermana de dos soldados gubernistas” ironizó su padre, demasiado entusiasmado por los anuncios de la fuga de Aparicio Saravia hacia el Brasil como para enojarse en serio. “No” pensó Magdalena: “Pero parezco la novia de un poeta”.
En la fiesta encontraron al leviatán de la mañana, que había logrado alborotar a todas las mujeres con una musculosa desfachatez. Era porteño, y veraneaba en Punta del Este. El dandy no le sacó los ojos de arriba, pero magdalena rechazó todas las invitaciones que se le hicieron para bailar. Don Pedro Tomillo estaba más que achispado por el vino de los Cavallo y terminó desparramando a los cuatro vientos las glosas satíricas que El día y El diario nuevo le dedicaban al “general jockey”. Entonces el porteño aprovechó para acercarse al grupo y reírse Saravia, hasta que señaló el peinado de Magdalena y dijo: “Me parece que esas flores se van a ruborizar en cualquier momento, señorita”. Ella palideció, entre un turbión de risotadas. “Estas flores van a ponerse rojas el día que las mojarras le mastiquen el corazón a los tiburones” casi gritó. Y se escapó corriendo.
3: El paso de los Montesco
Magdalena se sentó en la veranda con la cara bañada por la luna y recordó un esplendoroso mediodía otoñal de 1898, cuando los hermanos Diego y Gregorio Lamas desfilaron por la plaza San Fernando. Recordó que mientras los espiaba desde la azotea de la casa de una amiga, no hizo otra cosa que pensar en su prima Carolina y en Sabino Regusci. “Ahora estarán en Buenos Aires muriéndose de hambre, pero no de amor” pensó entonces.
Su madre se paró detrás suyo con una cucharita y el frasco de elixir digestivo de pepsina que jamás destapaba. “Hace un año te dije aquí mismo que la guerra no es más larga que el amor, Magdalena” murmuró. “Pero el amor te mata tanto como la guerra” retrucó la muchacha: “Y podés ir diciéndole a todo el que lo quiera saber que yo no soy ni blanca ni colorada. Yo estoy con el Espíritu. En la paz y en la guerra. Y aunque me cueste todo”.
4: El fantasma de la libertad
El 1 de febrero los Tomillo terminaron su veraneo en la bahía de Maldonado y volvieron a San Fernando sacudidos por la triunfal y fantasmal reaparición de Aparicio Saravia en Fray Marcos. Ahora volvían a correr tanto peligro las vidas de José Luis y César Tomillo -los hermanos de Magdalena alistados en el ejército gubernista- como la de Justo Regusci.
El carruaje avanzaba sobre el arenoso empedrado de la Avenida Porvenir, y Magdalena sondeaba los médanos esperando que apareciera el fulgor de los pinos porfiadamente implantados por el inglés Enrique H. Burnett. Apenas alcanzó a divisarlos, la muchacha tuvo la sensación de que coronaban la lejanía con el inapelable verdor de la verdad. “Dios mío” pidió: “Que alguna vez la vida perfume la furia libre de las Capuleto”.
5: Me sobra corazón
El caserón construido por don Pedro era muy parecido al de Burnett, y esquinaba la plaza donde se alzaba la Torre del Vigía. Priscilla Barnes de Tomillo -hija del reverendo irlandés Joshua Barnes y esposa de José Luis Tomillo- no había querido veranear en Las Delicias con su familia política, pero esa noche le pidió a Magdalena para dormir juntas.
El cuarto daba a la plaza, y una suave corriente de aire empezó a transportar el perfume de los jazmines del país que estrellaban el patio. La gringa respiraba dulcemente, y Magdalena pudo oler cómo la densidad de su hondón desflorado flotaba entreverándose con la blancura enorme de la noche. Entonces sintió hervir el verano igual que la mañana que el dandy le despedazó la carne del ensueño.
“No quiero morir virgen, carajo” jadeó saltando de la cama y abriéndose la ropa hasta incrustar los pechos en la reja. Allí se los había rozado Justo en el momento de la despedida. Y ahora la luna llena los besó.
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