jueves

LEON CHESTOV


KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
traducción de José Ferrater Mora
  
DÉCIMA ENTREGA
III
LA SUSPENSIÓN DE LA ÉTICA (2)

Pero, ¿quién es el absurdo”? ¿Es el poder que ha arrebatado a Job (más exactamente a Kierkegaard) el honor y el orgullo, o es el mismo Kierkegaard al creer que sus gritos harán desplomarse los muros? Sucedió, cierto es, algo inaudito, salgo imposible, algo inconcebible tanta para él como para los demás: él, un hombre como todo el mundo, se encontró de súbito puesto fuera de la ley. De repente, sin razón aparente, fue vivamente proyectado fuera de los límites de la realidad: todo lo que tocaba se transformaba en sombra, así como todo lo que tocaba el Midas de la mitología griega se transformaba en oro. ¿Por qué? ¿Qué había hecho? Los amigos de Job, lo mismo que los amigos de Kierkegaard, encontraban fácilmente razones suficientes, inclusive más que suficientes, para que esto sucediera. El hecho de que Job y Kierkegaard no sean más que eslabones ínfimos de la infinita cadena de los fenómenos perpetuamente cambiantes del universo, este hecho constituye ya una explicación perfectamente suficiente para una conciencia “normal”. Cuando comenzaron a llegarle las primeras malas noticias, el propio Job respondió con dignidad y calma, como corresponde a un hombre prudente, en pleno acuerdo con las exigencias de la ética (exactamente igual a como, según Epicteto, habría hablado Sócrates si se hubiese encontrado en la situación de Príamo): “El Señor me lo dio; el Señor me lo ha quitado”. Pero a medida que las desdichas se acumulaban más sobre su cabeza, cedía su paciencia. Todos sus conocimientos sobre lo ineluctable y lo inevitable, lo mismo que su moral, que le sugería soportar alegremente el destino que le hubiese tocado en suerte, se le hacían cada vez más sospechosos. Kierkegaard escribe: “La grandeza de Job no se manifiesta cuando dijo: ‘El Señor me lo dio; el Señor me lo ha quitado: ¡loado sea el Señor!’ Esto lo dijo sólo al comienzo y ya no volvió a repetirlo. La significación reside en el hecho de que su lucha le ha conducido hasta las regiones de la fe.” Y acto seguido añade: “La grandeza de Job se basa en el hecho de que no consintió en reducir y ahogar por una falsa satisfacción la pasión de la libertad”. Todo esto es bien justo. Pero no es lo esencial. Lo esencial, tanto para Job como para Kierkegaard, se halla en otra parte; en todo caso, no en la grandeza de Job. Pero, ¿es que Job tiene necesidad de alabanzas y de títulos? ¿Es que, en general, espera la aprobación de nadie o de nada? ¿Hay que recordar esto a Kierkegaard, a ese Kierkegaard que se dirigió hacia Job porque Job había “suspendido” la ética? No se trata de saber si Job era o no grande, si era o no digno: hace mucho tiempo ya que estas cuestiones han sido superadas. Se trata de saber si se pueden atacar a las leyes eternas de la naturaleza por medio de gritos, de quejas y de maldiciones, es decir, según nosotros, con las manos vacías. Job no lo sabía acaso, pero Kierkegaard sabía que esta cuestión había sido zanjada de una vez para siempre por la filosofía moderna: “Non ridere, non lugere, neque detestari, sed intelligere.”(“No reír, no llorar, no odiar, sino comprender.”) Esta afirmación de Spinoza es indiscutible. Si la filosofía existencial de un “pensador privado”, de Job, quiere trastocar esta afirmación y cree poder obtener la verdad, no mediante el intelligere, sino por medio de alaridos y de maldiciones, parece cuando menos apropiado transferir la cuestión al plano de una apreciación subjetiva de la personalidad de Job. Sin embargo, no por azar Kierkegaard ha hablado dos veces de la grandeza de Job. Puede advertirse a este respecto que no se ha esforzado mucho en explicar por qué Job no era grande cuando decía: “El señor me lo dio, el señor me lo ha quitado”, sino cuando pronunció esas palabras insensatas, de que sus sufrimientos eran más pesados que la arena del mar. ¿Quién decide en este caso dónde está la magnitud y dónde está la pequeñez? ¿Y si ocurriera lo contrario: que fue grande por aceptar serenamente todos sus males, y se hizo detestable, ínfimo, ridículo cuando perdió su serenidad?... ¿Quién debe zanjar esta cuestión? Hasta ahora dependía por entero de la competencia de la ética. Hasta disponemos de una fórmula hecha, forjada desde antiguo por los griegos. Ha sido traducida como sigue por Cicerón y por Séneca: fata volentem ducunt, nolentem trahunt (El destino conduce a quien consiente y arrastra a quien rehusa); grande es no aquel a quien el destino arrastra como se arrastra a un borracho a la comisaría, sino aquel que por sí mismo, “libremente”, se dirige adonde el destino le conduce. Edipo gritó, lloró y maldijo. Pero, como nos lo ha explicado Epicteto, si Sócrates hubiera estado en el lugar de Edipo habría permanecido tan imperturbablemente sereno como lo estuvo al beber la cicuta. Si Sócrates y Job se presentasen ante el tribunal de la ética, no habría duda acerca del veredicto: Job sería condenado, y Kierkegaard lo sabe. Sabe que el único medio que tiene Job para obtener lo que quiere consiste en negarse a reconocer la competencia de la ética. Escribe: “Job fue bendecido, se le devolvió, duplicado, cuanto tenía. Y esto es lo que se llama la Repetición… Por lo tanto, la Repetición existe. Pero, ¿cuándo se produce? Difícil resulta explicarlo por medio de palabras humanas. ¿Cuándo se produjo para Job? Cuando todas las certidumbres, todas las posibilidades humanamente pensables evidenciaron su imposibilidad.” Y en el mismo lugar, al identificar su propia causa con la de Job, añade: “Espero una tormenta y la Repetición… ¿Qué debe traerme la tormenta? Debe hacerme capaz de ser un esposo.”
¿Hay en todo esto el menor vestigio de lo que llamamos “grandeza”? ¿Tiene la ética el menor interés de que sean devueltos a Job (y, además, por partida doble) sus vacas, su oro e inclusive sus hijos? ¿O que se devuelva a Kierkegaard la posibilidad de ser esposo? Según el espíritu, los “bienes terrenales” son indiferentes. El propio Kierkegaard nos lo dice al final de La Repetición. Y nos explicará también que todo lo que es pasajero es inexistente para el hombre que ha comprendido exactamente sus relaciones con Dios. Pero esto lo sabían desde hacía mucho tiempo los sabios paganos que crearon la ética autónoma. ¿Por qué abandonar a Sócrates y molestar a Job si realmente el espíritu es indiferente a todo lo terrenal, si la misma esencia de “lo religioso” consiste en aprender a despreciar lo infinito? ¿Por qué atacar a Hegel? También Hegel enseñaba que todo lo finito pasa, que carece de significación por sí mismo y que solamente adquiere un cierto sentido dentro del proceso infinito. No había tampoco necesidad de preocuparse de la repetición y de anunciar solemnemente que “la repetición está destinada a desempeñar un papel importante en la filosofía nueva”, y que “la filosofía nueva enseña que toda la vida no es sino una repetición”. Que sus vacas sean o no devueltas a Job, que Kierkegaard tenga o no la posibilidad de ser un esposo, esto no puede interesar cuerdamente a nadie. Y no había necesidad de transformar tales fruslerías en sucesos mundiales. Job habría llorado, aullado; finalmente, se habría suicidado. Kierkegaard habría cesado, al fin, de llorar o maldecir. En efecto, no sólo los bienes terrenales que han perdido son perecederos, sino que los propios Kierkegaard y Job son tan perecederos como sus gritos, sus lágrimas y sus maldiciones. La eternidad lo absorbe todo, como el océano absorbe el agua de los ríos que en él desembocan sin que por ello su nivel ascienda. Y, en fin de cuentas, las alabanzas y las reprobaciones de la ética se disuelven también en la eternidad sin límites.
Pero, tal como ya hemos visto, ni Kierkegaard ni Job tenían ya necesidad de ella. Iban en busca de la repetición que les había rehusado categóricamente el pensamiento humano, el cual sabe perfectamente lo que es posible y lo que es imposible. En cambio, la ética no rehusa jamás a nadie sus alabanzas, a condición, claro está, de que el hombre se resigne, admita que lo real es racional y acepte, con serena alegría, digna de un ser espiritual, el destino que le ha sido reservado, por duro que sea. Kierkegaard lo sabía y, a pesar de ello, se dejó a veces tentar por esa perspectiva. Todo redundaría en mejor beneficio si Job llegara a vencer a la Necesidad y obtuviera la repetición. Pero, ¿qué ocurriría si sucumbiese en esa desigual lucha? Todo redundaría en mejor beneficio si la Escritura contuviese efectivamente una verdad ignorada por los filósofos antiguos. Pero, ¿qué se puede hacer si Filón tiene razón y si únicamente se puede aceptar de la Biblia aquello que no contradiga la sabiduría de Sócrates, de Platón y de Aristóteles? ¿Qué hacer si el maldito Hegel ha visto bien la cosa al exigir que la religión se presentase ante el tribunal de la razón?
Estos temores no han abandonado nunca completamente a Kierkegaard. Por eso hablaba tan sólo de la “suspensión de la ética”, aun cuando tuviese conciencia de que había que hacer algo más, que había llegado para él el momento del más irresistible O lo Uno o lo Otro. El propio Kierkegaard habla a veces de esto con una fuerza y una tensión extremas: “Por medio de su acto, leemos en Temor y Temblor, Abraham atravesó las fronteras de la ética. Su finalidad se cernía a mayor altura, más allá de la ética; frente a su finalidad, suspendió la ética.” Y luego: “Nos hallamos ante una paradoja: o el individuo como tal puede encontrarse en una relación absoluta con lo Absoluto, y en este caso lo ético no es la realidad suprema; o bien Abraham está perdido”. A pesar de esto se limita a suspender la ética. De este modo podrá, si esto es necesario, es decir, si Job resulta vencido por la Necesidad, reclamar nuevamente la protección de la ética, aunque en tal caso podría firmar la orden de ejecución de Abraham. Estas precauciones involuntarias de un pensador que, sin embargo, llega siempre hasta lo extremo, tienen un sentido profundo: la lucha que ha emprendido es demasiado arriesgada, y el hombre más valiente no puede impedir sentirse arredrado por ella.
Todo le ha sido retirado a Kierkegaard. Ha “caído de lo general” y se encuentra fuera de la ley. ¿Puede, además de esto, renunciar a la protección de la ética, que tiene el poder de declararnos laudabilis o vituperabilis? He aquí el motivo por el cual -luego hablaremos de esto- Kierkegaard introduce de continuo, a pesar de todo, en su concepción de lo “religioso” elementos éticos y, a medida que sus libros se suceden, les otorga cada vez mayor importancia. Recordemos que en La Repetición habla ya de la “grandeza de Job”. En esta misma obra llama a la gente piadosa: “naturalezas aristocráticas”. En el Tratado de la Desesperación (La enfermedad mortal) sustituye con frecuencia el concepto de “lo religioso” por el concepto de lo “ético”. Se diría que ha olvidado lo que afirmó acerca de lo religioso y de lo ético, esto es, que si la ética fuese la realidad suprema Abraham estaría perdido.
“¿Cuál era el indicio que le faltaba a Sócrates (es decir, al paganismo en su manifestación más elevada) en su definición del pecado? -pregunta Kierkegaard-. La voluntad, la obstinación. El intelectualismo griego era demasiado feliz, demasiado ingenuo, demasiado estético, irónico, espiritual y pecador para comprender que un hombre pudiese no hacer el bien a sabiendas o hacer a sabiendas (es decir, sabiendo lo que era mejor) lo que no debía. Los griegos proclamaron el imperativo categórico intelectual.” Esto parece exacto a primera vista: Sócrates enseñaba que nadie haría el mal si supiera lo que es el bien. Pero esto no tiene nada que ver con lo que Kierkegaard nos dice acerca del paganismo. Para confirmarlo basta recordar el discurso de Alcibíades en el Symposium de Platón. O también el video meliora, proboque, deteriora sequor, de Ovidio, citado por casi todos los filósofos (entre ellos, Leibniz y Spinoza) junto a las palabras de San Pablo. Y como si no hubiese jamás leído el Symposium y no hubiese jamás oído hablar del verso de Ovidio, lo habría vuelto a encontrar en Spinoza, que lo cita en diversas oacasiones), Kierkegaard prosigue: “¿Dónde está, pues, el error? Hay que buscarlo en el hecho de que no exista un pasaje dialéctico que vaya de la comprensión al acto. En este pasaje comienza el papel desempeñado por el cristianismo. Entonces se pone en evidencia que el pecado reside en la voluntad y así llegamos hasta el concepto de obstinación”. No se puede dudar de que estas palabras abren una posibilidad de restitutio in integrum de esta “ética” que Sócrates ofreció a los hombres y que Abraham tuvo que suspender en un momento decisivo. Pero ya sabemos lo que encubre “lo ético” y de donde extrae su poder y su fuerza. Además, Kierkegaard no habla aquí ya en nombre propio o en nombre de la filosofía, sino en el del cristianismo. Ve el pecado en la obstinación humana, en la voluntad terca, que no consiente en someterse a las órdenes que emanan del poder supremo. Pero en tal caso Job sería el pecador por excelencia. Su pecado consistiría en que no querría detenerse en el tradicional “El Señor me lo dio; el Señor me lo ha quitado”, y se atrevería a sublevarse contra las pruebas que le habían sido enviadas. Los amigos de Job decían la verdad: Job era un rebelde sacrílego e impío que oponía su voluntad a las eternas leyes del universo. Entonces no habría que pasar de Hegel a Job, sino de Job a Hegel; no de lo general a lo particular, sino de lo particular a lo general. En lo que toca a Sócrates, no tiene par, no sólo fuera del cristianismo, sino aun en el seno mismo del Cristianismo. En cuanto a Abraham, que se ha permitido atravesar las fronteras de la ética, es un criminal. Lo Absurdo, en el cual Kierkegaard ha ido a buscar protección, no ha podido defenderle: tras la ética, con su “tú debes”, y contra el hombre exhausto, avanza, con su andar grave, la Necesidad.

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