jueves

LEON CHESTOV


KIERKEGAARD Y LA FILOSOFÍA EXISTENCIAL
(Vox clamantis in deserto)
 traducción de José Ferrater Mora
  
NOVENA ENTREGA
III
LA SUSPENSIÓN DE LA ÉTICA (1)
Abraham atravesó la frontera de la ética… O la ética no es la realidad suprema, o Abraham está perdido.
KIERKEGAARD.
“Desde mi primera juventud -refiere Kierkegaard- he vivido en una contradicción perpetua. A los demás parecía excepcionalmente bien dotado, pero, en el fondo de mí mismo, estaba convencido de que no era bueno para nada”. ¿Quién tenía razón: los “demás”, que consideraban a Kierkegaard como un ser excepcionalmente bien dotado, o él mismo, persuadido de que no era bueno para nada? ¿Puede plantearse un tal problema respecto a Kierkegaard? Dice: “No puedo comprenderme a mí mismo si no es en la religión, ante Dios. Pero entre los hombres y yo se levanta un muro de desavenencias. Ya no tengo con ellos un idioma común”. En efecto, ¿cómo conciliar las necesidades de Kierkegaard con lo que “los demás” hacían? “Los demás” lo consideraban como excepcionalmente bien dotado, él sabía que no era bueno para nada. Todos pensaban que sufría a causa de bagatelas, mas para él sus sufrimientos eran un acontecimiento de importancia histórica, mundial. La convicción de que “los demás” no consentirían nunca en creer que sus “sufrimientos” pudiesen merecer la menor atención, le impidió confiar su secreto a nadie; aumentó sus sufrimientos hasta los últimos límites, los hizo intolerables. ¿Dónde se halla el tribunal que habrá de juzgar en el litigio entre Kierkegaard y “los demás”, entre Kierkegaard y “lo general”? ¿Existe ese tribunal? A primera vista ni siquiera se plantea el problema: es absolutamente evidente que, por penoso que le sea, el individuo debe estar de antemano dispuesto a someterse a lo general y a buscar en este acuerdo con lo general el sentido de su existencia. Luego -y es lo esencial-, ¿cuál es el peso específico ante la verdad de palabras como “sufrimiento”, “tortura”, “angustia”, inclusive si son pronunciadas por Kierkegaard, o Job, o Abraham? Job dice: si colocaran mis sufrimientos y mi dolor sobre el platillo de una balanza pesarían más que la arena del mar. El propio Kierkegaard no se atreve a reproducir estas palabras. ¿Qué habría dicho Sócrates si las hubiese oído? ¿Puede un hombre que piensa hablar de este modo? Y, sin embargo, Kierkegaard ha abandonado al célebre filósofo Hegel y se ha dirigido hacia el “pensador privado” Job sólo porque este último se atrevía a hablar de ese modo. También Job, para emplear el lenguaje de Kierkegaard, “había caído de lo general”; tampoco él poseía un idioma común con los demás hombres. Los horrores que Job soportó lo volvieron loco; ahora bien, “la cobardía humana no puede soportar oír lo que tienen que decirle la locura y la muerte”. Kierkegaard repite de continuo que la mayor parte de los hombres ni siquiera sospechan los horrores que la vida oculta. Pero, ¿tienen razón Kierkegaard o Job? La locura y la muerte son “simplemente” el fin de todo; ¿no es esta verdad indiscutible, evidente? Tan indiscutible y evidente como que los sufrimientos y los dolores de Job, y aun de la humanidad entera, no pueden pesar en ninguna balanza más que la arena del mar. De modo que “los demás”, es decir, los que no conocen y no quieren conocer los horrores de la vida, se hallan en mejor situación para descubrir la verdad que quienes han vivido tales horrores…
Estamos aquí ante el problema fundamental de Kierkegaard: ¿Hacia qué lado se inclina la verdad? ¿Hacia el lado de los “demás” y de su “cobardía”, o hacia el lado de quienes han osado mirar cara a cara la locura y la muerte? Sólo por esto Kierkegaard ha abandonado a Hegel y se ha dirigido hacia Job. Y este es el momento que marca el límite entre la filosofía existencial y la filosofía especulativa. Abandonar a Hegel significa renegar de la razón y echarse directamente en brazos de lo Absurdo. Pero, tal como lo vamos a ver, el camino que conduce a lo Absurdo está obstruido por la “ética”: por consiguiente, no sólo hay que suspender la razón, sino también la ética. Kierkegaard dice en su Diario que quien comprende la filosofía existencial debe comprender lo que quieren decir las palabras “suspensión de la ética”. Mientras la ética obstruya el camino, será imposible llegar a lo Absurdo. Digámoslo de inmediato: si es cierto que no se puede llegar a lo Absurdo sin antes haber rechazado la ética, esto no quiere decir aun que la ética constituya el único obstáculo que debe vencer la filosofía existencial. Falta aun lo más difícil. Sabemos ya que la ética ha nacido al mismo tiempo que la razón, y que la Necesidad es la hermana del deber. Cuando, obligado por la Necesidad, Zeus redujo los derechos de los hombres sobre sus cuerpos y sobre el mundo, decidió darles en compensación algo “mejor”, “una parte de lo que pertenece a los dioses”. Este algo “mejor” era “lo ético”: los dioses y los hombres sólo disponen de un medio para escapar de la Necesidad -el deber. Suspendida la ética, rechazado el don de los dioses paganos, el hombre se halló cara a cara ante la Necesidad. Y entonces ya no tiene elección: tiene que empeñarse con ella en una lucha suprema y desesperada, en una lucha a la cual los mismos dioses han renunciado y cuyo resultado nadie puede prever. O, más exactamente: en la medida en que queramos prever, estamos obligados a admitir que no puede haber dos opiniones sobre este punto: ni los dioses luchan contra la Necesidad. Los más grandes sabios han retrocedido ante ella: no sólo Platón y Aristóteles, sino también Sócrates confesaba que la lucha era imposible. Y como la lucha por lo imposible carece de sentido, hay que renunciar a ella. El que hasta ahora no veía dónde se halla el punto de contacto entre lo racional y lo ético, ahora lo verá claramente. Desde el instante en que la razón divisa la Necesidad y proclama su “imposible”, la ética surge de inmediato y formula su “tú debes”.
En los discursos que dirigen al anciano que yace, agotado por sus sufrimientos, sobre un montón de estiércol, los amigos de Job parecen tan instruidos como los filósofos griegos. Si se quisiera resumir sus largos discursos, todo se reduciría a lo que decía de ordinario Sócrates o, si creemos a Epicteto, a lo que Zeus dijo a Crisipo: puesto que es imposible vencer, hombres y dioses deberán aceptar. Por el contrario, si se quiere resumir en unas palabras la respuesta de Job a sus amigos, se descubrirá que no existe fuerza en el mundo capaz de obligarlo a “aceptar” lo que le sucedió como cosa que debía suceder, como algo definitivo. En otros términos aquí se pone en cuestión no sólo el “derecho”, sino también el “poder” de la Necesidad. ¿Es exacto, es verdadero que la Necesidad ha recibido el poder de disponer de la suerte de los hombres y del mundo? ¿Es esto una “verdad evidente” o una sugestión diabólica? ¿Cómo ha ocurrido, cómo ha podido suceder que el hombre haya aceptado este poder y se haya sometido a él? Hay más aun: ¿cómo ha podido ocurrir que “la ética”, que constituye para los hombres lo más importante, lo más indispensable, lo más precioso de la vida, haya aceptado, con su “tú debes”, la defensa de la Necesidad estúpida, repugnante, sorda y ciega? ¿Cómo puede vivir el hombre en el mundo mientras en él reine la Necesidad? ¿Por qué no es presa de desesperación al ver que la Necesidad no se satisface con los medios de coacción externa de que dispone, sino que ha logrado, además, seducir la misma “conciencia” del hombre y ha sabido obligarla a cantar himnos en honor de sus malandanzas?
Es esto lo que ha empujado a Kierkegaard a huir de Hegel y de la filosofía especulativa para refugiarse en el “pensador privado” Job. Job ha demostrado “la amplitud de su concepción del mundo por medio de la inquebrantable firmeza que opuso a todas las añagazas de la ética”, escribe Kierkegaard. Pueden sus amigos “ladrar” contra él cuanto les venga en gana: aunque los hombres más sabios se unan a ellos para convencerle de que “la ética” tiene razón al exigirle una sumisión alegre a la suerte que les ha tocado, el “tú debes” de la ética no es para Job más que un sonido hueco, y las “consolaciones metafísicas” que sus amigos le arrojan a manos llenas no son sino vanas habladurías. No se trata de que sus amigos no sean bastante sabios e instruidos; se han asimilado toda la sabiduría humana y hubieran podido desempeñar un buen papel en cualquier Symposium griego. Si Filón hubiese citado sus discursos, habría podido demostrar sin dificultad que los grandes helenos habían bebido su sabiduría en la Biblia; no en los profetas o en los salmistas, sino en los discursos de los amigos de Job: la ética (el deber) encubre la Necesidad; cuando el hombre no puede, no tiene tampoco el derecho de querer. En efecto, si la razón es omnisciente y capaz de definir con seguridad dónde termina lo posible y dónde acaba lo imposible, en tal caso la ética que la encubre y se apoya en ella queda establecida in saecula saeculorum, y la sabiduría de los amigos de Job y la sabiduría griega son sagradas. ¡Sí! Pero entonces se plantea el problema: ¿qué es la Necesidad? ¿Y por qué se mantiene en el poder? ¿Por qué los hombres y los dioses, que permanecen como hechizados, no osan o no pueden negarle la obediencia? Y una vez más repetiré aquí el problema planteado más arriba: ¿cómo es posible que la ética, inventada por el mejor de los hombres, defienda y bendiga tal poder?
No es Job, son los amigos de Job los que tienen razón ante el tribunal de la ética. Un hombre razonable no podrá ciertamente, esperar y exigir que las leyes del universo se modifiquen por él. Ahora bien, así precisamente obra Job. No quiere “prever”, no quiere “saber” nada: exige. No tiene para todas las amonestaciones de sus amigos más que una sola respuesta: sois unos fastidiosos consoladores. Kierkegaard hace coro con él. Le sacrifica a Hegel, suspende la ética, renuncia a la razón y a todas las grandes conquistas que gracias a la razón haya podido realizar la Humanidad a lo largo de su milenaria historia. Frente a todo lo que hasta entonces le habían enseñado sus maestros responde, como en una especie de sueño, no por medio de palabras, sino por medio de sonidos casi incomprensibles para nuestra inteligencia. Para decirlo más exactamente no responde: aúlla. “¿Cuál es este poder que me ha arrebatado mi honor y mi orgullo, y esto de una manera tan estúpida?”. Aúlla, como si sus aullidos proyectaran alguna fuerza, como si esperara que hicieran desplomarse los muros de las trompetas de Jericó.

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