miércoles

JOHN DONNE (1572 – 1631)



DEVOCIONES

(versión y prólogo de Alberto Girri)


SEGUNDA ENTREGA


II


Actio Laesa

El vigor y la función de los sentidos, y otras facultades, se modifican y decaen


Los cielos no son menos constantes, a pesar de que se mueven continuamente, porque se mueven continuamente en un mismo y único camino. La tierra no es la menos constante porque está continuamente quieta, puesto que continuamente cambia y se disuelve en todas sus partes. El hombre, que es la parte más noble de la tierra, también se disuelve, como si fuera una estatua, no de tierra sino de nieve. Vemos que su propia envidia lo disuelve, eso lo hace débil; dirá a otros que la belleza lo disuelve; pero siente que una fiebre no lo disuelve como nieve, sino que lo funde como plomo, como hierro, como bronce en un horno: no solamente lo disuelve sino que lo calcina, lo reduce a átomos, y a cenizas, no a agua sino a limo. ¿Y con qué rapidez? Antes de que puedas recibir una respuesta, antes de que puedas expresar la pregunta; la tierra es el centro de mi cuerpo, el cielo es el centro de mi alma; estos dos son las sedes naturales de aquellos dos, pero aquellos no vienen a estos dos con igual paso: mi cuerpo cae sin empujarlo, mi alma no sube sin ser empujada; la ascensión es la marcha y medida de mi alma; pero la de mi cuerpo es la caída; y, aun los ángeles, cuyo lugar es el cielo, y que también son alados, poseían una escala para ir hasta el cielo, por pasos. El sol que recorre tantas millas en un minuto, las estrellas del firmamento, que hacen muchas más, no marchan tan rápido como mi cuerpo hacia la tierra. En el mismo instante en que siento la primera tentativa de la enfermedad, siento su victoria, en un abrir y cerrar de ojos, apenas puedo ver; instantáneamente el gusto se torna insípido, e ilusorio; instantáneamente el apetito está embotado y sin deseo; instantáneamente las rodillas están flojas y sin fuerza; y en un instante el sueño, que es la imagen, la copia de la muerte, se aleja para que el original, la muerte misma, pueda sucederla, y así pueda yo traer la muerte a la vida. Fue parte del castigo de Adán: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”; es multiplicado para mí, he ganado el pan con el sudor de mi frente, con el trabajo de mi vocación, y lo tengo; y sudo una y otra vez, desde la frente, hasta la planta del pie, pero no como pan, no gusto de ningún sustento: miserable distribución de la humanidad, donde una mitad carece de comida, y la otra de estómago.


III


Decubitus sequitur tándem

El enfermo se mete en cama


Atribuimos al cuerpo del hombre sólo un privilegio y ventaja, sobre las otras criaturas dueñas del movimiento, y es el de no ser como las otras, que se arrastran, sino que está naturalmente hecho en forma vertical, erguida, y dispuesto para la contemplación del cielo. En verdad es una forma agradecida, y recompensa a esa alma de la cual viene, conduciendo a esa alma tantos pies por arriba hacia el cielo. Otras criaturas miran a la tierra, e incluso esta no es un objeto impropio, una impropia contemplación para el hombre, pues allí debe ir; pero puesto que el hombre no ha de permanecer allí, como otras criaturas, el hombre en su condición natural es llevado a la contemplación de aquel sitio, que es su hogar, el cielo. Esta es la prerrogativa del hombre: ¿pero qué situación tiene él en su dignidad? Una fiebre puede voltearlo de un capirotazo, una fiebre puede deponerlo; una fiebre puede humillar esa cabeza, que ayer llevaba una corona de oro, a cinco pies en dirección a una corona de gloria, tan bajo como sus propios pies, hoy. Cuando Dios vino a insuflar en el hombre el hálito de la vida, lo halló abatido en tierra; cuando vuelve para quitarle ese hálito lo prepara ello tendiéndolo en su cama. Casi no hay prisión tan estrecha que no permita al prisionero dar dos o tres pasos. Los anacoretas que se encerraban en árboles huecos, y se emparedaban en muros ahuecados; aquel hombre perverso que se encerró en una cuba; todos podían ponerse de pie, o sentarse, y gozar de algún cambio de postura. Un lecho de enfermedad es una tumba, y todo lo que paciente dice allí no son más que variaciones de su propio epitafio. La cama de cada noche es un modelo de la tumba; por la noche decimos a nuestros servidores a qué hora nos levantaremos; aquí no podemos decir en qué día, qué semana, qué mes. Aquí la cabeza yace a tan bajo nivel como los pies; la Cabeza del pueblo, tan bajo como éste, sobre quien esos pies pisaron; y aquella mano que firmaba perdones, está demasiado débil como para rogar por el propio perdón, si pudiera obtenerlo levantando aquella mano; singulares grillos para los pies, singulares esposas para las manos, cuando pies y manos están ligados tanto más firmemente cuanto más flojas están las cuerdas; tanto menos aptas para cumplir sus funciones, cuanto más libres están los tendones y ligamentos. En la tumba podré hablar a través de las piedras sepulcrales, en las voces de mis amigos, y en las inflexiones de aquellas palabras, que su amor podrá deparar a mi recuerdo; aquí soy mi propio espectro, y más bien aterrorizo a quienes me contemplan, antes que aleccionarlos; se imaginan ahora lo peor de mí, y sin embargo me temen más; me dan ahora por muerto, y sin embargo se preguntan cómo estoy, cuando se despiertan a medianoche, y preguntan mañana cómo estoy. Miserable (aunque común a todos), e inhumana postura, donde debo practicar mi yacer en la tumba, yaciendo inmóvil, y no practicar mi resurrección, alzándome otra vez.

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