domingo

WASHINGTON BENAVIDES Y EL CANTO POPULAR URUGUAYO



por Hugo Giovanetti Viola

(reportaje recuperado de la revista mexicana Plural / 132 / 1982)

PRIMERA ENTREGA

El actual auge del canto popular uruguayo no es desconocido para el público mexicano, gracias al papel difusor de quienes como Alfredo Zitarrosa, entre otros -músicos o no- han cumplido fiel y pacientemente la tarea de irradiar la canción de su tierra en ámbitos hermanos. Una nueva generación de artistas uruguayos se ha abierto paso, definitivamente, en la vieja e indómita Banda Oriental: con permisos intermitentes para cantar y textos controlados, pero también con pueblo alrededor e indestructibles raíces. Para historiar este proceso nos acercamos a Washington Benavides, quien tampoco es desconocido -ya sea como poeta o como autor de textos para ser cantados- en el ámbito cultural mexicano. Es posible afirmar que W.B., nacido en 1930, acaba de publicar su décimo libro de poesía (Murciélagos, Ediciones de la Banda Oriental, 1981) pero resultaría casi imposibles, a estas alturas -de no mediar una tarea hurgadora de ficheros y archivos- recontar sus canciones musicalizadas. Por otro lado, desde su afincamiento definitivo en Montevideo, ha desarrollado una importantísima tarea radial a través de CX 30, conduciendo un programa de multitudinaria audiencia: Canto popular, donde es una constante la difusión de la canción latinoamericana, junto con la uruguaya. Hombre de cepa académica (profesor de literatura, aunque ya hace muchos años que no puede ejercer esa profesión) y cepa popular -generoso y polémico, mutante y permanente, menos sombrío que luminoso así como más comprensivo que incomprendido- puede ser considerado legítimamente como un patriarca de nuestra canción. América lo sabe.
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Entre zambas y Beatles

Me gustaría que empezaras por hablar de ese punto de arranque del canto popular uruguayo que se puede detectar en la confluencia de las décadas del 50 y el 60.

En un mundo indudablemente en crisis, donde en países del nuevo y el viejo mundo se ofrecían propuestas que de alguna manera reflejaban esa crisis, en Uruguay surgió todo un… no digamos un movimiento sino un núcleo de personas que se plantearon la canción popular: la canción popular uruguaya. Porque nosotros no podemos olvidarnos que desde Argentina -producto de una ley peronista que promocionó grandemente la música popular del otro lado del Plata- se explayó por toda América Latina, y principalmente sobre los países limítrofes, un verdadero vendaval de zambas, chacareras o elementos propios de las distintas provincias argentinas y llegó, digamos, a imponerse en nuestro país. Ahora bien, esa tremenda proyección del canto popular argentino de raíz folklórica fue sin embargo beneficiosa porque, aunque fuese todo a préstamo, incentivó en muchos jóvenes la búsqueda -a través de la guitarra principalmente, más que el bombo, que luego sería desechado- de una serie de elementos no vamos a decir autóctonos, pero que sí, de alguna manera, tenían una relación directa con… la tierra. Fue el vestíbulo del canto popular uruguayo. Porque si bien ya había algunos adelantados como Osiris Rodríguez Castillos (un excelente poeta epigonal del nativismo -como poeta de libro- y en su proyección de cantor y guitarrista popular un anticipo, un precursor de algunos de los lineamientos del canto popular) la verdad es que el joven de aquel momento se movía sobre la base de incitaciones muy contradictorias en su comienzo.

En esa contradicción estaría pesando fundamentalmente el “fenómeno beatle”.

Y no solamente el movimiento que lideró en determinado momento el grupo de los Beatles, sino todo el movimiento rock inglés y norteamericano, con posteriores proyecciones en otros países europeos. Hay que recordar también a los baladistas, casi todo ellos sajones, como Donovan, Joan Báez -que de origen latino se movía en una línea baladística muy especial- pero principalmente a Bob Dylan, al lado de dúos espléndidos como Chad and Cheremy en la década del sesenta y después Simon and Garfunkel. Todos estos verdaderos, auténticos creadores, aunque a la vez continuadores de otros artistas, porque detrás del rock and roll estaban Presley, Chuck Berry, Bill Halley y los Cometas, y detrás de Donovan y de Dylan estaba Gutrie, probablemente uno de los más grandes populares que hayan existido (en sus comienzos Dylan señalaba abiertamente que él era un continuador de la obra de Gutrie). Ahora, todos estos artistas se proyectan en el mundo latino poderosamente lanzados con un aparato publicitario que quisiéramos nosotros tener -aunque no sé, porque de pronto sería pactar con el diablo- para la proyección del verdadero canto popular hoy día. ¿Pero qué pasa? Entre nosotros, el noventa por ciento de los escuchas de esa música y de esas canciones, no sabía (y no sabe) inglés. Por lo tanto, lo que nos fascinó a nosotros -pobrecitos Ulises- fueron las sirenas rítmicas.

Y armónicas.

Sí, pero principalmente el hechizo surgía a través de ritmos bailables. Aunque los Beatles, entre otros conjuntos, llevaron después lo que originalmente podía ser el rock para baile y espectáculo a formulaciones mucho más…

Eso te iba a decir. Acordate de que en los últimos LD de los Beatles muchos de los temas pueden considerarse legítimamente como “no bailables”.

Por supuesto. Y además fueron acopiando elementos de distintas culturas. Está el peso extraordinario, por ejemplo, de la cultura hindú en determinado momento de su trayectoria, sobre todo a través de la influencia de George Harrison: la cultura zen-budista y todo una serie de elementos que, sin embargo -no se puede dejar de señalar-, también ya estaban presentes en la formulación beatnik, es decir, en los escritores de carretera y del zen, de Kerouac y otros artistas, es decir, hay una base de sustentación para que aparezca una cosa que se llamó rock, que prácticamente conmovió al mundo. Todo eso cayó sobre nosotros.

El folklore de aluvión


Eso por un lado. Por otro, el trasfondo -ya atenuándose- de la música popular argentina. ¿Y aquí qué había? Ahí está el asunto. Yo diría entonces que ahora falta hablar del tercer apoyo del trípode: y ese tercer apoyo es una presencia muy leve, casi fantasmal, de elementos que han sido definidos maestramente por Lauro Auestarán como el “folklore de aluvión” de nuestro país: el “país musical” que forman el Uruguay, el litoral argentino y el Río Grande del Sur brasileño. Ese “folklore de aluvión” estaba conformado por la milonga, que probablemente sea la más auténtica formulación musical, la más relevante en cuanto a autenticidad, principalmente en la Pampa argentina y en la Banda Oriental. La milonga, entonces, con sus múltiples formulaciones, y después, ahí está la chamarrita que venía de las islas Azores, la mazurca, que en Argentina y Uruguay y en el sur brasileño tomó el nombre de ranchera, es chote, que al parecer es escocés, y el vals, que ya sabemos todos dónde de origina. Es decir, toda una serie de ritmos, danzas, que en su casi total mayoría tienen su claro origen en el Viejo Mundo, pero que recibían una adaptación especialísima y que, indudablemente, eran vistas por el hombre sureño -argentino, riograndense o uruguayo- como cosa realmente propia. Los aceptaba y los hacía cosa suya: los nacionalizaba, en una palabra. ¿Pero dónde estaba todo eso? ¿Cómo permanecía? Permanecía precisamente en los ranchos, en los suburbios de pueblos y ciudades, tocados por instrumentistas absolutamente anónimos que estaban sosteniendo, fundamentando esas presencias que yo llamé fantasmales al lado de otras tan importantes como masivas, tan difundidas (aunque al conocedor profundo de la música típica -otro elemento a tener muy en cuenta, la música típica rioplatense: el tango, la milonga urbana, el candombe, el milongón- tampoco se le escapa que ya en aquel momento renombradas orquestas de música típica como la de Canaro, entre otras, haya grabado creaciones pertenecientes al “folklore de aluvión”: las maxixas, por ejemplo, que en determinados períodos tuvieron mucho auge).

Tiempos oscuros y nombres fundadores


Ahora, ocurre que en ciertos momentos todos esos ritmos, danzas y canciones anónimas pasan a nombres propios. ¿Quiénes proyectan y sostienen eso? Juan Capagorry, en el libro Aquí se canta, menciona algunos cantores populares, la mayoría de ellos urbanos o suburbanos que configurarían lo que serían los tiempos oscuros del canto popular. Hay gran cantidad de plazas, incluso -de esos extraños discos 78 enloquecidos- de Evaristo Barrios, de Peregrino Torres, cantores que ya en las primeras décadas del siglo estaban haciendo canto popular, a su manera, y muchos otros nombres que se van sumando - aunque algunos de ellos nunca llegaron a grabar- y que la gente mayor recuerda y menciona como grandes cantores. Pepo, entre otros, un montevideano que debía cantar excepcionalmente, payadores -entrecruzándose aquí nombres de uruguayos y argentinos: Martínez, López, Gabino Ezeiza, Betinoti- en fin, toda una línea principalmente suburbana en la que se entremezclaba la milonga, el canto payadoril, el vals -muy romántico-, etcétera.

Pero el primero de los nombres cercanos que consolidan y le dan otra relevancia a todos esos años oscuros del canto popular, es, a mi modo de ver, el de Osiris Rodríguez Castillos. Porque en su obra se refleja lo anterior, pero tamizado, al transformarse el texto en elemento de valor poético en sí, complementándose con una música trabajada -es un guitarrista muy particular, con conocimientos de música clásica- al punto de que hay obras a veces realmente difíciles de ejecutar. Sin embargo, la obra de Osiris Rodríguez Castillos no pierde sus fuentes naturales. Es decir, de ninguna manera es difícil -para quien escucha- captar la música y el texto. Luego de Osiris, aparecen otros nombres fundamentales como el de Ruben Lena, quien precisamente al contestar en un reciente reportaje señala que si hay algún aspecto que debe ser destacado en primer lugar, del canto popular uruguayo, es su independización de las formulaciones de otros países. A Ruben Lena -como al sanducero Aníbal Sampayo- se les debe también, entre los primeros, el impulso inicial. Pero antes todavía está Víctor Lima, poeta y cantor salteño, andapagos, originalísimo, que cantaba siempre a capella (un detalle que alguna vez tendrá que ser comprendido y replanteado, porque nosotros no estamos acostumbrados a valorizar eso, como en muchos países europeos: personas que lo conocieron señalan que cautivaba a vastísimos y heterogéneos públicos con su hermosa voz grave y sus características muy especiales proyectadas más tarde en un famoso dúo de provincia, de Treinta y Tres, como destaca Ruben Lena en el libro Cancionero de Víctor Lima). Un Víctor Lima que componía canciones y escribía libros de poesía muy a la española, con notorias influencias de la generación del 27, pero que de alguna manera también descubría paisajes y hombres de su Salto natal o de distintos departamentos y ciudades del interior donde sobrevivió: Paysandú, y principalmente Treinta y Tres.

Bueno, cuando estos originalísimos creadores, cuando estos hombres que se plantearon que había la necesidad de encontrar un camino personal -detectando que existían las raíces necesarias para obtener una formulación nacional uruguaya- encontraron sus intérpretes, ahí fue el Sarajevo de la historia del canto popular uruguayo. Porque estos creadores como intérpretes eran muy especiales, y hay anécdotas muy ilustrativas con respecto a Víctor Lima, por ejemplo: una vez que se intentó grabar un disco y fue imposible porque no se ponía de acuerdo con sus guitarristas y terminó grabando otro cantor. Cuando estos hombres encontraron sus intérpretes, ahí sí comienza la historia, no la prehistoria del canto popular uruguayo. Son varios los nombres muy importantes, principalmente el del dúo Los Olimareños, quienes serán difusores de la obra de Lima y Lena por todo el mundo. A su vez, en otras regiones del Uruguay hay gente que se preocupa, cantores -o no- que también intentan abrirse camino. Por ejemplo, Alan Gómez en el norte, en Artigas, que tiene un comienzo a mi modo de ver brillantísimo con sus canciones terruñeras en las que él adaptaba ritmos que podían no ser folklóricos pero que adquirían, en su voz y formulación guitarrística, un sabor a cosa nuestra. Por otra parte, Eustaquio Sosa, autor de excelentes textos, con una voz muy especial, muy particular, con una guitarra muy criolla, en el sentido de las apoyaturas en la bordona, casi payadoresca, logra también ir encontrando su rumbo.

Y me toca a mí en Tacuarembó -aunque rezagado con respecto a los que he mencionado- iniciar todo un movimiento en torno al canto popular que parecería lógico si se conoce que en mi formación pesa el ser hijo de un folklorista y folklorólogo de larguísima trayectoria como Héctor Benavides Arévalo, mi padre. Es decir que, aun en medio de aquella invasión de “folklore” argentino, yo estaba, desde mi infancia tacuaremboense y norteña -más emparentada, por lazos familiares y geográficos, a Río Grande del Sur que a la Argentina-, metido en lo otro, en eso que ya hemos definido como la fantasmal presencia de nuestro “folklore de aluvión”.

¿Cuándo empezaste a escribir tus primeras letras?

Mis primeras letras para ser cantadas iban acompañadas también de música. Yo estudié canto con José Tomás Mujica, uno de los más grandes músicos que ha tenido Uruguay, aunque fuese vasco de origen, y tuvimos la suerte única de que fuese a parar a Tacuarembó como profesor y director del Conservatorio Municipal de Música. Entonces, siendo estudiante, compuse -a su pedido- mis primeros textos para canciones, integrados con su música. Ya en la época de secundaria me gustaba cantar y hacer canciones, además. Y las canciones no tenían nada que ver con zambas ni chacareras, por supuesto. Estaban más bien dentro de los lineamientos que yo había aprendido en la guitarra de mi padre, chamarritas, vaneras (versión brasileña de la habanera afro-española) y chotes. También es significativo que el primer libro que escribí -Tata Vizcacha- estuviese pautado con acápites, que son algo así como un leit motiv a través de todo el libro- de Martín Fierro. Pienso que uno de los aspectos principales de mis inquietudes artísticas está dado precisamente en ese primer libro, y me refiero a la cepa o a la línea popular -popular hasta la desnudez de algunos elementos- aunque a la par yo estuviese escribiendo otro tipo de obra, mucho más trabajada, con muchas referencias e influencias culturales generales, aquello que después aparece mencionado continuamente por los críticos, como “la guitarra de Gabino y el arpa del rey David”, que está en una de Las Milongas. Y todo esto que estamos mencionando sería, a su vez, la prehistoria de un particular brote del canto popular surgido en tacuarembó.

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