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EL MEJOR TEXTO DE FRANCIS SCOTT FITZGERALD (1896-1940)



BABILONIA REVISITADA

-¿Y dónde está Mr. Campbell? -preguntó Charlie.
-Se fue a Suiza. Mr. Campbell es un hombre muy enfermo, Mr. Wales.
-Lo lamento. ¿Y George Hardt? -averiguó Charlie.
-Ha vuelto a Norteamérica, fue a trabajar.
-¿Y dónde está El Pájaro de la Nieve?
-Estuvo aquí la semana pasada. De cualquier manera, su amigo, Mr. Schaeffer, está en París.
Dos nombres familiares de la lista de hace un año y medio. Charlie garabateó una dirección en su libreta y arrancó la página.
-Si ve a Mr. Schaeffer, dele esto -dijo. -Es la dirección de mi cuñado. Todavía no me he establecido en un hotel.

En realidad no lo desilusionó encontrar a París tan desierto. Pero el silencio que reinaba en el bar del Ritz era extraño y portentoso. Ya no era un bar norteamericano; se sintió cortés, y ahora era como si Francia no le perteneciera. Sintió aquel silencio desde el momento en que bajó del taxi y vio al portero, por lo general hundido en un frenesí de actividad a esa hora, chismorreando con un chasseur junto a la entrada de los criados.
Al pasar por el corredor escuchó una única voz aburrida en el baño de mujeres, otrora clamoroso. Cuando entró en el bar recorrió los seis metros de alfombra verde con la mirada clavada adelante, por antigua costumbre; y luego, con el pie afirmado en la barra, se volvió y examinó el salón, y sólo encontró un par de ojos que aletearon por encima de un periódico, en el rincón. Charlie preguntó por el jefe de mostrador. Paul, quien en los últimos días del alza de los valores de Bolsa iba a trabajar en su propio auto hecho de encargo, aunque desembarcaba de él, con la debida delicadeza, en la esquina más próxima. Pero Paul estaba ese día en su casa de campo y Alix era quien le proporcionaba las informaciones.
-No, no -dijo Charlie-, en estos días he disminuido el ritmo.
Alix lo felicitó:
-Hace un par de años le daba duro.
-Me mantendré firme -le aseguró Charlie. -Hace ya un año y medio que me mantengo firme.
-¿Cómo está la situación en Norteamérica?
-Hace meses que no voy. Me ocupo de negocios en Praga, represento a un par de empresas de allí. No saben nada de mí.
Alix sonrió.
-¿Recuerda la noche de la despedida de soltero de George Hardt? -preguntó Charlie-. De paso, ¿Qué es de la vida de Claude Fessenden?
Alix bajó la voz confidencialmente:
-Está en París, pero ya no viene aquí. Paul no se lo permite. Acumuló una cuenta de treinta mil francos, con todo lo que bebía y los almuerzos, durante más de un año. Y cuando Paul le dijo por último que tenía que pagar, le dio un cheque sin fondos.
Alix meneó la cabeza con expresión de tristeza.
-No lo entiendo, tan buen tipo. Ahora está todo hinchado... -dibujó con las manos una manzana regordeta.
Charlie contempló a un grupo de estridentes maricas que se instalaban en un rincón.
"Nada los afecta -pensó. -Las acciones suben y bajan, la gente holgazanea o trabaja, pero ellos siguen sin parar." El lugar le resultaba opresivo. Pidió los dados y jugó con Alix por la bebida.
-¿Se queda mucho tiempo, Mr. Wales?
-Estaré cuatro o cinco días para ver a mi hijita.
-¡Ah! ¿Tiene una hijita?

Afuera, los letreros color rojo fuego, azul de gas, verde fantasmal, brillaban, humosos, por entre la lluvia tranquila. La tarde estaba avanzada y las calles en movimiento: los bistros resplandecían. En la esquina del Boulevard des Capucines, tomó un taxi. La Place de la Concorde pasó de largo en rosada majestad; cruzaron el lógico Sena, y Charlie sintió la repentina cualidad provinciana de la orilla izquierda.
Ordenó al conductor que pasara por la Avenue de l'Opéra, que no le quedaba de paso. Pero quería ver la hora azul extenderse por la magnífica fachada e imaginar que las bocinas de los coches, que tocaban interminablemente los primeros compases de La Plus que Lente, eran las trompetas del Segundo Imperio. Estaban cerrando la verja de hierro frente a la librería de Brentano, y la gente ya cenaba detrás del pulcro y pequeño cerco burgués de Duval. Cena de cinco platos, cuatro francos cincuenta, dieciocho centavos de dólar, vino incluido. Por alguna extraña razón, deseó estar allí.
Mientras seguían hacia la Orilla Izquierda y sentía el repentino provincianismo de ésta, pensó: "Yo mismo me arruiné en esta ciudad. No me di cuenta, pero los días venían uno tras otro, y de repente pasaron dos años, y todo desapareció, y yo también".

Tenía treinta y cinco años, y buen aspecto. La movilidad irlandesa de su rostro era atemperada por la profunda arruga que tenía entre los ojos. Cuando tocó el timbre de la puerta de su cuñado, en la Rue Palatine, la arruga se ahondó hasta hacer descender las cejas; sintió en el vientre una sensación de calambre. Por detrás de la criada que abrió la puerta se precipitó una chiquilla encantadora, de nueve años, que chilló "¡Papito!" y voló, retorciéndose como un pez, a sus brazos. Le hizo girar la cabeza, tomándola de una oreja, y apoyó la mejilla contra la de él.
-¡Oh, papito, papito, papito, papito, papá, papá, papá!
Lo arrastró hacia el salón, donde esperaba la familia, un chico y una niña de la edad de su hija, su cuñada y el esposo. Saludó a Marion con la voz cuidadosamente dominada para evitar un entusiasmo fingido o un desagrado, pero la respuesta de ella fue de una tibieza más franca, aunque minimizó su expresión de inalterable desconfianza dirigiendo la mirada hacia la niña. Los dos hombres se estrecharon la mano en forma amistosa y Lincoln Peters posó una, durante un instante, en el hombro de Charlie.
La habitación era cálida y cómodamente norteamericana. Los tres chicos se movían en ella con intimidad, pasaban, jugando, por los rectángulos amarillos que comunicaban con los otros cuartos; la alegría de las seis hablaba en los ávidos chasquidos del fuego y en los sonidos de actividad francesa de la cocina. Pero Charlie no se aflojó; tenía el corazón rígidamente sentado en el cuerpo y extraía confianza de su hija, que de vez en cuando se le acercaba, teniendo en brazos la muñeca que él le había llevado.
-Muy bien, de veras -declaró en respuesta a la pregunta de Lincoln-. Los negocios no se mueven mucho allí, en general, pero a nosotros nos va mejor que nunca. En realidad, demasiado bien. El mes que viene haré viajar a mi hermana de Norteamérica, para que me atienda la casa. Mis ingresos del año pasado fueron mayores que cuando tenía dinero. ¿Sabes? Los checos...
Su jactancia tenía un motivo específico, pero al cabo de un momento, al advertir cierta impaciencia en la mirada de Lincoln, cambió de tema:
-Tienes unos hijos magníficos, bien educados, buenos modales...
-Nosotros creemos que Honoria también es una buena chica.
Marion Peters regresó de la cocina. Era una mujer alta, de ojos preocupados, que antaño había sido dueña de un fresco encanto norteamericano. Charlie nunca fue sensible a ese encanto y siempre se sorprendía cuando oía hablar a la gente de lo hermosa que había sido. Desde el comienzo hubo una antipatía instintiva entre ambos.
-Bueno, ¿Cómo encuentras a Honoria? -preguntó ella.
-Espléndida. Me asombró lo mucho que creció en diez meses. Todos los chicos tienen buen aspecto.
-Hace un año que no llamamos a un médico. ¿Qué te parece estar de vuelta en París?
-Me parece raro ver a tan pocos norteamericanos por aquí.
-A mí me encanta -respondió Marion con vehemencia. -Ahora por lo menos puedes entrar en una tienda sin que se suponga que una es millonaria. Hemos sufrido como todos, pero en general resulta mucho más agradable.
-Pero fue bueno mientras duró -dijo Charlie. -Éramos una especie de realeza casi infalible, estábamos rodeados de una especie de magia. En el bar, esta tarde... -balbuceó al darse cuenta de su error- no había nadie conocido.
Ella le lanzó una mirada penetrante.
-Creí que ya estabas cansado de los bares.
-Apenas me quedé un minuto. Bebo un trago todas las tardes, y nada más.
-¿Quieres un cocktail antes de la cena? -inquirió Lincoln.
-Sólo bebo un trago por la tarde, y ya lo he bebido.
-Espero que lo cumplas -dijo Marion.
Su desagrado resultaba evidente en la frialdad con que hablaba, pero Charlie sonrió; tenía planes más amplios. La agresividad de Marion le daba una ventaja, y sabía esperar. Quería que iniciaran la discusión de lo que, según sabían, lo había llevado a París.

Durante la cena no pudo decidir si Honoria se parecía más a él o a la madre. Sería una suerte si no combinaba los rasgos de ambos que los habían llevado al desastre. Lo recorrió una gran oleada de sentimiento protector. Se le ocurrió que sabía qué podía hacer por ella. Creía en el carácter; deseaba retroceder de un salto toda una generación y volver a confiar en el carácter como elemento eternamente valioso. Todo lo demás se desgastaba.

Se despidió poco después de la cena. Sentía curiosidad por ver a París de noche, con ojos más claros y sensatos que los de otros tiempos. Pagó un strapontin en el Casino y contempló a Josephine Baker, que ejecutaba sus arabescos de chocolate.
Una hora más tarde salió y se dirigió caminando hacia Montmartre, Rue Pigalle arriba, hasta la Place Blanche. La lluvia había cesado y algunas personas en trajes de noche bajaban de taxis frente a los cabarets, las cocottes se paseaban solas o en parejas, y se veían muchos negros. Pasó ante una puerta iluminada por la que salían sonidos de música, y se detuvo, con un sentimiento de familiaridad; era Bricktop, en donde se había desprendido de tantas horas y tanto dinero. Unas puertas más allá se encontró con otro antiguo lugar de reuniones, y asomó incautamente la cabeza. En el acto una ansiosa orquesta estalló en ruido, un par de bailarines profesionales se pusieron de pie de un salto y un maître se precipitó hacia él, exclamando: "¡Está por llegar mucha gente, señor!". Pero Charlie se retiró con rapidez. "Había que estar borracho perdido", pensó.

Zelli estaba cerrado, y los torvos y siniestros hoteles baratos que lo rodeaban se encontraban a oscuras. En la Rue Blanche había más luz y una muchedumbre francesa local, coloquial. La Cueva de los Poetas había desaparecido, pero las dos grandes bocas del Café del Cielo y el Café del Infierno seguían bostezando, e inclusive, mientras miraba, devoraron el magro contenido de un ómnibus de turismo: un alemán, un japonés y una pareja norteamericana que lo miraron con ojos asustados.
Eso, es lo que se refería al esfuerzo e ingenio de Montmartre. El negocio del vicio y el derroche se desarrollaba en escala absolutamente infantil, y de pronto reconoció el significado de la palabra "disipar": disiparse en el aire tenue, convertir algo en nada. En las altas horas de la noche, todo traslado de un lugar a otro era un enorme salto humano, un aumento del pago por privilegio de un movimiento cada vez más lento.
Recordó billetes de mil francos entregados a una orquesta para que tocara una sola pieza, billetes de cien francos arrojados a un portero por llamar un taxi.
Pero no había sido dado por nada. Había sido dado -aun las sumas más locamente dilapidadas- como una ofrenda al destino, para que le permitiera no recordar las cosas más dignas de ser recordadas, las que ahora recordaría siempre: su hija arrebatada, su esposa fugada a una tumba en Vermont.
Bajo el resplandor de una brasserie, una mujer le habló. Le pagó unos huevos y café, y luego, esquivando su mirada alentadora, le dio un billete de veinte francos y tomó un taxi hasta su hotel.

Despertó en un magnífico día de otoño: tiempo de fútbol. La depresión de la víspera había desaparecido, y le gustó la gente en la calle. Al mediodía se encontraba sentado frente a Honoria, en Le Gran Vatel, el único restaurante que se le ocurrió, y que no le recordaba cenas con champagne y prolongados almuerzos que empezaban a las dos y terminaban en un crepúsculo borroso y vago.
-¿Qué te parece alguna verdura? ¿No deberías comer verdura?
-Bueno, sí.
-Aquí hay épinards y chou-fleur y zanahorias y haricots.
-Me gustaría un poco de chou-fleur.
-¿No quieres dos verduras?
-Por lo general como una sola durante el almuerzo. El camarero fingía adorar desmesuradamente a los niños. Qu'elle est mignonne la petite! Elle parle exactement comme une française.
-¿Y de postre? ¿Esperamos?
El camarero desapareció. Honoria miró a su padre con expresión de expectativa.
-¿Qué vamos a hacer?
-Primero iremos a esa juguetería de la Rue Saint-Honoré y compraremos lo que quieras. Después, al vodevil del Empire.
Ella vaciló:
-El vodevil me gusta, pero no lo de la juguetería.
-¿Por qué?
-Bueno, ya me regalaste esta muñeca -la llevaba consigo. -Y tengo montones de cosas. Y ya no somos ricos, ¿verdad?
-Nunca lo fuimos. Pero hoy puedes tener todo lo que quieras.
-Muy bien -aceptó ella, resignada.
Cuando estaban la madre y una niñera francesa, él había mostrado tendencia a ser estricto; ahora se daba en mayor medida, buscaba una nueva tolerancia; tenía que ser ambos padres a la vez para su hija y no excluirla de ninguna comunicación.
-Quiero conocerte -dijo con gravedad. -Ante todo, permíteme que me presente. Me llamo Charles J. Wales, de Praga.
-¡Oh papito! -la voz se le quebró de risa.
-¿Y quién eres tú, por favor? -insistió y ella aceptó el papel inmediatamente:
-Honoria Wales, Rue Palatine, París.
-¿Casada o soltera?
-No, casada no, soltera.
Él indicó la muñeca.
-Pero veo que tiene una hija, madame.
Como no quería desheredarla, se la llevó al corazón y pensó con rapidez:
-Sí, estuve casada, pero ya no lo estoy. Mi esposo ha muerto.
-¿Y el nombre de la niña? -continuó él.
-Simone. Por mi mejor amiga de la escuela.
-Me alegro de que te vaya tan bien en la escuela.
-Este mes soy la tercera -se jactó la niña. -Elsie -era su prima- es apenas la decimoctava, y Richard está abajo de todo.
-Quieres a Richard y Elsie, ¿no?
-Oh, sí. Richard me gusta mucho, y a ellla también la quiero.
Con cautela, y fingiendo negligencia, él preguntó:
-¿Y a tía Marion y tío Lincoln? ¿A cuál de los dos quieres más?
-Oh, a tío Lincoln, supongo.
Charlie tenía cada vez más conciencia de la presencia de su hija. Cuando entraron los siguió un murmullo de "adorable", y ahora la gente de la mesa vecina dirigía hacia ella todos sus silencios, y la contemplaba como si fuese algo tan poco consciente como una flor.
-¿Por qué no vivo contigo? -preguntó Honoria de pronto-. ¿Por qué mamá ha muerto?
-Tienes que quedarte aquí y aprender más francés. A papá le habría resultado muy difícil cuidarte tan bien.
-En realidad ya no necesito que me cuiden tanto. Lo hago todo yo misma.

Al salir del restaurante, un hombre y una mujer lo saludaron inesperadamente:
-¡Bueno, el viejo Wales!
-Hola, Lorraine... Dunc.
Repentinos fantasmas surgidos del pasado: Duncan Schaeffer, un amigo de la universidad. Lorraine Quarles, una rubia encantadora y pálida, de treinta años; una de una multitud que los había ayudado a convertir los meses en días, en los pródigos tiempos de hacía tres años.
-Mi esposo no pudo venir este año -dijo ella, en respuesta a su pregunta. -Estamos tan pobres como el diablo. De modo que me pasa doscientos por mes; me ha dicho que me las arregle como peor pueda con eso... ¿Es tu hija?
-¿Que te parece si entras de vuelta y nos sentamos? -inquirió Duncan.
-No puedo -le alegró tener un excusa.
Como siempre, sintió el atractivo apasionado y provocador de Lorraine, pero su propio ritmo era diferente ahora.
-Bueno, ¿Y cenar juntos? -preguntó ella.
-No estoy libre. Dame tu dirección y te llamaré.
-Charlie, me parece que estás sobrio -dijo ella, con tono de sensatez. -De veras, creo que estás sobrio, Dunc. Pellízcalo, para ver si está sobrio.
Charlie indicó a Honoria con la cabeza. Ambos rieron.
-¿Cuál es tu dirección? -averiguó Duncan, escéptico.
Charlie vaciló, pues no deseaba darles el nombre del hotel.
-Todavía no estoy ubicado. Será mejor que te llame yo. Vamos a ver el vodevil del Empire.
-¡Magnífico! Eso es lo que quiero hacer -dijo Lorraine. -Necesito ver algunos payasos y acróbatas y malabaristas. Eso es lo que haremos, Dunc.
-Primero tenemos que hacer una diligencia -replicó Charlie. -Quizá nos veamos allí.
-Está bien, orgulloso... Adiós, bonita.
-Adiós -Honoria saludó cortésmente con la cabeza.

En cierto modo, un encuentro desdichado. Les gustaba porque funcionaba, porque era serio; deseaban verlo porque era más fuerte que ellos ahora, porque querían extraer cierto apoyo de su fuerza. En el Empire, Honoria, orgullosa, se negó a sentarse en el sobretodo plegado de su padre. Era ya un individuo con un código propio, y Charlie se sintió cada vez más absorbido por el deseo de poner un poco más de sí en ella antes que cristalizara por completo. Era imposible tratar de conocerla en tan poco tiempo. En el entreacto se encontraron con Duncan y Lorraine, en el vestíbulo, donde tocaba la orquesta:
-¿Vamos a beber?
-Bueno, pero no en el bar. Nos sentaremos a una mesa.
-El padre perfecto.
Mientras escuchaba, distraído, a Lorraine, Charlie vio que la mirada de Honoria se apartaba de la mesa, y la siguió, ansioso por el salón, preguntándose qué estaría viendo. Los ojos de ambos se encontraron, y la niña sonrió.
-Esa limonada me gustó -dijo.
¿Qué había dicho? ¿Qué esperaba él? Después, al regresar en un taxi, la atrajo hacia sí, hasta que su cabeza reposó en el pecho de él.
-Querida, ¿alguna vez piensas en tu madre?
-Sí, a veces -respondió Honoria con vaguedad.
-No quiero que la olvides. ¿Tienes una foto de ella?
-Sí, creo que sí. Por lo menos tía Marion tiene una. Por qué no quieres que la olvide?
-Te quería mucho.
-Yo también.
Guardaron silencio durante un momento.
-Papito, quiero ir a vivir contigo -dijo ella de pronto.
El corazón le saltó a Charlie en el pecho; había deseado que las cosas resultaran así.
-¿No eres feliz?
-Sí, pero te quiero más que a nadie. Y tú me quieres más que a nadie, ¿no es cierto, ahora que mamá ha muerto?
-Por supuesto. Pero no siempre me querrás más que a nadie, tesoro. Crecerás y conocerás a alguien de tu edad y te casarás con él y te olvidarás de que alguna vez tuviste un padre.
-Sí, es verdad -admitió ella con tranquilidad.
Él no entró. Regresaría a las nueve, y quería mantenerse fresco y nuevo para lo que debía decir entonces.
-Cuando estés segura adentro, asómate por la ventana.
-Muy bien. Adiós papá, papá, papá, papá.
Esperó en la calle oscura hasta que apareció, cálida y resplandeciente, en la ventana de arriba, y le arrojó un beso con los dedos, en la noche.

Estaban esperándolo. Marion se encontraba sentada detrás del servicio de café; llevaba puesto un digno vestido negro de noche, que ofrecía una leve insinuación de duelo. Lincoln se paseaba de un lado a otro con la animación de quien ya ha estado hablando. Se mostraban tan ansiosos como él por entrar en el asunto. Él lo empezó casi enseguida. -Supongo que sabrán por qué quería verlos.... por qué vine a París.
Marion jugueteó con las estrellas negras de su collar y frunció el entrecejo.
-Me siento enormemente ansioso por tener un hogar -continuó Charlie. -Y me siento enormemente ansioso por que Honoria esté en él. Aprecio que la hayan cuidado por cariño a su madre, pero las cosas han cambiado ahora -vaciló, y luego continuó con más energía. -Han cambiado en forma radical por lo que a mi respecta, y quiero pedirles que reconsideren la cuestión. Sería tonto de mi parte negar que hace unos tres años me comporté mal... -Marion le lanzó una mirada dura- ...pero todo eso ha terminado. Como les dije, ya va más de un año que sólo bebo una vez por día, y bebo deliberadamente, para que la idea del alcohol no se vuelva demasiado grande en mi imaginación. ¿Entiendes?
-No -respondió Marion sucintamente.
-Es una especie de prueba a que me obligo… Mantiene las cosas en sus debidas proporciones.
-Te entiendo -dijo Lincoln-. No quieres admitir que la bebida tiene algún atractivo para ti.
-Algo por el estilo. A veces me olvido y no bebo. Pero trato de no olvidarme. De todas maneras, en mi situación no podría permitirme el lujo de beber. La gente a la cual represento está más que satisfecha con lo que he hecho, y haré viajar a mi hermana de Burlington para que me atienda la casa, y tengo grandes deseos de llevarme también a Honoria. Ustedes saben que inclusive cuando su madre y yo no nos llevábamos bien, nos permitíamos que nada de lo que sucediera afectase a Honoria. Sé que me quiere y que puedo cuidarla, y... Bueno, eso es todo. ¿Qué les parece?
Sabía que ahora tendría que soportar la paliza. Duraría una o dos horas, y sería difícil, pero si modulaba su inevitable resentimiento y lo convertía en la actitud castigada del pecador reformado, podía, en definitiva, llegar a triunfar. "No pierdas la calma -se dijo. No necesitas que te justifiquen. Necesitas a Honoria."
Lincoln fue el primero en hablar:
-Hemos estado conversando al respecto desde que recibimos tu carta, el mes pasado. Nos hace muy felices tener a Honoria aquí. Es una cosita adorable, y nos alegra poder ayudarla, pero, por supuesto, no se trata de eso...
Marion interrumpió de repente:
-¿Cuánto tiempo piensas mantenerte sobrio, Charlie? -preguntó.
-Espero que permanentemente.
-¿Cómo puede nadie confiar en eso?
-Sabes que nunca bebí en exceso hasta que abandoné los negocios y vine aquí sin nada que hacer. Entonces Helen y yo comenzamos a salir con...
-Por favor, no metas a Helen es esto. No soporto oírte hablar de ella de esa manera.
Él le dirigió una mirada torva; nunca supo con seguridad cuánto se querían las hermanas en vida de su esposa.
-Mis borracheras sólo duraron un año y medio, más o menos... Desde que vinimos aquí hasta que... me derrumbé.
-Bastante tiempo.
-Bastante -admitió él.
-Mi única obligación es para con Helen -dijo Marion. -Trato de pensar en lo que ella habría querido que hiciera. Francamente, desde la noche en que hiciste esa cosa terrible, dejaste de existir para mí. No puedo evitarlo. Era mi hermana.
-Sí.
-Cuando agonizaba, me pidió que cuidara de Honoria. Si tú no hubieras estado entonces en un sanatorio, las cosas quizás habrían salido mejor.
Charlie no tenía respuesta para eso.
-Nunca en la vida podré olvidar la mañana en que Helen golpeó a mi puerta, empapada hasta la piel, temblando, y dijo que le habías cerrado la puerta. Charlie apretó con fuerza los brazos del sillón. Eso era más difícil de lo que había previsto; quiso lanzarse a una larga reconvención y explicación, pero sólo dijo: -La noche que le cerré la puerta... -y ella lo interrumpió: -No deseo volver a hablar de eso.
Al cabo de un momento de silencio, Lincoln dijo:
-Nos estamos apartando del tema. Quieres que Marion abandone su tutoría legal y entregue a Honoria. Creo que para ella lo principal es decidir si te tiene confianza.
-No censuro a Marion -replicó Charlie con lentitud-, pero creo que puede tenerme plena confianza. Hasta hace tres años tenía buenos antecedentes. Por supuesto, está dentro de las posibilidades humanas que vuelva a extraviarme en cualquier momento. Pero, si esperamos mucho tiempo más, perderé la infancia de Honoria y mi oportunidad de tener un hogar -meneó la cabeza. -La perderé, eso es todo, ¿entiendes?
-Sí, entiendo -repuso Lincoln.
-¿Por qué no pensaste en todo eso antes? -preguntó Marion.
-Supongo que pensé, de vez en cuando, pero Helen y yo no nos entendíamos. Cuando acepté la tutoría estaba en cama, en un sanatorio, y la Bolsa me había dejado sin nada. Sabía que me había portado mal, y pensé que debía aceptar cualquier cosa, si eso le proporcionaba alguna tranquilidad a Helen. Pero ahora es distinto. Estoy funcionando. Me estoy comportando remalditamante bien, por lo que se refiere a...
-Por favor, no blasfemes -dijo Marion.
Él la miró sobresaltado. La fuerza del odio de ella se hacía más evidente con cada frase. Había levantado una pared con todo su miedo a la vida, y la interponía entre ambos. Quizás ese reproche trivial fuese la consecuencia de algún problema que había tenido con la cocinera, varias horas antes. Charlie se sintió cada vez más alarmado ante la idea de dejar a Honoria en ese ambiente de hostilidad contra él. Tarde o temprano afloraría, con una palabra aquí, un meneo de cabeza más allá, y parte de esa desconfianza quedaría irrevocablemente implantada en Honoria. Pero borró la cólera de su rostro y la encerró dentro de sí; había ganado un punto, pues Lincoln se dio cuenta de lo absurdo de la frase de Marion y le preguntó, con tono ligero, desde cuando le molestaba la palabra "remalditamante".
-Otra cosa -continuó Charlie. -Ahora estoy en condiciones de ofrecerle ciertas ventajas. Me llevaré a Praga una institutriz francesa. Tengo arrendado un nuevo departamento... Se interrumpió, al darse cuenta de que desatinaba. No podía esperarse que aceptaran con ecuanimidad el hecho de que sus ingresos fueran otra vez el doble de los de ellos.
-Supongo que puedes ofrecerle más lujos que nosotros -dijo Marion. -Cuando derrochabas el dinero, nosotros vivíamos cuidando hasta el último franco... Supongo que volverás a hacerlo.
-Oh, no -replicó él. -He aprendido. Trabajé mucho durante diez años, tú lo sabes... hasta que tuve suerte en la Bolsa, como otra gente. Muchísima suerte. Pareció que ya no tenía sentido seguir trabajando, de modo que dejé de hacerlo. No volverá a suceder.
Hubo un prolongado silencio. Todos ellos sentían los nervios en tensión, y por primera vez en un año Charlie tuvo necesidad de un trago. Ahora estaba seguro de que Lincoln Peters aceptaba que se llevara a su hija. De pronto Marion se estremeció; una parte de ella veía que Charlie tenía los pies plantados en la tierra, y su sentimiento materno reconocía la naturalidad del deseo de un padre. Pero había vivido durante mucho tiempo con un prejuicio, un prejuicio basado en un curioso escepticismo en cuanto a la felicidad de su hermana y que, en la conmoción de una noche espantosa, se había convertido en odio hacia él. Todo ello sucedió en un momento de su vida en que el desaliento de la mala salud y las circunstancias adversas le obligaban a creer en una infamia y un infame tangibles.
-¡Me es imposible dejar de sentir lo que siento! -exclamó de repente. -No sé hasta qué punto eres responsable por la muerte de Helen. Eso es algo que tendrás que dirimir con tu conciencia.
Charlie se sintió recorrido por una corriente eléctrica de dolor; estuvo a punto de ponerse de pie, con un sonido no pronunciado repercutiéndole en la garganta. Se contuvo durante un momento, otro más.
-Espera -dijo Lincoln, incómodo. -Yo nunca creí que fueras responsable de eso.
-Helen murió de un ataque cardiaco -dijo Charlie con voz apagada.
-Sí, ataque cardiaco -Marion habló como si la frase tuviera otro significado para ella.
Y entonces, en el clima de aplastamiento que siguió a su estallido, Marion lo vio con claridad y se dio cuenta de que, quién sabe cómo, Charlie había llegado a dominar la situación. Lanzó una mirada a su esposo, no encontró ayuda alguna en él, y tan bruscamente como si fuera una cosa carente de importancia, arrojó la esponja.
-¡Haz lo que te parezca! -exclamó, poniéndose de pie de un salto. -Es tu hija. No soy yo quien se interpondrá en tu camino. Creo que si fuera mi hija preferiría verla... -consiguió contenerse. -Decídanlo ustedes dos. No puedo soportar esto. Me siento mal. Voy a acostarme.
Salió apresuradamente de la habitación; al cabo de un instante, Lincoln dijo:
-Ha sido un día muy duro para ella. Sabes cuán profundamente siente... -su voz tenía casi un acento de disculpa. -Cuando a una mujer se le mete una idea en la cabeza…
-Es claro.
-Todo saldrá bien. Pienso que ahora entiende que tú... puedes mantener a la chica, y por lo tanto no puede ponerles obstáculos, ni a ti, ni a Honoria.
-Gracias, Lincoln. Será mejor que vaya a ver cómo se encuentra. Yo me voy.

Todavía temblaba cuando llegó a la calle, pero lo tranquilizó una caminata por la Rue Bonaparte hasta los muelles, y cuando cruzaba el Sena, fresco y nuevo bajo los focos del muelle, se sintió alborozado. Pero, de regreso en su habitación, no pudo dormir. La imagen de Helen lo obsesionaba. Helen, a quien amaba tanto, hasta que tan insensatamente comenzaron a abusar del amor, a hacerlo jirones. Esa terrible noche de febrero, que Marion recordaba en forma tan vívida, hacía horas que se desarrollaba una lenta riña. Hubo una escena en el Florida, y luego él intentó llevarla a casa, y después ella besó al joven Webb, que se encontraba sentado a una mesa; luego vino lo que Helen dijo histéricamente. Cuando Charlie llegó a su casa, solo, hizo girar la llave en la cerradura, loco de ira. ¿Cómo podía saber que Helen regresaría una hora más tarde, también sola, y que habría una tormenta de nieve por la cual vagaría con zapatos livianos, demasiado confundida para tomar un taxi? Y luego la secuela, su salvación de la pulmonía por un milagro, y todos los horrores concomitantes. Se "reconciliaron", pero ese fue el principio del fin, y Marion, que lo había visto todo con los propios ojos y que imaginó que se trataba de una de tantas escenas en el martirio de su hermana, jamás lo olvidó. El recordar todo aquello hacía que Helen estuviera más cerca, y en la blanca luz suave que se insinúa en el semisueño próximo a la madrugada, se sorprendió conversando otra vez con ella. Helen le decía que tenía perfecta razón en lo relacionado con Honoria, y que quería que ésta estuviera con él. Le dijo que se alegraba que se portara bien y progresara. Dijo muchas otras cosas, amistosas, pero estaba sentada en un columpio, con un vestido blanco, y se columpiaba cada vez más velozmente, de manera que al final él no logró escuchar con claridad lo que le decía.

Despertó sintiéndose feliz. La puerta del mundo estaba abierta otra vez. Hizo planes, trazó panoramas, futuros para Honoria, pero de pronto se entristeció, recordando todos los planes que había hecho con Helen. Ella no tenía planeado morir. Lo importante era el presente: un trabajo que hacer y alguien a quien amar. Pero no amar demasiado, pues Charlie sabía el daño que un padre puede inferir a una hija o una madre a un hijo cuando se apegan demasiado a ellos. Después, cuando se encuentra en el mundo, el chico busca en el cónyuge la misma ciega ternura y, como es probable que no la halle, se vuelve contra el amor y la vida. Era otro día luminoso, vigorizante. Llamó a Lincoln Peters al banco en que trabajaba y le preguntó si podía contar con llevarse a Honoria cuando se fuese a Praga. Lincoln admitió que no había motivos para demoras. Una cosa: la tutoría legal. Marion quería conservarla un tiempo más. Todo eso la había trastornado, y todo resultaría más fácil si sentía que tenía la situación en sus manos durante otro año. Charlie aceptó, pues sólo quería a su hija, visible, tangible. Luego, la cuestión de la institutriz. Charlie, sentado en una lúgubre agencia, conversó con una malhumorada bearnesa y con una rolliza campesina bretona, a ninguna de las cuales habría podido soportar. Había otras, a quienes entrevistaría al día siguiente. Almorzó con Lincoln Peters en Griffons, tratando de contener su alegría.
-No hay nada como el hijo propio- dijo Lincoln. -Pero espero que entiendas también lo que siente Marion.
-Se ha olvidado de lo mucho que trabajé allá, durante siete años -respondió Charlie. -Sólo se acuerda de una noche.
-Una cosa más -vaciló Lincoln. -Mientras tú y Helen corrían por Europa, malgastando dinero, nosotros nos las arreglábamos apenas para vivir. No me tocó nada de la prosperidad, porque jamás avancé lo bastante para pagar otra cosa que mi seguro. Creo que Marion sintió que había algo de injusticia en eso... tú ni siquiera trabajabas al final, y te enriquecías cada vez más.
-Se fue tan rápido como vino -dijo Charlie.
-Sí, gran parte de eso quedó en manos de los chasseurs y saxofonistas y los maîtres; bueno, la gran fiesta ha terminado. Te lo digo para explicarte lo que siente Marion en relación con esos años locos. Si pasas por casa alrededor de las seis, antes que Marion esté demasiado cansada, arreglaremos los detalles allí mismo.

De regreso a su hotel, Charlie encontró un pneumatique que había sido remitido desde el Ritz, donde dejó su dirección con el fin de encontrar a cierta persona. Querido Charlie: Te mostraste tan extraño el otro día, cuando te vimos, que me pregunté si había hecho algo que te ofendiera. No tengo conciencia de haberlo hecho. En realidad, pensé mucho en ti, el año pasado, y en el fondo de mis pensamientos estaba siempre la idea de que podría verte si iba allá. Pasamos tan buenos momentos en esa loca primavera, como la noche en que tú y yo robamos el triciclo del carnicero, y la vez que tratamos de visitar al presidente y tú tenías el ala del sombrero y el bastón de alambre. Últimamente todos parecen tan viejos, pero yo no me siento nada envejecida. ¿No podríamos vernos hoy, en algún momento, para recordar tiempos pasados? Ahora tengo un tremendo dolor de cabeza, pero esta tarde me sentiré mejor y te esperaré a eso de las cinco en el bar del Ritz. Siempre con cariño, Lorraine.

Su primer sentimiento fue de horror al pensar que en sus años maduros hubiese podido robar un triciclo y pedalear con Lorraine por la Étoile, entre las últimas horas de la noche y el alba. Retrospectivamente, resultaba una pesadilla. Dejar en la calle a Helen no concordaba con ningún otro acto de la vida, pero el incidente del triciclo, sí; era uno de tantos hechos similares. ¿Cuántas semanas o meses de libertinaje hacían falta para llegar a ese estado de absoluta irresponsabilidad? Trató de imaginar qué le parecía entonces Lorraine: muy atrayente. Helen se sentía muy desdichada al respecto, aunque no decía nada. La víspera, en el restaurante, Lorraine le había parecido vulgar, borrosa, gastada. Decididamente, no quería verla, y se alegró de que Alix no hubiese revelado la dirección de su hotel. En cambio, resultaba un alivio pensar en Honoria, en domingos pasados con ella, y en decirle buenos días y saber que estaba allí, en casa, por la noche, respirando en la oscuridad. A las cinco tomó un taxi y compró regalos para todos los Peters: una traviesa muñeca de paño, una caja de soldados romanos, flores para Marion, grandes pañuelos de hilo para Lincoln. Cuando llegó al departamento vio que Marion había aceptado lo inevitable. Lo saludó como si fuese un miembro recalcitrante de la familia, antes que como un extraño peligroso. Honoria había sido informada de que se iba; Charlie se alegró de que el tacto de la niña la hiciera ocultar su excesiva dicha. Sólo en su regazo le susurró su placer y la pregunta "Cuándo", antes de ir a reunirse con los otros chicos.

Él y Marion estuvieron a solas durante un minuto en la habitación, y en un impulso, Charlie habló con osadía:
-Las pendencias de familia son cosas amargas. No se desarrollan de acuerdo con reglas. No son como los dolores o las heridas; se parecen más a rasgaduras de la piel, que no curan porque no hay material suficiente. Me gustaría que tú y yo tuviéramos mejores relaciones.
-Algunas cosas resultan difíciles de olvidar -respondió ella-. Es un problema de confianza.
No había respuesta para esa información. Luego ella preguntó:
-¿Cuándo te propones llevártela?
-En cuanto consiga una institutriz. Tenía pensado irme pasado mañana.
-Es imposible. Tengo que poner sus cosas en condiciones. No podrá ser antes del sábado. Charlie cedió. Al regresar, Lincoln le ofreció una bebida.
-Tomaré mi whisky del día -dijo Charlie.
El ambiente estaba cálido, era un hogar, gente reunida junto al fuego. Los chicos se sentían muy seguros e importantes; la madre y el padre estaban serios, vigilantes. Existían para ellos cosas más importantes que la visita de él. Una cucharada de remedio tenía, al fin de cuentas, más importancia que las tensas relaciones entre Marion y Charlie. No eran gente chata, pero se encontraban presos de la vida y las circunstancias. Se preguntó si no podría hacer algo para sacar a Lincoln de su rutina del banco.
De repente sonó un largo timbrazo en la puerta de calle; la bonne à tout faire cruzó la sala y siguió por el pasillo. La puerta se abrió junto con otro timbrazo, luego hubo voces y los tres que se encontraban en el salón permanecieron a la expectativa. Lincoln se movió para que el corredor quedara dentro de su campo de visión, y Marion se puso de pie. La criada regresó, seguida de cerca por las voces, que bajo la luz se convirtieron en Duncan Schaeffer y Lorraine Quarles. Estaban alegres, reían, lanzaban risotadas. Durante un momento Charlie se quedó atónito, incapaz de entender de dónde habían conseguido la dirección de Peters.
-¡Ahhh! -Duncan agitó el dedo picarescamennnte ante Charlie. -¡Ahhh!
Ambos dejaron otra cascada de risas. Ansioso y desconcertado, Charlie les estrechó la mano con rapidez y los presentó a Lincoln y Marion. Esta saludó con un movimiento de cabeza, casi sin hablar. Había retrocedido un paso, hacia el fuego; su hijita estaba junto a ella, y Marion le pasó un brazo sobre los hombros. Con un creciente disgusto ante la invasión, Charlie esperó a que los recién llegados se explicaran. Al cabo de un esfuerzo de concentración, Duncan dijo:
-Vinimos a invitarte a cenar. Lorraine y yo insistimos en que tiene que terminar todo este asunto de la cautela y el secreto de tu dirección.
Charlie se acercó a ellos, como para obligarlos a retroceder hacia el corredor.
-Lo siento, pero no puedo. Díganme donde piensan estar y les telefonearé dentro de media hora.
No les produjo impresión alguna. Lorraine se sentó de súbito en el brazo de un sillón y concentrando la mirada en Richard exclamó:
-¡Oh, que chiquillo encantador! Ven aquí... -Richard miró a su madre, pero no se movió. Con un perceptible encogimiento de hombros, Lorraine se volvió hacia Charlie:
-Ven a cenar. Estoy segura de que a tus primos no les molestará. Te veo tan poco...
-No puedo -repuso Charlie con sequedad. -Vayan a cenar ustedes, y yo los llamaré.
La voz de ella se volvió desagradable:
-Está bien, nos iremos. Pero recuerdo una vez que golpeaste a mi puerta a las cuatro de la mañana. Fui lo bastante comprensiva como para darte un trago. Vamos, Dunc.
Todavía con movimientos lentos, con el rostro vago, colérico, los pasos inseguros, se retiraron por el corredor.
-Buenas noches -dijo Charlie.
-¡Buenas noches! -exclamó Lorraine con énfasis.
Cuando volvió al salón, Marion no se había movido, sólo que ahora su hijo se encontraba de pie, dentro del círculo del otro brazo. Lincoln continuaba meciendo a Honoria de izquierda a derecha, como un péndulo horizontal.
-¡Qué insolencia! estalló Charlie. -¡Que enorme insolencia!
Nadie le contestó. Se dejó caer en una butaca, tomó su vaso, lo volvió a dejar y dijo:
-Gente a la cual hace dos años que no veo y que tiene el colosal descaro...
Se interrumpió. Marion había exclamado "¡Oh!" en una veloz y furiosa explosión de sonido; hizo un movimiento brusco con el cuerpo y salió de la habitación. Lincoln dejó a Honoria con cuidado en el suelo.
-Chicos, vayan y empiecen a tomar la sopa -dijo, y cuando obedecieron continuó, hablándole a Charlie-: Marion no está bien, y no puede soportar golpes. Ese tipo de personas la enferman físicamente.
-Yo no les dije que vinieran. Le habrán sonsacado tu nombre a alguien. Deliberadamente...
-Bueno, es una lástima. Eso no ayuda para nada. Perdóname un momento.
A solas, Charlie se quedó sentado, tenso. En la habitación vecina podía oír a los chicos comiendo, hablando con monosílabos, olvidados ya de la escena que se había desarrollado entre los mayores. Oyó un murmullo de conversación en una habitación más lejana y después el tintineo de un tubo telefónico descolgado, y presa de pánico se dirigió al otro extremo de la habitación, para no escuchar. Un minuto más tarde volvió Lincoln.
-Mira, Charlie, creo que será mejor que nos olvidemos de la cena de esta noche. Marion se siente mal.
-¿Está enojada conmigo?
-Más o menos -respondió él con rudeza. -No es fuerte y...
-¿Quieres decir que ha cambiado de opinión con respecto a Honoria?
-En este momento se siente muy dolorida. No sé. Telefonéame mañana al banco.
-Querría que le explicaras que jamás se me ocurrió que esa gente vendría aquí. Estoy tan enojado como ustedes.
-Ahora no podría explicarle nada.
Charlie se puso de pie. Tomó su sombrero y abrigo, y salió al corredor. Luego abrió la puerta del corredor y dijo con voz extraña:
-Buenas noches, chicos. Honoria se puso de pie y corrió alrededor de la mesa para abrazarlo.
-Buenas noches, querida -dijo él con tono vago, y luego, tratando de hacer su voz sonara más tierna, tratando de conciliar algo-: Buenas noches, queridos.

Fue directamente al bar del Ritz, con la furiosa idea de buscar a Lorraine y Duncan, pero no estaban allí, y se dio cuenta de que, sea como fuere, nada podía hacer. No había tocado su bebida en lo de Peters, y pidió un whisky con soda. Paul se acercó para saludarlo.
-El cambio es grande -dijo con tristeza. -Tenemos la mitad de clientes que antes. He oído hablar de muchos que en Estados Unidos lo perdieron todo, quizá no en el primer colapso de la Bolsa, pero sí en el segundo. Tengo entendido que su amigo George Hardt perdió hasta el último centavo. ¿Usted ha vuelto a Estados Unidos?
-No, estoy trabajando en Praga.
-Oí decir que había perdido mucho dinero en la Bolsa.
-Sí -y agregó con acento tétrico-, pero después, con el auge, perdí todo lo que tenía.
-Vendió todo lo que tenía...
-Algo por el estilo.
Una vez más, el recuerdo de aquellos días lo barrió como una pesadilla: la gente que habían conocido en los viajes, gente que no sabía sumar una columna de cifras o pronunciar una frase coherente. El hombrecito con quien Helen consintió en bailar en la fiesta del barco, y que la insultó a tres metros de la mesa; las mujeres y jovencitas que eran sacadas de lugares públicos, chillando, repletas de bebidas o drogas... Los hombres que dejaban a sus mujeres en la nieve, porque la nieve del veintinueve ya no era real. Si uno no quería que fuese nieve, gastaba un poco de dinero y lo lograba. Se dirigió al teléfono y llamó al departamento de Peters; lo atendió Lincoln.
-Te llamé porque eso me preocupa. ¿Marion ha dicho algo definitivo?
-Marion se siente mal -respondió Lincoln con laconismo. -Sé que no tienes la culpa del todo, pero no me es posible permitir que quede destrozada por esto. Me temo que tendremos que dejar pasar unos seis meses. No puedo correr el riesgo de que vuelva a caer en este estado.
-Entiendo.
-Lo siento, Charlie.
Volvió a su mesa. Su vaso de whisky estaba vacío, pero sacudió la cabeza cuando Alix lo miró interrogadoramente. Ahora ya no podía hacer gran cosa, salvo enviar a Honoria algunos regalos; mañana le mandaría muchos. Pensó, con cierto enojo, que eso no era más que dinero... había dado dinero a tanta gente...
-No, basta -dijo a otro camarero. -¿Cuánto debo?
Algún día volvería; no podían hacerle pagar eternamente. Pero quería a su hija, y aparte de ese hecho no había ninguna otra cosa buena. Ya no era joven, ni tenía una cantidad de pensamientos y sueños que pensar y soñar a solas. Estaba seguro de que Helen no habría querido que se sintiera tan solo.

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