DECIMOQUINTA ENTREGA
2 / LOS MITOS ANTIGUOS Y EL HOMBRE MODERNO (V)
Joseph L. Henderson
Orfeo y el Hijo del Hombre
“La Bella y la Bestia” es un cuento de hadas con la calidad de una flor silvestre, que aparece tan inesperadamente y que nos produce una sensación tan natural de maravilla que, al momento, no notamos que pertenece a una clase, género y especie de planta definida. La clase de misterio inherente a este cuento es que tiene una aplicación universal no sólo en un mito histórico más amplio sino también en los rituales en los que se expresa el mito o de los cuales puede derivarse.
El tipo de ritual y mito que expresa apropiadamente este tipo de experiencia psicológica está ejemplificado en la religión greco-romana de Dionisio y en su sucesora, la religión de Orfeo. Estas dos religiones proporcionan una iniciación significativa del tipo conocido como “misterios”. Crean símbolos asociados a un hombre-dios de carácter andrógino que se suponía poseer un conocimiento íntimo del mundo de los animales o de las plantas y dominar la iniciación que hay en sus secretos.
La religión dionisíaca tenía ritos orgiásticos que requerían del iniciado que se dejara llevar por su naturaleza animal y experimentara así plenamente el poder fertilizador de la Madre Tierra. El provocador inicial de este rito del paso en el ritual dionisíaco era el vino. Se le suponía productor del simbólico rebajamiento de la consciencia, necesario para introducir al novicio en los secretos más celosamente guardados de la naturaleza, cuya esencia se expresaba con un símbolo de plena realización erótica: el dios Dionisio se unía a Ariadna, su consorte, en una sagrada ceremonia matrimonial.
Con el tiempo, los ritos de Dionisio perdieron su emotivo poder religioso. Surgió un ansia casi oriental por liberarse de su exclusiva preocupación por los símbolos puramente naturales de la vida y el amor. La religión dionisíaca, oscilando constantemente de lo espiritual o a lo físico y viceversa, quizá se mostró demasiado salvaje y turbulenta para algunas almas más ascéticas. Estas llegaron a experimentar sus éxtasis religiosos interiores en la adoración a Orfeo.
Orfeo probablemente fue un hombre auténtico, cantor, profeta y maestro, que fue martirizado y cuya tumba se convirtió en santuario. No es sorprendente que la Iglesia cristiana primitiva viera en Orfeo el prototipo de Cristo. Ambas religiones trajeron al muerto mundo helenístico la promesa de una futura vida divina. Como eran hombres, pero también mediadores de la divinidad, para las multitudes de la agonizante cultura griega, en los días del Imperio romano, ellos mantenían el ansia de esperar en una vida futura.
Sin embargo, había una diferencia importante entre la religión de Orfeo y la religión de Cristo. Aunque sublimados en una forma mística, los misterios órficos mantenían viva la vieja religión dionisíaca. El ímpetu espiritual procedía de un semidiós en quien se conservaba la más significativa característica de una religión enraizada en el arte de la agricultura. Esta característica era el antiguo modelo de los dioses de la fertilidad que sólo se presentaban en la estación oportuna, es decir, el eterno ciclo repetido de nacimiento, desarrollo, plenitud y decadencia.
El cristianismo, por otra parte, dispersó los misterios. Cristo era el producto y el reformador de una religión patriarcal, nómada y pastoril cuyos profetas representaban a su Mesías como un ser de absoluto origen divino. El Hijo del Hombre, aunque nacido de una virgen humana, tenía su origen en el cielo, del que vino en un acto de encarnación de Dios en el hombre. Después de su muerte, volvió al cielo, pero volvió de una vez para siempre, a reinar a la diestra de Dios hasta se Segunda Venida “en que los muertos se levantarán”.
Por supuesto que el ascetismo del cristianismo primitivo no duró. El recuerdo de los misterios cíclicos asediaba a los cristianos hasta el extremo de que la Iglesia, en consecuencia, tuvo que aplicar a sus ritos muchas prácticas del pasado pagano. El más significativo de estos puede encontrarse en los relatos de lo que se hacía el Sábado Santo y en el Domingo de Pascua para celebrar la resurrección de Cristo, la ceremonia bautismal que le Iglesia medieval realizaba como rito apropiado y profundo de iniciación. Pero ese ritual apenas sobrevivió en los tiempos modernos y falta totalmente en el protestantismo.
El ritual que ha sobrevivido mejor y que aun contiene el significado de un misterio de iniciación para el devoto es la práctica católica de la elevación del cáliz. Lo ha descrito el Dr. Jung en su Simbolismo de transformación en la misa:
“La elevación del cáliz en el aire prepara la espiritualización… del vino. Esto se confirma con la invocación al Espíritu Santo que sigue inmediatamente… La invocación sirve para infundir en el vino el Espíritu Santo porque es el Espíritu Santo que engendra, cumple y transforma… En tiempos anteriores, después de la elevación, el cáliz se ponía a la derecha de la hostia para corresponder con la sangre que manó del costado derecho de Cristo”.
El ritual de la comunión es en todas partes el mismo, ya se exprese bebiendo de la copa de Dionisio o del sagrado cáliz cristiano; pero es diferente el nivel de conocimiento que cada uno aporta al participante individual. El participante dionisíaco mira hacia el pasado origen de las cosas, hacia el “nacimiento terrible” del dios que sale lanzado del poderoso seno de la Madre Tierra. En los frescos de la Villa de Misteri, en Pompeya, la celebración del rito evoca al dios como una máscara de terror reflejado en la copa de Dionisio que el sacerdote ofrece al iniciado. Después encontramos los cernedores, con sus preciosos frutos de la tierra, y el falo, como símbolos creadores, de la manifestación del dios como principio de gestación y desarrollo.
En contraste con esa mirada retrospectiva, con su enfocamiento en el eterno ciclo de la naturaleza de nacimiento y muerte, el misterio cristiano señala hacia delante, hacia la esperanza definitiva del iniciado en una misión con el dios trascendente. La Madre Naturaleza con todos sus hermosos cambios estacionales, ha quedado detrás, y la figura central del cristianismo ofrece certeza espiritual de que él es el Hijo de Dios en el cielo.
Sin embargo, ambos aspectos se funden, en cierto modo, en la figura de Orfeo, el dios que recuerda a Dionisio pero anticipa a Cristo. El sentido psicológico de esa figura intermedia ha sido descrito por la autora suiza Linda Fierz-David, en su interpretación del rito órfico pintado en la Villa de Misteri:
“Orfeo enseñaba mientras cantaba y tocaba la lira y su canto era tan poderoso que dominaba toda la naturaleza; cuando cantaba con su lira, los pájaros volaban a su alrededor, el pez abandonaba el agua y saltaba hacia él. El viento y el mar se calmaban, los ríos corrían hacia atrás en su busca. No nevaba y no granizaba. Los árboles y hasta las piedras iban detrás de Orfeo; el tigre y el león se echaban junto a él, al lado de la oveja, y los lobos junto al ciervo y el corzo. Pero ¿qué significa esto? Seguramente significa que mediante un conocimiento profundo y divino en el significado de los acontecimientos naturales… los sucesos de la naturaleza quedan armoniosamente ordenados desde el interior. Todo se hace luz y todas las criaturas se aplacan cuando el mediador, en el acto de adoración, representa la luz de la naturaleza. Orfeo es una personificación de la devoción y de la piedad; simboliza la actitud religiosa que resuelve todos los conflictos, ya que, mediante ella, toda el alma se vuelve hacia lo que reside en el otro lado de todo conflicto… Y al hacerlo, él es el verdadero Orfeo; es decir, un buen pastor, su primitiva personificación…”
A la vez como buen pastor y mediador, Orfeo representa el equilibrio entre la religión dionisíaca y la religión cristiana, ya que encontramos a Dionisio y a Cristo en papeles análogos, aunque, como ya dijimos, diferentemente orientados respecto al tiempo y dirección en el espacio: el uno, una religión cíclica del mundo inferior, el otro, celestial y escatológico o final. Estas series de sucesos iniciatorios, extraídos del contexto de la historia religiosa, se repiten incesantemente, y con todas las concebibles alteraciones individuales de significado, en los sueños y fantasías de la gente moderna.
En un estado de fatiga y depresión profunda, una mujer, mientras la analizaban, tuvo esta fantasía:
Estoy sentada junto a una mesa larga y estrecha en una sala de alta bóveda y sin ventanas. Mi cuerpo está encorvado y hundido. No llevo nada puesto salvo una larga vestidura de lino blanco que me cuelga de los hombros hasta el suelo. Algo crucial me ha ocurrido. Apenas me queda vida. Ante mis ojos aparecen cruces rojas sobre discos de oro. Recuerdo que hice una especie de promesa hace mucho tiempo y sea cual fuere el sitio donde estoy ahora tiene que ser parte de ella. Estoy sentada aquí mucho tiempo.
Ahora abro lentamente los ojos y veo un hombre que se sienta frente a mí y que me va a curar. Parece natural y amable y me habla aunque no lo oigo. Parece saber todo acerca de donde estuve. Me doy cuenta de que estoy muy fea y de que tiene que haber hedor de muerte en torno mío. Me pregunto si él se sentirá repelido. Le miro durante mucho tiempo. No se vuelve. Respiro con más facilidad.
Luego siento harina fresca, o agua fría cayendo sobre mi cuerpo. Me cruzo la vestidura de lino blanco y ahora me dispongo a dormir normalmente. Las manos curativas del hombre están puestas en mis hombros. Recuerdo vagamente que hubo un tiempo en que tuve heridas ahí, pero la presión de sus manos parece que me da fuerza y salud.
Esta mujer se había sentido asaltada anteriormente por dudas acerca de su afiliación religiosa originaria. Había sido educada como devota católica chapada a la antigua, pero desde su juventud luchó por liberarse de los convencionalismos formalistas religiosos seguidos por su familia. Sin embargo, los simbólicos acontecimientos del año litúrgico y la riqueza sobre el profundo de su significación que ella tenía, continuaron sin abandonarla a lo largo de su cambio psicológico; y en su análisis encontramos muy útil ese su conocimiento activo del simbolismo religioso.
Los significativos elementos que eligió su fantasía fueron el ropaje blanco que ella interpretaba como un ropaje de sacrificio; la sala abovedada, la consideraba la tumba; y su promesa la asociaba con su experiencia de sumisión. Esa promesa, como ella la llamaba, le sugería un ritual de iniciación con un peligroso descenso hacia la cripta mortuoria, que simbolizaba la forma en que ella abandonó la Iglesia y la familia para conocer a Dios a su propio modo. Había soportado una “imitación de Cristo” en el verdadero sentido simbólico y, al igual que él, había sufrido las heridas que preceden a esa muerte.
El ropaje de sacrificio sugería el sudario o mortaja con el que fue envuelto Cristo crucificado para ser colocado luego en la tumba. El final de la fantasía presenta la figura sanadora de un hombre (vagamente asociada conmigo) como su analista, pero presentado también en su papel natural de amigo que conoce perfectamente lo que le ha ocurrido a ella. Él le habla con palabras que ella no puede oír, pero sus manos son reconfortadoras y dan sensación de ser curativas. Se intuye en esa figura el trazo y la palabra del buen pastor, Orfeo o Cristo, como mediador y también, por supuesto, como sanador. Él está del lado de la vida y tiene que convencerla de que ella puede regresar ahora de la cripta mortuoria.
¿Llamaremos a esto renacimiento o resurrección? Ambas cosas o, quizá, ninguna. El rito esencial se declara por sí mismo al final: la brisa fresca o el agua cayendo sobre su cuerpo es el acto primordial de purificación o el lavado del pecado mortal, esencia del verdadero bautismo.
La misma mujer tuvo otra fantasía en la que su cumpleaños coincidía con la resurrección de Cristo. (Esto era mucho más significativo para ella que el recuerdo de su madre, la cual nunca la inspiró la sensación de seguridad y renovación que tanto había deseado en los cumpleaños de su niñez.) Pero esto no quiere decir que ella se identificase con la figura de Cristo. Porque algo faltaba para alcanzar todo su poder y su gloria; y cuando trató de alcanzarle por medio de la oración, Él y su cruz se elevaban hasta el cielo y quedaban fuera de su alcance humano.
En esta segunda fantasía, ella se retrotraía al símbolo de renacimiento como sol naciente y un nuevo símbolo femenino comenzó a hacer su aparición. Primeramente apareció como un “embrión en la bolsa de las aguas”. Luego llevaba ella un niño de ocho años por el agua “cruzando un sitio peligroso”. Luego se produjo una nueva situación en la que ya no se sintió amenazada, o bajo la influencia de la muerte. Estaba “en un bosque donde había un pequeño manantial… con vides verdes por todos los alrededores. Tengo en las manos un cuenco de piedra en el que hay agua del manantial, musgo verde y violetas. Me baño en la cascada. Es dorada y ‘sedosa’ ye me siento como un niño”.
El sentido de esos sucesos es claro, aunque es posible que se pierda el significado íntimo en la descripción críptica de tantas imágenes cambiantes. Aquí parece que tenemos un proceso de renacimiento en el que un “sí-mismo” espiritual mayor ha renacido y se bautiza como un niño. Mientras tanto, ella ha rescatado un niño mayor que era, en cierto modo, su propio ego en el período más traumático de su niñez. Luego lo lleva por el agua pasando un sitio peligroso, con lo que indica su miedo a una sensación paralizante de culpabilidad si se alejara demasiado de la religión tradicional de su familia. Pero el simbolismo religioso es significativo por su ausencia. Todo está en manos de la naturaleza; estamos abiertamente en el reino del pastor Orfeo más que en el naciente Cristo.
A continuación tuvo un sueño que la llevó a una iglesia que se parecía a la iglesia de Asís con los frescos de Giotto acerca de San Francisco. Se sentía más a gusto aquí que en cualquier otra iglesia, porque San Francisco, como Orfeo, era un religioso de la naturaleza. Esto reavivaba sus sentimientos acerca del cambio en su afiliación religiosa que había sido penosa de sobrellevar, pero ahora creía poder enfrentarse gozosamente con la experiencia, inspirada con la luz de la naturaleza.
La serie de sueños terminaba con un eco lejano de la religión de Dionisio. (Se podría decir que eso era un recordatorio de que aun Orfeo podía ser, en ciertos momentos, alejado del poder fecundante del animal-dios en el hombre.) Ella soñó que llevaba de la mano a un niño rubio. “Participamos alegremente en una fiesta que incluye el sol y los bosques y las flores de todo el contorno. El niño tiene en la mano una florecilla blanca, y ella la coloca en la cabeza de un toro negro. El toro, es parte de la fiesta y está cubierto de adornos.” Esta referencia recuerda al antiguo rito que celebraba a Dionisio en forma de toro.
Pero el sueño no terminaba ahí. La mujer agregó: “Poco tiempo después, el toro es traspasado por una flecha dorada”. Ahora, además de Dioniso, hay otro rito precristiano en el que el todo desempeña un papel simbólico. El dios persa Mithra sacrifica un toro. Al igual que Orfeo, representa el ansia por una vida del espíritu que pueda triunfar sobre las primitivas pasiones animales del hombre y, después de una ceremonia de iniciación, darle paz.
Esta serie de imágenes confirma la idea que se encuentra en muchas fantasías o secuencias oníricas de este tipo: que no hay paz final, ni lugar de descanso. En su búsqueda religiosa, hombres y mujeres -en especial quienes viven en las sociedades cristianas modernas de Occidente- están aun en poder de esas primitivas tradiciones que luchan dentro de ellos por la supremacía. Es un conflicto entre las creencias paganas y las cristianas o, podría decirse, entre el renacer y el resucitar.
Una clave más directa para la resolución de este dilema se puede encontrar, en la primera fantasía de esa mujer, en un curioso simbolismo que fácilmente pudo pasar inadvertido. La mujer dice que en su cripta mortuoria tuvo ante sus ojos una visión de cruces rojas sobre discos de oro. Cuando después se aclaró en el análisis, estuvo a punto de experimentar un profundo cambio psíquico y surgir de esa “muerte” hacia un nuevo tipo de vida. Por tanto, podemos imaginar que esta imagen, que surgió en ella en la profundidad de su desesperación de la vida, anunciaría, en cierto modo, su futura posición religiosa. En su obra posterior, de hecho, dio pruebas de pensar que las cruces rojas representaban su devoción al cristianismo, mientras que los discos de oro representaban su devoción a los misterios religiosos precristianos. Su visión le había dicho que tenía que tenía que reconciliar esos elementos cristianos y paganos en la nueva vida que la esperaba.
Una última, pero importante observación concierne a los antiguos ritos de iniciación y sus relaciones con el cristianismo. El rito de iniciación celebrado en los misterios eleusinos (los ritos de adoración a las diosas de la fertilidad Demeter y Persefone) no se consideraba adecuado meramente por quienes buscaban vivir con mayor abundancia; también se utilizaba como preparación para la muerte, como si la muerte también requiriese un iniciatorio rito de paso de la misma clase.
En una urna funeraria encontrada en una tumba romana, cerca del columbario del monte Esquilino, encontramos un bajo relieve nítido representando escenas de la etapa final de iniciación en la que el neófito es admitido a la presencia de las diosas, con las que conversa. El resto del bajo relieve se dedica a dos ceremonias preliminares de purificación: el sacrificio del “cerdo místico” y una visión mística del matrimonio sagrado. Todo esto señala hacia una iniciación para la muerte, pero en una forma que carece de la finalidad del duelo. Insinúa ese elemento de los misterios posteriores -especialmente del orfismo- que hace que la muerte lleve una promesa de inmortalidad. El cristianismo fue aun más lejos. Prometía algo más que la inmortalidad (que en el sentido antiguo de los misterios cíclicos puede significar meramente reencarnación), porque ofrecía la segura y eterna vida en el cielo.
Así volvemos a ver, en la vida moderna, la tendencia a repetir los viejos modelos. Los que tienen que aprender a enfrentarse pueden tener que reaprender el antiguo mensaje que nos dice que la muerte es un misterio para el que tenemos que prepararnos con el mismo espíritu de sumisión y humildad que una vez aprendimos para prepararnos para la vida.
2 / LOS MITOS ANTIGUOS Y EL HOMBRE MODERNO (V)
Joseph L. Henderson
Orfeo y el Hijo del Hombre
“La Bella y la Bestia” es un cuento de hadas con la calidad de una flor silvestre, que aparece tan inesperadamente y que nos produce una sensación tan natural de maravilla que, al momento, no notamos que pertenece a una clase, género y especie de planta definida. La clase de misterio inherente a este cuento es que tiene una aplicación universal no sólo en un mito histórico más amplio sino también en los rituales en los que se expresa el mito o de los cuales puede derivarse.
El tipo de ritual y mito que expresa apropiadamente este tipo de experiencia psicológica está ejemplificado en la religión greco-romana de Dionisio y en su sucesora, la religión de Orfeo. Estas dos religiones proporcionan una iniciación significativa del tipo conocido como “misterios”. Crean símbolos asociados a un hombre-dios de carácter andrógino que se suponía poseer un conocimiento íntimo del mundo de los animales o de las plantas y dominar la iniciación que hay en sus secretos.
La religión dionisíaca tenía ritos orgiásticos que requerían del iniciado que se dejara llevar por su naturaleza animal y experimentara así plenamente el poder fertilizador de la Madre Tierra. El provocador inicial de este rito del paso en el ritual dionisíaco era el vino. Se le suponía productor del simbólico rebajamiento de la consciencia, necesario para introducir al novicio en los secretos más celosamente guardados de la naturaleza, cuya esencia se expresaba con un símbolo de plena realización erótica: el dios Dionisio se unía a Ariadna, su consorte, en una sagrada ceremonia matrimonial.
Con el tiempo, los ritos de Dionisio perdieron su emotivo poder religioso. Surgió un ansia casi oriental por liberarse de su exclusiva preocupación por los símbolos puramente naturales de la vida y el amor. La religión dionisíaca, oscilando constantemente de lo espiritual o a lo físico y viceversa, quizá se mostró demasiado salvaje y turbulenta para algunas almas más ascéticas. Estas llegaron a experimentar sus éxtasis religiosos interiores en la adoración a Orfeo.
Orfeo probablemente fue un hombre auténtico, cantor, profeta y maestro, que fue martirizado y cuya tumba se convirtió en santuario. No es sorprendente que la Iglesia cristiana primitiva viera en Orfeo el prototipo de Cristo. Ambas religiones trajeron al muerto mundo helenístico la promesa de una futura vida divina. Como eran hombres, pero también mediadores de la divinidad, para las multitudes de la agonizante cultura griega, en los días del Imperio romano, ellos mantenían el ansia de esperar en una vida futura.
Sin embargo, había una diferencia importante entre la religión de Orfeo y la religión de Cristo. Aunque sublimados en una forma mística, los misterios órficos mantenían viva la vieja religión dionisíaca. El ímpetu espiritual procedía de un semidiós en quien se conservaba la más significativa característica de una religión enraizada en el arte de la agricultura. Esta característica era el antiguo modelo de los dioses de la fertilidad que sólo se presentaban en la estación oportuna, es decir, el eterno ciclo repetido de nacimiento, desarrollo, plenitud y decadencia.
El cristianismo, por otra parte, dispersó los misterios. Cristo era el producto y el reformador de una religión patriarcal, nómada y pastoril cuyos profetas representaban a su Mesías como un ser de absoluto origen divino. El Hijo del Hombre, aunque nacido de una virgen humana, tenía su origen en el cielo, del que vino en un acto de encarnación de Dios en el hombre. Después de su muerte, volvió al cielo, pero volvió de una vez para siempre, a reinar a la diestra de Dios hasta se Segunda Venida “en que los muertos se levantarán”.
Por supuesto que el ascetismo del cristianismo primitivo no duró. El recuerdo de los misterios cíclicos asediaba a los cristianos hasta el extremo de que la Iglesia, en consecuencia, tuvo que aplicar a sus ritos muchas prácticas del pasado pagano. El más significativo de estos puede encontrarse en los relatos de lo que se hacía el Sábado Santo y en el Domingo de Pascua para celebrar la resurrección de Cristo, la ceremonia bautismal que le Iglesia medieval realizaba como rito apropiado y profundo de iniciación. Pero ese ritual apenas sobrevivió en los tiempos modernos y falta totalmente en el protestantismo.
El ritual que ha sobrevivido mejor y que aun contiene el significado de un misterio de iniciación para el devoto es la práctica católica de la elevación del cáliz. Lo ha descrito el Dr. Jung en su Simbolismo de transformación en la misa:
“La elevación del cáliz en el aire prepara la espiritualización… del vino. Esto se confirma con la invocación al Espíritu Santo que sigue inmediatamente… La invocación sirve para infundir en el vino el Espíritu Santo porque es el Espíritu Santo que engendra, cumple y transforma… En tiempos anteriores, después de la elevación, el cáliz se ponía a la derecha de la hostia para corresponder con la sangre que manó del costado derecho de Cristo”.
El ritual de la comunión es en todas partes el mismo, ya se exprese bebiendo de la copa de Dionisio o del sagrado cáliz cristiano; pero es diferente el nivel de conocimiento que cada uno aporta al participante individual. El participante dionisíaco mira hacia el pasado origen de las cosas, hacia el “nacimiento terrible” del dios que sale lanzado del poderoso seno de la Madre Tierra. En los frescos de la Villa de Misteri, en Pompeya, la celebración del rito evoca al dios como una máscara de terror reflejado en la copa de Dionisio que el sacerdote ofrece al iniciado. Después encontramos los cernedores, con sus preciosos frutos de la tierra, y el falo, como símbolos creadores, de la manifestación del dios como principio de gestación y desarrollo.
En contraste con esa mirada retrospectiva, con su enfocamiento en el eterno ciclo de la naturaleza de nacimiento y muerte, el misterio cristiano señala hacia delante, hacia la esperanza definitiva del iniciado en una misión con el dios trascendente. La Madre Naturaleza con todos sus hermosos cambios estacionales, ha quedado detrás, y la figura central del cristianismo ofrece certeza espiritual de que él es el Hijo de Dios en el cielo.
Sin embargo, ambos aspectos se funden, en cierto modo, en la figura de Orfeo, el dios que recuerda a Dionisio pero anticipa a Cristo. El sentido psicológico de esa figura intermedia ha sido descrito por la autora suiza Linda Fierz-David, en su interpretación del rito órfico pintado en la Villa de Misteri:
“Orfeo enseñaba mientras cantaba y tocaba la lira y su canto era tan poderoso que dominaba toda la naturaleza; cuando cantaba con su lira, los pájaros volaban a su alrededor, el pez abandonaba el agua y saltaba hacia él. El viento y el mar se calmaban, los ríos corrían hacia atrás en su busca. No nevaba y no granizaba. Los árboles y hasta las piedras iban detrás de Orfeo; el tigre y el león se echaban junto a él, al lado de la oveja, y los lobos junto al ciervo y el corzo. Pero ¿qué significa esto? Seguramente significa que mediante un conocimiento profundo y divino en el significado de los acontecimientos naturales… los sucesos de la naturaleza quedan armoniosamente ordenados desde el interior. Todo se hace luz y todas las criaturas se aplacan cuando el mediador, en el acto de adoración, representa la luz de la naturaleza. Orfeo es una personificación de la devoción y de la piedad; simboliza la actitud religiosa que resuelve todos los conflictos, ya que, mediante ella, toda el alma se vuelve hacia lo que reside en el otro lado de todo conflicto… Y al hacerlo, él es el verdadero Orfeo; es decir, un buen pastor, su primitiva personificación…”
A la vez como buen pastor y mediador, Orfeo representa el equilibrio entre la religión dionisíaca y la religión cristiana, ya que encontramos a Dionisio y a Cristo en papeles análogos, aunque, como ya dijimos, diferentemente orientados respecto al tiempo y dirección en el espacio: el uno, una religión cíclica del mundo inferior, el otro, celestial y escatológico o final. Estas series de sucesos iniciatorios, extraídos del contexto de la historia religiosa, se repiten incesantemente, y con todas las concebibles alteraciones individuales de significado, en los sueños y fantasías de la gente moderna.
En un estado de fatiga y depresión profunda, una mujer, mientras la analizaban, tuvo esta fantasía:
Estoy sentada junto a una mesa larga y estrecha en una sala de alta bóveda y sin ventanas. Mi cuerpo está encorvado y hundido. No llevo nada puesto salvo una larga vestidura de lino blanco que me cuelga de los hombros hasta el suelo. Algo crucial me ha ocurrido. Apenas me queda vida. Ante mis ojos aparecen cruces rojas sobre discos de oro. Recuerdo que hice una especie de promesa hace mucho tiempo y sea cual fuere el sitio donde estoy ahora tiene que ser parte de ella. Estoy sentada aquí mucho tiempo.
Ahora abro lentamente los ojos y veo un hombre que se sienta frente a mí y que me va a curar. Parece natural y amable y me habla aunque no lo oigo. Parece saber todo acerca de donde estuve. Me doy cuenta de que estoy muy fea y de que tiene que haber hedor de muerte en torno mío. Me pregunto si él se sentirá repelido. Le miro durante mucho tiempo. No se vuelve. Respiro con más facilidad.
Luego siento harina fresca, o agua fría cayendo sobre mi cuerpo. Me cruzo la vestidura de lino blanco y ahora me dispongo a dormir normalmente. Las manos curativas del hombre están puestas en mis hombros. Recuerdo vagamente que hubo un tiempo en que tuve heridas ahí, pero la presión de sus manos parece que me da fuerza y salud.
Esta mujer se había sentido asaltada anteriormente por dudas acerca de su afiliación religiosa originaria. Había sido educada como devota católica chapada a la antigua, pero desde su juventud luchó por liberarse de los convencionalismos formalistas religiosos seguidos por su familia. Sin embargo, los simbólicos acontecimientos del año litúrgico y la riqueza sobre el profundo de su significación que ella tenía, continuaron sin abandonarla a lo largo de su cambio psicológico; y en su análisis encontramos muy útil ese su conocimiento activo del simbolismo religioso.
Los significativos elementos que eligió su fantasía fueron el ropaje blanco que ella interpretaba como un ropaje de sacrificio; la sala abovedada, la consideraba la tumba; y su promesa la asociaba con su experiencia de sumisión. Esa promesa, como ella la llamaba, le sugería un ritual de iniciación con un peligroso descenso hacia la cripta mortuoria, que simbolizaba la forma en que ella abandonó la Iglesia y la familia para conocer a Dios a su propio modo. Había soportado una “imitación de Cristo” en el verdadero sentido simbólico y, al igual que él, había sufrido las heridas que preceden a esa muerte.
El ropaje de sacrificio sugería el sudario o mortaja con el que fue envuelto Cristo crucificado para ser colocado luego en la tumba. El final de la fantasía presenta la figura sanadora de un hombre (vagamente asociada conmigo) como su analista, pero presentado también en su papel natural de amigo que conoce perfectamente lo que le ha ocurrido a ella. Él le habla con palabras que ella no puede oír, pero sus manos son reconfortadoras y dan sensación de ser curativas. Se intuye en esa figura el trazo y la palabra del buen pastor, Orfeo o Cristo, como mediador y también, por supuesto, como sanador. Él está del lado de la vida y tiene que convencerla de que ella puede regresar ahora de la cripta mortuoria.
¿Llamaremos a esto renacimiento o resurrección? Ambas cosas o, quizá, ninguna. El rito esencial se declara por sí mismo al final: la brisa fresca o el agua cayendo sobre su cuerpo es el acto primordial de purificación o el lavado del pecado mortal, esencia del verdadero bautismo.
La misma mujer tuvo otra fantasía en la que su cumpleaños coincidía con la resurrección de Cristo. (Esto era mucho más significativo para ella que el recuerdo de su madre, la cual nunca la inspiró la sensación de seguridad y renovación que tanto había deseado en los cumpleaños de su niñez.) Pero esto no quiere decir que ella se identificase con la figura de Cristo. Porque algo faltaba para alcanzar todo su poder y su gloria; y cuando trató de alcanzarle por medio de la oración, Él y su cruz se elevaban hasta el cielo y quedaban fuera de su alcance humano.
En esta segunda fantasía, ella se retrotraía al símbolo de renacimiento como sol naciente y un nuevo símbolo femenino comenzó a hacer su aparición. Primeramente apareció como un “embrión en la bolsa de las aguas”. Luego llevaba ella un niño de ocho años por el agua “cruzando un sitio peligroso”. Luego se produjo una nueva situación en la que ya no se sintió amenazada, o bajo la influencia de la muerte. Estaba “en un bosque donde había un pequeño manantial… con vides verdes por todos los alrededores. Tengo en las manos un cuenco de piedra en el que hay agua del manantial, musgo verde y violetas. Me baño en la cascada. Es dorada y ‘sedosa’ ye me siento como un niño”.
El sentido de esos sucesos es claro, aunque es posible que se pierda el significado íntimo en la descripción críptica de tantas imágenes cambiantes. Aquí parece que tenemos un proceso de renacimiento en el que un “sí-mismo” espiritual mayor ha renacido y se bautiza como un niño. Mientras tanto, ella ha rescatado un niño mayor que era, en cierto modo, su propio ego en el período más traumático de su niñez. Luego lo lleva por el agua pasando un sitio peligroso, con lo que indica su miedo a una sensación paralizante de culpabilidad si se alejara demasiado de la religión tradicional de su familia. Pero el simbolismo religioso es significativo por su ausencia. Todo está en manos de la naturaleza; estamos abiertamente en el reino del pastor Orfeo más que en el naciente Cristo.
A continuación tuvo un sueño que la llevó a una iglesia que se parecía a la iglesia de Asís con los frescos de Giotto acerca de San Francisco. Se sentía más a gusto aquí que en cualquier otra iglesia, porque San Francisco, como Orfeo, era un religioso de la naturaleza. Esto reavivaba sus sentimientos acerca del cambio en su afiliación religiosa que había sido penosa de sobrellevar, pero ahora creía poder enfrentarse gozosamente con la experiencia, inspirada con la luz de la naturaleza.
La serie de sueños terminaba con un eco lejano de la religión de Dionisio. (Se podría decir que eso era un recordatorio de que aun Orfeo podía ser, en ciertos momentos, alejado del poder fecundante del animal-dios en el hombre.) Ella soñó que llevaba de la mano a un niño rubio. “Participamos alegremente en una fiesta que incluye el sol y los bosques y las flores de todo el contorno. El niño tiene en la mano una florecilla blanca, y ella la coloca en la cabeza de un toro negro. El toro, es parte de la fiesta y está cubierto de adornos.” Esta referencia recuerda al antiguo rito que celebraba a Dionisio en forma de toro.
Pero el sueño no terminaba ahí. La mujer agregó: “Poco tiempo después, el toro es traspasado por una flecha dorada”. Ahora, además de Dioniso, hay otro rito precristiano en el que el todo desempeña un papel simbólico. El dios persa Mithra sacrifica un toro. Al igual que Orfeo, representa el ansia por una vida del espíritu que pueda triunfar sobre las primitivas pasiones animales del hombre y, después de una ceremonia de iniciación, darle paz.
Esta serie de imágenes confirma la idea que se encuentra en muchas fantasías o secuencias oníricas de este tipo: que no hay paz final, ni lugar de descanso. En su búsqueda religiosa, hombres y mujeres -en especial quienes viven en las sociedades cristianas modernas de Occidente- están aun en poder de esas primitivas tradiciones que luchan dentro de ellos por la supremacía. Es un conflicto entre las creencias paganas y las cristianas o, podría decirse, entre el renacer y el resucitar.
Una clave más directa para la resolución de este dilema se puede encontrar, en la primera fantasía de esa mujer, en un curioso simbolismo que fácilmente pudo pasar inadvertido. La mujer dice que en su cripta mortuoria tuvo ante sus ojos una visión de cruces rojas sobre discos de oro. Cuando después se aclaró en el análisis, estuvo a punto de experimentar un profundo cambio psíquico y surgir de esa “muerte” hacia un nuevo tipo de vida. Por tanto, podemos imaginar que esta imagen, que surgió en ella en la profundidad de su desesperación de la vida, anunciaría, en cierto modo, su futura posición religiosa. En su obra posterior, de hecho, dio pruebas de pensar que las cruces rojas representaban su devoción al cristianismo, mientras que los discos de oro representaban su devoción a los misterios religiosos precristianos. Su visión le había dicho que tenía que tenía que reconciliar esos elementos cristianos y paganos en la nueva vida que la esperaba.
Una última, pero importante observación concierne a los antiguos ritos de iniciación y sus relaciones con el cristianismo. El rito de iniciación celebrado en los misterios eleusinos (los ritos de adoración a las diosas de la fertilidad Demeter y Persefone) no se consideraba adecuado meramente por quienes buscaban vivir con mayor abundancia; también se utilizaba como preparación para la muerte, como si la muerte también requiriese un iniciatorio rito de paso de la misma clase.
En una urna funeraria encontrada en una tumba romana, cerca del columbario del monte Esquilino, encontramos un bajo relieve nítido representando escenas de la etapa final de iniciación en la que el neófito es admitido a la presencia de las diosas, con las que conversa. El resto del bajo relieve se dedica a dos ceremonias preliminares de purificación: el sacrificio del “cerdo místico” y una visión mística del matrimonio sagrado. Todo esto señala hacia una iniciación para la muerte, pero en una forma que carece de la finalidad del duelo. Insinúa ese elemento de los misterios posteriores -especialmente del orfismo- que hace que la muerte lleve una promesa de inmortalidad. El cristianismo fue aun más lejos. Prometía algo más que la inmortalidad (que en el sentido antiguo de los misterios cíclicos puede significar meramente reencarnación), porque ofrecía la segura y eterna vida en el cielo.
Así volvemos a ver, en la vida moderna, la tendencia a repetir los viejos modelos. Los que tienen que aprender a enfrentarse pueden tener que reaprender el antiguo mensaje que nos dice que la muerte es un misterio para el que tenemos que prepararnos con el mismo espíritu de sumisión y humildad que una vez aprendimos para prepararnos para la vida.
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