“LO QUE UNO VE EN LA CALLE LO APLICA EN LA CANCHA”
por Antonio Pippo
(reportaje recuperado de El País Cultural Nro 205, 9 / 10 / 1993)
Forjador de un triunfo futbolístico que se convirtió en mito nacional, Obdulio Varela ha seguido siendo un punto de referencia insoslayable. A ello contribuyen la lucidez y la franqueza para opinar, tanto como su fuerte perfil personal. El periodista Antonio Pippo entrevistó largamente al “Negro Jefe” para reconstruir su trayectoria en Obdulio, desde el alma, libro publicado por Fin de Siglo.
LA VOZ DE OBDULIO
Los periodistas
“¡Las veces que han mentido, que me han hecho decir lo que no dije, que me han utilizado, que han vendido gracias a mí! ¿Usted cree que no los conozco, que todavía hoy me pueden agarrar desprevenido? ¡Por favor! Antes era más díscolo, eso sí: después me ganaron por cansancio. Levanto el pulgar, les hago la guiñada, soy casi un negrito obediente. Entonces vienen y los atiendo, cómo no. Hoy les digo una cosa, mañana otra, pasado otra. Aunque claro, usted también se dará cuenta, hay cuatro o cinco ideas de las que no me bajo ni borracho. Las tengo grabadas a fuego, es lo que todavía me permite vivir y lo le va a quedar a mi familia cuando todo termine. He sido honrado, he sido buen amigo de mis amigos, no soporto la injusticia, adoro a los niños, dentro de la cancha siempre di lo mejor y cuando me puse la celeste, no sé, fue como si me transformara. Ahí entendí lo que quería decir patria, me sentí responsable de la alegría o la tristeza de los demás. Y también me sentí libre, me sentí importante. Por si fuera poco está la rebeldía, nunca le di la mano a ningún juez. No sé: tal vez para mantener la distancia, para hacerle ver que de este lado también había alguien, ¿vio?”.
Parar la olla
“Usted me pide historias. Lo que pasa es que al recordar, uno, casi sin querer va haciendo juicios. ¿Y quién soy yo, después de todo, para juzgar a los demás? Si apenas fui tres años a la escuela y me crié en la calle. Un negrito pobre, con un montón de hermanos. ¡Éramos un cuadro de fútbol! Me acuerdo muy bien, eso sí. Nací en el 17, una primavera, allá por La Teja. Una zona muy pobre, de gente sacrificada. Bastante lejos del centro para aquellos tiempos. Mi padre vendía facturas de cerdo y tenía una jardinera, que después perdió. ¡Tantas veces tuvo que empezar de nuevo! Pero eran otras épocas, trabajaba el hombre, el patrón de la casa, y comían diez o doce. Ahora trabajan todos y no comen bien ni la mitad. ¿Si el viejo tomaba? Y sí… por lo que yo recuerdo, sí. A lo mejor de ahí se me prendió el gusto por el vino, vaya uno a saber. En cuanto a la calle era inevitable. Tantos negritos sueltos, tantas necesidades, la búsqueda de un peso, la ansiedad de otras cosas. Natural, la escuela no podía durar mucho… ¡Fuimos felices, no vaya a creer! Aunque le parezca mentira, alrededor de mi viejo había alegría. Era… ¿cómo se dice ahora? Como su filosofía”.
Pegando gritos
“¿El fútbol? Bueno, empecé a jugar cuando vivíamos en La Comercial. Fue en la Fortaleza, un club que tenía su punto de reunión en Nueva Palmira y Juan Paullier. Jugábamos en cualquier parte, hasta en la calle. Ya desde entonces se me impuso el ejemplo del Gallego Fernández, del que le hablé antes. Le tomé gusto a jugar hablando siempre, gritando fuerte a veces, ordenando, haciéndome sentir. Después con el tiempo aprendí que eso era fundamental. De otro modo, no se sobrevive. Psicológicamente al rival no hay otra que tocarle la oreja, a ver hasta dónde va. Es una psicología natural: si uno es vivo, despierto, lo que ve en la calle, lo aplica en la cancha. No hay vuelta de hoja. Siempre ‘parlé’ mucho en la cancha, ¿para qué lo voy a negar? Claro que a todo el mundo no se le habla del mismo modo: uno va orejeando el mazo, ¿vio? Hasta que se da cuenta por dónde entrarle al contrario. Un cuadro sin un caudillo es como un país sin caudillo. Ganará el desorden, el individualismo, más de uno se entregará a la primera dificultad. No hay otra forma, tiene que haber alguien que mande, que pegue unos gritos en el momento necesario, alguien que represente eso que los demás quieren y no han podido”.
Maracaná
“Empecé a preguntarme para qué servía lo que habíamos hecho. Y se me pudrió la cabeza, ¿se da cuenta? Llegó la noche, agarré unos pocos pesos que tenía y me fui a caminar por las calles de Río. No quería saber nada de esos festejos llenos de hipocresía, para la figuración. Tampoco tenía planes fijos, sólo quería observar lo que pasaba y tomar unas copas, sin ninguna compañía especial. Al fin y al cabo fue un desafío. ¿Me iba a andar escondiendo o compartiendo falsedades con dirigentes que despreciaba? Además yo siempre di la cara, siempre. Y bueno, ahí andaba uno, viendo lo que pasaba. Me ganó la tristeza, aquello era una desolación. Les habíamos arruinado su fiesta y se estaban matando de amargura. Es decir, otro pueblo estaba sufriendo por culpa nuestra. Fue como ver las cosas de otra manera, del otro lado. Me metí en una cantina y pedí una caipirinha. Cómo dolía la tristeza ajena. Al rato, estaba rodeado de brasileños que me habían reconocido. Pensé por un momento que se acababa todo. En vez de matarme, de insultarme o cosa parecida, me dieron su respeto, su consideración. Ellos reconocían aquel valor nuestro, mejor que nosotros mismos. ¿Ve? Brasil es un ejemplo. De su derrota, tan tremenda, sacaron enseñanzas, no se quedaron, rescataron lo bueno, echaron a un costado lo malo, lo que no servía… ¡véalos ahora! Una potencia, un fútbol de primera. Ellos sí tuvieron buena memoria. Se acuerdan siempre de lo que realmente vale la pena acordarse”.
LA VOZ DE LA CÓNYUGE
El techo propio
“Jacinto siempre andaba dándole una mano a alguien. Si fuese por él a esta altura no teníamos nada, ni la casa. Ahí esta la historia de la casa, de esta casa, es un ejemplo más. Hace treinta y tres años que estamos acá. Jacinto la conoció cuando quedó terminada; antes no vino nunca a verla. Todo nació después de aquella famosa colecta que le hicieron, precisamente para comprarle una casa. La verdad… lo embromaron. Le habían prometido no sé cuántos millones y después aparecieron con muchísimo menos. Lo llevaron a ver una casa hermosa a la calle Bartolito Mitre, que valía alrededor de 45 mil pesos. Le dijeron que la podía comprar, que la colecta iba sensacional. Al final le dieron un cheque por 10 mil pesos. ¡Y eso que habían vendido bonos como locos y habían recolectado dinero por todo el país, nombrando a Jacinto! Entonces yo me dije: Cata, el techo hay que dejarlo resuelto definitivamente. Vivíamos en la calle Capitán Videla, siempre con el mismo problema del alquiler y yo no aguantaba más. Me acuerdo que Jacinto tenía un Ford del año 37, que ya prácticamente no usaba. Pasó que una vez bastante en curda, se tiró al agua en la Aduana con el auto y todo. Supongo que ya se lo contará él, si tiene valor. El coche quedó ahí, nadie lo utilizaba. Tengo que aclararle algo: ese auto se lo habían regalado en 1953 después de otra colecta. Antes Jacinto había tenido otro, que se lo robaron. Lo recuperó desarmado y se lo regaló a un compañero joven de Peñarol, recién ascendido a primera. Bueno, la cosa es que yo vendí el Ford del 37 en un taller mecánico donde trabajaba mi hermano. Saqué unos pesos para comprar materiales y conseguí un préstamo del Banco Hipotecario para pagar el terreno en cuotas. Por la construcción no hubo problemas, la hizo mi padre. Yo ayudé bastante, no vaya a creer. La diseñé solita a mi gusto y levanté alguna viga, alineé ladrillos, llevé baldes de mezcla. Demoramos dos años en terminarla. Solos mi padre y yo”.
por Antonio Pippo
(reportaje recuperado de El País Cultural Nro 205, 9 / 10 / 1993)
Forjador de un triunfo futbolístico que se convirtió en mito nacional, Obdulio Varela ha seguido siendo un punto de referencia insoslayable. A ello contribuyen la lucidez y la franqueza para opinar, tanto como su fuerte perfil personal. El periodista Antonio Pippo entrevistó largamente al “Negro Jefe” para reconstruir su trayectoria en Obdulio, desde el alma, libro publicado por Fin de Siglo.
LA VOZ DE OBDULIO
Los periodistas
“¡Las veces que han mentido, que me han hecho decir lo que no dije, que me han utilizado, que han vendido gracias a mí! ¿Usted cree que no los conozco, que todavía hoy me pueden agarrar desprevenido? ¡Por favor! Antes era más díscolo, eso sí: después me ganaron por cansancio. Levanto el pulgar, les hago la guiñada, soy casi un negrito obediente. Entonces vienen y los atiendo, cómo no. Hoy les digo una cosa, mañana otra, pasado otra. Aunque claro, usted también se dará cuenta, hay cuatro o cinco ideas de las que no me bajo ni borracho. Las tengo grabadas a fuego, es lo que todavía me permite vivir y lo le va a quedar a mi familia cuando todo termine. He sido honrado, he sido buen amigo de mis amigos, no soporto la injusticia, adoro a los niños, dentro de la cancha siempre di lo mejor y cuando me puse la celeste, no sé, fue como si me transformara. Ahí entendí lo que quería decir patria, me sentí responsable de la alegría o la tristeza de los demás. Y también me sentí libre, me sentí importante. Por si fuera poco está la rebeldía, nunca le di la mano a ningún juez. No sé: tal vez para mantener la distancia, para hacerle ver que de este lado también había alguien, ¿vio?”.
Parar la olla
“Usted me pide historias. Lo que pasa es que al recordar, uno, casi sin querer va haciendo juicios. ¿Y quién soy yo, después de todo, para juzgar a los demás? Si apenas fui tres años a la escuela y me crié en la calle. Un negrito pobre, con un montón de hermanos. ¡Éramos un cuadro de fútbol! Me acuerdo muy bien, eso sí. Nací en el 17, una primavera, allá por La Teja. Una zona muy pobre, de gente sacrificada. Bastante lejos del centro para aquellos tiempos. Mi padre vendía facturas de cerdo y tenía una jardinera, que después perdió. ¡Tantas veces tuvo que empezar de nuevo! Pero eran otras épocas, trabajaba el hombre, el patrón de la casa, y comían diez o doce. Ahora trabajan todos y no comen bien ni la mitad. ¿Si el viejo tomaba? Y sí… por lo que yo recuerdo, sí. A lo mejor de ahí se me prendió el gusto por el vino, vaya uno a saber. En cuanto a la calle era inevitable. Tantos negritos sueltos, tantas necesidades, la búsqueda de un peso, la ansiedad de otras cosas. Natural, la escuela no podía durar mucho… ¡Fuimos felices, no vaya a creer! Aunque le parezca mentira, alrededor de mi viejo había alegría. Era… ¿cómo se dice ahora? Como su filosofía”.
Pegando gritos
“¿El fútbol? Bueno, empecé a jugar cuando vivíamos en La Comercial. Fue en la Fortaleza, un club que tenía su punto de reunión en Nueva Palmira y Juan Paullier. Jugábamos en cualquier parte, hasta en la calle. Ya desde entonces se me impuso el ejemplo del Gallego Fernández, del que le hablé antes. Le tomé gusto a jugar hablando siempre, gritando fuerte a veces, ordenando, haciéndome sentir. Después con el tiempo aprendí que eso era fundamental. De otro modo, no se sobrevive. Psicológicamente al rival no hay otra que tocarle la oreja, a ver hasta dónde va. Es una psicología natural: si uno es vivo, despierto, lo que ve en la calle, lo aplica en la cancha. No hay vuelta de hoja. Siempre ‘parlé’ mucho en la cancha, ¿para qué lo voy a negar? Claro que a todo el mundo no se le habla del mismo modo: uno va orejeando el mazo, ¿vio? Hasta que se da cuenta por dónde entrarle al contrario. Un cuadro sin un caudillo es como un país sin caudillo. Ganará el desorden, el individualismo, más de uno se entregará a la primera dificultad. No hay otra forma, tiene que haber alguien que mande, que pegue unos gritos en el momento necesario, alguien que represente eso que los demás quieren y no han podido”.
Maracaná
“Empecé a preguntarme para qué servía lo que habíamos hecho. Y se me pudrió la cabeza, ¿se da cuenta? Llegó la noche, agarré unos pocos pesos que tenía y me fui a caminar por las calles de Río. No quería saber nada de esos festejos llenos de hipocresía, para la figuración. Tampoco tenía planes fijos, sólo quería observar lo que pasaba y tomar unas copas, sin ninguna compañía especial. Al fin y al cabo fue un desafío. ¿Me iba a andar escondiendo o compartiendo falsedades con dirigentes que despreciaba? Además yo siempre di la cara, siempre. Y bueno, ahí andaba uno, viendo lo que pasaba. Me ganó la tristeza, aquello era una desolación. Les habíamos arruinado su fiesta y se estaban matando de amargura. Es decir, otro pueblo estaba sufriendo por culpa nuestra. Fue como ver las cosas de otra manera, del otro lado. Me metí en una cantina y pedí una caipirinha. Cómo dolía la tristeza ajena. Al rato, estaba rodeado de brasileños que me habían reconocido. Pensé por un momento que se acababa todo. En vez de matarme, de insultarme o cosa parecida, me dieron su respeto, su consideración. Ellos reconocían aquel valor nuestro, mejor que nosotros mismos. ¿Ve? Brasil es un ejemplo. De su derrota, tan tremenda, sacaron enseñanzas, no se quedaron, rescataron lo bueno, echaron a un costado lo malo, lo que no servía… ¡véalos ahora! Una potencia, un fútbol de primera. Ellos sí tuvieron buena memoria. Se acuerdan siempre de lo que realmente vale la pena acordarse”.
LA VOZ DE LA CÓNYUGE
El techo propio
“Jacinto siempre andaba dándole una mano a alguien. Si fuese por él a esta altura no teníamos nada, ni la casa. Ahí esta la historia de la casa, de esta casa, es un ejemplo más. Hace treinta y tres años que estamos acá. Jacinto la conoció cuando quedó terminada; antes no vino nunca a verla. Todo nació después de aquella famosa colecta que le hicieron, precisamente para comprarle una casa. La verdad… lo embromaron. Le habían prometido no sé cuántos millones y después aparecieron con muchísimo menos. Lo llevaron a ver una casa hermosa a la calle Bartolito Mitre, que valía alrededor de 45 mil pesos. Le dijeron que la podía comprar, que la colecta iba sensacional. Al final le dieron un cheque por 10 mil pesos. ¡Y eso que habían vendido bonos como locos y habían recolectado dinero por todo el país, nombrando a Jacinto! Entonces yo me dije: Cata, el techo hay que dejarlo resuelto definitivamente. Vivíamos en la calle Capitán Videla, siempre con el mismo problema del alquiler y yo no aguantaba más. Me acuerdo que Jacinto tenía un Ford del año 37, que ya prácticamente no usaba. Pasó que una vez bastante en curda, se tiró al agua en la Aduana con el auto y todo. Supongo que ya se lo contará él, si tiene valor. El coche quedó ahí, nadie lo utilizaba. Tengo que aclararle algo: ese auto se lo habían regalado en 1953 después de otra colecta. Antes Jacinto había tenido otro, que se lo robaron. Lo recuperó desarmado y se lo regaló a un compañero joven de Peñarol, recién ascendido a primera. Bueno, la cosa es que yo vendí el Ford del 37 en un taller mecánico donde trabajaba mi hermano. Saqué unos pesos para comprar materiales y conseguí un préstamo del Banco Hipotecario para pagar el terreno en cuotas. Por la construcción no hubo problemas, la hizo mi padre. Yo ayudé bastante, no vaya a creer. La diseñé solita a mi gusto y levanté alguna viga, alineé ladrillos, llevé baldes de mezcla. Demoramos dos años en terminarla. Solos mi padre y yo”.
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