jueves

EL LIBRO OCULTO DE NIETZSCHE


MI HERMANA Y YO

SEGUNDA ENTREGA

CAPÍTULO PRIMERO (II)

9

Después de mi padre, mi abuela materna fue el elemento que rigió mi ahogada niñez. Ella organizó nuestra mudanza a Naumburg-an-der-Saale, que fue su hogar al casarse. Algunas de las más importantes personalidades del pueblo hacían cuestión de honor el visitarla, mientras mi madre se relegaba más y más a un plano secundario. La única vez que a mi abuela la superaron en jerarquía fue cuando el abuelo Oehler me transfirió de una escuela pública a una privada. “A un escolar nato como ese muchacho se le deben proporcionar los mejores medios para instruirse”, refunfuñó cautelosa y benévolamente.

10

El libro de mi infancia fue la Biblia. Leía y pensaba seriamente en él, antes de que pudiera apreciar cualquier otro. Debía leerlo, por supuesto, pero no recuerdo haberlo hecho nunca con resentimiento. Mi adhesión estricta a él y a todas las ceremonias religiosas que se sucedían me valieron el título de pequeño pastor entre los niños del vecindario. Como nuestro pastor era tenido en muy alta consideración por todos los miembros de la familia, tardé en darme cuenta que dicho título no me lo otorgaron con espíritu de alabanza.

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Amaba y vituperaba al mismo tiempo ese cálido bienestar que Elisabeth me traía en esas inesperadas horas de la noche. Generalmente me encontraba en medio de un profundo sueño, cuando entraba en mi cama, y pese a las agudas sensaciones que experimentaba por los menesteres de sus deditos regordetes, ello suponía el quedar despierto durante horas y horas. Además, aunque mi naturaleza consciente ignoraba completamente lo que estaba sucediendo, he debido sentir que mi hermana traía a mi vida, como hechos consumados, sensaciones cuyo verdadero valor para un niño estriba en ir descubriéndolas en las experiencias del crecimiento. Me estaba regalando triunfos que yo debía alcanzar por derecho, sólo mediante mis propios esfuerzos en un mundo mucho más restringido.

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Sólo en las ocasiones que visitábamos a nuestros abuelos Oehler en Pobles, en época de vacaciones, me liberaba completamente de las asechanzas de Elisabeth, pues estábamos obligados a pasar las noches en cuartos separados y en partes diferentes de la casa. Esas vacaciones nunca fueron suficientemente largas para mí…

13

Hay gente -la mayor parte ateos profesionales- que atribuyen el origen de su escepticismo religioso al hecho de haber sido criados en hogares sobrecargados de dogma religioso. Para mí fue completamente diferente. Cualquiera fuese el celo religoso que ocupara mi hogar -y nunca estuve ausente de él-, lo aceptaba con la misma naturalidad con que se acepta el aire que ha de respirarse para poder vivir. Dios podría haber sido un miembro de nuestra familia, tan distante como el abuelo Oehler, aunque no tan festivo.

14

Comencé a escribir versos cuando tenía diez años. Tendría escrito un centenar, como mínimo, cuando llegué a los doce. Elisabeth me mostró algunos una semana antes de partir con Foerster al Paraguay. Con sólo echarles una mirada, me pareció increíble haber sido en un tiempo tan vago y trivial. Si hubieran estado a mi alcance los habría destruido. Pero Elisabeth volvió a colocarlos disimuladamente en su baúl. Son míos, dijo. ¿No recuerdas? Los escribiste para mí. Es todo lo que me resta de tu amor. Ésa era otra forma de reprocharme la amistad con Lou Salomé, que nunca perdonó.

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Solía combatir los impulsos emocionales de Elisabeth hacía mí, tratando de interesarla en literatura, música, filosofía y conversación en general. La conversación, considerada como discurso entre dos personas, es inevitablemente imposible de alcanzar por ninguna mujer. En cuanto a los otros asuntos, que hoy día discute con tanta autoridad, no podía interesarla en ellos. A fe mía, no descubro quién la convirtió finalmente, o por qué, o cómo.

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La primera defunción en la familia que dejó una definitiva impresión en mí fue la de mi padre; la segunda, la de mi hermano Joseph, que sólo tenía dos años y casi se puede decir que no vivió; la tercera y cuarta, las muertes de mi tía Augusta y de abuela Nietzsche. Mi madre comenzó a afirmarse cuando sólo quedaba, de la generación anterior, la pobre tía Rosalía, y fue entonces cuando supe con certeza que la odiaba.

También en esa época, mis ojos empezaron a dolerme manifiestamente, y adquirí la costumbre de acariciármelos de continuo con los dedos. Sufría violentos dolores de cabeza, de los que derivó la sensación de desafío que me imponía la vida. Comencé a llevar un diario como éste, sólo que no lo necesité tanto.

17

Nunca tuve sarampión. Me atacaron las paperas y por poco pierdo la vista a consecuencia de una escarlatina. El wagnerianismo, del que me contaminé a los diecisiete años, es una peste de la que nunca me curé realmente.

18

De acuerdo con mis puntos de vista actuales, los dos grandes acontecimientos de mi niñez fueron mi pérdida de fe en la religión y la primera sospecha de que el centenar de poemas que había escrito no pertenecían al grupo de los inmortales. No podría decir cuál labró el mayor estrago en mi vida. Mi fe religiosa no fue nunca reemplazada por ninguna otra digna de mencionar. Y con respecto a la convicción de la importancia de mi destino, he asumido una gran cantidad de posturas y simulaciones…

19

Tenía diecinueve años cuando me embriagué por primera vez. Y aun entonces lo malogré, escribiéndole una carta a mi madre, en la que sostenía que no dejara que se expandiera la noticia. Tan fuerte era el lazo que me unía a sus faldas.

20

Todo esto es magnífico y noble, pero lo que realmente deseo es una mujer, cualquiera de ellas.

21

Cuando pienso en mujeres, lo primero que imagino es su cabellera. La idea principal de femineidad es una tempestad de pelo -pelo negro, rojo, castaño, dorado- y siempre con una apasionada boquita en algún lugar tras el espejismo de la belleza.

22

¡Oh, cuántas terribles y magníficas cosas perdí por tu culpa, mi oscura princesa! Has dejado mi boca tan seca como un esqueleto en el desierto. El cielo te ayude si nuestro destino ha de unirse en el mismo círculo del infierno.

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