Joaquín Torres García nació en Montevideo en 1874 y se radicó en Europa a los diecisiete años con su familia de inmigrantes catalanes, para volver recién al Uruguay en 1934.
Apenas volvió a la patria escribió y publicó Historia de mi vida, donde resolvió hablar de sí mismo en tercera persona, y aunque el libro ya es un clásico conviene subrayar algún dato definitorio de aquel montevideano hijo de un almacenero que vino al mundo destinado a constructivizar universalmente nuestra historia.
Pág. 31: El negocio marchaba regularmente merced a una lucha sin descanso. El chico, como siempre, ayuda en todo. A veces se ve obligado a hacer cosas que detesta. Es distraído, no sabe dar cuenta exacta a de las cosas, además su memoria no es buena y olvida. Y de ahí que se le tenga que reprender con frecuencia. Lo llevan a la escuela y se escapa. Su tortura mayor es ir a comprar; pone cuidado en lo que compra, porque sabe que si no está conforme tendrá que devolverlo y esto le avergüenza, por este motivo hay escenas terribles entre él y su madre. Porque tiene genio violento y cuando le ciega la ira, se diría que está poseído de locura. Se destruiría y lo destruiría todo. Pero hay que confesar que, por incomprensión, a veces se es injusto con él y esto, le pone en el colmo del furor.
Ya nota, en este tiempo, que él es algo que discrepa de la familia. Tiene sólo doce años.
Pág. 36: Nueva tentativa de sus padres de mandarlo al colegio -nueva compra de libros- ¡maravillosos! pero el resultado, nulo. Allí no hacía más que dibujar. Imposible de aprender nada de memoria. Volvió a su casa a estudiar solo.
Allí, en ese colegio, conoció a otros chicos más ilustrados que los de su barrio. Le llevaban a su casa, le mostraban libros y revistas, todo un mundo nuevo. El estudio propiamente dicho, él lo realizaba como un deber cualquiera y por curiosidad, por afán de saber, pero si dibujaba o pintaba, eso ya lo hacía por vocación. Hay que hacer constar que él ya tenía conciencia de eso. Y cosa rara, si se piensa que se encontró pintando y dibujando y, sobre todo con la idea de ser pintor, sin darse cuenta. Ni nunca pensó que podía ser otra cosa que pintor, ni encontró rara la cosa, sino la más natural del mundo. Y hay que recordar, que jamás había visto a nadie pintar, excepto a los pintores de rótulos y paredes. No le vino, pues de nadie esa idea, sino de él mismo. Y ni por atavismo puede explicarse la cosa, pues ya conocemos su ascendencia. Nació pintor, es todo.
(…) Y lo mejor fue lo que sacó en consecuencia: que en Montevideo no había nada y que había que ir a Europa.
Aquí encontramos un punto de coincidencia. El primero, entre él y su padre. Porque el padre sentía la nostalgia de la tierra. Comenzaron a hablar, a tirar planes y esas dos fuerzas reunidas decidieron a los demás.
Pág. 50: Si le atraía el arte primitivo, tanto o más el moderno. Porque en el fondo, lo que él veía en el uno y en el otro era lo mismo, pero no podía explicárselo aún y tenía para rato. Era eso, aquello que era imagen creada, no real. (decorativa como se decía entonces) y, todo lo que caía dentro de ese tipo de arte, era lo que a él le interesaba. ¡Estaba salvado! -dejaba el aspecto naturalista imitativo, por el plástico. ¡Instinto, puro instinto le guió en eso!
Pág. 55: Hay que entrar en su especial psicología. Especial porque difiere del común -y esto no debe presuponer aquí, mejor ni peor- sino sólo diferencia. Pues bien, aquello en que radica esta diferencia es que, para Torres-García, la base del mundo es lo ideal; que toma por real eso; que cree estar despierto; que cree estar afuera y está adentro. Su trabajo es para algo que está fuera de su propia base -casi es impersonal- sin él darse cuenta. Quiere traer la lógica abstracta al mundo. Quizás ve el mundo que debiera ser, pero no ve el que es.
Pág. 163: ¡Y, con cuánta alegría comenzó a preparar todo, para volver a aquel Montevideo que dejó tan joven! Y es que el sentimiento patrio, dígase lo que se quiera, es algo indestructible. Quien dijo “la madre patria”, dijo algo muy justo. No ser ya más extranjero -estar entre los suyos- ¿no era lo que podía hacerle más feliz? Manolita y los chicos, además, no deseaban otra cosa que ver otras tierras.
(…) Muy de mañanita, varios días después, ya ven costa uruguaya. Y al fin, el Cerro y la ciudad y la banderita que no renegó nunca.
(…) Está entre los suyos. ¡Ahora lo reconoce bien! y respira. Y después reconoce a las casas y a las piedras del suelo, con aquel pastito entremedio. ¡Son aquellas, las mismas!
Apenas volvió a la patria escribió y publicó Historia de mi vida, donde resolvió hablar de sí mismo en tercera persona, y aunque el libro ya es un clásico conviene subrayar algún dato definitorio de aquel montevideano hijo de un almacenero que vino al mundo destinado a constructivizar universalmente nuestra historia.
Pág. 31: El negocio marchaba regularmente merced a una lucha sin descanso. El chico, como siempre, ayuda en todo. A veces se ve obligado a hacer cosas que detesta. Es distraído, no sabe dar cuenta exacta a de las cosas, además su memoria no es buena y olvida. Y de ahí que se le tenga que reprender con frecuencia. Lo llevan a la escuela y se escapa. Su tortura mayor es ir a comprar; pone cuidado en lo que compra, porque sabe que si no está conforme tendrá que devolverlo y esto le avergüenza, por este motivo hay escenas terribles entre él y su madre. Porque tiene genio violento y cuando le ciega la ira, se diría que está poseído de locura. Se destruiría y lo destruiría todo. Pero hay que confesar que, por incomprensión, a veces se es injusto con él y esto, le pone en el colmo del furor.
Ya nota, en este tiempo, que él es algo que discrepa de la familia. Tiene sólo doce años.
Pág. 36: Nueva tentativa de sus padres de mandarlo al colegio -nueva compra de libros- ¡maravillosos! pero el resultado, nulo. Allí no hacía más que dibujar. Imposible de aprender nada de memoria. Volvió a su casa a estudiar solo.
Allí, en ese colegio, conoció a otros chicos más ilustrados que los de su barrio. Le llevaban a su casa, le mostraban libros y revistas, todo un mundo nuevo. El estudio propiamente dicho, él lo realizaba como un deber cualquiera y por curiosidad, por afán de saber, pero si dibujaba o pintaba, eso ya lo hacía por vocación. Hay que hacer constar que él ya tenía conciencia de eso. Y cosa rara, si se piensa que se encontró pintando y dibujando y, sobre todo con la idea de ser pintor, sin darse cuenta. Ni nunca pensó que podía ser otra cosa que pintor, ni encontró rara la cosa, sino la más natural del mundo. Y hay que recordar, que jamás había visto a nadie pintar, excepto a los pintores de rótulos y paredes. No le vino, pues de nadie esa idea, sino de él mismo. Y ni por atavismo puede explicarse la cosa, pues ya conocemos su ascendencia. Nació pintor, es todo.
(…) Y lo mejor fue lo que sacó en consecuencia: que en Montevideo no había nada y que había que ir a Europa.
Aquí encontramos un punto de coincidencia. El primero, entre él y su padre. Porque el padre sentía la nostalgia de la tierra. Comenzaron a hablar, a tirar planes y esas dos fuerzas reunidas decidieron a los demás.
Pág. 50: Si le atraía el arte primitivo, tanto o más el moderno. Porque en el fondo, lo que él veía en el uno y en el otro era lo mismo, pero no podía explicárselo aún y tenía para rato. Era eso, aquello que era imagen creada, no real. (decorativa como se decía entonces) y, todo lo que caía dentro de ese tipo de arte, era lo que a él le interesaba. ¡Estaba salvado! -dejaba el aspecto naturalista imitativo, por el plástico. ¡Instinto, puro instinto le guió en eso!
Pág. 55: Hay que entrar en su especial psicología. Especial porque difiere del común -y esto no debe presuponer aquí, mejor ni peor- sino sólo diferencia. Pues bien, aquello en que radica esta diferencia es que, para Torres-García, la base del mundo es lo ideal; que toma por real eso; que cree estar despierto; que cree estar afuera y está adentro. Su trabajo es para algo que está fuera de su propia base -casi es impersonal- sin él darse cuenta. Quiere traer la lógica abstracta al mundo. Quizás ve el mundo que debiera ser, pero no ve el que es.
Pág. 163: ¡Y, con cuánta alegría comenzó a preparar todo, para volver a aquel Montevideo que dejó tan joven! Y es que el sentimiento patrio, dígase lo que se quiera, es algo indestructible. Quien dijo “la madre patria”, dijo algo muy justo. No ser ya más extranjero -estar entre los suyos- ¿no era lo que podía hacerle más feliz? Manolita y los chicos, además, no deseaban otra cosa que ver otras tierras.
(…) Muy de mañanita, varios días después, ya ven costa uruguaya. Y al fin, el Cerro y la ciudad y la banderita que no renegó nunca.
(…) Está entre los suyos. ¡Ahora lo reconoce bien! y respira. Y después reconoce a las casas y a las piedras del suelo, con aquel pastito entremedio. ¡Son aquellas, las mismas!
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