Los Torres desembarcan en un Uruguay sacudido por la crisis de los 30 y el Estado de Hecho pero todavía firme en la prosperidad, recapitula Guillermo Fernández, uno de los maestros con mirada propia formados en el Taller: Esta prosperidad, sin embargo, no había logrado engendrar una cultura plástica de gran consistencia. Barradas había muerto en 1928 y su obra era conocida sólo por un grupo de amigos, a la vez que Figari vivía en Buenos Aires, donde obtuvo mayor receptividad que en Montevideo. Los pintores que iban a estudiar a París, como se iba en aquellos tiempos, trabajaban generalmente con André Lot, un pintor no apreciado en los centros de mayor interés. Y los escultores trabajaban con Bourdelle o con Despiau, que eran escultores de gran oficio pero del siglo XIX y no tenían ningún contacto con la escultura moderna.
Quiere decir que el Montevideo de los años 30 no estaba en condiciones, no tenía cultura visual ni referencias preparatorias para recibir con facilidad un lenguaje moderno frente al cual había un claro defasaje. Entonces, si bien Torres García es recibido como un maestro, con simpatía y buena disposición, apenas empieza a mostrar sus obras y a plantear sus ideas, se produce un doble juego: por un lado se conforma un núcleo de amigos que responde con interés -Torres convence- y por otro lado se produce un rechazo -un anillo, diríamos- frente a una realidad artística que no se comprende. Con el grupo de amigos se funda la Asociación de Arte Constructivo pero no fructifica, y Torres decide disolverla en el 43. O sea que luego de varios años de su llegada al Uruguay se da cuenta de que para crear un verdadero ambiente -lo que constituía una de sus preocupaciones- era necesario plantear no solamente sus ideas y teorías vinculadas a la plástica, sino también formar otro tipo de artista en el marco de una nueva espiritualidad. Y entonces allí empieza el trabajo con gente muy joven, y lo hace con una actitud muy amplia, ya que ha comprendido que si plantea exclusivamente las últimas referencias de la modernidad, no van a ser comprendidas o van a ser hechas como recetas. Por lo tanto, se empieza a pintar de muchas maneras. En ese grupo de jóvenes están Alceu y Edgardo Ribeiro, Gurvich, Alpuy, Fonseca, y -con algunos años más y una formación pictórica y una cultura visual y referencias que aquí nadie tenía- el propio Augusto Torres. Entonces Augusto pasa a cumplir, de alguna manera, un papel de intermediario, aunque él nunca haya aceptado ese rol y se comportara como un alumno más de Torres. Pero en el Taller empieza a vérselo así.
En 1946 -tres años antes de su muerte- Torres García publica La Regla Abstracta. Contribución al arte de las tres Américas, profetizando con más tajancia que nunca:
Cada época tiene lo que suele llamarse “arte moderno”. Es el arte que -abandonando ese falso camino de la imitación de la realidad- llega a la profundidad de lo abstracto. Tal cambio de aspecto en la representación de la obra es lo que -invariablemente- levanta la protesta de los elementos conservadores. No saben ver que lo mismo que admitieron en un dibujo egipcio o griego es lo mismo que después admitieron en la síntesis impresionista o cubista y que ahora -ante una nueva modalidad- RECHAZAN.
(…) Y entonces -donde tal cambio no se produce- es porque el arte sufre retraso, está ya viejo o caduco (o bien es incipiente) y tiende a desaparecer. Son las épocas -para cada país- en lo que todo se academiza y estaciona, y en las que ya no hay lucha y todos están en paz en miserable rutina y muerte.
En 2008, la moda rechazante de los arquetipos verticalizadores se llama posmodernismo, lleva por lo menos veinte años de esperpéntica decadencia y ya está academizada y todo. Recomendamos, entonces, recordar la prospección primordial que Torres García marcó para la liberación del artista en épocas ombliguistas:
Necesita la intervención de un elemento primordial: su alma. Por ello ha de dar con algo inédito, algo que no conoce el mundo y que será su aporte original -suyo- a las generaciones: algo que podría llamarse divino por surgir de las profundidades del ser.
(…) Que piense, por ejemplo, que está en el “NUEVO MUNDO” (…) que piense –en fin- que AMÉRICA TODA ha de LEVANTARSE NUEVAMENTE para dar -en los tiempos modernos- un arte virgen y poderoso. (…) Pues bien: en este minuto del tiempo y este continente -justamente- lejos de la Babel de Europa, si por un lado vemos que allí dejamos una época finida -DECADENTE- (…) el mundo contemporáneo nos ofrece un espectáculo que -de la base a la cima- constituye toda una nueva arquitectura maravillosa.
Uno o dos después de la publicación de La Regla Abstracta, en el mismísimo diario El Día, un crítico-pintor de cuyo nombre no queremos acordarnos, denunciaba que en el sótano del Ateneo había un viejito que corrompía a los jóvenes con teorías delirantes.
Quiere decir que el Montevideo de los años 30 no estaba en condiciones, no tenía cultura visual ni referencias preparatorias para recibir con facilidad un lenguaje moderno frente al cual había un claro defasaje. Entonces, si bien Torres García es recibido como un maestro, con simpatía y buena disposición, apenas empieza a mostrar sus obras y a plantear sus ideas, se produce un doble juego: por un lado se conforma un núcleo de amigos que responde con interés -Torres convence- y por otro lado se produce un rechazo -un anillo, diríamos- frente a una realidad artística que no se comprende. Con el grupo de amigos se funda la Asociación de Arte Constructivo pero no fructifica, y Torres decide disolverla en el 43. O sea que luego de varios años de su llegada al Uruguay se da cuenta de que para crear un verdadero ambiente -lo que constituía una de sus preocupaciones- era necesario plantear no solamente sus ideas y teorías vinculadas a la plástica, sino también formar otro tipo de artista en el marco de una nueva espiritualidad. Y entonces allí empieza el trabajo con gente muy joven, y lo hace con una actitud muy amplia, ya que ha comprendido que si plantea exclusivamente las últimas referencias de la modernidad, no van a ser comprendidas o van a ser hechas como recetas. Por lo tanto, se empieza a pintar de muchas maneras. En ese grupo de jóvenes están Alceu y Edgardo Ribeiro, Gurvich, Alpuy, Fonseca, y -con algunos años más y una formación pictórica y una cultura visual y referencias que aquí nadie tenía- el propio Augusto Torres. Entonces Augusto pasa a cumplir, de alguna manera, un papel de intermediario, aunque él nunca haya aceptado ese rol y se comportara como un alumno más de Torres. Pero en el Taller empieza a vérselo así.
En 1946 -tres años antes de su muerte- Torres García publica La Regla Abstracta. Contribución al arte de las tres Américas, profetizando con más tajancia que nunca:
Cada época tiene lo que suele llamarse “arte moderno”. Es el arte que -abandonando ese falso camino de la imitación de la realidad- llega a la profundidad de lo abstracto. Tal cambio de aspecto en la representación de la obra es lo que -invariablemente- levanta la protesta de los elementos conservadores. No saben ver que lo mismo que admitieron en un dibujo egipcio o griego es lo mismo que después admitieron en la síntesis impresionista o cubista y que ahora -ante una nueva modalidad- RECHAZAN.
(…) Y entonces -donde tal cambio no se produce- es porque el arte sufre retraso, está ya viejo o caduco (o bien es incipiente) y tiende a desaparecer. Son las épocas -para cada país- en lo que todo se academiza y estaciona, y en las que ya no hay lucha y todos están en paz en miserable rutina y muerte.
En 2008, la moda rechazante de los arquetipos verticalizadores se llama posmodernismo, lleva por lo menos veinte años de esperpéntica decadencia y ya está academizada y todo. Recomendamos, entonces, recordar la prospección primordial que Torres García marcó para la liberación del artista en épocas ombliguistas:
Necesita la intervención de un elemento primordial: su alma. Por ello ha de dar con algo inédito, algo que no conoce el mundo y que será su aporte original -suyo- a las generaciones: algo que podría llamarse divino por surgir de las profundidades del ser.
(…) Que piense, por ejemplo, que está en el “NUEVO MUNDO” (…) que piense –en fin- que AMÉRICA TODA ha de LEVANTARSE NUEVAMENTE para dar -en los tiempos modernos- un arte virgen y poderoso. (…) Pues bien: en este minuto del tiempo y este continente -justamente- lejos de la Babel de Europa, si por un lado vemos que allí dejamos una época finida -DECADENTE- (…) el mundo contemporáneo nos ofrece un espectáculo que -de la base a la cima- constituye toda una nueva arquitectura maravillosa.
Uno o dos después de la publicación de La Regla Abstracta, en el mismísimo diario El Día, un crítico-pintor de cuyo nombre no queremos acordarnos, denunciaba que en el sótano del Ateneo había un viejito que corrompía a los jóvenes con teorías delirantes.
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