Mi padre había escuchado hablar a mucha gente del Taller Torres García y una tarde de 1950 salió del registro de casimires y caminó hasta el sótano del Ateneo y se metió sin vuelta atrás en la cueva del tesoro difícil de encontrar. Don Joaquín había muerto el año anterior, y con el tiempo sacaron la conclusión de que era el viejito que mi madre veía pintando unos murales rarísimos en el hospital Saint-Bois, cuando visitaba a una amiga tuberculosa.
Ahora pienso en el celebérrimo y reseco esteta especializado en Torres García que sigue hablando de la utopía de la Escuela del Sur y me da pena que no haya visto el altillo de mi casa transformado en una fabulosa trinchera barrial en cuestión de semanas. Mi padre empezó a estudiar dibujo con Alpuy y el jovencísimo José Gurvich y se empapó tan pronto de la vocación de eternidad irradiada por aquella comparsa de juglares anti-establishment que antes de 1953 pueden rastreársele naturaleza muertas y paisajes y pintura constructiva y las primeras cerámicas con diseño original y hasta una mesa taraceada y un proyecto de mural crístico que nos hacen murmurar sonriendo: Utópica será su madrina, señor filósofo.
Pero antes pasó algo. Mi padre se revolvía muy bien con el dibujo desde que era un chiquilín y una noche había cinco o seis aspirantes a pintores enfrentados a una quilométrica naturaleza muerta y Gurvich lo hizo pararse y se sentó en su lugar y después de chequear las medidas con el lápiz sentenció: A partir de la jarra está todo mal. Tenés que correr todo un centímetro. Mi padre, que nació y murió dotado de una mansedumbre sacerdotal, no atinó más que a destachuelar y enrollar la cartulina y escaparse saludando con la mano. Y la próxima clase, cuando apareció con la humildad resplandeciéndole fluvialmente en los bigotes, José lo premió con un: Ah. ¿Volviste, gordo? Bueno, entonces vos no te vas más.
Posiblemente Gurvich ya no viviera en el mítico conventillo portuario donde en los años cuarenta se amontonaron unos cuantos discípulos directos de don Joaquín capaces de hacer voto de pobreza en una irrealidad uruguaya de posguerra donde el asado desbordaba los platos como nunca. Lo más seguro es que hubiera vuelto al cerro y empezó a caer por casa y cuando las mujeres veían entrar al duende despeinado y petiso y barrigón que olía a mugre de profeta corrían a calentar la sopa. En la quinta del Prado todavía existía el torreón donde se exilió Gonzalo Fonseca después de abandonar a su millonaria familia y seguramente Gurvich terminó de hacerle sentir a mi padre que el altillo se había transfigurado y que el único maná que revoluciona a la purísima entretela popular es la fe. Y en aquella montaña empecé a pintar al óleo, más o menos a los tres años.
Otro visitante ilustre del Paso Molino fue José Collell, un catalán recién emigrado que hizo la experiencia pionera de la cerámica junto con mi padre: consultaban manuales y traían barro del Pantanoso y participaron en la construcción del primer horno que hubo en el taller y en la concreción de una técnica del engobe que hoy es reconocida como un aporte enriquecedor a nivel planetario. Collell se casó por poder y su esposa Carmen cuenta que cuando llegó y se topó con la simbología geométrica llena de colores compactos que señalizaba los talleres torresgarcianos tuvo la sensación de estar conociendo a gente preparada en una catacumba.
Pero en 1950 también llovió sobre el Uruguay el tesoro de la piñata rota en Maracaná (ver video click aquí) por la tribu que capitaneó Obdulio Jacinto Varela, el único héroe épico que después de José Gervasio Artigas se sintió responsable, en estas tierras, de las alegrías y tristezas del pueblo entero. Y yo tenía dos años y debe haber sido la primera y última vez que los vi llorar a todos hipnotizados por una grandeza mágica que recién volvería a saborear el 27 de noviembre de 1983, cuando formamos parte con mi mujer y mis hijos del medio millón de uruguayos que nos juntamos a gritarles a los fascistas que volvieran a los cuarteles.
¿Quiénes hicieron los goles, Huguito? me preguntaban, y yo me mandaba el show contestando Schiaffino y Ghiggia a media lengua pero ya incoporando una necesidad de ir echando alas propias en el infierno ajeno porque aquel ventarrón de PAX-LUX no tenía angustia negra y se volvió idéntico al sosiego de los domingos cuando mi padre y Collell me pateaban penales en el sótano del Ateneo mientras esperaban que se cocieran las piezas constructivas. Y a mi tercer cumpleaños vino el mismísimo Francisco Vanoli, un tío político que no estuvo en Maracaná por un problema de lesión, y jugamos con él a tirar de vereda a vereda, pero ese día oscurecí la fiesta con una pataleta porque yo era nacido el 19 de abril y un 34 oriental no podía perder a nada.
Ahora pienso en el celebérrimo y reseco esteta especializado en Torres García que sigue hablando de la utopía de la Escuela del Sur y me da pena que no haya visto el altillo de mi casa transformado en una fabulosa trinchera barrial en cuestión de semanas. Mi padre empezó a estudiar dibujo con Alpuy y el jovencísimo José Gurvich y se empapó tan pronto de la vocación de eternidad irradiada por aquella comparsa de juglares anti-establishment que antes de 1953 pueden rastreársele naturaleza muertas y paisajes y pintura constructiva y las primeras cerámicas con diseño original y hasta una mesa taraceada y un proyecto de mural crístico que nos hacen murmurar sonriendo: Utópica será su madrina, señor filósofo.
Pero antes pasó algo. Mi padre se revolvía muy bien con el dibujo desde que era un chiquilín y una noche había cinco o seis aspirantes a pintores enfrentados a una quilométrica naturaleza muerta y Gurvich lo hizo pararse y se sentó en su lugar y después de chequear las medidas con el lápiz sentenció: A partir de la jarra está todo mal. Tenés que correr todo un centímetro. Mi padre, que nació y murió dotado de una mansedumbre sacerdotal, no atinó más que a destachuelar y enrollar la cartulina y escaparse saludando con la mano. Y la próxima clase, cuando apareció con la humildad resplandeciéndole fluvialmente en los bigotes, José lo premió con un: Ah. ¿Volviste, gordo? Bueno, entonces vos no te vas más.
Posiblemente Gurvich ya no viviera en el mítico conventillo portuario donde en los años cuarenta se amontonaron unos cuantos discípulos directos de don Joaquín capaces de hacer voto de pobreza en una irrealidad uruguaya de posguerra donde el asado desbordaba los platos como nunca. Lo más seguro es que hubiera vuelto al cerro y empezó a caer por casa y cuando las mujeres veían entrar al duende despeinado y petiso y barrigón que olía a mugre de profeta corrían a calentar la sopa. En la quinta del Prado todavía existía el torreón donde se exilió Gonzalo Fonseca después de abandonar a su millonaria familia y seguramente Gurvich terminó de hacerle sentir a mi padre que el altillo se había transfigurado y que el único maná que revoluciona a la purísima entretela popular es la fe. Y en aquella montaña empecé a pintar al óleo, más o menos a los tres años.
Otro visitante ilustre del Paso Molino fue José Collell, un catalán recién emigrado que hizo la experiencia pionera de la cerámica junto con mi padre: consultaban manuales y traían barro del Pantanoso y participaron en la construcción del primer horno que hubo en el taller y en la concreción de una técnica del engobe que hoy es reconocida como un aporte enriquecedor a nivel planetario. Collell se casó por poder y su esposa Carmen cuenta que cuando llegó y se topó con la simbología geométrica llena de colores compactos que señalizaba los talleres torresgarcianos tuvo la sensación de estar conociendo a gente preparada en una catacumba.
Pero en 1950 también llovió sobre el Uruguay el tesoro de la piñata rota en Maracaná (ver video click aquí) por la tribu que capitaneó Obdulio Jacinto Varela, el único héroe épico que después de José Gervasio Artigas se sintió responsable, en estas tierras, de las alegrías y tristezas del pueblo entero. Y yo tenía dos años y debe haber sido la primera y última vez que los vi llorar a todos hipnotizados por una grandeza mágica que recién volvería a saborear el 27 de noviembre de 1983, cuando formamos parte con mi mujer y mis hijos del medio millón de uruguayos que nos juntamos a gritarles a los fascistas que volvieran a los cuarteles.
¿Quiénes hicieron los goles, Huguito? me preguntaban, y yo me mandaba el show contestando Schiaffino y Ghiggia a media lengua pero ya incoporando una necesidad de ir echando alas propias en el infierno ajeno porque aquel ventarrón de PAX-LUX no tenía angustia negra y se volvió idéntico al sosiego de los domingos cuando mi padre y Collell me pateaban penales en el sótano del Ateneo mientras esperaban que se cocieran las piezas constructivas. Y a mi tercer cumpleaños vino el mismísimo Francisco Vanoli, un tío político que no estuvo en Maracaná por un problema de lesión, y jugamos con él a tirar de vereda a vereda, pero ese día oscurecí la fiesta con una pataleta porque yo era nacido el 19 de abril y un 34 oriental no podía perder a nada.
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