En ocasión de celebrarse el Primer Encuentro Cultural Bolivia-Uruguay (Montevideo, setiembre de 2003) organizado por la Fundación Patiño (Suiza-Bolivia) y el Ministerio de Cultura la Facultad de Humanidades y Ciencias de nuestro país, la Lic. Alejandrina da Luz -corresponsal de las revistas El entrevero (México) y Porte des Poetes (Francia)- nos realizó una entrevista / cuestionario donde encontramos un desafío precioso:
¿Cuál es la montaña de la literatura uruguaya? Desde Julito y sus éxtasis aparecen montañas, como si las mismas fueran capaces de saltar tranquilamente de la orografía a la ortografía.
Esta activante pregunta nos llevó a elaborar una lista primaria de 10 CAPITANES DEL VUELO / RETRATOS PARA DESARMAR que no pretendía excluir otros capitanatos memorables (y los más notorios serían sin duda los correspondientes a esa verdadera Cordillera de Ánimas que logró constelar nuestra poesía femenina) pero a la vez intentando elastizar la montañosidad de lo literario y lo artístico hasta encresparla con las motas de un juglar tan decisivo como Obdulio Jacinto Varela, el Negro Jefe que capitaneó a la selección uruguaya de fútbol en el Mundial del Maracaná. (VER video-click aquí).
Y puntualizábamos, en la contratapa del folleto que editamos en Caracol al Galope como material de catacumba no comercializable:
Esta muestra va dedicada a todos los uruguayos que amaron y aman la cultura con desinterés, y pretende recordar -tan humildosa como tajantemente- que si la bandera no aspa con mucho vuelo es boleta, señores dirigentes que se despiertan pensando en las urnas. Y para eso deberemos rearmar con cabeza propia y grandeza comulgante lo inevitable de nuestra época, aunque frente a cada crisis-pozo (made in el materialismo moderno) del mal llamado paisito nos aturda esa murga antiheroica que se podría llamar La reina de la queja.
Y el tercer flash -después de titular como LA GALANTE CALAVERA y EL CIELAZO CRIOLLO a los respectivos compactos de JULIO HERRERA Y REISSIG (1875 - 1910) y EDUARDO FABINI (1883 - 1950)- le correspondió a CARLOS GARDEL (1887 - 1935), a quien preferimos escrachar bajo el antiamarquesinado cartelón de ORO QUILOMBERO.
Y esa definición intentaba, por supuesto, escatologizar mucho menos apocalípticamente que burdelescamente su honrosísima fe de minero vallejiano:
Grano de oro intemporalizador de un hierogasmos quilombero que hizo bailar al mundo. Le debemos nada menos que la metedura decisiva del 2/4 en la poesía levantadora de tierra a la orilla del raso. Los que discuten su nacionalidad no entienden que los bichos capaces de caminar por el lomo del río exceden cualquier chaleco patriotero. Su mayor hazaña fue joder a la mismísima globalización jolivudense, porque cuando le pasteurizaron la orquesta zorzaleó más que nunca y le comió la cancha. Se fue de vuelo, igual que todo ángel. Le encantaba picar salamín con champán.
Y lo que hizo el Morocho del Abasto mejor y antes que nadie en aquella especie de país musical portuario -para hablarlo en Lauro Ayestarán- que empezó a cosmopolizar los bailongos orilleros de Montevideo y Buenos Aires en la bisagra del siglo XX, fue algo así como concebir un gran arte popular capaz de pelearle el mando a la esquizofrenia ética.
Julio Herrera y Reissig torremarfilea tan cerca de la cuadra más cotizada del Bajo como del Club Uruguay y en la TERTULIA LUNÁTICA es capaz de apalabrar y verticalizar la boda entre la bestialidad y la fe con cojones de pararrayos.
Y Delmira se levanta el velo en la catedral y lo que se le arcoirisa frente a la hostia son ovarios ciliados.
Pero Gardel, que lleva un balazo en el pulmón de por vida y es capaz de enredar a las paicas con la misma gracia de firuleteo de Peucelle o Scarone, se imagina un sermón sentimental coronando toda esa bamboleante pureza salvaje y no se achica frente al grotesco que definirá Manzi sobre el mármol helado:
La pista se ha poblado / al ruido de la orquesta / se abrazan bajo el foco / muñecos de aserrín. / ¿No ves que están bailando? / ¿No ves que están de fiesta? / Vamos que todo duele / viejo Discepolín.
Y cuando en 1917 se arriesgó a cantar un tango de Pascual Contursi que el Mago rebautizó como Mi noche triste demoró pocos años en romperle una piñata de consuelo y jolgorio a los desamparados y Onetti terminaría ladrando muy desdentadamente que lo mejor que le había pasado al arte rioplatense se llamaba Carlos Gardel
¿Cuál es la montaña de la literatura uruguaya? Desde Julito y sus éxtasis aparecen montañas, como si las mismas fueran capaces de saltar tranquilamente de la orografía a la ortografía.
Esta activante pregunta nos llevó a elaborar una lista primaria de 10 CAPITANES DEL VUELO / RETRATOS PARA DESARMAR que no pretendía excluir otros capitanatos memorables (y los más notorios serían sin duda los correspondientes a esa verdadera Cordillera de Ánimas que logró constelar nuestra poesía femenina) pero a la vez intentando elastizar la montañosidad de lo literario y lo artístico hasta encresparla con las motas de un juglar tan decisivo como Obdulio Jacinto Varela, el Negro Jefe que capitaneó a la selección uruguaya de fútbol en el Mundial del Maracaná. (VER video-click aquí).
Y puntualizábamos, en la contratapa del folleto que editamos en Caracol al Galope como material de catacumba no comercializable:
Esta muestra va dedicada a todos los uruguayos que amaron y aman la cultura con desinterés, y pretende recordar -tan humildosa como tajantemente- que si la bandera no aspa con mucho vuelo es boleta, señores dirigentes que se despiertan pensando en las urnas. Y para eso deberemos rearmar con cabeza propia y grandeza comulgante lo inevitable de nuestra época, aunque frente a cada crisis-pozo (made in el materialismo moderno) del mal llamado paisito nos aturda esa murga antiheroica que se podría llamar La reina de la queja.
Y el tercer flash -después de titular como LA GALANTE CALAVERA y EL CIELAZO CRIOLLO a los respectivos compactos de JULIO HERRERA Y REISSIG (1875 - 1910) y EDUARDO FABINI (1883 - 1950)- le correspondió a CARLOS GARDEL (1887 - 1935), a quien preferimos escrachar bajo el antiamarquesinado cartelón de ORO QUILOMBERO.
Y esa definición intentaba, por supuesto, escatologizar mucho menos apocalípticamente que burdelescamente su honrosísima fe de minero vallejiano:
Grano de oro intemporalizador de un hierogasmos quilombero que hizo bailar al mundo. Le debemos nada menos que la metedura decisiva del 2/4 en la poesía levantadora de tierra a la orilla del raso. Los que discuten su nacionalidad no entienden que los bichos capaces de caminar por el lomo del río exceden cualquier chaleco patriotero. Su mayor hazaña fue joder a la mismísima globalización jolivudense, porque cuando le pasteurizaron la orquesta zorzaleó más que nunca y le comió la cancha. Se fue de vuelo, igual que todo ángel. Le encantaba picar salamín con champán.
Y lo que hizo el Morocho del Abasto mejor y antes que nadie en aquella especie de país musical portuario -para hablarlo en Lauro Ayestarán- que empezó a cosmopolizar los bailongos orilleros de Montevideo y Buenos Aires en la bisagra del siglo XX, fue algo así como concebir un gran arte popular capaz de pelearle el mando a la esquizofrenia ética.
Julio Herrera y Reissig torremarfilea tan cerca de la cuadra más cotizada del Bajo como del Club Uruguay y en la TERTULIA LUNÁTICA es capaz de apalabrar y verticalizar la boda entre la bestialidad y la fe con cojones de pararrayos.
Y Delmira se levanta el velo en la catedral y lo que se le arcoirisa frente a la hostia son ovarios ciliados.
Pero Gardel, que lleva un balazo en el pulmón de por vida y es capaz de enredar a las paicas con la misma gracia de firuleteo de Peucelle o Scarone, se imagina un sermón sentimental coronando toda esa bamboleante pureza salvaje y no se achica frente al grotesco que definirá Manzi sobre el mármol helado:
La pista se ha poblado / al ruido de la orquesta / se abrazan bajo el foco / muñecos de aserrín. / ¿No ves que están bailando? / ¿No ves que están de fiesta? / Vamos que todo duele / viejo Discepolín.
Y cuando en 1917 se arriesgó a cantar un tango de Pascual Contursi que el Mago rebautizó como Mi noche triste demoró pocos años en romperle una piñata de consuelo y jolgorio a los desamparados y Onetti terminaría ladrando muy desdentadamente que lo mejor que le había pasado al arte rioplatense se llamaba Carlos Gardel
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