El 1 de setiembre de 1939, en el Nro 11 de Marcha, el joven narrador Juan Carlos Onetti, bajo el seudónimo de Periquito el Aguador, se decidió a estrellar este cascotazo en un país ya turbiamente encharcado:
Hay que insistir sobre esto. ¿Quién hace literatura entre nosotros? Todo el mundo, pero no gente conformada psíquicamente para eso. (…) El artista tiene por cosas tangibles lo que no existe para los demás y viceversa. En ese sentido -y en tantos otros que poco nos importan- vivimos la más pavorosa de las decadencias, la más disgustante de las confusiones. Hace años, tuvimos a un Roberto de las Carreras, un Herrera y Reissig, un Florencio Sánchez. Aparte de sus obras, las formas de vida de aquella gente, eran artísticas. Eran diferentes, no eran burguesas. Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada.
Y el desencanto de Eladio Linacero, el personaje de El pozo -la ninguneadísima nouvelle que fue publicada ese mismo año y rediseñó abruptamente el modelo de la narrativa contemporánea iberoamericana- llegó mucho más lejos:
Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.
En los primeros meses del siglo XX, al cumplir los veinticinco años, Julio Herrera y Reissig, un señorito superdotado y autodidacta y todavía pre-modernista confirmó su encepamiento en una cardiopatía terminal, se morfimanizó a la fuerza y en 1902 fundó La Torre de las Panoramas, un cenáculo de altillo donde siempre se proclamó como un divino imperator destinado a machihembrarse con la pez-espejo de Lautréamont y de la aldea sin vuelo que él llamaba Tontovideo, una tiburona asesina, una matria ibargoyiana, hasta dejarnos por lo menos una inmaculada y galante calavera fundacional clavada en las entrañas.
Esa pureza compulsiva fue derrotada por una incomprensión casi total -o sea: la cruz del justo- y se retiró a ordenar sus obras antes que lo estatuizara el último vesubiazo de su ventrículo izquierdo. Entonces dio a conocer un Decreto que podría definirse como un eructo todavía más alquitranado que el aliento del Conde de Lautréamont:
Abomino la promiscuidad de catálogo. ¡Solo y conmigo mismo! Proclamo la inmunidad de mi persona. Ego sum imperator. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba… ¡Dejad en paz a los Dioses!
Yo. Julio. Torre de los Panoramas.
Era el mismo poeta que en la Balada Eglógica La muerte del pastor había abierto una catacumba en el poniente para incorporarle a la sequedad uruguaya esta saliva del paraíso:
El aire es de terciopelo… / Por el camino violeta, / Cual a través de una grieta, / Se ve cómo piensa el cielo.
El mismo poeta que en 1935 García Lorca no tuvo tiempo de homenajear públicamente -por motivos de crucifixión propia- y al que Vicente Aleixandre le dedicó Las Barandas, un homenaje que termina así:
Duramente vestido el hombre mira / por las barandas una lluvia mágica. / Suena una selva, un huracán, un cosmos. / Pálido lleva su mano hasta el pecho.
Porque Julio Herrera y Reissig fue el primer genio rampante que duró duramente, para hablarlo en Eluard, después que Acevedo Díaz o Quiroga o Rodó o Florencio Sánchez o hasta el propio Zorrilla de San Martín agujerearan la luz de la piñata.
Y ahora nos reenganchamos con la insuperable definición de durar que Periquito el Aguador esculpía el 28 de junio, en el Nro 6 de Marcha:
Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar frente a la vida, sosteniendo un estado de espíritu que nada tenga que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café.
Durar en una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable, pero que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino.
A lo que habría que agregar que el dandy de corazón alquitranado también llegó a sentir nada menos que la responsabilidad de recuperar la completud espiritual perdida en el in illo tempore artiguista y escribió en 1899:
Todo nos enseña a esperar cuando la desesperación nos asfixia; y en estos días brumosos de desencanto llega hasta nosotros el arquetipo soñado.
Hay que insistir sobre esto. ¿Quién hace literatura entre nosotros? Todo el mundo, pero no gente conformada psíquicamente para eso. (…) El artista tiene por cosas tangibles lo que no existe para los demás y viceversa. En ese sentido -y en tantos otros que poco nos importan- vivimos la más pavorosa de las decadencias, la más disgustante de las confusiones. Hace años, tuvimos a un Roberto de las Carreras, un Herrera y Reissig, un Florencio Sánchez. Aparte de sus obras, las formas de vida de aquella gente, eran artísticas. Eran diferentes, no eran burguesas. Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumíferos sin fantasía, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada.
Y el desencanto de Eladio Linacero, el personaje de El pozo -la ninguneadísima nouvelle que fue publicada ese mismo año y rediseñó abruptamente el modelo de la narrativa contemporánea iberoamericana- llegó mucho más lejos:
Si uno fuera un voluntarioso imbécil se dejaría ganar sin esfuerzos por la nueva mística germana. ¿Pero aquí? Detrás de nosotros no hay nada. Un gaucho, dos gauchos, treinta y tres gauchos.
En los primeros meses del siglo XX, al cumplir los veinticinco años, Julio Herrera y Reissig, un señorito superdotado y autodidacta y todavía pre-modernista confirmó su encepamiento en una cardiopatía terminal, se morfimanizó a la fuerza y en 1902 fundó La Torre de las Panoramas, un cenáculo de altillo donde siempre se proclamó como un divino imperator destinado a machihembrarse con la pez-espejo de Lautréamont y de la aldea sin vuelo que él llamaba Tontovideo, una tiburona asesina, una matria ibargoyiana, hasta dejarnos por lo menos una inmaculada y galante calavera fundacional clavada en las entrañas.
Esa pureza compulsiva fue derrotada por una incomprensión casi total -o sea: la cruz del justo- y se retiró a ordenar sus obras antes que lo estatuizara el último vesubiazo de su ventrículo izquierdo. Entonces dio a conocer un Decreto que podría definirse como un eructo todavía más alquitranado que el aliento del Conde de Lautréamont:
Abomino la promiscuidad de catálogo. ¡Solo y conmigo mismo! Proclamo la inmunidad de mi persona. Ego sum imperator. Me incomoda que ciertos peluqueros de la crítica me hagan la barba… ¡Dejad en paz a los Dioses!
Yo. Julio. Torre de los Panoramas.
Era el mismo poeta que en la Balada Eglógica La muerte del pastor había abierto una catacumba en el poniente para incorporarle a la sequedad uruguaya esta saliva del paraíso:
El aire es de terciopelo… / Por el camino violeta, / Cual a través de una grieta, / Se ve cómo piensa el cielo.
El mismo poeta que en 1935 García Lorca no tuvo tiempo de homenajear públicamente -por motivos de crucifixión propia- y al que Vicente Aleixandre le dedicó Las Barandas, un homenaje que termina así:
Duramente vestido el hombre mira / por las barandas una lluvia mágica. / Suena una selva, un huracán, un cosmos. / Pálido lleva su mano hasta el pecho.
Porque Julio Herrera y Reissig fue el primer genio rampante que duró duramente, para hablarlo en Eluard, después que Acevedo Díaz o Quiroga o Rodó o Florencio Sánchez o hasta el propio Zorrilla de San Martín agujerearan la luz de la piñata.
Y ahora nos reenganchamos con la insuperable definición de durar que Periquito el Aguador esculpía el 28 de junio, en el Nro 6 de Marcha:
Durar frente a un tema, al fragmento de vida que hemos elegido como materia de nuestro trabajo, hasta extraer, de él o de nosotros, la esencia única y exacta. Durar frente a la vida, sosteniendo un estado de espíritu que nada tenga que ver con lo vano e inútil, lo fácil, las peñas literarias, los mutuos elogios, la hojarasca de mesa de café.
Durar en una ciega, gozosa y absurda fe en el arte, como en una tarea sin sentido explicable, pero que debe ser aceptada virilmente, porque sí, como se acepta el destino.
A lo que habría que agregar que el dandy de corazón alquitranado también llegó a sentir nada menos que la responsabilidad de recuperar la completud espiritual perdida en el in illo tempore artiguista y escribió en 1899:
Todo nos enseña a esperar cuando la desesperación nos asfixia; y en estos días brumosos de desencanto llega hasta nosotros el arquetipo soñado.
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