domingo

DOS: LA BARAJA LUMINOSA


En 1933, ya muy poco antes de irse de vuelo de esta brasa celeste que llamamos la Tierra, Gardel parecía florearse con un capote de matador al sintetizarle a un periodista de Noticias Gráficas:

¿Qué es el tango? En esa época no se cantaban, casi, los tangos. Eran estilos y tonadas criollas. Vino después la canción del tango, sentimental o traviesa, arrabalera y pintoresca, con penas de ausencia, amores contrariados, puñaladas de guapo y llantos de niña engañada. Florecieron los poetas de las humildades porteñas y en cada barrio se oyó un bandoneón modulando tangos con motivos de las canciones venidas de todos los puertos. En el mismo crisol de razas que fundó al porteño, encontró su forma el tango-canción, penas de muchacho de aquí, que el viento llevó a través de los mares para emocionar a inquietas muchachas de París o encantar a blondas millonarias anglosajonas. No basta con tener la voz más melodiosa para entonar un tango. Hay que sentirlo, además. Hay que vivir su espíritu. Yo lo vivo, lo siento en la mirada de una dulce y empaquetada mujer que me ve pasar veloz en mi “voiturette”, sé que soy el tango cuando al salir del hipódromo me siguen con la vista los muchachos de la popular; no me engaño cuando el sastre se esmera por hacerme su mejor traje o la vendedora me busca entre todas, la corbata más linda. Sé que el homenaje es al tango. Yo soy para ellos el tango. Y me gusta, porque así soy más criollo. Aún cuando entono una dulce canción francesa, aún cuando la gente me escucha las bellas notas de “Parlez moi D’Amour”, yo sé que soy el cantor de tangos que se presta para otras canciones.

Pero el poeta, teatrista y músico aficionado que llevó el tango de los pies a los labios -según una de esas definiciones tan perfectas que merecen ser faccionadas por la humildad eterna del anonimato- fue Pascual Contursi (1888 - 1932), nacido en Chivilcoy y radicado entre el 14 y el 15 en Montevideo con la obsesión de apalabrar arquetípicamente la miseria de amor que la masa inmigrante desparramaba en cada noche triste.

Hasta que un día letrificó el tango Lita de Samuel Castriota y lo estrenó él mismo en un cabaret montevideano que se llamaba Moulin Rouge y era del padre de Gerardo Matos Rodríguez.

Y en el próximo cruce del charco que hizo el dúo folclórico Gardel-Razzano les mostró lo que terminaría llamándose Mi noche triste -aunque hubo una propuesta contursiana de rebautizarla Percanta que me amuraste que a Castriota le pareció inaceptablemente arrabalera- y el Mago debe haber sentido que la Programación Divina le iluminaba una baraja secretísima y propuso estrenar el tango-canción enseguida, en nuestro teatro Urquiza.

La barra canyenguera esperó nerviosa la irrupción finalmente muy aplaudida de aquella indecencia destinada a verticalizar el Verbo sobre el oleaje color de león y el Morocho del Abasto debe haber intuido in situ una de las sentencias más desmelenadas que cada tanto garabateaba Einstein, con una ilogicidad digna de Marcel Duchamp:

Hay dos maneras de vivir una vida. La primera es pensar que nada es un milagro. La segunda es pensar que todo es un milagro. De lo que estoy seguro es de que Dios existe.

Lo que no hay es ninguna necesidad de hacer la menor elucubración, por supuesto, como reclama el siempre glaucomatoso positivismo, sobre si Mi noche triste -que fue grabada en 1918 en Buenos Aires- puede haberle debido el éxito de ventas a su inclusión en la obra teatral de José González Castillo y Alberto Weisbach Los dientes del perro, versionada en escena por la adolescente Manolita Poli.

Y es cierto que todavía faltaba la irrupción de Celedonio Flores y Discepolín y Cadícamo en la épica del hombre-masa aplastado por la neurosis noósica y el cambalacherío con precio de lote de remate en las vidrieras de la modernidad, la ronquera de Razzano y la excesivamente atenorada compulsión del Mago de apostarle a las patas largas de la belleza para que el tango se inscribiera como una sugerencia imprescindible en el menú del mundo. Pero con una sola década le alcanzó y sobró.

Contursi terminó radicándose en París sin prolongar el éxito, aunque Flor de fango, El motivo y sobre todo Bandoneón arrabalero le alcanzaron para seguir lamiendo perrunamente a las almas en orsai. Gardel lo encontró una noche congelado en la Place Pigalle y lo quiso abrigar, pero el chivilcoyano le contestó que se moría de calor.

Ahora el verdadero infierno era París, y el hombre con el fueye desinflado y amurado desde siempre por Notre Dame volvió loco en un barco a Buenos Aires para que la barra lo amortajara con un smoking nuevo.


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