sábado

EDUARDO FABINI (1882-1950)

(I)

El SODRE, en coedición con el sello discográfico Tacuabé, lanzó recientemente al mercado dos nuevos volúmenes -titulados DOCUMENTOS HISTÓRICOS- de la obra completa de uno de nuestros fundamentales Capitanes del Vuelo, EDUARDO FABINI. Estas laboriosísimas reconstrucciones complementan un primer fonograma aparecido en 1998 y dedicado a sus cinco grandes obras sinfónicas: Campo (ESCUCHAR-click aquí), La isla de los ceibos, Melga sinfónica, Mburucuyá y Mañana de Reyes.

Se rescatan aquí, especifica la noticia editorial, grabaciones de valor histórico de varias de sus restantes obras instrumentales: dos obras muy tempranas para piano (el “Intermezzo” grabado por Hugo Balzo en 1960 y el “Estudio arpegiado” grabado por Tatiana Nikolaieva en 1956), las versiones para piano de los “Tristes” números 1 y 2 (grabadas por el propio Eduardo Fabini en Buenos Aires en 1942), la versión original orquestal del mismo “Triste” número 1 (grabada en 1950 por la Orquesta Sinfónica del SODRE bajo la dirección de Erich Kleiber), el raramente escuchado “Triste” número 3 (grabado en 1964 por la Orquesta Sinfónica Municipal bajo la dirección de Hugo López) y la “Fantasía para violín y orquesta” (grabada en 1999 por Jorge Risi con la OSSODRE bajo la dirección de Jacques Bodmer).

Se agrega a estas grabaciones un par de fragmentos sobrevivientes de la versión de “Melga sinfónica” ejecutada en 1946 por la OSSODRE bajo la dirección del mismo Kleiber. Y un particular documento histórico: las grabaciones realizadas en 1927 en Estados Unidos por Vladimir Shavicht al frente de una orquesta no identificada y editadas entre 1928 y 1929 por la Victor Talking Machina Company en su sello Victrola (véase el capítulo “Antecedentes fonográficos” en el folleto del volumen 1), al parecer como primeras composiciones de música latinoamericana culta lanzadas al mercado discográfico.

Coriún Aharonián, responsable de esta memorable compilación-reconstrucción de materiales imprescindibles para impregnarnos con el primer totum de una simbología de música culta de primer nivel mundial faccionado por Eduardo Fabini a partir de nuestro humus comunitario, señala con justificada vehemencia:

La extraordinaria estatura creativa de Eduardo Fabini quedó claramente mostrada en el primer volumen de estos tres consagrados a documentos históricos de su obra. Estamos frente a un verdadero pionero a nivel latinoamericano, no sólo en el logro de un nivel de dominio técnico comparable al de los mejores modelos metropolitanos -inevitable desafío en el juego colonial-, sino además -y especialmente- en la búsqueda y solución de la problemática de la identidad. Su tarea como adelantado, en la década del 20, en la obtención de un resultado magnífico en este plano, es lo que convierte a Fabini en referente de la potentísima generación renovadora que encabeza el mexicano Silvestre Revueltas, y que integran, entre otros, los cubanos Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla, el también mexicano Carlos Chávez y el brasileño Heitor Villa-Lobos.

Sería interesante recordar, a propósito de la trabajosa concreción de estas síntesis “nuevomundistas”, que ya cerca del 900 una célebre gestora cultural contrató nada menos que al gran compositor posromántico y nacionalista checo Anton Dvorak para que se radicara en el naciente imperio y sondeara en los elementos autóctonos y mestizos que convivían en tamaño territorio, tratando de acercarse a un “sonido identitario norteamericano”. Y la programada propuesta de esa búsqueda resultaría hasta un poco ridícula si Dvorak, después de tres años, no hubiera construido su extraordinaria novena sinfonía (ver primer movimiento), la llamada Del Nuevo Mundo (ver segundo mov. Part. 1, Part 2), donde aunó matices de danzas indígenas con pájaros nativos como el tordo y el azulejo, configurando una especie de sentimiento-paisaje imbricatorio que se acercó bastante al objetivo de generar un sonido estadounidense. Pero el relevamiento musicológico ha revelado muchas mixturas tan tramposas como sabrosas, y hoy en día sabemos, por ejemplo, que el tema que alude específicamente al Nuevo Mundo (ver cuarto movimiento) se trata en realidad de un homenaje al nombre de un pequeño barrio artístico donde Dvorak se formó en su juventud praguense. Y sería, en definitiva, después de los desarrollos realizados por George Gershwin y Aaron Copland medio siglo después, que se podrían ya definir elementos rotundos de una real síntesis identitaria. El caso de la enriquecedora adaptación del exiliado maestro húngaro Bela Bartok al vanguardizante sinfonismo norteamericano impulsado, entre otros, por Toscanini y Stokowsky a partir de los años treinta, marca, por el contrario, un triste aggiornamiento. Bartok extrañaba tanto a su folklore natal y se sentía tan perdido entre el pandemonium neoyorquino, que dejó de escribir durante años. Se cuenta, incluso, que una vez olfateó un caballo en la Séptima Avenida y no pudo dejar de seguirle el rastro hasta localizar un parque desde donde salían los cochecitos turísticos. Ah, la suave patria, maestro López Velarde. Y fue recién a mediados de los 40, al componer por encargo su inolvidable Concierto para orquesta, que consiguió aportar un verdadero puente continental.

En el caso de Fabini fue a la inversa, y tuvo que mediar un largo viaje al Viejo Mundo para que el maestro -que ya componía pero que emigró fundamentalmente con el objetivo de perfeccionar sus estudios de violín- se decidiera finalmente a tratar de fundar nuestro campo musical con elementos terruñeros y contemporaneidad globalizante. Ya se sabe que fue un parto insegurísimo y a forceps, pero, y esto sí que es extraño, triunfó de entrada. Después sobrevendrían la poca prolificidad y el vértigo frente a la posibilidad de menores rendimientos y el asomo de los verdosos colmillos de los siempre infaltables enemigos, pero lo cierto es que cada nuevo trabajo se constituía en un periplo de alquimia casi agónica, entre el estrellerío y el insomnio, donde siempre emergieron machihembrados a la perfección el puro amor con el puro dolor.

Aharonian, en el comentario que acompaña el primer volumen de este memorable tríptico que acaba de agregarse inarrancablemente a nuestro más precioso patrimonio espiritual, define magistralmente a Fabini como una personalidad caracterizada por una inagotable capacidad de ternura, de paz interior, de maravilla frente a lo maravilloso que nos rodea todos los días, de amor al prójimo: prójimo hombre, prójimo niño, prójimo pájaro, prójimo arroyo o manantial.

A lo que convendría agregar, sin embargo, que es sólo en la Fantasía para violín y orquesta, compuesta durante una estadía en Long Island, donde el flujo eduardiano -adjetivo que le gustaba utilizar a Manuel Espínola Gómez, el genial plástico iconografista y alumno de las entretelas pueblerinas y cósmicas de Fabini- respire un misticismo casi completamente sobrevolador.

Pero aquí, como puntualiza Lagarmilla en su biografía, el proceso fue opuesto. Fabini parece haber respirado de golpe, en un remoto ambiente marino, esa tonada inasible de la que habla Silvio Rodríguez, tan paradójicamente aldeana como universal al mismo tiempo , y entonces fue la suave patria la que lo mistificó a piacere, por lo menos una vez, sin la menor angustia.
En una próxima nota analizaremos la música vocal incluida por estos CD.


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