domingo

DUMAS OROÑO - PINTAR LO PERDIDO Y LO QUE NO SE SABE


CONVERSACIONES CON TATIANA OROÑO

(II)


Da la impresión de que conocerlo -conocer las claves de ese lenguaje- no alcanza para develar los enigmas de la pintura. Podríamos retomar eso después. Ahora no quisiera dejar pasar la declaración -ya la hiciste dos veces- de que te sentís “en el mismo lugar”. Eso no se corresponde con lo que uno ve: desde el 68 buscaste ‘otro lugar’, otra pintura.

Aquí hay varias cosas, creo. Algo te conté antes sobre la continuidad y los desvíos, y también sobre que pienso que el arte es una tradición que se hace por negaciones sucesivas. Y eso otro: que no alcanza con conocer las claves del lenguaje. Yo creo que hay que tratar de saber todo lo que se pueda, hay que haber visto y meditado, para poder hacer arte con lo que no se sabe. La otra cosa es el lugar en que estoy. Yo me siento el mismo.

Pero es cierto que el 68 es un momento singular: había dejado de pintar varios años y lo que empecé -con resinas y collages- era distinto, aunque yo no me sentía desdoblado. En el modo de construir -con todo cuidado, manejando gamas cromáticas muy sutiles, articulando mínimas diferencias texturales- era el de siempre. Sólo que ahora quería ver  si podía dar una poética del tiempo, de la soledad…, de lo perdido. Había que entonar y poner un sentimiento del mundo que quizá evocaba más que nada a Klee. En las resinas -que después llamé Tierras de la memoria- está la idea de que las cosas que pasan por tus vivencias se trasladan a tu pintura, que hace que a mí -si las comparo con la obra anterior- se me vuelva todo de la misma familia. Además, como mi manera de trabajar va por círculos -corrijo, rompo vuelvo a hacer-, esa impresión del parentesco se me refuerza.

Con todo, aunque vaya por círculos, tu pintura se ordena en series, en etapas…

Podría pensar mi obra en cinco o seis períodos sobre los cuales he vuelto. El primero desde 1955-56 hasta el 65-66, haciendo pintura en la luz o plano de color. Otro, Tierras de la memoria. El primero se cierra después de un largo viaje con Augusto, Elsa y Horacio Torres durante el cual había estado tres meses en el Museo del Prado haciendo copias de Goya -el de las Pinturas negras- y Velázquez. Cuando volví me puse a pintar del natural con los conceptos pictóricos recogidos: pintaba el mismo cuadro, en dos o tres telas, de las que casi siempre borraba dos. A menudo, Alpuy nos visitaba en el taller de El Troncal: “¿Todavía ahí?”, comentaba con impaciencia. Yo seguía pintando y rompiendo. Era que me quería sacar de arriba a Goya y a Velázquez.

¿Por ‘ensayo y error’?

Era terminar de entenderlos. Hay una cosa que una vez leí de Beethoven: escuchaba y escuchaba a otro músico -no me acuerdo a quién- hasta que al final dijo: “Ah, sí, ya entendí”. Era resolver un problema que siempre te plantean los maestros. Porque primero te seducen. Después empezás a ver que son insondables. Te viene la euforia y después te sentís como una hoja de afeitar: te parece que así como estás pasás por la rendija de debajo de la puerta. Recién cuando lográs entenderlos tomás una distancia que te permite integrar el primer deslumbramiento con ese aplanamiento que sobreviene después. Es algo muy vital. Pasa por haber podido reconstruir el camino de otro pintor.

¿Y después de ese combate?

Después estuve años sin pintar. Inicié la experiencia de las calabazas y trabajé mucho para la arquitectura. Pero antes de seguir tendría que contar algo de aquel viaje a Europa. Yo me fui a la exposición de Torres en París con Augusto, Elsa y Horacio. Pero, ¿cómo me fui? Resulta que en el Taller teníamos al doctor Alfredo Cáceres como modelo. Era bromista, nos contaba cosas: nos hizo el cuento de Juan de los Desamparados que después recogió Julio C. Da Rosa. Un día me dijo: “Usted tiene que irse de viaje”. Le contesté que no tenía dinero. “Mire, ¿sabe qué vamos a hacer? Clavamos a un Banco. Porque aunque yo tampoco tengo dinero, tengo crédito. Pedimos un crédito a mi nombre y ya está.” Y se reía a carcajadas. Lo tomé a broma, claro. Entonces insistió: “Usted es un rígido, Dumas”. Augusto también insistía: me dio dinero con la recomendación de que lo pusiera en una caja porque “los billetes se reproducen como todos los animalitos”. Me animé a hablar con Cáceres. “Sí, vaya y hable con tal gerente que lo va a estar esperando para darle el crédito”. El gerente me esperaba. Pero el dinero era de la cuenta persona del doctor Cáceres. Así viajé a Europa. No quiso recibir dinero a mi vuelta. Me propuso: “Tráigame un dibujito”.

¡Vaya modelo…! Modelo de persona. Te fuiste con ese estímulo, volviste con el de los maestros –como Velázquez y Goya- y después dejaste de pintar. ¿Qué había pasado?

No sé… Tampoco pinto siempre, como te dije. Quizá estaba algo inundado de esa pintura. Me acuerdo de lo que un cantinero veneciano del que me había hecho amigo me decía: “Lo que quiero es ir a París a ver a Van Gogh y a los impresionistas”. Claro, sólo había visto al Veronés, Tintoretto, Ticiano. Telas de ocho, diez metros. El muchacho atendía a la clientela, me invitaba con buen vino italiano y soñaba con ver una pintura a escala humana, algo que nunca había visto. Siempre entendí lo que le pasaba.

Pero después vino el 68 y volvi a pintar. Empecé, como te dije, con Tierras de la memoria. Justo  cuando el aire del país había empezado a enrarecerse me ocurrieron  cosas íntimas. Yo iba y venía de Tacuarembó. Mi madre se moría. Me encontré caminando por las calles polvorientas de mi infancia: los viejos muros, la casa de la abuela, las puertas repintadas, la pintura carcomida, los clavitos de los vidrios con visillos, tejidos por las tías… Era el Tiempo, ¡en persona!: estaba ahí. Eso me conmovió. Y me puse a experimentar con materiales pobres: trapitos, arenas, tules, resinas, palitos.

Ya dijimos que esa pintura-collage representa una ruptura con la pintura en la luz; sin embargo, señalaste que también es una continuidad.

Sí, hay una ruptura porque es una construcción con valores plásticos y que busca otra significación. Pero también hay continuidad porque cuando yo pintaba un pan en la luz articulaba una pincelada con otra, un tono al lado de otro en superficie, en una gradación en el plano buscaba la unidad del todo. Y acá -aunque es más abstracto- hay también un plano que se articula con otro, un puntito que marca un espacio, un hueco que valoriza un plano, un relieve en contrapunto con un hueco, un polvo sobre una superficie lisa. O la rugosidad de un trapo, de un grafismo -a veces unas palabras-, que contrastan con esa superficie. Y todo el cuadro está casi siempre envuelto en una gama monocromática con pequeños acentos tonales.

En ese proceso de continuidad, ¿cuáles serían, de manera mas específica, los “otros valores plásticos” que determinan la ruptura?

Hay muchas maneras de construir una obra. Por ejemplo esas cosas de Washington Barcala que al final de su vida junta unos trapitos, un boleto, un recetario de remedios y construye en una cajita de ravioles -¡fijate!- como los que fabricaba su padre.  Eso pone en juego ciertos valores expresivos: es un lenguaje sutil que afirma lo pasajero de la vida, una poética de lo frágil del recuerdo expresada con serenidad. También Ernesto Vila junta papelitos y hace una poesía que se carga de significados, que alcanza a dar forma material al aire de al memoria. Como si contuviera el perfume de un sitio que es el nuestro. Y todo muy simple, como un juego. Ahí están jugando ciertos valores plásticos. Hay una sensibilidad que organiza los materiales para que hablen.

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PARA LEER LA PRIMERA ENTREGA - CLICK AQUI
http://elmontevideanolaboratoriodeartes.blogspot.com/2014/10/dumas-orono-lo-esencial-se-descubre.html

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