por Haugussto Brazlleim
(Este reportaje fue encargado por Saúl Ibargoyen y Mariluz Suárez Herrera a Haugussto Brazzlleim para ser publicado en México. Brazzlleim es co-fundador del Grupo Eduardo Darnauchans, co-redactor de la revista Tertulia lunática e integrante de la banda Melisma, que próximamente participará en un ciclo de recitales organizado por estudiantes de la Facultad de Humanidades.)
El próximo miércoles 26 de junio se realizará en la Fundación Unión la presentación del espectáculo BELLEZA URUGUAYA 3, que se centrará en el lanzamiento del último libro de Hugo Giovanetti Viola, 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA / relatos y novelas cortas completas (1975 / 2013), publicado por el Grupo Editor Conjunto y el Montevideano - Laboratorio de artes y auspiciado por Pocitos Libros y Vitanova Producciones. Se
trata de un evento que contará con la participación del autor, el cineasta Álvaro Moure Clouzet, los cantautores Diego Presa, Federico Miralles y
Guillermo Wood, el guitarrista Pablo Novoa y el plástico Horacio Herrera. La siguiente nota fue formulada y contestada por escrito, aunque posteriormente se intercalaron elementos surgidos de diversos diálogos sostenidos con el entrevistado.
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En la dedicatoria manuscrita del ejemplar de 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA que me regalaste te referís, tajantemente, a este libro que es más yo que yo. ¿Qué querés decir con esto?
Decidí dedicárselo a todos los eventuales lectores cercanos con esa misma frase porque el libro reúne 130 textos escritos entre 1975 y 2013. Vale decir: condensa y tensa la evolución de una espiral estética que irradia una espesura del ser más representativa -más compacta y más honda- de mí mismo que las fluctuantes personas que fui siendo en diferentes épocas. Es posible que en esta summa narrativa se puedan detectar mis facciones interiores talladas y sosegadas coherentemente en la pared de la caverna temporal donde me tocó soñar, fermentar y agonizar, para hablarlo en García Lorca. Y a los 65 años puedo asegurar, con serena tristeza, que quienes no hayan leído mi literatura jamás me podrán conocer del todo. El verdadero brillo de la mirada de Diego Forlán es el de la Jabulani hinchando las redes de Sudáfrica.
¿A qué edad sentiste dulcemente condenado (como solía decir Juan Carlos Onetti) a dedicar tu vida al arte?
A los 2 años, porque yo nací en el 48 y mi padre entró al Taller Torres García en el 50. (Dicen que ese año también festejé el maracanazo gritando que los goles los habían hecho Chafino y Guiya.) Mi padre pintaba en un altillo de la calle Valentín Gómez, en el Paso Molino -donde también empezó a hacer cerámica con Collell- y me enseñó a manejar sorprendentemente el óleo: todavía me cuesta creer que el Señor de la Paciencia que cuelga sobre mi cama lo haya hecho a los 4 años. Pero a los 7 me taré plásticamente y recuerdo que estando en tercero de escuela escribí una redacción (que conservo) llamada Historia de mi lápiz, donde mi inconsciente me hizo mentir contando que tenía un grueso cuaderno todavía no lleno con poesías y refranes. En la realidad de los hechos, para hablarlo en Linacero, aquello no era verdad. Pero mi padre me había sugerido la idea de que apuntara cosas que se me fueran ocurriendo y paf: aquella tarde, en la Escuela 81 que funcionaba en el legendario megachalé con gimnasio de pelota que le regaló Bonapelche a Gardel (aunque el Mago jamás llegó a habitarlo) supe que iba a ser escritor toda la vida. Mi padre me leía mucho a Herrera y Reissig, a García Lorca y a Nicolás Guillén, y teniendo 11 años me decidí a inaugurar el cuaderno (que también conservo) con un poema anaforizado por la recurrencia de un tránsito pensante que desemboca en un camino negro. Ahí empezó a manifestarse precocísimamente la noche oscura en la que vivió mi alma durante casi medio siglo, así como la irrupción en llaga viva de mi pobreza de espíritu (que significa ni más ni menos que no conformarse con menos de Dios, según lo enseñan textualmente San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús). Desde el 53, además, vivíamos en Punta Gorda, a media cuadra del caserón de los Torres García, y de noche mi padre me llevaba a tertuliar con la familia y los múltiples y eventuales visitantes ilustres que podían ser José Gurvich, Guido Castillo, Guillermo Fernández, Esther de Cáceres o Eladio Dieste. Era como trasladarse a una espesura de satinación supramundana donde reinaba una PAX-LUX absolutamente imprescindible para concebir una prospectiva de eternidad salvífica cada vez menos incentivada, en este comienzo de milenio, por el relativismo salvaje. Y así está el mundo, amigos.
La contratapa del libro informa que En la semana de la Cultura por Uruguay que se realizó en La Sorbonne en noviembre de 2006, con la intervención de especialistas en literatura hispanoamericana a nivel continental (evento filmado por Álvaro Moure Clouzet) Hugo Giovanetti Viola fue homenajeado, junto a Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández, Marosa Di Giorgio y Enrique Amorin, como uno de los escritores uruguayos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. ¿Qué representa esto para vos?
Representa un reconocimiento muy importante a nivel académico, que ya había empezado en la década del 90, cuando el catedrático uruguayo Olver Gilberto De León incluyó como libro de texto en sus cursos de La Sorbonne a mi díptico novelesco Morir con Aparicio. Tuve la hermosa oportunidad, incluso, de recibir trabajos escritos por los estudiantes y de charlar con ellos en plena clase. Sobre la justicia de mi inclusión entre los cinco homenajeados, prefiero no opinar. El comité seleccionador fue presidido por Milagros Ezquerro (responsable de los Seminarios de América Latina - Paris IV Sorbonne), y sé que había un sexto autor propuesto -el gran Mario Levrero- sobre quien finalmente no se pudo disponer de un trabajo de tesis adecuado para el evento, que se basó en disertaciones. También habría que puntualizar que Leo Masliah fue invitado para actuar especialmente en el marco de esa Semana de la Cultura por Uruguay.
¿Qué significaron los 20 meses que viviste en París entre el 73 y el 74, ganándote la vida como cantor pasaplatos? ¿Por qué te fuiste a vivir a París?
Bueno, me pasó lo mismo que al personaje de la película de Woody Allen: Papá Hemingway me hipnotizó completamente con su insondable París era una fiesta y a los 25 años decidí empezar de nuevo, como escritor y como hombre. Pero el empujón final se lo debo a mi mejor amigo de todos los tiempos, mi padre, el maestro torresgarciano Hugo W. Giovanetti Sanna. En ese momento en casa no había más plata que para pagarme un pasaje de ida y allá marché, a poner la calvicie bajo la guillotina de la intemperie. Jung largaría una de sus clásicas carcajadas celebratorias de la prospectiva luminosa del ser si supiera que en el cada vez más poluido ombligo eurocentrista encontré a la Virgen María y a Satanás literalmente personificados y que Ella (si enfocamos la proyección interior de la figura triangular arquetípica) logró aplastarle la cabeza al Maligno y hacer emerger la resolutoria y sagrada cresta de iceberg de mi Voz Profunda. Yo ya había publicado en Montevideo dos libros que ni siquiera eran malos y me empecé a pelear de verdad con mi frase: porque el arte se construye desde la tensión microcelular. En algunos poemas pude, además, resolver el desafío dialéctico complementario del factor macro: la cuajadura de la andadura estructural, como le gustaría decir a Manuel Espínola Gómez. Pero nada de esto hubiera sido posible si no hubiese empezado a adorar, por primera vez en mi vida, al Espíritu Santo. Y cuando volví al Uruguay en el 74 (a militar contra la dictadura) me traje en la mochila un breve poemario terminado, París póstumo, y el material vivencial con el que fui construyendo, a lo largo de 10 años, el cuentario Cantor de mala muerte, el díptico Morir con Aparicio y el novelón Creer o reventar. Ahora tenía muy claro que París (que representaba al mundo) no era una fiesta sino una mierda y que la vida era, como lo sentenció Vallejo, horriblemente hermosa.
¿Y cómo se fue manifestando esa adoración? ¿Cómo definirías a ese Espíritu Santo que encontraste?
Yo diría que se manifestó a través de experiencias tan parecidas a las que narra Mario Levrero en La novela luminosa (sobre la que acabo de terminar un centellograma estético titulado Hombre muerto comulgando, publicado por entregas en el blog de elMontevideano Laboratorio de Artes) que en cierto momento me di cuenta de que somos siameses místicos (y conjugo el verbo en presente porque coincido con Onetti en aquello de que cuando se habla de los amigos la muerte es un detalle). En primer lugar, Levrero también se sintió traspasado para siempre por Dios a los 25 años, a través de la intercesión de la mirada de una muchacha. Y a partir de ese toque también empezó a captar que existe una especie de Más Dimensión o Multidimensión -que él adjetiva como sublime- incidiendo paranormalmente en lo que llamamos nuestra realidad común y corriente. Y es por la presencia de ese Espíritu Santo (Levrero también lo llamaba así) que se producen esos fenómenos inexplicables que llamamos milagros (hasta los intelectuales con cielorraso racionalista hablan a cada rato de pequeños milagros, como si el adjetivo hiperbatonizado redujera la reverberación invisible de lo inasible). Yo en París me definía como un marxista-leninista que nunca dejó de admirar fervientemente a Jesús pero siempre considerándome un no creyente en la trascendencia supramundana, y terminé por escribir un poema que tuve que titular El milagro del café Rostand. Y ahora, 40 años después, he sido sacudido por tantas implosiones sincrónicas no casuales que reafirman la todopoderosa injerencia del amor incondicional en este planetita donde todavía gobierna Satanás, que ya no me asombra nada. Y aprovechemos para recordarle al lector que el 8 de diciembre de 2012, día de la Virgen, fuiste vos el que pudo fotografiar una epifanía femenina que se posó durante 5 minutos en el cortinado de tu dormitorio. Gracias a esa foto yo logré aprehender sensorialmente por primera vez en mi vida uno de esos prodigios. Mirá, en el llamado Evangelio de Nicodemo hay un logion apócrifo que cuenta que cuando Juan el Zebedeo vio abierta la tumba de Jesús dijo: Al final todo es verdad. Los brasileros usan esa expresión como refrán popular y en portugués queda mucho más lindo: No fim tudo dá certo. Sabelo.
¿Cómo surgió la idea de escribir Creer o reventar alternando la primera y la tercera personas en forma casi antojadiza y con la conciencia de poder confundir peligrosamente al lector?
Surgió por estricta necesidad, dado que no podía imaginarme escribiéndola solamente en primera persona o en tercera persona (y conste que en el work in progress inicial hubo incluso más de 100 páginas escritas en segunda persona que fueron suprimidas, excepto una larga escena que aparece incrustada en itálicas y sin puntos ni comas, ya mediada la historia). Esa encrucijada a resolver ya había sido prevista por la genialidad teórica de Hemingway en el año 30. Él construyó la mayoría de sus mejores cuentos narrando la evolución de la psiquis del personaje desde afuera, a lo Flaubert, a quien consideraba su gran maestro. (Y no es casual que esto haya coincidido con la aparición del cine, que ofrecía una visión narrativa aparentemente objetiva y casi neutral -aunque Bajtin pudo demostrar en sus ensayos que para el narrador es imposible no involucrarse lingüísticamente con los personajes). Pero sus dos primeras novelas, Fiesta y Adiós a las armas (que son por lejos las mejores que hizo) están escritas desde una primera persona que domina la evolución interior del personaje al costo de quedar desposeída del omnisciente y todopoderoso enfoque narrativo decimonónico. Se trata, en definitiva, de una lucha entre el inconsciente que surge queriéndose adueñar introspectivamente de la realidad (como pasa en los casos de Proust, Joyce, Virginia Woolf o Faulkner), por un lado, y el racionalismo clasicista ordenador que rechaza la imposición de una subjetividad caótica. En el siglo XIX esta interacción dialéctica ya había sido resuelta completamente, en mi opinión, por Baudelaire, Mendelssohn y Cézanne. O sea: el planteamiento de un romanticismo geometrizado, como forma de incrustar el círculo personal en la cuadratura mundana. Y en mi caso no tuve más remedio que atreverme a realizar esa operación (de impronta alquimista medieval) tanto en Creer o reventar como en Morir con Aparicio.
En la década del 90 te renovás con dos propuestas muy contradictorias entre sí: el barroco surrealista y semicaótico de La indecente noche de Yemanjá y, por otro lado, el maniático ordenamiento de corte torresgarciano que geometriza sistémicamente la estructura del cuentario Fe a domicilio o la de las nouvelles Primero hay que saber sufrir, Pan en los ojos, Casa del ciervo, Todas las santas mañanas, Festejen, Hombre con tetas y Azul como tu sexo en el fondo del lago. ¿Por qué estos virajes?
Estos virajes reflejan, con toda seguridad, los efectos de un sismo o rajadura psíquica (comúnmente identificado como la crisis de los 40) que me obligó a encarar una terapia muy removedora que también torsionó, por citar otro ejemplo de ruptura inesperada, el flujo de mi libido hacia la práctica del catolicismo. La indecente noche de Yemanjá fue escrita a principios de los 90 y ahí se detecta tanto el tinguiñazo estético que me produjo la lectura de algunos asombrosos cuentos surrealistas de Bukowski como la compenetración con el terremoto estético producido en nuestra aldea por ese gigantesco juglar barroco que fue Manuel Espínola Gómez (de quien terminé siendo el biógrafo oficial, aunque aceptándole la condición de que le inventara una nueva vida, lo que desembocó en la costosísima escritura del cronotopo bautizado Las moradas de Manuel Miguel). Pero a partir del 94 se interpone y se impone, con la relampagueante irrupción de Primero hay que saber sufrir, una necesidad de estructurar las historias en base a un sistematismo minimalista, matemático y polifónico que también regirá, a partir de 2000, la serie policial Isabelino Pena / Detective de almas. Por otra parte, en el extenso díptico novelesco La Negra Jefa (collageado con materiales de dos épocas muy distintas) hay un eclecticismo de enfoques, como me había sucedido en Morir con Aparicio.
¿Y qué influencia ejerció, a partir de 2006, tu trabajo como co-director, junto a Álvaro Moure Clouzet, de el Montevideano - Laboratoriodeartes?
Bueno, ese cambio de contexto pragmático me fue haciendo evolucionar hacia la sencillez directa y por momentos casi guionística, como pasa en la serie de 40 relatos de 40 líneas titulados Milagros de una puta, donde en cada entrega del blog se planteó un diálogo con la plástica digital de Moure Clouzet. Y en enero de este año apareció El amor en los tiempos del facebook, una serie de 30 textos de apenas 20 líneas. Ese fue un desafío muy difícil, que finalmente acepté.
Hace poco sufriste un laringoespasmo en la mesa de operaciones donde te extirparon un tumor renal y sentiste, mientras te bolseaban oxígeno, que podías elegir entre irte para siempre o quedarte hasta cuando se pudiera en lo que llamás este infierno tan querido. ¿Por qué elegiste no escaparte del mundo?
Porque sentí que tenía una FE (y así vi la palabra, escrita con dos mayúsculas, mientras agonizaba todavía anestesiado pero totalmente lúcido) incapaz de traicionar la responsabilidad que implica el seguir colaborando en la implantación del reino del Hombre Nuevo en este mundo.
Ya en La indecente noche de Yemanjá tu detective quijotesco, Isabelino Pena, se recomienda a sí mismo no olvidarse del alma. ¿Vos te olvidás de tu alma?
Mi adolescente retardado (Levrero dixit) conspira permanentemente, desde el pozo-coágulo de la neurosis, para que mi adulto iluminado se sumerja en el horror de pensar que toda pérdida o final de vida o incomunicación irresoluble significa una catástrofe. (El llamado “factor ca”). Pero yo me las arreglo para derrotarlo todos los días. Hace poco colgué una reflexión en el muro del facebook que reza: El desierto es muy largo y la verdad no triunfa pero existe. Lo demás no existe. Bueno, la verdadera FE sabe que, en el fondo, los eventuales apocalipsis que enloquecen al adolescente retardado son tan irreales (por más asustantemente mortales que nos parezcan) como el cuco con que nos amenazaban en la infancia. Y conste que esta es una brillantísima definición de mi terapeuta, Demian Díaz Torres.
Todavía no tocamos el tema de lo que te pasó en 2011 con tu poema épico (narrado en una prosa lacunar barroca) Yo el Protector / Memorial personal de Pepe Artigas.
Bueno, pero eso ya está contado en la nouvelle El loco de Lepanto, que se entregó en el blog de elMontevideano y ahora aparece incluida en 130 BISONTES BRILLANDO EN LA PARED DE LA CAVERNA. Es exactamente lo mismo que le pasa a mi personaje, Abel Rosso: terminé el libro un Viernes Santo y el Sábado de descenso a los infiernos encontré roto el disco duro de la computadora y un amigo que sabe bastante de estos temas me dijo que tenía chance de recuperar el archivo de lo que yo consideraba el libro de mi vida pero que también podía haberlo perdido para siempre. Al final lo recuperé, aunque eso recién lo supe el miércoles. El milagro fue haber sentido -al despertarme de madrugada muy enredado con las sábanas y volver a tender la cama para caerme boca arriba sobre la almohada peinado por una especie de oscuridad de oro- que la eventual pérdida de mi poema épico no tenía la menor importancia, ni para el universo ni para mí. Chau, maldito ego podrido, pensé. Y me dormí como un tronco y el Domingo de Resurrección fui a misa sintiendo que ahora era nada más que el ego sano del adulto digno el que iba a seguir guiándome. Quiere decir que me costó 63 años derrotar a esa compulsión del niño jeteador que siempre representó a mi Mr. Hyde (que en París, para colmo, apareció personificado por el paranoico protagonista asesino de Creer o reventar). Y al final terminé por comprender irreversiblemente que toda catástrofe sucede para que se recupere algo sagrado, aunque a veces nos lleve mucho tiempo aceptarlo.
Sería el mismo caso del tumor somatizado por el doctor Rabí que provoca una reconciliación familiar en El amor en los tiempos del facebook. Pero allí parecés tener dos alter-egos: el doctor y su hijo Senel.
Sí, es un típico caso de alter-egos complementarios. ¿Pero vos me creerías si te digo que corrigiendo las pruebas de este nuevo libro sentí que el personaje con el que más me identifico es la prostituta adolescente Shirley MacLaine Rodríguez? Creo que es esa criatura -inconciliablemente ninfómana y mística al mismo tiempo- la que representa mejor a mi ánima. (Pa: me zarpé peligrosamente con esta confesión, porque Moure quiere que este reportaje se publique también en nuestro blog. Fijate qué boccato di cardinale que les estoy sirviendo a mis enemigos tontovideanos. Pero ta: no lo tacho.)
Y te adjunto que yo también quisiera publicarla en la revista Tertulia lunática.
Dale. Los hinchas de Liverpool ya nacemos escrachados. Y además el Indio Solari nos avisó hace rato que hoy en día puede fusilarnos hasta la cruz roja.
¿Entonces vos pensás que seguimos viviendo en el Tontovideo de Julio Herrera y Reissig?
No siempre. Aunque a veces también pienso que este circo pos-posmoderno digitado por la inefable masonería sorbónica y marxistoide es más pior que el del 900. Bueno, sea como sea, a esta altura resulta indiscutible que nuestro establishment sigue ninguneando cualquier forma de verdadero arte que asome. Y hacer verdadero arte es casi imposible pero es posible. Vivimos en un país asfixiado por un cielorraso antimetafísico infernal pero la grandeza de la Purificación fundada por el Protector lo perfora a cada rato y nos despeina revolucionariamente. Por eso conmovimos al mundo entero en el Mundial de Sudáfrica, por ejemplo. Ayer Uruguay le ganó a Venezuela recobrando la entereza que había perdido en los últimos tiempos, y a cualquiera debería resultarle evidente que ese empuje que habita en el inconsciente colectivo de nuestra comunidad nos llega directamente de la impronta del invencible ejército mestizo que esperó a Dorrego emboscado en el embudo de Arerunguá y le dio una paliza fenomenal en la batalla de Guayabo a la engalanada soldadesca de línea que nos mandaron los porteños. Lo lamentable es que ahora, para colmo, se puso de onda en el cirquito universitario (porque el pueblo que importa no les da la menor pelota a las jergas masturbatorias) una especie de murga de plumíferos eruditos formados en Yanquilandia que desbarran salado. Justamente esta mañana recibí una columna virtual ornamentada frívolamente con tics deleuzianos que habla de las narrativas truculentas, por ejemplo, la de la garra charrúa, talismán estrafalario que acompaña a los balompedistas uruguayos desde 1935, en el sudamericano de Santa Beatriz y que se volvió la explicación fetiche del maracanazo de 1950. Y después enumera burlonamente la cantidad de jugadores con apellidos italianos que integraron nuestras selecciones charrúas y termina por echarle en cara al increíblemente heroico ejército comandado por el Negro Jefe el haberle provocado un gran disgusto al pueblo brasilero (cosa que por otra parte Obdulio lamentó in situ, emborrachándose con los derrotados hasta el amanecer). Esta columna virtual enciclopédica que recibí por mail se llama Llantos de vencedores / Cortedades de la victoria, pero yo creo que tendría que llamarse simplemente Ladridos de ciegos. ¿O no les vieron las caras talladas en el barro mestizo a Cavani, al Cacha Arévalo Ríos o al Pelado Cáceres, carajo? Esta murga de plumíferos eruditos que languidece manoteando puñaditos de dólares en Yanquilandia y después trata de lucirse en la aldea pertenece a la morralla intelectual que lapida Linacero en El pozo y realmente parece escapada de una canción de Julio Iglesias: se olvidaron de vivir. ¿Vos te creés que las manos de Suárez se hubiesen levantado (y conste que también estaban levantadas las de Fucile al lado) para decir Esta pelota acá no entra si no fuésemos constitutivamente artigos? ¿Te imaginás a Messi o a Cristiano Ronaldo o a Neymar o cualquier otro crack de palo sacando la pelota de la línea? No, botija: en el panorama del fútbol mundial de primer nivel hay una garra indomable que es incanjeablemente nuestra. (Artiganes o pierdas, como lo definió extraordinariamente una portada de la revista argentina Olé durante el último mundial.) Lo triste es que este tipo de sabios que no saben nada (Sabina dixit) no me provocan ni siquiera piedad. Y es muy feo sentir lástima.
¿Pretendés ser comprendido?
Mirá, esa pregunta prefiero contestártela cantando tres versos ricoteros: Pero ay ay ay / tu belleza empieza a abrirse paso nene / en esta vieja cultura frita.
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