domingo

SENÉN RODRÍGUEZ


LUISITO

Y sí. Fue así toda la vida.

Medio deforme en su cara y discretamente agachado, como haciendo una  reverencia permanente, tenía un tranco extraño al caminar por una pierna más chica, y era estrábico, uno no sabía bien con qué ojo estaba mirando.

Luisito recorría toda la avenida 18 de Julio vendiendo las cosas más inverosímiles. Era un “pan de Dios,” sí, un “pan de Dios”. Ninguna maldad. Simplemente un retardo leve desde el nacimiento, que lo hacía “diferente”.

Lo suficientemente diferente como para que no le dieran ninguna oportunidad laboral seria.

Durante un tiempo se lo vio con una señora mayor, deambulando por el centro y la ciudad vieja sus estampas y su pobreza, siempre del brazo. Seguramente fue su madre, pero un día ella dejó de estar y de allí en más siempre anduvo solo.

-¡Tengo los americanos, los americanos legítimos a veinte el paquete de tres!, dicho esto casi como un susurro, como en secreto, a los varones que pasaban por la vereda y consideraba potenciales clientes. Vender preservativos en la vía pública no era changa hace cuarenta años. También lo recuerdo en el Parque Rodó:

-¡A los churros!, ¡calentitos los churros! ¡simples y rellenos de dulce de leche los churros!, ¡CHUUUURRROSSSS, a los ricos churrrosssss!

Toda la vida voceando la mercadería de algún otro, él nunca tuvo nada, sólo fue un producto marginal de una sociedad pacata y enferma que lo rechazó permanentemente.

Así fue cliente de piezas de pensión baratas, tristes, grises, donde convivió con su eterna soledad, sus limitaciones, sus carencias.

Tengo recuerdos de él desde muy chico, cuando con túnica escolar lo toreábamos a los gritos de:

-¡Epa Luisito!, ¡Opa Luisito!, y canturreábamos en posición preparada para el raje:

-¡Luisito, Luisito, nos importás un pito! -porque los niños pueden ser muy crueles, muy duros con la gente diferente. Este tratamiento nos hacía acreedores de furibundas puteadas e intentos de agresión que sólo quedaban en eso, ya que nosotros -recién salidos del cascarón- corríamos mucho más que él, que ya era un hombre joven y por sus imposibilidades físicas sólo atinaba a dar un trotecito atravesado, acelerado e irregular que generaba aún más hilaridad entre nosotros.

Alguna vez lo vi paseando con un letrero doble colgado del cuello, lo que llamaban “hombre sándwich” por las principales calles, haciéndole la propaganda a algún comercio conocido, y competencia al popular “Fosforito”, otro personaje entrañable de aquel Montevideo que ya fue, que siempre andaba disfrazado de Carlitos Chaplin con su infaltable bombín, bastón y zapatos gigantes, lengua colorada y peluca. (Llegué a enterarme que “Fosforito” murió por los ochentas, en plena dictadura, seguramente abandonado, pobre y solo.)

Y así se fue yendo la vida y pasaron más de cuarenta años.

Ayer fuimos con mi señora a comer al Mercado del Puerto, a disfrutar  un descanso merecido que implica gastar unos pesitos que se deberían ahorrar dada la penuria económica que estamos viviendo, pero en la mutua aceptación de que mejor se gastan en un buen almuerzo, porque un día de vida es vida, uno de esos pequeñísimos gustos que nos podemos dar los rioplatenses.

El mercado -que ahora es prácticamente en toda su extensión zona de restaurantes y artesanos- es una vieja estructura que se  construyó en Europa a fines del siglo XIX para una estación de tren en Chile -según cuentan- y fue desembarcada por equivocación en el puerto de Montevideo.

Al parecer al final de los pleitos y los trámites salía más caro reembarcar la estación que su propio valor y así, terminó en el fisco, y alguien decidió armarla en la rambla portuaria, frente al edificio del puerto, utilizándola desde entonces como mercado general. Hoy por hoy zona turística por excelencia.

En ese mar de gente logramos conseguir una mesa en nuestro boliche preferido y mientras esperábamos la ansiada paella disfrutando un buen tinto que no tenía demasiada alcurnia, a mis espaldas una guitarra arrancó a sonar a ritmo de milonga, y una voz gastada improvisó una payada ficticia. Pudo más la curiosidad, y me di vuelta, ¡y allí estaba!

El payador improvisado era Luisito.

En realidad una caricatura de aquel de mis recuerdos. Ahora Luisito el ancianito, muy encorvado, pelos blancos y escasos, boina azul, ropas pobres pero aseadas, su estrabismo pronunciado, el maxilar inferior desdentado mostrando un único diente sobreviviendo estoicamente. No sé qué cantaba, sólo lo vi y recordé. Recordé mucho.

Pasaron por mi mente las túnicas, el timbre del recreo, los helados palito de agua y fruta que vendía aquella viejita en la puerta de la Escuela República Argentina; la risa de mi madre y mi viejo en su consultorio arreglando los dientes de algún paciente; el tío comprando Richmond sin filtro en la vieja Vascongada y las tías preparando aquellos postres exquisitos mientras Rayito, mi primer cuatropatas tan querido ladraba moviendo la colita a todo trapo regalándome aquel olor a leche cortada en su hociquito de cachorro; mi abuelo caminando senil y enajenado por las calles de aquel centro que fue mi barrio de juventud; el gimnasio del glorioso Atenas de las alas negras, pasión basquebolera; los campamentos de la Cristiana, el liceo, el trío de Rock progresivo en español, los que se fueron, mi primera novia en serio y la única por siempre; la dictadura maldita, los ausentes, los estudios universitarios, el título, el exilio, el regreso, todos los que faltan y entreverado en esa avalancha de recuerdos llegué al presente cruel y sin sentimientos... el hoy podrido de Luisitos-ancianitos-payadores-desdentados-encorvados-desamparados.

-¡No vieja!, es el resfrío y el humo de las parrillas que me irritan los ojos, no es nada, tranquila.

Y allí estaba, muy anciano, pero firme y peleándole a la vida.

A esa su vida injusta, ¿me entiende?, porque vivir para Luisito ha sido como si nos pusieran en la cancha de la vida con el juez vendido, empezando el partido tres a cero en contra y con dos jugadores menos. Y él igual jugando ese juego vergonzoso, dientes apretados, garra charrúa. Aunque se le esté viniendo abajo toda la estantería va a jugar hasta el último minuto, porque el partido termina cuando termina, y de esto tenga la seguridad.

Decía el glorioso Sandrini: “mientras el cuerpo aguante, voluntad no va a faltar”, porque cualquier partido sólo se pierde cuando bajamos los brazos, no importa cómo va el tanteador, cuando nos entregamos... allí si realmente se pierde.

Luisito carajo, todavía en la pelea... ¡y pensar que nos quejamos de nuestras pequeñas cruces!, y este tigre llevando ese madero enorme de por vida, como aquel otro gigante lo llevó, y firme.

Como en un sueño su imagen se me desdibujó y una sonrisa enorme con el pelo engominado impecable y el gacho de costado, desde ningún lado y por todos lados me cantaba: “...cuardo rajés los tamargos, buscardo ese margo que te haga morfar, cuardo la suerte que es grela, fallardo y fallardo te marde parar...”

Por un momento me empecé a deprimir calculando cuanto me separaba de aquel gurí de túnica y moña azul de los cincuentas, me vino una angustia irrefrenable que enseguida entendí que era por él, pero quizás egoístamente más por mí, al verme en ese espejo de tiempo. Pero enseguida pasó, me enorgulleció que parte de mis recuerdos entrañables estuvieran allí, en el trillo.

¡Luisito, carajo! Qué lección de vida me está dando y qué macana no poder decírselo y agradecerle, darle un abrazo “de oso,” como dice un amigo, pero él no hubiese entendido nada...

Por eso con vergüenza me limité a poner unos pesos sobre la guitarra cuando pasó por la mesa pidiendo una colaboración con su andar dificultoso, y lo vi alejarse hasta que se perdió entre la gente, entre los colores, los olores, las luces, los sonidos... para volver al reino de los recuerdos.

-“...vorveeeer... cor la frerte marchita, las nieves der tierpo platearon mi sier... sertiiiir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febrir la mirada,  errarte er la sorbra te busca y te norbra... vivir... cor el arma aferrada a un durce recuerdo que no volverá...” seguía el Mago implacable en mis adentros...

-¡Que no mujer...! es el resfrío y el humo te digo. Se me irritaron, por eso me lloran un poco. Quedate tranquila que no es nada che. ¡Mozo!... me trae la cuenta por favor... le agradezco.


Montevideo, noviembre 2000

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