VIGESIMOPRIMERA ENTREGA
10 / UNA SALITA DE IMÁGENES CONTIGUA (1)
¿Podría solicitar que escoja en su memoria algunos personajes sobre los cuales desearía ser interrogado o a los cuales evoca a menudo sin que medien preguntas?
La evocación es un ave sin límites y sin escapatorias. La evocación crece durante la noche engendrando seres, para terminar como una flor de doble campana que rinde sus pistilos. Mi memoria repta y se sonambuliza sobre el cordel humeante del mosquitero. Cuando me alejo, dejo baladas marcando el camino, dejo gazapos agazapados en el matorral. Como hasta ahora escribí lo que escribí, a pesar de su diversidad indiscutible, he ido como cualquier pájaro de monte a posarme en ciertos encasillamientos de críticos y fisgones. Me han augurado o me han crucificado con una admonición: usted será escritor de sólo dos novelas, como Rulfo. Sin embargo, lo cierto es que siempre deambulo imaginando nuevos textos. Y para esos textos y sin fatigas, prefiero personajes que incluiría de cualquier manera en cualquier nuevo proyecto, por lo que intuyo que algo, si no mucho, dejaré en el tintero de espermas: un regimiento de criaturas que resisten y resisten y resistirán el no nacer. Desearía ante la vela que se consume, aspirar a un libro más, dilatado, distinto, disidente de mi obra anterior. Quiero decir, algo diferente, quizá parecido a unas memorias donde incluiría gente entrañable, lo imposible engendrando lo posible, número de teléfono y dirección exacta del minotauro, la recalcitrante luminosidad de la sombra, inminente y próximas eras imaginarias, rizos de la tortuga meridional y algunos advenimiento no superados antes ni después. En esa narración estaría sin falta Juan Ramón Jiménez, silente y sentado meditando paisajes del trópico, como un arabesco emblemático del aire. Aunque a veces que la inefable sombra inicial y la dantesca de las postrimerías, siempre refiriéndome a Juan Ramón, contrapunteados con momento mítico en que ofrece y me otorga su amistad de transparencias y sonajeros, podría ser el sustratum de toda la historia contada. Su presencia no siempre audible pero sí siempre imprescindible en cualquier versión, gravita sobre mí gravitará hasta la eternidad.
De habernos atenido a un orden, lo justo hubiese sido comenzar por el misterio inicial. Mensuro y deshilacho el asunto, lo sopeso y aquilato liviandades, porque detesto la estrechez y el regionalismo cómodo. Pero no logro hasta hoy encontrar en América y en los cinco siglos anteriores, un personaje más singularmente descollante que Martí. No es una montaña, es varias. Y la distancia lo dimensiona desde cualquier ángulo: yo desearía lo menos escribir un largo ensayo donde ensayaría a trazar la curva ascendente de ese astro de iluminaciones. El Martí de los Diarios, de los Versos sencillos, de La Edad de Oro, de los Versos libres, de sus voluptuosos discursos, el conspirador aunando voluntades, el jinete cabalgando en las proximidades de Dos Ríos, es un ser múltiple, inatrapable, una suerte de repetido pez saltando en todo los estanques. Martí es un reto que desearía afrontar. La mano y los recursos linfáticos que circulan en espiral por la mano, lo registran como un percance inaplazable.
Un personaje sobre el que no volví lo suficiente, es el indio chorotega que en la eternidad crece con intermitencias y bisbisea al universo constelado. Aunque Rubén Darío fue muy repudiado por algunos allegados míos en su momento, y después es otro gigante que cabalgará, un atezado mancebo que saca de su hondura y que con el corpachón agreste va rompiendo manecillas y leontinas y otras floridas volutas y linajes. Deseo repetir lo que dije, porque no siempre se tiene de pie en la historia a un hombre cuya ascendente bondad lo convierte en un dios de maíz. En mi parapeto lo concibo como un galán rústico y noble, que contempla ensimismados cisnes navegando en sus estanques.
Hay un personaje que daría para más de una lágrima y media decena de novelas. Tengo la visión del poeta atado, caminando intocado entre anónimos guardias civiles que pasan a la Historia luciendo aberrante excrecencias del vestir. El poeta se sabe un blanco invulnerable, un tejido demasiado animal como para que lo perforen las violencias. Avanza no obstante con paso lánguido pero resuelto hacia su muro. Ni blasfemias ni dentelladas en la partida, sino un mirar íntimo al follaje y un oído conectado a los suburbios que luego le van a impedir escuchar los gorjeos del pájaro. Así Lorca es ajusticiado por sus virtudes, cuando la gloria de la poesía se le rendía en plenitud. Muere afortunado y muere afrontando con los dientes, él que más bien se iba en suspiros y pétalos. Su defunción infausta, todavía hoy y rebasadas aquellas pestilencias, huele a naranja, a gitano legítimo, a verdes ramas, aunque perdura también el olor a fuego apagado en la noche por el ángel de las tinieblas.

























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