(prólogo a un cancionero editado por EDICIONES DE LA BANDA ORIENTAL en 1981)
TERCERA ENTREGA
V
¿Qué influencia ejerció sobre mí?
Fue mucha, aunque nuestras canciones no se parezcan.
Lo trataré de decir con claridad y cariño hacia Víctor.
La mayor, según mi punto de vista, es la siguiente: la circunstancia de haber estado en contacto con un creador, admirado y respetado, y haberlo visto trabajando lo informe, luchando con los oscuros “no quiero” de eso que es el objeto entrevisto y esquivo, fue decisivo para mí, que en la niñez y en la adolescencia no podía concebirlo como realizable. No era común, como lo es hoy, encontrarse a la vuelta de la esquina con un creador y sobre todo en el Treinta y Tres de aquel tiempo, en este género. Existían otro tipo de creadores, como por ejemplo Serafín García, Pedro Leandro Ipuche, Julio Da Rosa, Gabriel Guerra, Valentín Macedo y otros, pero no de cantos populares. Por un extraño pensamiento infantil, me parecía que las canciones que yo oía -y que no hablaban de nosotros- eran eternas, como el aire y el sol, o creadas por entes extraños y lejanos.
Al conocer a Víctor -un ser que en otras situaciones era un ser común, a veces con hambre, a veces con frío, con risotadas grandes en determinadas ocasiones, comprendí que esas cosas se podían hacer sin dejar por eso de ser un ser común, que tiene o puede tener las mismas o parecidas necesidades que uno.
Y al ver que Víctor podía, en cualquier momento imprevisto, transformarse en un ser de excepción, y ello se producía cuando creaba o cuando cantaba, eso me estimuló a dar ese pequeño paso gigantesco, aunque él nunca me lo dijo ni me lo propuso.
Eso sí, aparecidas las primeras canciones mías me estimuló y lo comentaba con los amigos.
VI
Después de tres o cuatro años de ausencia -que era su forma de habitar su llama-, nos encontramos sorpresivamente en una esquina de Treinta y Tres.
Víctor había parado en casa. Mi padre y mi madre lo estimaban mucho. Mis hermanas también. Siempre le pedían que cantara una canción más, como en todos lados. Sabía que yo era casado, conocía a mi mujer, a mis hijos y gozaba de la admiración y estimación de todos.
¿Pues saben qué dijo después de darnos un abrazo?
“-¿Te gusta esto?”. Y se puso a cantar una zamba y como yo le dijera que era hermosísima, me cantó otra, allí en la vereda.
Entonces yo lo invité al café, porque estábamos casi enfrente, y allí siguió cantando no sé cuántas y la rueda se fue agrandando, pero para nada se acordó de preguntar por nadie, ni por familiares ni por amigos.
Así era Víctor. Eran las diez de la mañana de un largo día… “Adiós mi Salto”, “Mi condición”, “A orillas del Olimar”, “El aguasterito”, “Arroyito de la sierra”, “Zamba a la madre”, “La Olimareña”, “Paisanita de mi vida”, “Arriba, arriba y arriba”, son algunas de las mejores zambas que hizo, a mi parecer. “De la estancia cimarrona”, y “No esconda la mano”, son dos polcas importantes de su producción.
La “Chacarera al buen vino”, el aire de Carnavalito de “Caminito a la escuela”, “Entra a la rueda” y “El árbol de poca rama”, son también canciones que merecen destacarse.
Las canciones con ritmo de vals: “Tierra de Artigas” y “A don José Pedro Varela (Sembrador de Abecedario”) y las milongas “El camino”, “Cuando el camino se alarga”, “Las dos querencias” y el “Candombe mulato”, se hallan, sin duda, entre lo de mayor mérito de nuestro canto popular.
No he tratado de poner énfasis en la cantidad de obra producida, sino en la calidad.
Como en el juicio del maestro Zum Felde sobre don José Alonso y Trelles, es válida esta consideración -a mi modo de ver- aplicada a la obra de Víctor Lima.
Existen, sí, algunas canciones y poemas desparramados por ahí, pero no alteran para nada el juicio que ha merecido su obra conocida. Para mí, es fundamental en el canto, porque sus canciones andan en todas las memorias “cerquita y lejos del Olimar” y han probado su consistencia y vigencia.
La moderna consideración de Víctor Lima se la debemos a Los Hacheros (viejos y nuevos) y especialmente a la inquietud de Juan José de Mello en sus últimos trabajos, compartidos algunos con Washington Benavides, en los que trata de jerarquizar la obra del creador salteño y lo hace con evidente cariño y respeto.
Logra en buena medida acercarse a ese ser singular e irrepetible y lo ha hecho con humildad y con el cuidado amoroso del que tiene un ejemplar frágil y luminoso entre sus manos. Es difícil entrar en el secreto de ese hombre que, si viviera, tendría sesenta años.
Y vivió para crear, sin ninguna preocupación por la remuneración para su obra, porque era angelicalmente ignorante del valor del dinero. No le importaba absolutamente nada y laboraba silenciosa y tenazmente en lo suyo.
Seguramente oía a Valery, quien en su “Introducción al Método de Leonardo da Vinci”, decía: “Los dioses nos regalan graciosamente por nada, el primer verso. Pero depende de nosotros elaborar el segundo, que debe estar en consonancia con el otro y no ser indigno de su sobrenatural hermano mayor”.
TERCERA ENTREGA
V
¿Qué influencia ejerció sobre mí?
Fue mucha, aunque nuestras canciones no se parezcan.
Lo trataré de decir con claridad y cariño hacia Víctor.
La mayor, según mi punto de vista, es la siguiente: la circunstancia de haber estado en contacto con un creador, admirado y respetado, y haberlo visto trabajando lo informe, luchando con los oscuros “no quiero” de eso que es el objeto entrevisto y esquivo, fue decisivo para mí, que en la niñez y en la adolescencia no podía concebirlo como realizable. No era común, como lo es hoy, encontrarse a la vuelta de la esquina con un creador y sobre todo en el Treinta y Tres de aquel tiempo, en este género. Existían otro tipo de creadores, como por ejemplo Serafín García, Pedro Leandro Ipuche, Julio Da Rosa, Gabriel Guerra, Valentín Macedo y otros, pero no de cantos populares. Por un extraño pensamiento infantil, me parecía que las canciones que yo oía -y que no hablaban de nosotros- eran eternas, como el aire y el sol, o creadas por entes extraños y lejanos.
Al conocer a Víctor -un ser que en otras situaciones era un ser común, a veces con hambre, a veces con frío, con risotadas grandes en determinadas ocasiones, comprendí que esas cosas se podían hacer sin dejar por eso de ser un ser común, que tiene o puede tener las mismas o parecidas necesidades que uno.
Y al ver que Víctor podía, en cualquier momento imprevisto, transformarse en un ser de excepción, y ello se producía cuando creaba o cuando cantaba, eso me estimuló a dar ese pequeño paso gigantesco, aunque él nunca me lo dijo ni me lo propuso.
Eso sí, aparecidas las primeras canciones mías me estimuló y lo comentaba con los amigos.
VI
Después de tres o cuatro años de ausencia -que era su forma de habitar su llama-, nos encontramos sorpresivamente en una esquina de Treinta y Tres.
Víctor había parado en casa. Mi padre y mi madre lo estimaban mucho. Mis hermanas también. Siempre le pedían que cantara una canción más, como en todos lados. Sabía que yo era casado, conocía a mi mujer, a mis hijos y gozaba de la admiración y estimación de todos.
¿Pues saben qué dijo después de darnos un abrazo?
“-¿Te gusta esto?”. Y se puso a cantar una zamba y como yo le dijera que era hermosísima, me cantó otra, allí en la vereda.
Entonces yo lo invité al café, porque estábamos casi enfrente, y allí siguió cantando no sé cuántas y la rueda se fue agrandando, pero para nada se acordó de preguntar por nadie, ni por familiares ni por amigos.
Así era Víctor. Eran las diez de la mañana de un largo día… “Adiós mi Salto”, “Mi condición”, “A orillas del Olimar”, “El aguasterito”, “Arroyito de la sierra”, “Zamba a la madre”, “La Olimareña”, “Paisanita de mi vida”, “Arriba, arriba y arriba”, son algunas de las mejores zambas que hizo, a mi parecer. “De la estancia cimarrona”, y “No esconda la mano”, son dos polcas importantes de su producción.
La “Chacarera al buen vino”, el aire de Carnavalito de “Caminito a la escuela”, “Entra a la rueda” y “El árbol de poca rama”, son también canciones que merecen destacarse.
Las canciones con ritmo de vals: “Tierra de Artigas” y “A don José Pedro Varela (Sembrador de Abecedario”) y las milongas “El camino”, “Cuando el camino se alarga”, “Las dos querencias” y el “Candombe mulato”, se hallan, sin duda, entre lo de mayor mérito de nuestro canto popular.
No he tratado de poner énfasis en la cantidad de obra producida, sino en la calidad.
Como en el juicio del maestro Zum Felde sobre don José Alonso y Trelles, es válida esta consideración -a mi modo de ver- aplicada a la obra de Víctor Lima.
Existen, sí, algunas canciones y poemas desparramados por ahí, pero no alteran para nada el juicio que ha merecido su obra conocida. Para mí, es fundamental en el canto, porque sus canciones andan en todas las memorias “cerquita y lejos del Olimar” y han probado su consistencia y vigencia.
La moderna consideración de Víctor Lima se la debemos a Los Hacheros (viejos y nuevos) y especialmente a la inquietud de Juan José de Mello en sus últimos trabajos, compartidos algunos con Washington Benavides, en los que trata de jerarquizar la obra del creador salteño y lo hace con evidente cariño y respeto.
Logra en buena medida acercarse a ese ser singular e irrepetible y lo ha hecho con humildad y con el cuidado amoroso del que tiene un ejemplar frágil y luminoso entre sus manos. Es difícil entrar en el secreto de ese hombre que, si viviera, tendría sesenta años.
Y vivió para crear, sin ninguna preocupación por la remuneración para su obra, porque era angelicalmente ignorante del valor del dinero. No le importaba absolutamente nada y laboraba silenciosa y tenazmente en lo suyo.
Seguramente oía a Valery, quien en su “Introducción al Método de Leonardo da Vinci”, decía: “Los dioses nos regalan graciosamente por nada, el primer verso. Pero depende de nosotros elaborar el segundo, que debe estar en consonancia con el otro y no ser indigno de su sobrenatural hermano mayor”.
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