EL SENDERO DEL BOSQUE QUE LLEVABA A LA FUENTE
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
TERCERA ENTREGA
III
Nos fascinaron entonces las grandes mareas y las corrientes con su flujo y reflujo. No sólo era a causa de las exigencias de nuestro bote, que no era nuestro, que no podíamos anclar, y que no siempre era posible mantener a flote, al que era necesario vigilar. Durante las altas mareas del invierno, con el nivel del Pacífico casi al ras de nuestros pies, la casa misma podía correr peligro, como ya dije, a causa de los grandes maderos y de los árboles arrancados que arrastraba la corriente.
Y aprendí también que una marea que según todas las apariencias está subiendo, podrá estar haciéndolo sólo en la superficie y que por debajo se está ya retirando.
Quaggan, el constructor de botes originario de la Isla de Man, al que habíamos llegado a conocer, nos habló, mientras se balanceaba en el bote bajo nuestras ventanas, a la caída de una tarde más tibia, en que el pueblo era como una Génova minúscula o una Venecia de sueño, de la creencia de la Isla de Man de que, para la luna nueva, los pájaros que se hallan sobre la novena ola a partir de la costa son las almas de los muertos.
Nada hay más irritante y doloroso para quien ha vivido en el mar que el sonido del océano que golpea implacable y estúpidamente sobre la playa. Pero ahí, en el brazo, no era ni mar ni río, sino una mezcla de ambos, en eterno movimiento, en un eterno flujo y reflujo, tan misterioso y multiforme en sus movimientos y en su ser, como los del alma cuando el alma fluía con él, como lo era el otro Eridanus, la constelación en el cielo, el río de estrellas del cielo del que sólo su nacimiento era visible para nosotros, y visible asimismo reflejado en el brazo de mar en las noches serenas con una marea alta y mansa, antes de que se alejara haciendo una curva detrás de la hermosa refinería de petróleo, dando vuelta alrededor del cetro de Branderburgo, para entrar en el hemisferio sur. Y en esos momentos de quietud, en el corto tiempo de la marea alta antes de la bajante, era como lo que me he enterado que los chinos llaman el Tao, que, dicen, existió antes que los Cielos y la Tierra, algo tan sereno, tan permanentemente igual y que sin embargo alcanza a todo y no corre el peligro de agotarse: como “aquello que es tan sereno y sin embargo pasa en un constante fluir, y al pasar se vuelve lejano, y habiéndose vuelto lejano, vuelve”.
Nunca más había de repetirse aquel desdichado aspecto que ofrecía la playa el primer día. Si a veces aparecía petróleo sobre las aguas, no tardaba en desaparecer, y el mismo petróleo era singularmente atrayente, y en realidad más o menos en una época fue prohibido por ley que los petroleros vertieran petróleo dentro de los límites de un puerto.
Pero cuando la ley era violada y las capas de petróleo se presentaban era milagrosa la rapidez con que el brazo de mar se limpiaba a sí mismo en un momento. Era aquello el agua más límpida, más fresca y más vigorizante en que haya nadado, y cuando se habló de cerrar el brazo de mar, cuando una cervecería inglesa habló más tarde de convertir el lugar íntegro en un estanque de agua dulce, pervirtiendo incluso aquellas fuentes puras y separándolo por completo del mar purificador, fue como si por un momento las fuentes de mi propia vida temblaran y agonizaran y se secaran dentro de mí. Mareas tan bajas como aquella del primer día eran, naturalmente, excepcionales. Y durante la marea baja, hasta los bajíos cenagosos eran interesantes, y en ellos bullía toda clase imaginable de extrañas vidas. Había estrellas diminutas y delgadas de color turquesa y otras gruesas de color violeta, estrellas de mar bermejas con veinte brazos puntiagudos como una pintura infantil del sol; caracolillos metiéndose comida en la boca; pólipos y anémonas de mar; cohombros de mar de medio metro de largo, como dragones anaranjados con puntas, cuernos y antenas; solitarias y extrañas avispas que cazaban entre los caracoles; animales marinos marinos cuyos amours sonaban como fuego de ametralladora, y fucos de largas tiras de raso pardo, que “cuando sacan la cabeza afuera y la sacuden, significa que la marea está aflojando”, según nos dijo Quaggan. Del otro lado de la punta norte, más allá del puerto, había en verdad millas de bajíos cenagosos durante la marea baja, con viejas estructuras de pilotes como gigantes borrachos abrazados, eternamente camino a su casa, tambaleantes, de regreso de alguna taberna titánica en las montañas.
A la noche, en la playa y en los bajíos, todo a veces parecía tranquilo y en reposo, envuelto en una quietud de reflexión meditativa. Hasta los caracolillos dormían, creíamos. Pero comprobamos que nunca habíamos podido estar más errados. Es sólo por la noche que ese vasto mundo de las riberas y los bajíos despierta. Descubrimos que había unos pequeños mariscos llamados “sombreros chinos” que únicamente caminaban de noche, de modo que después, en la casa, cuando caía la noche, se convirtió en una broma ritual al volvernos el uno hacia el otro, riendo, y en un tono sepulcral decir:
-Es de noche y los “sombreros chinos” se ponen en movimiento.
Igualmente las rocas de la playa, que al principio sólo habían parecido una amenaza para los pies pequeñitos de mi mujer, se convirtieron en una fuente de delicias. La dificultad de pasar sobre ellas durante la bajante para ir a nadar fue sencillamente subsanada con un par de viejas zapatillas de tenis. Y por la mañana, cuando uno se levantaba para preparar el café, con el sol que brillaba de tal modo a través de las ventanas que era como estar en el medio de un diamante, y si miraba afuera, al brazo de mar, con la luz del sol que trocaba una parte del agua negra en bullentes diamantes, empecé a ver esas rocas intermedias como con los ojos de Quaggan, los de un celta, como presencias que se erguían a modo de aquellos testigos inmutables de Renan para los que no existe la muerte, cada una de ellas portadoras del nombre de una deidad.
Y naturalmente buena parte de nuestra madera la obteníamos de la playa, tanto la que utilizábamos para reparaciones como la necesaria para leña. Fue en la playa donde un día encontramos la escalera que más tarde nos sería tan útil y que habíamos visto flotando a flor de agua; y fue asimismo en la playa donde encontré el recipiente que limpiamos y que finalmente todos los días llevaba al atardecer para recoger agua en la fuente.
El escocés nos había dejado dos barriles pequeños para el agua de lluvia, pero ya mucho antes de que encontrara el recipiente, el agua potable había comenzado a ser uno de nuestros problemas más graves. En la carretera, del otro lado del bosque, había una tienda de ramos generales y garaje con una canilla de agua al lado de la bomba de petróleo y, aunque cansador, era enteramente factible llevar un balde, sacar agua de allí y bajar atravesando el bosque, y era lo que hacía la mayor parte de los veraneantes. Pero descubrimos que los habitantes auténticos de la playa evitaban hacerlo siempre que era posible, aunque no fuera sino por un punto de honor, ya que al tendero, un buen hombre, no le importaba, a más que la gente de la playa constituía la fuente mayor de sus ingresos. Pero él pagaba impuestos y nosotros no, y quienes pagaban impuestos en la zona tenían la costumbre de utilizar el menor pretexto para convertir en debate público la sola existencia de los “lamentables intrusos”, cuyas casas “como malignas excrecencias del mar debían ser incendiadas”, como alevosamente lo expresó un diario de la ciudad. ¿Qué sentido hubiera tenido el señalar a esos individuos que: “El amor lo encontró en las chozas donde moraban los humildes”? Por esa razón los residentes permanentes, y aun los veraneantes que habían estado allí cierto tiempo, preferían obtener el agua de alguna fuente o manantial. Había quienes tenían pozo y quienes, como Quaggan, tenían canales que llevaban al agua a través del bosque desde los arroyos de la montaña, sólo que nosotros no nos enteramos de eso hasta más tarde, pues en esa época apenas conocíamos a quienes habrían de convertirse en nuestros vecinos y amigos, y nos hallábamos a un cuarto de milla de nuestros vecinos más próximos, Quaggan al norte y Nauger al sur. El escocés nos había dejado un barril pequeño de agua dulce y nos había dicho que para llenarlo se acostumbraba remar hasta un arroyo a una media milla de distancia, a la vuelta de la punta del faro, más allá del muelle de la compañía de lanchones. Así pues, cada tantos días yo cargaba el barril y un balde en el bote, y con mi mujer remábamos hasta allá. El arroyo corría todo el año pero su profundidad era tan escasa que no se podía hundir el balde. Había que llenarlo en una caída de agua de treinta centímetros de altura, entre las rocas, poniendo el balde debajo.
Ahí, en esa tierra de nadie entre la compañía de lanchones y la reserva de indios, la costa era muy llana y baja y no había en ella arena sino algas y un cieno profundo; con la marea baja el bote quedaba varado a unos treinta metros de la fuente y había que luchar para llevar desde allá el barril lleno de vuelta, por sobre el cenegal y el agua poco profunda, hundiéndose en el lodo. Por otra parte, si la marea estaba alta, el mar llegaba exactamente hasta por arriba de la caída de agua, cubriéndola por completo, aun cuando luego esta resurgiera pura. De modo que era necesario calcular con exactitud el momento entre la pleamar y la bajamar para llegar suficientemente cerca con el bote, pues de lo contrario era una tarea imposible. Me cuesta ahora comprender, aun con la mejor voluntad, cómo pudimos divertirnos tanto con semejante trabajo. Pero quizá sea que ahora perece divertido si recuerdo nuestra desesperación el día que descubrimos que no podíamos ir más allá: en aquel momento fue como si por esa causa tuviéramos realmente que dejar Eridanus.
Para ese entonces el mes de noviembre estaba avanzando, faltaba menos de un mes para el solsticio de invierno, y nosotros todavía seguíamos quedándonos; las brillantes escarchas matinales, los mediodías azules y dorados y las nieblas vespertinas de octubre se habían transformado de pronto en amaneceres sombríos o tormentosos, con nubes oscuras que corrían por las montañas llevadas por el viento norte. Una mañana, a fin de aprovechar el momento entre la pleamar y la bajamar, como yo había revelado a mi mujer, me levanté antes de la salida del sol, para preparara el café. Júpiter había estado brillando con furia, y cuando me levanté, aunque eran las ocho y cuarto, todavía lucía la luna menguante. Para cuando llevé a mi mujer el café, la aurora era como de porcelana. Antes había habido un cielo oscuro como arenques, con trozos rosados. Mi mujer adoraba que yo le describiera esas cosas, siempre con detalles minuciosos, como ocurría la mayor parte de las veces, tal como ella me las describía cuando era la primera en levantarse, en la época en que los días eran más tibios.
Pero aparentemente yo me había equivocado con el amanecer, del mismo modo que me había equivocado con la marea creciente, pues más tarde, hacia las diez de la mañana, todavía seguíamos tomando café y esperando que el sol saliera y la marea subiera. El día se había puesto sereno, la temperatura era suave, el agua un espejo oscuro, y el cielo un repasador mojado. Una garza estaba inmóvil sobre una piedra cerca de la punta; parecía anormalmente alta, y por un instante recordamos que unas noches antes habíamos visto ahí unos hombres trabajando con linternas: quizá la garza fuera alguna especie nueva de boya. Pero entonces aquella alta boya se movió ligeramente, desplegó como un manto las alas de cóndor, y recobró su inmovilidad.
Durante todo este tiempo el sol, sin embargo, había estado levantándose y se había levantado ya para las gentes más allá de las montañas del otro lado del agua. Digo las montañas pues ya no más, como en septiembre, se alzaba el sol al este, sobre el agua, por encima de Port Boden, con las líneas de alta tensión que lo cruzaban, o al noreste donde se hallaban los altos montes, sino cada vez más al sur, por detrás de las montañas boscosas sobre las vías del ferrocarril.
Pero entonces ocurrió una cosa extraordinaria. Al sur de las líneas de alta tensión, directamente por encima del ferrocarril invisible, por arriba de donde se hallaban las cabañas ennegrecidas debajo del terraplén, el sol luchaba, la única cosa con vida en un yermo gris, o mejor dicho el sol había aparecido bruscamente como un circulillo pequeñito con cinco árboles adentro agrupados alrededor de su borde inferior, como agujas de una catedral dentro de una taza de té. Si uno cerraba los ojos y luego los abría bien no había ningún brillo, sólo ese círculo platinado del sol con los árboles adentro, y ningún otro árbol era visible a causa de la niebla, y luego las nubes minuto a minuto se fueron reuniendo arriba y el sol fue incluyendo árboles a lo largo de la falda de la montaña a medida que ascendía. Después, por un momento, quedó ahogado y fue semejante entonces a una calavera, la parte de atrás de una calavera. Cerramos los ojos y los volvimos a abrir y allí estaba el sol, un sol diminuto, enmarcado en uno de los recuadros de vidrio de la ventana, como una miniatura, irreal, con esos árboles adentro, a pesar de que ningún otro árbol era visible.
Tomamos el bote y fuimos hasta la fuente y encontramos un anuncio nuevo:
PROPIEDAD PRIVADA: PROHIBIDA LA ENTRADA
A pesar de eso resolvimos llenar el barril por última vez. Apareció alguien corriendo por la falda de la montaña, haciendo ademanes de enojo, y en mi prisa por sacar el bote que estaba varado por el peso suplementario del barril, uno de los zunchos se soltó y para cuando llegamos a casa no sólo el barril estaba casi vacío, sino que por poco no habíamos hundido también el bote del escocés. Mi mujer lloraba y había empezado a llover y yo estaba enojado; era tiempo de guerra y nos sería imposible comprar otro barril, y durante la pelea -una de las primeras entre nosotros- casi habíamos decidido marcharnos de una vez por todas, cuando divisé el recipiente que la marea había dejado sobre la playa. Mientras lo examinaba salió el sol, arrojando una luz pálida y plateada, en tanto continuaba lloviendo sobre el brazo de mar y mi mujer quedó tan extasiada con la hermosura de todo eso que olvidó las cosas desagradables que se habían dicho y empezó a hablarme de las gotas de lluvia, exactamente como si yo hubiera sido un niño, mientras yo escuchaba, conmovido, inocente, como si nunca antes hubiera visto una cosa así, y en realidad era como si nunca lo hubiera visto.
-Porque, querido, cada una de ellas está unida a otras gotas que caen sobre ella -dijo-. Algunas son esferas grandes, que se ensanchan y engloban otras gotas, otras son más chicas y más débiles y al parecer viven poco tiempo… La lluvia es agua del mar, que el sol eleva al cielo, se transforma en nubes y de nuevo cae al mar.
¿Sabía yo eso? Supongo que sí, más o menos. Pero que el mar a su vez hubiera nacido de la lluvia, eso no lo había sabido. Pero ella dijo aquello con tan inefable asombro, repito, que observándola y escuchando sus palabras, fue como si yo presenciara por primera vez ese hecho corriente de la lluvia cayendo sobre el mar.
El mundo se ha vuelto tan terrible y extraño a la tierra, que un niño puede nacer en su Liverpool y no haber encontrado nunca ni una persona que creyera que valía la pena el señalarle la simple belleza de algo como eso. ¿Cómo sorprenderse de que esos mismos elementos, dominados sólo para ruina de la tierra y satisfacción de la avidez humana, se vuelvan contra el hombre?
Entre tanto el sol estaba tratando de abrirse paso de nuevo, y nos dimos cuenta de que lo de mostrarse como una calavera había sido nada más que una pose. Como si se tratara del haz luminoso del faro de Cabo Kao, del que se dice que es visible a setenta y seis millas de distancia, así vimos nosotros a la primavera. Y creo que fue realmente entonces cuando decidimos quedarnos.
En cuanto al recipiente, por su forma era semejante a los que había visto a bordo utilizado como filtro en la mesa del oficial de cubierta o del jefe de máquinas, en los días en que había sido fogonero, y calculé que había sido arrojado al agua desde un navío inglés. Fuera o no mi imaginación, el hecho es que olía a jugo de lima. Esos filtros estaban destinados al agua, pero era costumbre poner en ellos jugo de lima. Ahora bien, el jugo de lima no diluido, de uso reglamentario para la tripulación de los navíos ingleses, es tan fuerte que solían emplearlo para limpiar a fondo las mesas, a las que dejaba blancas -bastaban unas gotas en un balde de agua- pero sobre el metal puede tener un efecto corrosivo a más del detergente, y me figuré que algún muchacho inexperto del servicio de mesa había echado equivocadamente demasiado jugo de lima en aquel filtro, o no lo había diluido suficientemente, y el contramaestre, sediento al terminar su trabajo, se habría servido un buen trago de una refrescante bebida herrumbrada, habría arrancado el filtro de la pared, amenazando al desdichado muchacho con dárselo por la cabeza y luego lo habría arrojado al mar. Tal fue la pequeña historia del mar que sobre aquella lata fabriqué para mi mujer, cuando me dispuse a convertirla en un lindo y limpio recipiente de agua para nosotros.
Dispondríamos así, pues, de un recipiente, pero todavía no contábamos con un lugar honorable donde conseguirla. Ese mismo día encontramos a Kristbjorg en el sendero.
-… y ahí está su wand.
-¿Cómo?
-Agua, señora.
Era la fuente. Wand o alguna palabra parecida, aunque no pronunciada como pudiera imaginarse, era al parecer la palabra danesa o noruega para agua, y si no, era la que empleaba Kristbjorg. Había estado allí todo ese tiempo, a menos de cien metros de la casa, sin que nosotros la hubiésemos visto. Sin duda como el “veranillo indio” había sido tan seco y prolongado, el agua no había empezado a correr hasta tarde, y para esa fecha, acostumbrados a que estuviera allí, no la habíamos visto. Pero en este instante fue como si Kristjborg hubiera agitado una varita mágica y de pronto el agua hubiera surgido. Y aquella alma buena fue y nos trajo un pedazo de caña de hierro para que nos fuera más fácil llenar el recipiente.
(la nouvelle póstuma escrita como pieza final de la saga inconclusa El viaje que nunca termina)
Traducción de Eva Iribarne Dietrich.
TERCERA ENTREGA
III
Nos fascinaron entonces las grandes mareas y las corrientes con su flujo y reflujo. No sólo era a causa de las exigencias de nuestro bote, que no era nuestro, que no podíamos anclar, y que no siempre era posible mantener a flote, al que era necesario vigilar. Durante las altas mareas del invierno, con el nivel del Pacífico casi al ras de nuestros pies, la casa misma podía correr peligro, como ya dije, a causa de los grandes maderos y de los árboles arrancados que arrastraba la corriente.
Y aprendí también que una marea que según todas las apariencias está subiendo, podrá estar haciéndolo sólo en la superficie y que por debajo se está ya retirando.
Quaggan, el constructor de botes originario de la Isla de Man, al que habíamos llegado a conocer, nos habló, mientras se balanceaba en el bote bajo nuestras ventanas, a la caída de una tarde más tibia, en que el pueblo era como una Génova minúscula o una Venecia de sueño, de la creencia de la Isla de Man de que, para la luna nueva, los pájaros que se hallan sobre la novena ola a partir de la costa son las almas de los muertos.
Nada hay más irritante y doloroso para quien ha vivido en el mar que el sonido del océano que golpea implacable y estúpidamente sobre la playa. Pero ahí, en el brazo, no era ni mar ni río, sino una mezcla de ambos, en eterno movimiento, en un eterno flujo y reflujo, tan misterioso y multiforme en sus movimientos y en su ser, como los del alma cuando el alma fluía con él, como lo era el otro Eridanus, la constelación en el cielo, el río de estrellas del cielo del que sólo su nacimiento era visible para nosotros, y visible asimismo reflejado en el brazo de mar en las noches serenas con una marea alta y mansa, antes de que se alejara haciendo una curva detrás de la hermosa refinería de petróleo, dando vuelta alrededor del cetro de Branderburgo, para entrar en el hemisferio sur. Y en esos momentos de quietud, en el corto tiempo de la marea alta antes de la bajante, era como lo que me he enterado que los chinos llaman el Tao, que, dicen, existió antes que los Cielos y la Tierra, algo tan sereno, tan permanentemente igual y que sin embargo alcanza a todo y no corre el peligro de agotarse: como “aquello que es tan sereno y sin embargo pasa en un constante fluir, y al pasar se vuelve lejano, y habiéndose vuelto lejano, vuelve”.
Nunca más había de repetirse aquel desdichado aspecto que ofrecía la playa el primer día. Si a veces aparecía petróleo sobre las aguas, no tardaba en desaparecer, y el mismo petróleo era singularmente atrayente, y en realidad más o menos en una época fue prohibido por ley que los petroleros vertieran petróleo dentro de los límites de un puerto.
Pero cuando la ley era violada y las capas de petróleo se presentaban era milagrosa la rapidez con que el brazo de mar se limpiaba a sí mismo en un momento. Era aquello el agua más límpida, más fresca y más vigorizante en que haya nadado, y cuando se habló de cerrar el brazo de mar, cuando una cervecería inglesa habló más tarde de convertir el lugar íntegro en un estanque de agua dulce, pervirtiendo incluso aquellas fuentes puras y separándolo por completo del mar purificador, fue como si por un momento las fuentes de mi propia vida temblaran y agonizaran y se secaran dentro de mí. Mareas tan bajas como aquella del primer día eran, naturalmente, excepcionales. Y durante la marea baja, hasta los bajíos cenagosos eran interesantes, y en ellos bullía toda clase imaginable de extrañas vidas. Había estrellas diminutas y delgadas de color turquesa y otras gruesas de color violeta, estrellas de mar bermejas con veinte brazos puntiagudos como una pintura infantil del sol; caracolillos metiéndose comida en la boca; pólipos y anémonas de mar; cohombros de mar de medio metro de largo, como dragones anaranjados con puntas, cuernos y antenas; solitarias y extrañas avispas que cazaban entre los caracoles; animales marinos marinos cuyos amours sonaban como fuego de ametralladora, y fucos de largas tiras de raso pardo, que “cuando sacan la cabeza afuera y la sacuden, significa que la marea está aflojando”, según nos dijo Quaggan. Del otro lado de la punta norte, más allá del puerto, había en verdad millas de bajíos cenagosos durante la marea baja, con viejas estructuras de pilotes como gigantes borrachos abrazados, eternamente camino a su casa, tambaleantes, de regreso de alguna taberna titánica en las montañas.
A la noche, en la playa y en los bajíos, todo a veces parecía tranquilo y en reposo, envuelto en una quietud de reflexión meditativa. Hasta los caracolillos dormían, creíamos. Pero comprobamos que nunca habíamos podido estar más errados. Es sólo por la noche que ese vasto mundo de las riberas y los bajíos despierta. Descubrimos que había unos pequeños mariscos llamados “sombreros chinos” que únicamente caminaban de noche, de modo que después, en la casa, cuando caía la noche, se convirtió en una broma ritual al volvernos el uno hacia el otro, riendo, y en un tono sepulcral decir:
-Es de noche y los “sombreros chinos” se ponen en movimiento.
Igualmente las rocas de la playa, que al principio sólo habían parecido una amenaza para los pies pequeñitos de mi mujer, se convirtieron en una fuente de delicias. La dificultad de pasar sobre ellas durante la bajante para ir a nadar fue sencillamente subsanada con un par de viejas zapatillas de tenis. Y por la mañana, cuando uno se levantaba para preparar el café, con el sol que brillaba de tal modo a través de las ventanas que era como estar en el medio de un diamante, y si miraba afuera, al brazo de mar, con la luz del sol que trocaba una parte del agua negra en bullentes diamantes, empecé a ver esas rocas intermedias como con los ojos de Quaggan, los de un celta, como presencias que se erguían a modo de aquellos testigos inmutables de Renan para los que no existe la muerte, cada una de ellas portadoras del nombre de una deidad.
Y naturalmente buena parte de nuestra madera la obteníamos de la playa, tanto la que utilizábamos para reparaciones como la necesaria para leña. Fue en la playa donde un día encontramos la escalera que más tarde nos sería tan útil y que habíamos visto flotando a flor de agua; y fue asimismo en la playa donde encontré el recipiente que limpiamos y que finalmente todos los días llevaba al atardecer para recoger agua en la fuente.
El escocés nos había dejado dos barriles pequeños para el agua de lluvia, pero ya mucho antes de que encontrara el recipiente, el agua potable había comenzado a ser uno de nuestros problemas más graves. En la carretera, del otro lado del bosque, había una tienda de ramos generales y garaje con una canilla de agua al lado de la bomba de petróleo y, aunque cansador, era enteramente factible llevar un balde, sacar agua de allí y bajar atravesando el bosque, y era lo que hacía la mayor parte de los veraneantes. Pero descubrimos que los habitantes auténticos de la playa evitaban hacerlo siempre que era posible, aunque no fuera sino por un punto de honor, ya que al tendero, un buen hombre, no le importaba, a más que la gente de la playa constituía la fuente mayor de sus ingresos. Pero él pagaba impuestos y nosotros no, y quienes pagaban impuestos en la zona tenían la costumbre de utilizar el menor pretexto para convertir en debate público la sola existencia de los “lamentables intrusos”, cuyas casas “como malignas excrecencias del mar debían ser incendiadas”, como alevosamente lo expresó un diario de la ciudad. ¿Qué sentido hubiera tenido el señalar a esos individuos que: “El amor lo encontró en las chozas donde moraban los humildes”? Por esa razón los residentes permanentes, y aun los veraneantes que habían estado allí cierto tiempo, preferían obtener el agua de alguna fuente o manantial. Había quienes tenían pozo y quienes, como Quaggan, tenían canales que llevaban al agua a través del bosque desde los arroyos de la montaña, sólo que nosotros no nos enteramos de eso hasta más tarde, pues en esa época apenas conocíamos a quienes habrían de convertirse en nuestros vecinos y amigos, y nos hallábamos a un cuarto de milla de nuestros vecinos más próximos, Quaggan al norte y Nauger al sur. El escocés nos había dejado un barril pequeño de agua dulce y nos había dicho que para llenarlo se acostumbraba remar hasta un arroyo a una media milla de distancia, a la vuelta de la punta del faro, más allá del muelle de la compañía de lanchones. Así pues, cada tantos días yo cargaba el barril y un balde en el bote, y con mi mujer remábamos hasta allá. El arroyo corría todo el año pero su profundidad era tan escasa que no se podía hundir el balde. Había que llenarlo en una caída de agua de treinta centímetros de altura, entre las rocas, poniendo el balde debajo.
Ahí, en esa tierra de nadie entre la compañía de lanchones y la reserva de indios, la costa era muy llana y baja y no había en ella arena sino algas y un cieno profundo; con la marea baja el bote quedaba varado a unos treinta metros de la fuente y había que luchar para llevar desde allá el barril lleno de vuelta, por sobre el cenegal y el agua poco profunda, hundiéndose en el lodo. Por otra parte, si la marea estaba alta, el mar llegaba exactamente hasta por arriba de la caída de agua, cubriéndola por completo, aun cuando luego esta resurgiera pura. De modo que era necesario calcular con exactitud el momento entre la pleamar y la bajamar para llegar suficientemente cerca con el bote, pues de lo contrario era una tarea imposible. Me cuesta ahora comprender, aun con la mejor voluntad, cómo pudimos divertirnos tanto con semejante trabajo. Pero quizá sea que ahora perece divertido si recuerdo nuestra desesperación el día que descubrimos que no podíamos ir más allá: en aquel momento fue como si por esa causa tuviéramos realmente que dejar Eridanus.
Para ese entonces el mes de noviembre estaba avanzando, faltaba menos de un mes para el solsticio de invierno, y nosotros todavía seguíamos quedándonos; las brillantes escarchas matinales, los mediodías azules y dorados y las nieblas vespertinas de octubre se habían transformado de pronto en amaneceres sombríos o tormentosos, con nubes oscuras que corrían por las montañas llevadas por el viento norte. Una mañana, a fin de aprovechar el momento entre la pleamar y la bajamar, como yo había revelado a mi mujer, me levanté antes de la salida del sol, para preparara el café. Júpiter había estado brillando con furia, y cuando me levanté, aunque eran las ocho y cuarto, todavía lucía la luna menguante. Para cuando llevé a mi mujer el café, la aurora era como de porcelana. Antes había habido un cielo oscuro como arenques, con trozos rosados. Mi mujer adoraba que yo le describiera esas cosas, siempre con detalles minuciosos, como ocurría la mayor parte de las veces, tal como ella me las describía cuando era la primera en levantarse, en la época en que los días eran más tibios.
Pero aparentemente yo me había equivocado con el amanecer, del mismo modo que me había equivocado con la marea creciente, pues más tarde, hacia las diez de la mañana, todavía seguíamos tomando café y esperando que el sol saliera y la marea subiera. El día se había puesto sereno, la temperatura era suave, el agua un espejo oscuro, y el cielo un repasador mojado. Una garza estaba inmóvil sobre una piedra cerca de la punta; parecía anormalmente alta, y por un instante recordamos que unas noches antes habíamos visto ahí unos hombres trabajando con linternas: quizá la garza fuera alguna especie nueva de boya. Pero entonces aquella alta boya se movió ligeramente, desplegó como un manto las alas de cóndor, y recobró su inmovilidad.
Durante todo este tiempo el sol, sin embargo, había estado levantándose y se había levantado ya para las gentes más allá de las montañas del otro lado del agua. Digo las montañas pues ya no más, como en septiembre, se alzaba el sol al este, sobre el agua, por encima de Port Boden, con las líneas de alta tensión que lo cruzaban, o al noreste donde se hallaban los altos montes, sino cada vez más al sur, por detrás de las montañas boscosas sobre las vías del ferrocarril.
Pero entonces ocurrió una cosa extraordinaria. Al sur de las líneas de alta tensión, directamente por encima del ferrocarril invisible, por arriba de donde se hallaban las cabañas ennegrecidas debajo del terraplén, el sol luchaba, la única cosa con vida en un yermo gris, o mejor dicho el sol había aparecido bruscamente como un circulillo pequeñito con cinco árboles adentro agrupados alrededor de su borde inferior, como agujas de una catedral dentro de una taza de té. Si uno cerraba los ojos y luego los abría bien no había ningún brillo, sólo ese círculo platinado del sol con los árboles adentro, y ningún otro árbol era visible a causa de la niebla, y luego las nubes minuto a minuto se fueron reuniendo arriba y el sol fue incluyendo árboles a lo largo de la falda de la montaña a medida que ascendía. Después, por un momento, quedó ahogado y fue semejante entonces a una calavera, la parte de atrás de una calavera. Cerramos los ojos y los volvimos a abrir y allí estaba el sol, un sol diminuto, enmarcado en uno de los recuadros de vidrio de la ventana, como una miniatura, irreal, con esos árboles adentro, a pesar de que ningún otro árbol era visible.
Tomamos el bote y fuimos hasta la fuente y encontramos un anuncio nuevo:
PROPIEDAD PRIVADA: PROHIBIDA LA ENTRADA
A pesar de eso resolvimos llenar el barril por última vez. Apareció alguien corriendo por la falda de la montaña, haciendo ademanes de enojo, y en mi prisa por sacar el bote que estaba varado por el peso suplementario del barril, uno de los zunchos se soltó y para cuando llegamos a casa no sólo el barril estaba casi vacío, sino que por poco no habíamos hundido también el bote del escocés. Mi mujer lloraba y había empezado a llover y yo estaba enojado; era tiempo de guerra y nos sería imposible comprar otro barril, y durante la pelea -una de las primeras entre nosotros- casi habíamos decidido marcharnos de una vez por todas, cuando divisé el recipiente que la marea había dejado sobre la playa. Mientras lo examinaba salió el sol, arrojando una luz pálida y plateada, en tanto continuaba lloviendo sobre el brazo de mar y mi mujer quedó tan extasiada con la hermosura de todo eso que olvidó las cosas desagradables que se habían dicho y empezó a hablarme de las gotas de lluvia, exactamente como si yo hubiera sido un niño, mientras yo escuchaba, conmovido, inocente, como si nunca antes hubiera visto una cosa así, y en realidad era como si nunca lo hubiera visto.
-Porque, querido, cada una de ellas está unida a otras gotas que caen sobre ella -dijo-. Algunas son esferas grandes, que se ensanchan y engloban otras gotas, otras son más chicas y más débiles y al parecer viven poco tiempo… La lluvia es agua del mar, que el sol eleva al cielo, se transforma en nubes y de nuevo cae al mar.
¿Sabía yo eso? Supongo que sí, más o menos. Pero que el mar a su vez hubiera nacido de la lluvia, eso no lo había sabido. Pero ella dijo aquello con tan inefable asombro, repito, que observándola y escuchando sus palabras, fue como si yo presenciara por primera vez ese hecho corriente de la lluvia cayendo sobre el mar.
El mundo se ha vuelto tan terrible y extraño a la tierra, que un niño puede nacer en su Liverpool y no haber encontrado nunca ni una persona que creyera que valía la pena el señalarle la simple belleza de algo como eso. ¿Cómo sorprenderse de que esos mismos elementos, dominados sólo para ruina de la tierra y satisfacción de la avidez humana, se vuelvan contra el hombre?
Entre tanto el sol estaba tratando de abrirse paso de nuevo, y nos dimos cuenta de que lo de mostrarse como una calavera había sido nada más que una pose. Como si se tratara del haz luminoso del faro de Cabo Kao, del que se dice que es visible a setenta y seis millas de distancia, así vimos nosotros a la primavera. Y creo que fue realmente entonces cuando decidimos quedarnos.
En cuanto al recipiente, por su forma era semejante a los que había visto a bordo utilizado como filtro en la mesa del oficial de cubierta o del jefe de máquinas, en los días en que había sido fogonero, y calculé que había sido arrojado al agua desde un navío inglés. Fuera o no mi imaginación, el hecho es que olía a jugo de lima. Esos filtros estaban destinados al agua, pero era costumbre poner en ellos jugo de lima. Ahora bien, el jugo de lima no diluido, de uso reglamentario para la tripulación de los navíos ingleses, es tan fuerte que solían emplearlo para limpiar a fondo las mesas, a las que dejaba blancas -bastaban unas gotas en un balde de agua- pero sobre el metal puede tener un efecto corrosivo a más del detergente, y me figuré que algún muchacho inexperto del servicio de mesa había echado equivocadamente demasiado jugo de lima en aquel filtro, o no lo había diluido suficientemente, y el contramaestre, sediento al terminar su trabajo, se habría servido un buen trago de una refrescante bebida herrumbrada, habría arrancado el filtro de la pared, amenazando al desdichado muchacho con dárselo por la cabeza y luego lo habría arrojado al mar. Tal fue la pequeña historia del mar que sobre aquella lata fabriqué para mi mujer, cuando me dispuse a convertirla en un lindo y limpio recipiente de agua para nosotros.
Dispondríamos así, pues, de un recipiente, pero todavía no contábamos con un lugar honorable donde conseguirla. Ese mismo día encontramos a Kristbjorg en el sendero.
-… y ahí está su wand.
-¿Cómo?
-Agua, señora.
Era la fuente. Wand o alguna palabra parecida, aunque no pronunciada como pudiera imaginarse, era al parecer la palabra danesa o noruega para agua, y si no, era la que empleaba Kristbjorg. Había estado allí todo ese tiempo, a menos de cien metros de la casa, sin que nosotros la hubiésemos visto. Sin duda como el “veranillo indio” había sido tan seco y prolongado, el agua no había empezado a correr hasta tarde, y para esa fecha, acostumbrados a que estuviera allí, no la habíamos visto. Pero en este instante fue como si Kristjborg hubiera agitado una varita mágica y de pronto el agua hubiera surgido. Y aquella alma buena fue y nos trajo un pedazo de caña de hierro para que nos fuera más fácil llenar el recipiente.
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