Este texto crítico capital de uno de nuestros primeros Capitanes del Vuelo, Felisberto Hernández (1902-1963), ya reconocido hace décadas como uno de los mayores narradores del siglo XX, fue publicado en La Licorne, que dirigiera la gran Susana Soca, en 1955. Lo recomendamos, desde elMontevideano / Laboratorio de Artes, como una de las varas más lúcidas que podemos utilizar para palpar la autenticidad de nuestros propios intentos creativos, tan a menudo estropeados por la resequedad de la neurosis hiperracionalista y exitista que aplasta al Occidente como un chicle atómico desde hace dos siglos. Subrayemos, de paso, desafiantes y felices desde el vertiginoso canyengue purificador que venimos trenzando con nuestra desprejuiciada comparsa multidisciplinaria y multigeneracional en Tontovideo, como le llamaba Julio Herrera y Reissig a nuestra desértica capital, que Felisberto Hernández todavía sigue muchísimo más difundido y leído en el mundo que en nuestra patria triste. Y por algo será. Pero ya se terminará tanta poca memoria.
Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo, debo esperar un tiempo ignorado; no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesías; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma está destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.
Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia. Pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda.
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