sábado

DOSSIER SUSANA SOCA

(TEXTOS: SUSANA SOCA / GUIDO CASTILLO / JUAN CARLOS ONETTI / CARLOS REAL DE AZÚA)

SUSANA SOCA:
UNA CAPITANA DEL VUELO BAUTIZADA EN NOTRE DAME

En 2009 se cumplieron 50 años de la muerte de SUSANA SOCA (Uruguay 1907-1959), una capitana del vuelo cuyo mito permanece minúsvalidamente investigado por una comunidad que no la mereció.

Sucede que alguna energía misteriosa hiló tan inmaculadamente su identidad que hasta fue bautizada en Notre Dame.

Los que la conocieron -y los que la leemos con congénita devoción hacia todo lo que vuela- supimos siempre que vivía en un estado de depuración que puede parecer inaccesible solamente con falta de paciencia o con techo en el alma.

Y la historia constata desde siempre, también, que los que no parecen de este mundo pero son de este mundo son sistemáticamente segregados por los sabios que no saben nada.

Ella siempre estuvo al alcance. Y, sin exagerar, conviene que subrayemos: santamente al alcance.

Es a este país con cielorraso al que le corresponde estrellarse contra su PAX-LUX. Todo es cuestión de tiempo. Y de fe, por supuesto.

H.G.V.
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PRIMERA ENTREGA

GUIDO CASTILLO
TRANSPARENCIA Y MISTERIO EN LA POESÍA DE SUSANA SOCA


(Entregas de La Licorne, Montevideo, Nro 16, 3ra Época, Septiembre, 1961.

Los poetas son muy pocos, y los pocos que son, lo son de verdad muy pocas veces. La poesía es un quehacer entre otros, una de las tantas cosas, aunque la más importante y característica, que el poeta hace, cuando puede o cuando lo quiere Dios. Nada más extraño que una coincidencia total, un acuerdo perfecto entre la existencia del poeta y la existencia de su poesía. Por lo común, la obra no coincide enteramente con su creador, no se compasa con él, no acompaña todos sus pasos. Y no importa que la poesía sea la preocupación esencial y el afán cotidiano del poeta: como las divinidades antiguas, ella se complace en presentarse bajo engañosas apariencias, es avara de sí misma y no quiere ser el pan de cada día. Por eso Cervantes, el más grande escritor de nuestra lengua, tuvo que hacer, viejo ya, esta melancólica confesión de sus fracasos poéticos:

Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el Cielo…

Sin embargo, alguna vez sucede que la poesía se apodera de la totalidad de una persona humana y, al mismo tiempo, se entrega totalmente a ella -en esos casos el poseído es poseedor y perseguidor el perseguido- para iluminarle los gestos, las miradas, el habla, los silencios, para transfigurar su voz en la otra voz, su vida en la otra vida. Uno de esos raros seres fue, probablemente, Virgilio, y también Hölderlin y Gérard de Nerval y Bécquer y Dylan Thomas. A esta misteriosa estirpe de poetas absolutos, de elegidos y condenados por y para la poesía, pertenece Susana Soca. No es éste un vano elogio porque no decimos que esos poetas son los mejores y más grandes, sino, simplemente, los más incondicionales y puros, los más constantes, los poetas que lo son siempre.

Edmond Jaloux ha emitido un juicio sobre Gérard de Nerval que se podría aplicar exactamente a Susana Soca: “Gérard de Nerval, de tous les êtres que ont vécu, est certainement un de ceux qui se sont maintenus de la façon la plus constante dans l’état de poésie”. Susana Soca vivió “de la manera más constante en ese estado de poesía, que no es tan extraordinario y absorbente como el estado de gracia. Y porque es imposible habitar en la verdadera gracia sin habituarse a ella, Susana Soca llevaba con maravillosa desenvoltura y naturalidad ese destino misterioso, que a tantos abruma y derriba, como si hubiera realizado sus bodas espirituales con la poesía. Por eso casi nunca hablaba de su propia creación y vivía entregada a las actividades más diversas y preocupada aun por las cosas más distantes, en apariencia, del resplandor secreto y del agua milagrosa que rebosaba su corazón. Esta plenitud poética se asemeja, en cierto modo, a la última etapa de la experiencia mística: la unión transformante, que está más allá del éxtasis o que podría considerarse como un éxtasis tranquilo y permanente. Así lo decía Santa Teresa en los últimos años de su vida:

Ya hame dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo: ni contento ni pena que sea mucha no la veo en mí. Si alguna me dan algunas cosas, pasa con tanta brevedad, que yo me maravillo, y deja el sentimiento como una cosa que soñó. Y esto es entera verdad, que aunque después yo quiera holgarme de aquel contento o pesarme de aquella pena, no es a mi mano, sino como lo sería a una persona discreta tener pena o gloria de un sueño que soñó.

Susana Soca se movía sobre nuestro suelo y respiraba en nuestra atmósfera con esa “manera de sueño en la vida”, atenta a todas las cosas y siempre un poco ausente de todas partes, lejana incluso de sí misma, inmune a las dulzuras de su propia dicha y a los tormentos de su propia angustia. Por eso José Bergamín dice que ella, …aun cercana, era siempre así: intimidad de lejanía. Su muerte misma me parece irreal y como simbólica de esa pureza misma, secreta y enigmática de su ferviente vida callada. La pienso más viva, mucho más viva que muchísimos vivos que sí me han parecido y siguen pareciendo muertos -aunque se aviven por no serlo. En Susana, su hondo vivir -por su fe- la salva en una presencia de inmortalidad para el recuerdo y la estimación de quienes la conocimos en su vida pasajera, que tan misteriosamente en ella ya se transparentaba de algo perdurable… Y ahora, entre su recuerdo, su imagen viva -tan misteriosa e inquietante- y nosotros, se levantan los resplandores invisibles de su muerte, que prestan a su voz otra luz y sombra más puras. Como si esa voz suya extraña, su apuntada risa o súbita tristeza distraída, adquiriesen en nuestro recuerdo un significado más preciso, enigmático, interrogante… Tuvo en vida la rarísima cualidad de parecernos alejada, como sonámbula, estando tan cerca que oía y veía, su alrededor y a nuestro lado, lo más inaudito e inefable, dándonos como una mágica presencia que transparentaba no sabíamos nunca bien qué, pero algo esencial y profundo: fronteriza siempre de otro mundo, infernal o divino.

Si no nos acostumbramos al aire raro y sutil de esta duermevela poética y no nos entredormimos o entresoñamos nosotros mismos, difícil será que podamos percibir el misterio transparente de “En un país de la memoria”. Misterio translúcido, porque no consiste en averiguar lo que el poeta nos dice de las cosas, sino lo que ellas mismas nos están diciendo, al conjuro de la voz, imperiosa y dulce, que las ha congregado. Lo primero, cundo sucumbimos al blancor mágico de este libro, es que nos invade la floración de todas las cosas: dalias, espejos, abedules, tapices, caballos, rosas, estatuas… y el mar y las ciudades y la muchedumbre de los sueños. Todo florece en los “jardines húmedos”: florecen las flores y florece la fauna; allí está piedra siempre en cierne y nunca termina de abrirse la rosa del mar. Así se revela, en cada uno de los poemas de Susana Soca, el atributo primordial de la poesía, que es la facultad de llamar a las cosas por su nombre propio, protegiéndolas de la intemperie de la existencia, de los temporales del tiempo, con el calor musical y el abrigo luminoso de la palabra humana. El poeta cumple, de este modo, con el oficio sagrado de bautizar las cosas, lavándoles el rostro de la costra indiferente y común, individualizándolas en su índole inconfundible, nombrando lo innominado, para salvarlo de los limbos de la supervivencia anónima. Por eso dice en “Rosa de todos”, primer poema del libro:

Busco la rosa en medio de las rosas / y la mano en mi mano.

Esa rosa solitaria en medio de las rosas no es una rosa universal y abstracta, aunque sea la “roda de todos”. Se transforma en todas las rosas pero es una rosa imprevista, y único su perfume, su color, indefinible, porque es del color de sí misma. Ella sólo se abre para los ojos del durmiente, que la ve, sin mirar, en los espacios abiertos por la huida de los sueños:

Soy el que duerme lejos sin figuras / el que no mira y sin embargo ve / súbitamente la imprevista rosa / del color de sí misma, nada más. / Entre la orilla clara de sus pétalos / y las moradas islas, / empiezan lentos ríos de colores. / Fulge la aguda la amarilla rosa, / la de clavadas puntas en el humo / que nubla los colores de la llama, / la que retiene el oro en la ceniza. / La grave y roja sale de la noche / aligerada en lilas: lentamente / precede a la mañana; / la moribunda viva rosa blanca / se inmoviliza en un jardín de escarcha / y para siempre duramente brilla.

El alma del poeta, cómplice de la humedad de los jardines, alimenta los fantasmas de las flores y, más allá de la tierra y de los sueños, sale en pos de una flor mística y libre, de la última rosa:

Salen del sueño apresurados / en busca de una flor / y entre la niebla niebla y ya sin aire, / siguen los pasos de una libre flor.

¿Será esa flor en libertad “la flor sin nombre de flor” que Susana Soca menciona en “Busco el color del mar”? El mundo cabe en esa pura flor sin nombre que el poeta respiró en los días de una antigua inocencia y para alcanzar la nueva inocencia, la nueva enajenación del perfume insondable, la caminante solitaria debe atravesar el “escondido país” de la memoria, “sometido a la ausencia”, “memorable país”. Sólo el pasado quedó atrás del poeta, pero no la memoria de ese pasado. La memoria se extiende en el futuro, despliega delante de los ojos sus múltiples horizontes simultáneos -unos cercanos como un golpe, otros cercanos como un grito-, y ofrece mil caminos a los pasos, abre y cierra cien puertas. El viaje hacia el pasado fue el único futuro que se le ofreció a Susana Soca, en una larga etapa fundamental de su vida, cuando se decidió a salir al encuentro de sí misma. En ese extraño viaje paradójico la partida es un regreso y la sensación una recaída, lo conocido es misterioso y las cosas muertas se visten de un nuevo esplendor:

Busco el sabor antiguos de las hojas / que cien veces gustado / rodeaba el cuello joven, y tibio como el ámbar / de nuevo sorprendía. / Regreso a la arboleda / y el perfume camino en lugar de mis pasos / y la transporta y la abandona entera / cada vez más secreto, acaso a medianoche / entre las piedras vuelve a encender el silencio.
(…) Alguien me dejó sola delante de las hojas / como delante de una muerte que no lo fue mía / y empecé a caminar buscando nuevos nombres / para las mismas hojas.
Si respirara en ellas nuevamente / la inocencia del gozo y la melancolía; / si respirara en ellas / de una violenta vida anticipadas muertes, / me acercaría ala resina viva.
Pero yo estoy de pie / en el sendero corto atravesado / por un tronco marchito como una vieja seda, / sin llegar a las hojas.

(“Tiempo de la resina”)

Buscando identificarse de nuevo con aquella cabeza de niña que, erguida sobre su cuello, asomaba entre las hojas, como una flor, Susana Soca siente que, en lugar de sus pasos, es el perfume el que camina transportando la arboleda, para hacer más íntimo el regreso. Pero ya no hay nadie entre el follaje, y una mano secreta -divina, acaso- la dejó sola delante de las hojas que, siendo las mismas, ya no pueden rodearla como antaño. Y así, recorriendo arboledas y calles ya recorridas, entrando en viejos cuartos y tocando antiguas cosas, el poeta se encuentra ante su propia ausencia como delante de una muerte ajena. Todo está como antes: allí están las flores, las hojas, las sedas, los espejos que la niña miraba y tocaba. Sólo la niña no está.

La poesía de Susana Soca se alimentó de los perfumes, los colores y los sabores de la memoria; y la memoria fue su mayor tomento. La memoria le dio vida, rodeándola de muertes sucesivas, multiplicando su soledad con los fantasmas de su propia historia:

Vino conmigo la cámara / me persiguieron las cosas / o acaso vine a buscarlas / en la tarde enceguecida / de las conjeturas falsas / y los adioses ficticios. / Ya las cosas preservadas / y difuntas me siguieron. / Conmigo se desplazan / enteras y con su tiempo / en el tiempo mío, exactas. (…) Me persiguieron las cosas. / Fidelidad que no basta / por años viajó conmigo / más cruel que la inconstancia / cada noche sufrió muertes / que a las otras se sumaban. (…) En la cámara cerrada / he jugado con los monstruos / pata que me devoraran / sin prisa, cuando los juegos / de repetidas infancias / para respirar en ellas / ni siquiera me bastaban. (…) Húmedo reino o apenas / brocal de flor disecada / dueña de esencias durables / para la abeja que labre / las más fieles pesadillas /, / mi juventud cara a cara / vio la muerte y era muerta / de estupor.

En esta búsqueda, que es una huida, Susana Soca sabe que, para encontrarse a sí misma, debe salir de sí misma; que es preciso enajenarse para ensimismarse de veras. Pero, mientras tanto, no puede escapar de la terrible preservación, de la cruel felicidad de las cosas difuntas, ni puede transponer definitivamente la puerta de una habitación, abandonada hace muchos años, que la mantiene prisionera y la separa del mundo, con sus cuatro paredes espectrales, o que, acaso, contiene y contamina el mundo, convirtiéndolo en la más cerrada de las cámaras y en la más estrecha de las prisiones. Oprimida así por la estrechez de su habitación lejana y por la inmensidad de su mundo, próximo y lejano, la niña cautiva, la mujer -siempre niña cautiva-, rompe las mágicas rondas protectoras de los juegos infantiles, para jugar, indefensa, con los monstruos que esperan, solícitos, en los rincones sombríos, en las penumbras del mundo. Sólo la inocencia que se entrega a la voracidad de los monstruos, al delirio del abismo y a la avidez de la muerte -la inocencia del poeta y la del santo-, puede domesticar a los monstruos, flotar sobre el abismo y levantarse sobre la muerte. Y si Susana Soca, ya en su infancia, pudo vencer a los monstruos de “las más fieles pesadillas” -después de haber sido lentamente devorada por ellos- fue porque su vida, como escribí en otra oportunidad, se reveló, desde su niñez, como una existencia determinada por la poesía. La poesía es el territorio que le fue asignado para sus inocentes encuentros esenciales con lo divino y con lo humano, su punto de reunión con Dios y con las cosas. Por eso ninguno de sus poemas se limita a ser un procedimiento, una manera, más o menos nueva, de expresar lo que podría ser expresado de otro modo, sino que cada de uno de ellos se manifiesta como un puro hacer que depende de un puro encontrar, de un hallazgo. La inocencia de esos hallazgos en lo secreto hace que su lenguaje tenga siempre un evidente misterio y, a veces, un aparente hermetismo. Digo que el hermetismo es aparente porque no es voluntario, porque no se origina en el propósito de hacer hermético lo que no lo es. Por el contrario, Susana Soca pertenece a esa estirpe de poetas cuya sabiduría está al servicio de la inocencia. La sabiduría entrega, y, a la vez, protege lo intacto y lo escondido. En esta poesía sensorial y pensativa las más extrañas sensaciones están penetradas por una meditación constante. Y la atmósfera donde se movieron y respiraron habitualmente los sentidos, las emociones y los pensamientos, lo cercano y lo lejano, fue, durante mucho tiempo -durante muchos poemas-, el aire de la memoria. En la memoria -más que en la percepción o el entendimiento- el mundo aparece como mundo; allí están reunidos el horror y la dulzura, los hombres y los fantasmas, la realidad y el sueño, la proximidad y la distancia. Todas las cosas se congregaban, para el poeta, en el inmenso país de la memoria: “todo cabía en él”.

Pero para poder alcanzar la plenitud de una pureza al mismo tiempo antigua y futura, era necesario encontrarse “por primera vez libre y sin país alguno”, era preciso vivir “sin tiempo para los nuevos recuerdos”. Por eso, sus últimos poemas nacen de la lucha por escapar de la memoria que, hasta entonces, la había sustentado. Ella sabía que más allá de la memoria están la paz, la libertad y la vida, y que existe un recuerdo virgen más allá, también, de la memoria.

En un país de la memoria / por años y años yo erraba sin salir / en un país de la memoria / escondido país, con rigor yo viví. / Y si llegaba a la salida / alguien de nuevo me hacía entrar / en un país de la memoria / que era país de la ansiedad.
Por un tiempo más largo que el de la juventud / conocí los dominios de entrar y de salir / de aquel país de la memoria / sometida a la ausencia, memorable país.
(…) Aquel país surcado de innumerables ríos / que ningún mar devoraba, / sólo el mar de la ausencia para siempre / extendido entre mis ojos / y el mar de la espuma y el mar de la hierba.
(…) Desaparece ahora el anillo de humo / sobre el mar de la ausencia alargado en mis ojos / y he de salir de la memoria / camino lento que serpentea / cuando no miro atrás ni tampoco adelante / y de soslayo veo las cosas / como si fueran otras.
Por primera vez libre y sin país alguno / adonde pueda volver / en una misma noche entro, sin distinguir / su ligereza y su peso.
(…) He de salir de la antigua memoria / extranjera a los climas que no fueron sus climas, / sin
tiempo para los nuevos recuerdos.
Un canto llega a mi boca, / como si nunca hubiese sido mío, / escucho sin hablar y alguna vez lo sigo.

(“En un país de la memoria”)

“El nombre En un país de la memoria -escribe Susana Soca en el prólogo de su libro-, está dado a modo de evocación. Se trata de un país familiar y perdido, recordado y presente, un país en el que ya no vivo”.

La ruptura se produjo en el momento en que la memoria cesó de actuar como personaje central en el drama y de imponer a todos los temas sus específicas formas. En una palabra, aligeró su tiranía dejando en libertad otras vivencias poéticas para que pudieran ser encaminadas hacia un sentido más general de las cosas. Pero había que empezar de nuevo, reaprender en el vacío los gestos antes naturalmente ejercitados; y los poemas de ese período traducen el asombro ante una tercera vida. El poeta parece decirnos que así como existe una vida anterior a la vida de la memoria, también existe otra posterior a ella. Esta “tercera vida” no es, en realidad, una forma del olvido, ella representa, por lo contrario, el esplendor de una presencia absoluta que hace innecesarios los recuerdos para el alma que vive su infatigable maravilla. El tema de la “tercera vida” se inspira, probablemente, en las coplas de Jorge Manrique, quien nos habla de tres vidas: la temporal y perecedera, la de la fama o del renombre y, por último, la ultraterrena y eterna. La segunda vida fue, para Susana Soca, la de la memoria sin consuelo, la del recuerdo entrañable y doloroso que renombra, busca nuevos nombres para lo ya perdido en el tiempo. Por eso:

No sirven las palabras que en otra vida acaban. / En el amanecer de una tercera vida / las cosas se retiran de sus nombres, / desencontradas van por tranquilos lugares / apenas lisos y resbaladizos.

No. Para la poesía “no sirven las palabras que en otra vida acaban”; y las únicas palabras que no se acaban son aquellas que pueden identificarse con la existencia intransferible de lo nombrado, las palabras que existen de verdad, porque de verdad pueden morir, y viajar, después de muertas -despojadas de la fama anónima de sus nombres comunes-, por los tranquilos lugares de un país sin memoria. Por eso Susana Soca casi nunca nombra a Dios, y por eso Dios está casi siempre detrás de sus palabras temerosas de traficar con las cosas santas, sólo atentas a dar testimonio:

del esplendor de las vivientes cosas / devoradoras, devoradas / para morir o hacer morir.

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