CONVERSACIONES CON DANIEL CHARLES
(reportajes recuperados)
SEGUNDA ENTREGA
PRIMERA CONVERSACIÓN (II)
Cuando Fischinger le enseñó a escuchar el alma, o el sonido de las cosas, ¿no se acercó usted a ciertas doctrinas orientales sobre la génesis del sonido?
Con Fischinger todo se situaba en un plano que se podría calificar de “espiritualista”. Sólo después de terminada la guerra -diez años después de mi encuentro con Fischinger, que se produjo en 1935 o 1936- empecé a interesarme seriamente por el pensamiento oriental y por los mitos de que usted habla.
Pero en su escritura para percusión, ¿no había influencias javanesas o balinesas, o bien de músicas negras? ¿Conoce usted músicas de tradición oral?
Como le dije, yo seguí en Nueva York algunas clases de Henry Cowell, y allí escuché músicas de ese carácter. Si hubo influencia, no fue consciente; por lo demás, yo no había estudiado seriamente, en aquel momento, la teoría de la música de la India o de las músicas indonesias.
¿Sólo le interesaban las sonoridades?
Así fue durante todos esos años de preguerra. En las sonoridades, pero en la medida en que eran vehiculizadas por una estructura rítmica. Aspiraba a una situación en que se permitiera la entrada de todas las sonoridades. Y me parecía claramente que tal situación era de orden temporal.
Usted mencionó, en el Museo de Arte Moderno, su deseo de salir del círculo schönbergiano repetición-variación…
En todas las piezas de los años 1935-40 yo tenía en el espíritu las lecciones de Schönberg; como me había enseñado que la variación se reducía en el fondo a la repetición, no le encontraba utilidad alguna a la variación y acumulaba repeticiones. Todas mis primeras obras para percusión, así como mis composiciones para piano, suponen grupos de sonidos o grupos de duraciones sistemáticamente repetidos.
Sólo después de la guerra tuvimos acceso, por lo menos en Francia, al universo de los ruidos, en el que usted pensaba desde 1935. Y se trataba de ruidos registrados. En consecuencia, su texto de 1937 sobre el porvenir de la música debe ser considerado premonitorio… Allí se emplea por primera vez -mucho antes de que Schaeffer hubiera descubierto el término- el adjetivo “experimental” para calificar esa música de ruidos. Además, usted consideraba la posibilidad de instituir “Centros de música experimental” donde los compositores encontraran el instrumental electroacústico necesario para su trabajo.
Es verdad. Algún tiempo después -creo que entre 1941 y 1942- consagré varios meses, si no un año entero, a tentativas por fundar un “centro de música experimental”. En aquel momento, tenía sobre la tecnología electroacústica información suficiente como para pensar con seriedad en la creación de una música que permitiera no perder nada de esas nuevas posibilidades de producción sonora. En aquella época no se hablaba de magnetófonos, sino de “fonógrafos cinematográficos”, y la idea era utilizar esas cámaras de tipo particular para obtener sonidos, con éstos constituir bibliotecas y, finalmente, componer a partir de los elementos almacenados en esa forma. Eso es lo que ha permitido ahora la banda magnetofónica, y al principio se pensó que el mismo resultado podría obtenerse mediante filmes. Después se pensó en utilizar cables. Por supuesto, todo eso se volvió realmente “operativo” sólo después de la guerra, con el desarrollo de la banda magnetofónica.
También en ese texto de 1937 usted sugería el reemplazo del término “música” por la expresión “organización del sonido”.
Sí, el rótulo “música” parecía hasta tal punto reservado a lo que podía hacerse con los instrumentos inventados o perfeccionados durante los siglos XVIII y XIX, que ni siquiera los inventores de aparatos musicales eléctricos acertaban a hacer algo más que imitar esos instrumentos “musicales”. Por otra parte, se trata de un fenómeno poco menos que universal: toda invención tecnológica, en vez de empezar directamente por su forma definitiva, copia durante algunos años los inventos anteriores. Los automóviles fueron carretas antes de convertirse en automóviles. De igual modo, los instrumentos eléctricos sirvieron ante todo para reproducir los sonidos tradicionales, que eran, sin embargo, sonoridades acostumbradas.
¿Admite usted la idea de un “solfeo concreto”?
¿Qué podría significar eso?
En la década de 1950-60, la doctrina schaefferiana proponía clasificar los ruidos de acuerdo con cierto número de exigencias taxonómicas que permitieran leer, descifrar los más diversos climas sonoros; todo ello facilitaría, según Schaeffer, componer en forma menos “surrealista”, más orgánica.
Mucho me temo que semejante esfuerzo de organización nos haga recaer en el mismo proceso de copia de lo antiguo de que hablábamos. La idea de un solfeo de ruidos contiene el término “solfeo”, ¿no es así? ¿Y hay algo más habitual que esa noción?
El solfeo se reduciría, según usted, a una herencia comprometedora de los siglos XVIII y XIX?
Es más o menos eso. Vea, lo que siempre me hizo sentirme incómodo, desde el comienzo, con el trabajo de Schaeffer, es su preocupación por las relaciones, y las relaciones entre los sonidos. Tenía máquinas a su disposición y siempre trató de emplearlas en forma tal que le proporcionaran las relaciones entre los ruidos y la tonalidad. Ese ha sido siempre su problema. Por ejemplo, con el fotógeno, que de acuerdo con su idea debía marchar a doce velocidades distintas, ¿dónde cree usted que hubiera podido desembocar, como no fuese en un sistema de doce sonidos? ¡Aún proclamando que no quería llegar allí! Con el solfeo, el problema es el mismo: se trata de un instrumento mental, no de un aparato, pero el resultado corre el riesgo de parecerse mucho. O sea, recaer fatalmente en sonidos en el sentido “musical” del término, es decir, en ruidos que sólo pueden ir de la mano con tales o cuales ruidos, y no con tales o cuales ruidos distintos. A todo esto, lo que yo quise realizar fue exactamente lo contrario: no repetir una situación a la que estamos habituados y que bien puede seguir siendo lo que es, sin que nos sintamos obligados a intervenir, sino crear una situación totalmente nueva, en que cualquier sonido o ruido pueda acompañar a cualquier otro.
Lo que usted llama una situación “experimental”.
Sí, en la que nada es seleccionado de antemano, en la que no hay obligaciones ni prohibiciones, en la que ni siquiera hay algo previsible.
¿Una situación de anarquía?
¡Ciertamente! Thoreau lo describió con mucha claridad cuando sustituyó aquella máxima de Jefferson, según la cual “el mejor gobierno es el que gobierna lo menos posible”, por la siguiente: “El mejor gobierno es el que no gobierna absolutamente nada”.
¿Usted situaría a Schaeffer en el campo del gobierno?
Pienso que él y yo no nos entendimos en torno de la diferencia que hay entre el número dos y el número uno. Yo siempre traté de pensar en la pluralidad de la cifra uno, en tanto que, para Schaeffer, la pluralidad sólo empieza en la cifra dos.
(reportajes recuperados)
SEGUNDA ENTREGA
PRIMERA CONVERSACIÓN (II)
Cuando Fischinger le enseñó a escuchar el alma, o el sonido de las cosas, ¿no se acercó usted a ciertas doctrinas orientales sobre la génesis del sonido?
Con Fischinger todo se situaba en un plano que se podría calificar de “espiritualista”. Sólo después de terminada la guerra -diez años después de mi encuentro con Fischinger, que se produjo en 1935 o 1936- empecé a interesarme seriamente por el pensamiento oriental y por los mitos de que usted habla.
Pero en su escritura para percusión, ¿no había influencias javanesas o balinesas, o bien de músicas negras? ¿Conoce usted músicas de tradición oral?
Como le dije, yo seguí en Nueva York algunas clases de Henry Cowell, y allí escuché músicas de ese carácter. Si hubo influencia, no fue consciente; por lo demás, yo no había estudiado seriamente, en aquel momento, la teoría de la música de la India o de las músicas indonesias.
¿Sólo le interesaban las sonoridades?
Así fue durante todos esos años de preguerra. En las sonoridades, pero en la medida en que eran vehiculizadas por una estructura rítmica. Aspiraba a una situación en que se permitiera la entrada de todas las sonoridades. Y me parecía claramente que tal situación era de orden temporal.
Usted mencionó, en el Museo de Arte Moderno, su deseo de salir del círculo schönbergiano repetición-variación…
En todas las piezas de los años 1935-40 yo tenía en el espíritu las lecciones de Schönberg; como me había enseñado que la variación se reducía en el fondo a la repetición, no le encontraba utilidad alguna a la variación y acumulaba repeticiones. Todas mis primeras obras para percusión, así como mis composiciones para piano, suponen grupos de sonidos o grupos de duraciones sistemáticamente repetidos.
Sólo después de la guerra tuvimos acceso, por lo menos en Francia, al universo de los ruidos, en el que usted pensaba desde 1935. Y se trataba de ruidos registrados. En consecuencia, su texto de 1937 sobre el porvenir de la música debe ser considerado premonitorio… Allí se emplea por primera vez -mucho antes de que Schaeffer hubiera descubierto el término- el adjetivo “experimental” para calificar esa música de ruidos. Además, usted consideraba la posibilidad de instituir “Centros de música experimental” donde los compositores encontraran el instrumental electroacústico necesario para su trabajo.
Es verdad. Algún tiempo después -creo que entre 1941 y 1942- consagré varios meses, si no un año entero, a tentativas por fundar un “centro de música experimental”. En aquel momento, tenía sobre la tecnología electroacústica información suficiente como para pensar con seriedad en la creación de una música que permitiera no perder nada de esas nuevas posibilidades de producción sonora. En aquella época no se hablaba de magnetófonos, sino de “fonógrafos cinematográficos”, y la idea era utilizar esas cámaras de tipo particular para obtener sonidos, con éstos constituir bibliotecas y, finalmente, componer a partir de los elementos almacenados en esa forma. Eso es lo que ha permitido ahora la banda magnetofónica, y al principio se pensó que el mismo resultado podría obtenerse mediante filmes. Después se pensó en utilizar cables. Por supuesto, todo eso se volvió realmente “operativo” sólo después de la guerra, con el desarrollo de la banda magnetofónica.
También en ese texto de 1937 usted sugería el reemplazo del término “música” por la expresión “organización del sonido”.
Sí, el rótulo “música” parecía hasta tal punto reservado a lo que podía hacerse con los instrumentos inventados o perfeccionados durante los siglos XVIII y XIX, que ni siquiera los inventores de aparatos musicales eléctricos acertaban a hacer algo más que imitar esos instrumentos “musicales”. Por otra parte, se trata de un fenómeno poco menos que universal: toda invención tecnológica, en vez de empezar directamente por su forma definitiva, copia durante algunos años los inventos anteriores. Los automóviles fueron carretas antes de convertirse en automóviles. De igual modo, los instrumentos eléctricos sirvieron ante todo para reproducir los sonidos tradicionales, que eran, sin embargo, sonoridades acostumbradas.
¿Admite usted la idea de un “solfeo concreto”?
¿Qué podría significar eso?
En la década de 1950-60, la doctrina schaefferiana proponía clasificar los ruidos de acuerdo con cierto número de exigencias taxonómicas que permitieran leer, descifrar los más diversos climas sonoros; todo ello facilitaría, según Schaeffer, componer en forma menos “surrealista”, más orgánica.
Mucho me temo que semejante esfuerzo de organización nos haga recaer en el mismo proceso de copia de lo antiguo de que hablábamos. La idea de un solfeo de ruidos contiene el término “solfeo”, ¿no es así? ¿Y hay algo más habitual que esa noción?
El solfeo se reduciría, según usted, a una herencia comprometedora de los siglos XVIII y XIX?
Es más o menos eso. Vea, lo que siempre me hizo sentirme incómodo, desde el comienzo, con el trabajo de Schaeffer, es su preocupación por las relaciones, y las relaciones entre los sonidos. Tenía máquinas a su disposición y siempre trató de emplearlas en forma tal que le proporcionaran las relaciones entre los ruidos y la tonalidad. Ese ha sido siempre su problema. Por ejemplo, con el fotógeno, que de acuerdo con su idea debía marchar a doce velocidades distintas, ¿dónde cree usted que hubiera podido desembocar, como no fuese en un sistema de doce sonidos? ¡Aún proclamando que no quería llegar allí! Con el solfeo, el problema es el mismo: se trata de un instrumento mental, no de un aparato, pero el resultado corre el riesgo de parecerse mucho. O sea, recaer fatalmente en sonidos en el sentido “musical” del término, es decir, en ruidos que sólo pueden ir de la mano con tales o cuales ruidos, y no con tales o cuales ruidos distintos. A todo esto, lo que yo quise realizar fue exactamente lo contrario: no repetir una situación a la que estamos habituados y que bien puede seguir siendo lo que es, sin que nos sintamos obligados a intervenir, sino crear una situación totalmente nueva, en que cualquier sonido o ruido pueda acompañar a cualquier otro.
Lo que usted llama una situación “experimental”.
Sí, en la que nada es seleccionado de antemano, en la que no hay obligaciones ni prohibiciones, en la que ni siquiera hay algo previsible.
¿Una situación de anarquía?
¡Ciertamente! Thoreau lo describió con mucha claridad cuando sustituyó aquella máxima de Jefferson, según la cual “el mejor gobierno es el que gobierna lo menos posible”, por la siguiente: “El mejor gobierno es el que no gobierna absolutamente nada”.
¿Usted situaría a Schaeffer en el campo del gobierno?
Pienso que él y yo no nos entendimos en torno de la diferencia que hay entre el número dos y el número uno. Yo siempre traté de pensar en la pluralidad de la cifra uno, en tanto que, para Schaeffer, la pluralidad sólo empieza en la cifra dos.
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