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CRISTIANISMO Y MARXISMO EN EL SIGLO XXI

La crítica de la razón tecnológica / Ratzinger y Habermas, un paralelismo sostenido

por ANDRÉS OLLERO TASSARA, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. (Tomado de ZENIT).

PRIMERA ENTREGA

Debo, ante todo, agradecer el honor para mÍ supone intervenir por vez primera como ponente en las sesiones plenarias de nuestra Junta, después de mi discurso de ingreso del pasado 18 de noviembre de 2008. La elección del tema no ha dejado de verse condicionada por factores aparentemente contradictorios. Por una parte, el encuentro de dos autores tan dispares como Jürgen Habermas y el entonces Cardenal Ratzinger en la Academia Católica de Baviera en enero de 2004 (1) constituyó sin duda un acontecimiento cultural de notable relevancia en el inicio de un nuevo siglo. No tiene pues nada de extraño que atrajera mi interés como posible objeto de reflexión.

Cuando ésta ya andaba avanzada pude comprobar, el pasado 27 de abril, que nuestro compañero Olegario González de Cardedal lo asumía también como principal referencia de su valiosa aportación a este pleno. Ello parecía invitar a un abandono de mi propósito inicial, pero acabé optando por no hacerlo por un doble motivo. Por una parte, en la reciente reunión de nuestra Sección, que identificamos por cierto con el discutible rótulo de "Ciencias filosóficas", se nos animó a propiciar un estudio coordinado de posibles temas de interés común; la aparente reiteración cobraba así incluso un matiz positivo. Por otra parte, en su valiosa intervención nuestro compañero dejaba claro que la amplitud temática del citado encuentro descartaba la posibilidad de agotar en una sesión sus múltiples facetas.

En cualquier caso, preocupado siempre de no cansar a los Señores Académicos con disertaciones redundantes, he optado por no ocuparme del texto de aquel histórico debate, para centrarme prioritariamente en otros escritos de ambos autores, posteriores cronológicamente las más de las veces, hasta el punto de que no pocos de ellos los protagoniza ya un antiguo cardenal convertida ahora en el papa Benedicto XVI. Quedaría así de relieve que la comentada convergencia en más de un aspecto entre el teólogo y el filósofo no constituía una anécdota pasajera; expresaba por el contrario, como intentaré resaltar, un más prolongado paralelismo, en el sentido más literal, ya que en ningún se llegaría a una identidad en las conclusiones.


SUTURA PARA UN DESGARRO

La relevancia de dicho encuentro es mayor si se supera la idea de que el reto actual para Europa procede de una presión multicultural fruto de la notable inmigración. Me parece más acertado reflexionar sobre el desgarro cultural interno que está experimentando; esto aumenta el interés de esta convergencia de dos figuras consolidadas en ámbitos culturales aparentemente poco conciliables, lo que convierte su encuentro en una posible saludable sutura.

Quiero por ello centrar en mi atención en un aspecto que me parece decisivo en el llamativo acercamiento entre estos dos pensadores, integrados en mundos culturales aparentemente muy dispares: la crítica a un determinado concepto de racionalidad y, en consecuencia, la necesidad de replantear la aportación de la Ilustración, que ambos consideran un momento histórico de particular valía.

En lo que a Benedicto XVI se refiere, latirá en el trasfondo de su postura la actual crisis del clásico concepto de ley natural, marginado al imponerse una acepción científico-positiva del término naturaleza, absolutamente ajeno a la dimensión entelequial que le daba sentido en la filosofía clásica. Ya tuve ocasión de subrayar en mi discurso de ingreso cómo tal término habría de ser entendido en este contexto de acuerdo con una de las dos acepciones que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española; no ciertamente la que lo recoge en clave irónica, como "cosa irreal", sino la que lo define como "cosa real que lleva en sí el principio de su acción y que tiende por sí misma a su fin propio". Más expresiva incluso es la versión incluida en otro diccionario, que algún experto amigo transplantó a mi agenda electrónica: "en la filosofía de Aristóteles, fin u objetivo de una actividad que la completa y la perfecciona" (2). El actual pontífice viene animando a las universidades católicas a orientar la actividad de sus investigadores hacia una rehabilitación de la ley natural, empeño que refuerza con no pocas aportaciones personales.


LA LEY NATURAL EN CRISIS

De ahí que en dicho contexto un autorizado y relativamente reciente documento, recuerde que "la noción de naturaleza no hace referencia a un dato estático, sino que significa el principio dinámico real del desarrollo del sujeto y de su actividad específica. La noción de naturaleza está formada sobre todo pensando en las realidades materiales y sensibles, pero no se limita a ese ámbito ‘físico' y se aplica analógicamente a las realidades espirituales". De ahí que añada que "la persona humana, en las elecciones libres con las que responde en su concreto ‘aquí y ahora' a la propia vocación única y trascendente, asume las orientaciones dadas por su naturaleza. En efecto, la naturaleza pone las condiciones de ejercicio de la libertad e indica una orientación para la elección que la persona debe efectuar. Indagando la inteligibilidad de su naturaleza, la persona descubre así el camino de la propia realización" (3).

Se pretende así esquivar una presunta falacia naturalista, que sería fruto de la formulación de propuestas normativas derivadas de meras constataciones fácticas. Pero, a la vez, se está rechazando cualquier intento de proponer una ética divino-positiva consistente en meros dictados volitivos emanados de una instancia tan omnipotente como arbitraria. La ley natural, que la ética católica hace propia, tendría pues un fundamento racional, accesible sin necesidad del recurso a la fe, sin perjuicio del plus cognoscitivo que de ella pudiera derivar. Ello explica la tajante afirmación de Benedicto XVI en su polémico discurso universitario de Regensburg: "actuar contra la razón está en contradicción con la naturaleza de Dios", ya que "Dios actúa con logos". El Verbo encarnado aparece ya no sólo como palabra, sino que "significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y capaz de comunicarse, pero precisamente como razón". Sólo esto hará posible un "encuentro entre fe y razón, entre auténtica ilustración y religión" (4).

La ética católica pues, lejos de aparecer como un entramado de prohibiciones de cuño sobrenatural, se propone como expresión de una racionalidad creadora capaz de servir de rumbo positivo al ejercicio de la libertad. No creo que los propios católicos lo tengan muy claro, lo que puede llevarles en más de una ocasión a sentirse prisioneros de unos dictados caprichosos y destinados a verse relativizados por el irrefrenable curso de la historia; como consecuencia, el mejor modo de ejercer un saludable progresismo sería aprestarse a ser los primeros en desobedecerlos.

Si se me admite la anécdota, no dejó de resultarme significativo que, después de pronunciar una conferencia sobre problemas bioéticos en una cofradía sevillana, la primera pregunta formulada en el coloquio versara sobre en qué estribaba la diferencia entre una bioética cristiana y una bioética laica. Como si la ética que el demandante suscribía no consistiera en asumir normas susceptibles de acceso racional sino en peculiaridades confesionales; o como si el disertante no fuera un laico al abrigo de cualquier sospecha. La sobrenaturalización de la ley natural y la aceptación de una identidad entre laicidad y agnosticismo iban de la mano para el fervoroso cofrade. Que la ley natural haya sido objeto de revelación, para contrarrestar previsibles mermas cognoscitivas personales o ambientales, no significa en realidad que su contenido sea verdadero porque Dios así lo haya querido; más bien ha querido que se observen por ser verdaderos.


UN LEBENSWELT ARISTOTÉLICO

Cabrá sin duda preguntarse dónde habremos dejado aparcado a Habermas a estas alturas. Él mismo puede sacarnos de dudas. Su preocupación ante el imperialismo de la razón tecnológica encuentra un amplio campo de juego ante las propuestas esgrimidas por la eugenesia positiva norteamericana, que aspira a diseñar criaturas a la carta en vez de suscribir el empeño clínico de poner freno a factores genéticos negativos.

Su preocupación por la sustitución tecnológica de lo "engendrado" por lo manufacturado le lleva a preocuparse seriamente por el futuro de la naturaleza humana. Reflexionando sobre su ya mítico "Lebenswelt", la primera anotación puede resultar un tanto sorprendente, dado su bien conocida trayectoria filosófica: "nuestro mundo vital está en cierto sentido constituido aristotélicamente". Invita pues a recordar la distinción del clásico griego entre teoría, técnica y praxis. Las ciencias naturales habrían pasado de esa observación desinteresada, que fascinaría a Heidegger, a una intervención técnica, destinada a someter a una naturaleza "des-almada", desprovista de teleología. Como consecuencia, en la Modernidad la praxis se habría tecnificado, presa de una "lógica de la aplicación", que acaba poniendo en cuestión esa "función directiva de la praxis propia de la moral y el derecho" (5).

Un ejemplo concreto de esta suplantación de la praxis por la técnica sería el horizonte interrogativo de los apologetas norteamericanos de la eugenesia. Mientras que los alemanes, vinculados a conceptos éticos de persona o a concepciones metafísicas de la naturaleza, se plantean "si (ob)" determinados desarrollos de la técnica genética deben impulsarse, los americanos se preocupan sin más por "cómo (wie)" llevarlos a la práctica, sin ponerlo en cuestión, pese a que ello nos empuje hacia un "shopping in the genetic supermarket" (6).

A Benedicto XVI no le preocupará mucho incidir en argumentos similares. El fruto de la "autosuficiencia de la técnica" será que "el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar". Se consolida así una "mentalidad tecnicista, que hace coincidir la verdad con lo factible"; pero "el verdadero desarrollo no consiste principalmente en hacer. La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona" (7).


RAZÓN, VERDAD, CIENCIA Y MÉTODO

Nuestros dos autores convergen pues al cuestionar la rutinaria identificación de la razón con la actividad científica, y de la ciencia con el método positivo; tópicos sustentadores de la razón tecnológica. No parece que sirviera de mucho para superarlos la propuesta de Geisteswissenschaften, pues dejaba intocado tan curioso concepto de razón, limitándose a ampliar el de ciencia. Proponía una metodología paralela aplicable a las realidades del espíritu, generando una diplopía científica. Verdad y método continuaban sin embargo uncidas, para futura desesperación de Gadamer (8).

Este planteamiento se vería pronto sometido a revisión al entrar en escena un tercer elemento, destinado a relativizar el carácter decisivo del método positivo a la hora de acceder a lo verdadero: un sentido, que desbordada todo intento de aclaración (Erklären) para exigir una laboriosa comprensión (Vestehen). Para ampliar el acceso a la verdad de las cosas no sería pues suficiente una extensión del concepto de ciencia; habría que incluir en el orden del día, más allá de ella, una ampliación del concepto de razón.

La fe en la ciencia acaba moviendo montañas y no es por ello extraño que de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos pueda derivarse seráficamente la convicción de que la educación sexual como asignatura escolar obligatoria no afecte en modo alguno a la libertad que a los padres pretende garantizar el artículo 27.3 de la Constitución, a la hora elegir la formación moral de sus hijos, porque entre otros sustanciosos argumentos, esa instrucción debe ser "objetiva y científica", lo que excluiría todo "adoctrinamiento" (9). Que la ciencia puede suministrar interesantes aportaciones, anatómicas o fisiológicas de la relación sexual, o incluso aportar estadísticas sobre probabilidades de embarazo, queda fuera de toda duda. Que esté en condiciones de expresar el sentido de una relación sexual humana, en términos que permitan diferenciarla netamente de la un simio, parece más problemático. Limitarse a suministrar una mera aclaración de hechos, marginando la comprensión de su sentido, equivale a renunciar a toda posibilidad real de educar, ya sea obligatoriamente o por libre.

La relativización del método se consumará al asumirse que la actividad científica no encuentra fundamento en una razón aséptica, sino que la lleva a cabo un ser humano situado en un determinado contexto, lo que la hace partir inevitablemente de una pre-comprensión interpretativa, que es la que acabará dotándola de sentido (10).


ENSANCHAR LA RAZÓN

Asumiendo este marco, así como figuras políticas del pasado se hicieron acreedores del título de "Defensor fidei", Benedicto XVI aparece como un "Defensor rationis" en su empeño por propiciar un "ensanchamiento de nuestra comprensión de la racionalidad", respondiendo a "los intentos estrechos y fundamentalmente irracionales de limitar el alcance de la razón". El concepto de razón tendría que "ensancharse", para explorar "aspectos de la realidad que van más allá de lo puramente empírico" (11). Meses después hubiera llegado ya más lejos, si alguna roma versión de lo políticamente correcto no se lo hubiera impedido: "el mensaje de la fe cristiana nunca es solamente una ‘comprehensive religious doctrine' en el sentido de Rawls, sino una fuerza purificadora para la razón, que la ayuda a ser más ella misma" (12).

Si antes había señalado que el Verbo no es sólo Palabra sino razón, ahora añadirá que la Palabra quedaría vacía si no se nos brinda como sentido: "existen dimensiones del significado de la Palabra y de las palabras, que se desvelan sólo en la comunión vivida de esta Palabra que crea la historia. Mediante la creciente percepción de las diversas dimensiones del sentido, la Palabra no queda devaluada, sino que aparece incluso con toda su grandeza y dignidad". Resulta pues lógico que se nos recuerde que "el cristianismo no es simplemente una religión del libro" (13).

Habermas, por su parte, considerará necesario un replanteamiento de la Ilustración, que sitúe su legado a cubierto de posibles querencias autodestructivas. Consciente de que puede ser malinterpretado, tiene buen cuidado en salvarse del anatema de pre-moderno. Sus reservas ante la eugenesia liberal encerrarían "algo distinto a la expresión de una burda resistencia antimodernista", ya que no olvida que "la des-tradicionalización del mundo vital es un aspecto importante de la modernización social". Esto le aparta de "reaccionar con una reelaboración moral cognitivista de tradiciones religiosas". Lo necesario es dar paso a un "cambio formal en la percepción del proceso de modernización", que evitando "una remitificación" de la mano de la ciencia, genere "una reflexión de lo moderno sobre sí mismo, que posibilite una ilustración más allá de sus fronteras" (14).

Tampoco Benedicto XVI se muestra propicio a convertirse en víctima de interpretaciones simplistas: su crítica a la razón tecnológica "no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna". Reconociendo "lo que tiene de positivo el desarrollo moderno del espíritu", lo obligado no sería "retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso" (15).

Esta convergencia da paso al convencimiento de que el relativismo ético, lejos de dejar abierto un apacible campo de diálogo social, sirve de entrada a un utilitarismo economicista, incompatible tanto con la antropología cristiana como con el no archivado anticapitalismo habermasiano. Desde éste, la entrada en juego de la biotecnología obliga a plantearse si habrá que comportarse "autónomamente", con el apoyo tanto de consideraciones éticas personales como una regulación pública basada en "una democrática conformación de voluntad", o si todo consistirá en actuar "arbitrariamente de acuerdo con preferencias subjetivas, que encuentran satisfacción en el mercado". El dilema ética-mercantilismo queda así meridianamente expuesto. Hay que establecer si lo que las intervenciones en el genoma propician es "un incremento de libertad necesitado de regulación" ética, o si se limitan a dar vía libre a unas subjetivas "preferencias no necesitadas de autolimitación alguna" (16).

Benedicto XVI tenía también previsto abundar en ello. La técnica puede acabar entendiéndose como instrumento "de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas" (17). Ello le lleva a diagnosticar que "el peligro del mundo occidental" es que "se rinda ante la cuestión de la verdad. Y eso significa al mismo tiempo que la razón, al final, se doblega ante la presión de los intereses y ante el atractivo de la utilidad, y se ve forzada a reconocerla como criterio último" (18). Ética o mercado, a su modo, también contrapuestos.


CONOCIMIENTO, INTERÉS Y BIOTECNOLOGÍA

El Habermas que comencé a leer a finales de los sesenta andaba muy ocupado en una Ideologiekritik muy sensible al juego de conocimiento e interés (19). Le parecía decisivo que el pensador suscribiera un "interés directivo del conocimiento" con valencia emancipadora (20). Años después Benedicto XVI, en ese discurso que una Universidad renunciaría a oír, de la manera más ridícula imaginable, lo citará para alabar su propuesta de un "proceso de argumentación sensible a la verdad (wahrheitssensibles Argumentationsverfahren)". Lo hará enlazando también conocimiento e interés, al apuntar que "es muy difícil transformarlo en una praxis política", porque hoy "la sensibilidad por la verdad se ve siempre arrollada de nuevo por la sensibilidad por los intereses" (21).

La biotecnología se convertirá en campo de juego arquetípico a la hora de escenificar el problema. A Habermas le incitará a plantear la necesidad de esa fundada autorrestricción ("begründete Enthaltsamkeit"), que le sirvió de título en el discurso que pronunciara en Zurich el 9.IX.2000, en el que abordaba el "estatuto moral de la vida humana pre-personal". Relegando la condición de persona a lo meramente jurídico, considera éticamente exigible la protección de una vida ya humana. Se muestra alarmado porque la investigación con embriones y el diagnóstico pre-implantatorio "ejemplifican un peligro que cabría vincular a la metáfora de la cría de hombres"; de aire más ganadero que sanitario, le parecía bastante alejada del imperativo moral kantiano del "trato no instrumentalizador con una segunda persona", que caracterizaría a la "lógica del sanar" (22).

Benedicto XVI aceptará sin vacilar ese protagonismo temático: "En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral". Nos encontramos ante "un ámbito muy delicado y decisivo, donde se plantea con toda su fuerza dramática la cuestión fundamental: si el hombre es un producto de sí mismo o si depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de una intervención técnica han crecido tanto que parecen imponer la elección entre estos dos tipos de razón: una razón abierta a la trascendencia o una razón encerrada en la inmanencia". La conclusión brota con facilidad: "la racionalidad del quehacer técnico centrada sólo en sí misma se revela como irracional, porque comporta un rechazo firme del sentido y del valor". Como acostumbra, concluirá con una llamada a la confluencia de razón y fe: "Atraída por el puro quehacer técnico, la razón sin la fe se ve avocada a perderse en la ilusión de su propia omnipotencia. La fe sin la razón corre el riesgo de alejarse de la vida concreta de las personas" (23).

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