miércoles

JORGE LUIS BORGES analizado por MARYSE RENAUD

Catedrática en la Universidad de Poitiers y Responsable del SEMINARIO De Literatura Latinoamericana del C.R.L.A. (Centre de Recherches Latino-Américaines)

La inclusión redentora o La letra gana la partida
(análisis de Tema del traidor y del héroe)


Borges, como se sabe, fue objeto en los anõs 50 y 70 de las críticas acerbas y recurrentes de ciertos medios intelectuales argentinos. Basta con recordar las denigrantes aseveraciones de Jorge Abelardo Ramos o de David Viñas para medir la magnitud del rechazo que provocó entre los progresistas de aquel entonces este escritor, actualmente considerado una de las mayores figuras literarias de nuestro tiempo, una referencia insoslayable para cuantos toman hoy la pluma. Nos contentaremos con citar dos breves pasajes harto representativos de la virulencia de los ataques a los que tuvo que hacer frente aquél : «Toda la obra de Borges -semidiós de esta inteligencia extranjera- es una literatura cosmopolita», afirmó Ramos, reprochando al escritor y sus seguidores su «hermetismo», «charlatanismo desencadenado», «pericia infecunda» y la falta de ese «soplo elemental de la vida» que, según él, signa las grandes creaciones literarias (1). En cuanto a Viñas, denunció al Borges representante de la «literatura burguesa en el Río de la Plata», de «la Gran Cultura, que no es neutral, como se creía, sino que es el monopolio de una clase»; al escritor consagrado, «ícono para las lluvias, inquietudes, tormentas y adversarios», orgullosamente paseado por medio mundo por las instituciones nacionales, pero totalmente ajeno a las realidades concretas de su tierra. Borges sería, en palabras de David Viñas, un escritor asustado por la materia que busca «desacreditar la realidad concreta», «[construyendo] un producto que se le oponga y la reemplace», un «artista en denegación del cuerpo » (2).

Estos discursos radicales traducen la indignación y la condena, de corte fundamentalmente ideológico, de unos intelectuales de izquierda que reprochan al ya renombrado escritor su desinterés por lo nacional, su repudio del compromiso con la Historia, en una palabra, su evasionismo. Si el candente contexto político argentino de entonces -el peronismo- puede explicar en parte la violencia de estas polémicas, para el lector actual la virulencia del rechazo a Borges no deja de sonar insólita, casi irreal. Los anatemas parecen embotarse al alcanzar su blanco: la tranquila e irritante indiferencia de un Borges que considera la sociedad argentina, y más generalmente el mundo -el mundo concreto y el de las ideas, que atrae toda su atención- con un humorístico distanciamiento. Al rotundo rechazo de esos críticos responde la elegante ecuanimidad, el escepticismo burlón de un creador que parece ignorar polémicas y reacciones estruendosas. Las rupturas generacionales, las posturas extremistas -incluso las que él mismo adoptó en determinados momentos de su carrera literaria- se le antojan a fin de cuentas «dudosos experimentos» de muy relativo interés, como lo aclara con gracia en su Autobiografía (3). Hombre de evoluciones estéticas incesantes, pero discretas, el Borges que en 1944 publica Ficciones, colección de cuentos de donde está sacado este Tema del traidor y el héroe que nos ocupará aquí, ya se había alejado de las travesuras juveniles vanguardistas -la etapa martinfierrista estaba superada- y de las recurrentes tentaciones barroquistas. Bioy Casares había de ayudarlo a encontrar definitivamente su propio derrotero estético, según lo confiesa Borges en su Autobiografía, modesto y agradecido, y no sin cierta coquetería, exagerando el papel desempeñado por su amigo. Así se fue labrando esta prosa de la adultez, sobria y depurada, emblemática, a ojos de la posteridad, de la producción borgeana, y reacia a las transparencias miméticas, a la univocidad comprometida que algunos esperaban de él.

Muy revelador de la postura estética borgeana es Tema del traidor y del héroe, que nos habla de traición, muerte, mito de la revolución, bajezas y grandezas humanas, y escritura salvadora, desde luego, distanciándose con humor de la visión binaria, un tanto reductora, propia de la epopeya -secretamente amada, sin embargo-, en provecho de un tono menor de visos casi confidenciales por momentos. De rechazo propiamente dicho, de ruptura no se trata aquí, sino de silenciosas connivencias: frente a la traición, a lo que se supone la gesta gloriosa de la independencia irlandesa, a la expectativa de los insurrectos -y de los lectores- inconscientemente sedientos de epicidad, Borges optará tanto a nivel narrativo como metanarrativo por una ambigüedad fecunda. Si el rechazo implica a menudo firmeza, determinación y a veces hasta un valeroso acto de rebeldía, también puede estribar en un deslinde atropellado y un tanto maniqueo de fronteras. El gesto radical y definitivo de exclusión, gesto de pretensiones frecuentemente fundacionales, puede entrañar en ciertos casos innecesarias crispaciones, arbitrariedades dogmáticas, cuando no crueles amputaciones en nombre de un código moral, ideológico o estético discutible, y hasta una secreta forma de renuncia a la comprensión de lo real. ¿No sería preferible entonces, como lo insinúa humorísticamente el cuento de Borges, pactar con las complejidades de lo real, apuntando a un mundo decididamente abierto, incluyente, movido por fuerzas contradictorias de imposible superación y cíclicos movimientos? A un mundo inevitablemente opaco reñido con la inocencia, que de su misma opacidad, enigmática y vertiginosa, saca precisamente su perturbadora belleza?

Pero ya es tiempo ahora de acercarnos más decididamente al texto. Acudamos, como nos incita a hacerlo el mismo Borges, a la «técnica del anacronismo deliberado» que, según él, "puebla de aventuras los libros más calmosos", y leamos Tema del traidor y del héroe como si fuese posterior a The human stain (La tache, en la traducción francesa), novela del norteamericano Philip Roth, publicada en el año 2000, también recorrida por la doble problemática de la traición y el secreto. Este paralelo, trazado entre una tupida y borrascosa novela de más de 400 páginas y un sobrio relato breve de sólo cinco, podría parecer de buenas a primeras sorprendente y hasta carente de tino, si se tratara de establecer una mecánica equivalencia entre ambas obras. En cambio, el cotejo desprejuiciado de los dos textos puede ser fructífero. No deja efectivamente de revelar, más allá de las evidentes diferencias que los separan -específicamente la ausencia de toda temática sexual en el cuento borgeano- un extraño parentesco en lo tocante a la reflexión desengañada sobre la fuerza avasalladora de la Historia y la vulnerabilidad del hombre. Es más, nos permitirá comprender mejor las razones de la fascinación que ejerce sobre el lector este conocidísimo texto de significación plural, que no debe en absoluto reducirse a un brillante ejercicio de estilo sobre laberintos y tiempo circular. Tras la maestría narrativa que demuestra una vez más el autor de Ficciones, combinando deliberadamente pudor y teatralidad, ya asoman entrañablemente en Tema del traidor y del héroe algunos temas esenciales, tratados con una velada emoción, sobre los cuales volverá dándoles un giro más abiertamente personal, más íntimo, particularmente en la famosa Autobiografía que habrá de escribir en 1970: la amistad y el amor a la escritura, que se nos aparecen aquí como dos formas privilegiadas de acceso a la opacidad del mundo, como la única posibilidad de verdadera "redención" para un sujeto de precaria identidad, nada ejemplar, débil, en ocasiones incluso capaz de faltas graves cometidas contra la lealtad, pero siempre digno de ser salvado de los despiadados engranajes de la Historia.

De traición se trata pues en los dos textos. Para los que no hayan leído The human stain, recordemos someramente algunos datos anecdóticos imprescindibles para una exacta comprensión de la situación del personaje protagónico: éste es un norteamericano de raza negra, pero de piel lo suficientemente clara como para que pueda ocurrírsele hacerse pasar exitosamente por un blanco. La traición del protagonista -a su familia, a su raza, a las incipientes luchas de sus compatriotas negros que cuestionan la ideología racista de los blancos- responde esencialmente en la novela a una lucha empecinada por eludir toda forma de determinismo social, a una búsqueda desesperada de singularidad, a un afán de libertad absoluta que no se arredra ante ninguna ruindad. En este libro truculento, de desmesura y exceso, no tardará sin embargo en reafirmar su presencia la noción de límite: el individualismo exacerbado del protagonista tropezará con la presencia obstinada de los hechos, cediendo finalmente ante la insoslayable y violenta "tenaza de la Historia".

Ahora bien, si la violencia explícita de la obra de Philip Roth -violencia de la guerra de Vietnam y del racismo virulento de la sociedad de castas norteamericana de los años 50- no deja de arrojar una luz aleccionadora sobre la violencia implícita, elegante pero firmemente sugerida por Borges, de la revolución irlandesa del siglo XIX, con sus convulsiones, traiciones y crímenes-, es fundamentalmente otro el rumbo que toma el cuento del argentino, y probablemente otra también su intencionalidad. En el texto de Roth, la traición -conviene tenerlo presente- es la de un ser solitario, siempre ojo alerta, implicado en una empresa de denegación identitaria presentada por el narrador como un arriesgado desafío a la sociedad, como una acción titánica y alocada. El protagonsita, como es de prever, termina derrotado, atrapado por una Historia que toda su vida intentó poner entre paréntesis: lo mata un marido blanco, celoso, desquiciado, histéricamente racista. Es el asesinato del brillante profesor negro una muerte sórdida, que contrasta radicalmente con sus exquisitos gustos literarios, específicamente su amor por los majestuosos poemas épicos de la Antigüedad, que no por casualidad se hallan aludidos reiteradas veces en la novela. Entre la realidad brutal y la literatura es manifiesta la ruptura. No hay componenda posible y la muerte física resulta ser el precio de le traición.

En Tema del traidor y del héroe, en cambio, la muerte de Kilpatrick -nótese de paso el carácter premonitorio del nombre, que preludia el triste final del personaje, ya que en inglés to kill significa matar- reviste un significado sumamente más complejo. Kilpatrick, cabecilla de la rebelión contra los ingleses, y al mismo tiempo traidor a su propia causa, será descubierto por los suyos. Morirá ejecutado por sus compañeros de armas, aceptando estoicamente la sentencia pronunciada por el grupo. Su destino no dejará de ser, sin embargo, a ojos del público del teatro donde perece, de la ciudad, y por extensión de toda la nación irlandesa que pugna por nacer, un destino heroico, conforme a lo planeado por sus amigos conspiradores. Éstos se encargarán de difundir su versión, la versión oficial, por así llamarla, previsible, unívoca y mitificadora: Kilpatrick murió bajo las balas del odiado enemigo inglés.

Como ya puede intuirse, poco tiene en común el tratamiento de la traición en The human stain y en Tema del traidor y del héroe. Para captar mejor la especificidad del cuento borgeano, echemos una rápida ojeada comparativa a la visión de la Historia desarrollada por el narrador borgeano y por el de la novela norteamericana. Del enfoque de la Historia se deriva en efecto el tratamiento original, paradójico, del tema de la traición en el relato de Borges. Si en ambos textos se evidencia el peso abrumador de los determinismos históricos -sociales, culturales, ideológicos, políticos-, si se insiste en la vulnerabilidad del individuo, se llega sin embargo en ellos a conclusiones, o por lo menos a sugerencias encontradas. Mientras The human stain está fuertemente anclado en la Historia, que debe ser asumida con valor, con la cual hay que comprometerse, en Tema del traidor y del héroe, en cambio, se busca responder a los rigores insoportables del proceso histórico de modo fantasmático, casi mágico, sorteando los obstáculos lo más hábilmente posible. De modo "evasionista", dirían los detractores de la ideología borgeana.

De hecho, el texto de Borges, que reviste a primera vista el aspecto de un clásico relato policiaco -con su crimen, su enigma, su pesquisa-, se funda en una crítica desengañada de la Historia, en tanto "proceso incesante de cambios", como dijera Lukács, y discurso historiográfico. De este proceso incesante de cambios -más aún tratándose de una revolución- se subrayan discretamente las consecuencias nefastas: el vértigo de los actores y testigos involucrados en ella, la falta de distanciamiento crítico, la ceguera partidista, la tendencia idealizadora, el culto del héroe, comportamientos todos ellos poco racionales. Así no vacila el narrador en indicar que el pueblo irlandés "idolatraba" literalmente a Kilpatrick, lo cual facilitará la aceptación por aquél de la falaz versión heroica creada y difundida por los conspiradores. La Historia, vale decir, el discurso histórico aparece aquí como una compleja trama de hechos y rumores desconcertantes, dudosos, caóticos, en suma, de datos para cuyo desentrañamiento ni siquiera puede contarse con la participación leal de las entidades institucionales. Antes bien, éstas parecen disfrutar tergiversando los hechos, entorpeciendo cínicamente el surgimiento de la verdad, para disimular en parte su propia incompetencia y manipulaciones. No nos olvidemos de la dudosa actitud de la policía británica, que hasta resulta sopechosa del asesinato de Kilpatrick. Notemos, a este respecto, el manejo deliberado de modalizadores que contribuyen a crear en torno a la muerte de Kilpatrick el ambiente de misterio y desrealización propio de todo el cuento.

Está de más insistir. El discurso histórico va perdiendo paulatinamente credibilidad, quedando finalmente desautorizado. Se nutre de una peligrosa imaginería romántica cuyos estereotipos, recurrentes y sugestivamente repartidos en el texto, no tardan en revelar su carácter engañoso: la juventud, la hermosura, el coraje del jefe -tres mitemas frecuentemente constitutivos del mito del héroe y aquí hábilmente explotados- no pasan de ser una fachada, una máscara, una sabia mixtificación que disimula deslealtad y traición. Entra en crisis, como lo sugiere con una leve ironía el texto, el valor supremo por antonomasia, aquel ante el cual suelen inclinarse automática, casi visceralmente, las masas y también la literatura, fascinada también por las figuras épicas: el heroísmo, del cual consiguió distanciarse no sin trabajo y nostalgia el mismo Borges, como lo confesaría más tarde sin ambages en su Autobiografía. Cabe señalar, a este respecto, un detalle nada casual : la fecha en que supuestamente fue redactada esta ficción. Tema del traidor y del héroe, este "argumento" vislumbrado por un narrador que de entrada hace alarde de escepticismo, fue precisamente escrito por él el 3 de enero de 1944, o sea, en plena guerra mundial, en tiempos harto propicios a exaltaciones heroicas y tentadoras simplificaciones binarias.

Como puede apreciarse, el desprestigio de la Historia es total. Basta con que recuerde el lector las primeras páginas del cuento para que mida cabalmente la radicalidad de tal descrédito. Es la noción misma de Historia la que se cuestiona al negarse en el texto un parámetro clave de toda reflexión científica sobre la Historia: la singularidad de todo momento histórico, que no excluye, desde luego, la toma en consideración por los historiadores de lo que ellos mismos llaman "leyes" de la historia, o sea, de principios aclaratorios susceptibles de permitir la comprensión de las reglas de funcionamiento de las sociedades consideradas, más allá del surgimiento aparentemente fortuito de los hechos. Ahora bien, es justamente esta singularidad del hecho histórico, piedra de toque -repitámoslo- de toda ciencia histórica, la que se halla relativizada y hasta anulada en el cuento de Borges. Detengámonos en la primera página de Tema del traidor y del héroe:

La acción transcurre en un país oprimido y tenaz: Polonia, Irlanda, la república de Venecia, algún estado sudamericano o balcánico. La historia [...] ocurrió al promediar o empezar el siglo XIX. Digamos (para comodidad narrativa) Irlanda; digamos 1824.

Llaman aquí la atención la falta de rigor histórico, la arbitrariedad del narrador, rayana en la provocación, quien juega desenfadadamente con espacios, tiempos y culturas, entregándose deliberadamente a comparaciones y asimilaciones azarosas. De hecho, como ya lo preludian estas breves líneas y lo irán corroborando las páginas siguientes, la Historia, shakespeariana acumulación de violencias, iniquidades, crímenes y traiciones de impenetrables motivaciones, es lo de menos. Lo histórico pasa paulatinamente al segundo plano, mientras que se imponen cada vez más claramente inquietudes de índole estética. Notemos de paso la nada fortuita ausencia de mayúscula al evocarse la "historia", también sugestivamente reducida en ocasiones a no ser más que un posible "argumento", digno quizás de ser relatado. Más llamativo todavía es el comentario falsamente anodino, puesto irónicamente entre paréntesis, que finge confundir criterios históricos con "comodidad narrativa". La lógica libresca, como puede observarse, va desplazando subrepticiamente una lógica histórica de escasa coherencia.

El hecho histórico singular -la rebelión irlandesa de comienzos del siglo XIX a la cual finalmente decidirá asomarse el narrador- sólo retiene, de hecho, su atención en la medida en que puede relacionarse con un paradigma literario específico: el de la traición. Son las analogías, las reminiscencias, los paralelismos rastreables entre el caso, histórico, del irlandés Kilpatrick y ciertas grandes figuras míticas de la cultura occidental, rescatadas por la escritura -las Escrituras o la tragedia isabelina-, las que suscitan verdaderamente el interés. Kilpatrick, el alevoso revolucionario irlandés, guarda así un sorprendente parecido con el lejano Moisés bíblico, quien abandonó a su pueblo en el mismo umbral de la Tierra Prometida. También remite a los personajes de Bruto y César, de la tragedia Julio César del dramaturgo inglés, obra centrada por excelencia en torno a la traición. Es, por lo tanto, el tema inagotable de la traición -tema circular- el que justifica la asociación del nombre de Kilpatrick y el surgimiento de esos primeros y enigmáticos "laberintos circulares" que, como veremos más adelante, no hacen sino preparar la aparición más insólita aún de "otros laberintos [más] inextricables y heterogéneos".

Arrancada del flujo de la Historia, la traición de Kilpatrick aparece efectivamente cada vez mas nítidamente en el texto como un plagio de las grandes y hermosas obras del pasado: de Julio César, como ya lo hemos señalado, pero también de Macbeth. Al plagiar la literatura, la Historia pierde su especificidad, se anula, dejando entrever la superioridad de la ficción. (No nos olvidemos, a este respecto, del sugerente título de esta colección de cuentos, Ficciones, homenaje manifiesto a la imaginación creadora.) Pero esta pérdida se encuentra compensada por una ganancia: el personaje de Kilpatrick, resultante de una compleja construcción intertextual en la que interviene también la cultura popular alemana, queda como redimido.

Oblicuamente, es la fealdad moral de la traición la que se atenúa, al formar parte ésta de un paradigma literario universalmente reconocido y celebrado. Notemos de paso que en el texto de Borges no se nos brinda ni un atisbo de explicación sobre las posibles causas de la traición del héroe. Sólo contamos con muy escuetos datos: las sospechas de los conspiradores intrigados por los constantes fallos de la lucha revolucionaria; la increíble decisión -¿estoica, masoquista, insensata, fatalista?- de Kilpatrick, quien no sólo no rechaza, sino que solicita la investigación que fatalmente habrá de revelar su culpabilidad; la aceptación final del contrato que salva su honor al precio de su vida. El aspecto psicológico del drama, apenas esbozado, es a todas luces secundario. En cambio, la insistencia cada vez más obvia en la dimensión estética de la aventura de Kilpatrick termina de transfigurar al personaje, restituyéndole paradójicamente la grandeza perdida.

Hagamos una rápida composición de lugar. De la noción falaz de heroísmo hemos pasado a la de traición, considerada con ecuanimidad, indiferencia, casi con fatalismo, sin que intervenga ningún juicio negativo de parte del narrador ni de los personajes involucrados en el asunto; luego, de la de traición a la de sacrificio, al marchar valerosamente el jefe a una muerte anunciada; y finalmente hemos vuelto a la inicial, recurrente y circular noción de heroísmo, al convertirse la muerte aceptada en "un instrumento para la emancipación" de una Irlanda convencida de que el cabecilla, víctima de la saña del enemigo inglés, ha muerto en su ley. De alguna manera la traición ha sido, en la compleja concatenación de los hechos, un eslabón oscuramente necesario, indispensable, de acción paradójicamente benéfica, ya que gracias a ella se acelerará la consecución del objetivo ambicionado: la independencia de Irlanda.

Pero démosle al César lo que es del César, o mejor dicho, a Nolan lo que es de Nolan. Nolan, como lo indica fugazmente el narrador, fue "el más antiguo amigo del héroe". Pero también fue -dato determinante, dato clave incluso en esta insólita ficción- un excelente traductor de Julio César. Y todos conocen de sobra el famoso aforismo "Traductor, traidor". Así se explica mejor su genial ocurrencia, en nombre de la amistad y del amor al libro (dos motivos recurrentes, si cabe, en la narrativa borgeana): la búsqueda de una escapatoria digna para aquel que nunca dejó de ser su amigo y compañero de armas, la cual implica la fabricación de un destino ficticio, sumamente literario. De un destino hecha a la medida, amorosamente, con humor y pericia, que plagia sin el menor reparo las grandes obras del pasado. De un destino de cuyas complejidades intertextuales sólo podrán tomar plenamente conciencia los «happy few» para quienes parece escrito este texto. No todos los lectores, en efecto, lograrán rastrear la totalidad de los textos intercalados, ni serán sensibles al juego de ecos y máscaras sabiamente desplegado ante sus ojos.

Sólo los más letrados y los más generosos, los amantes de la belleza literaria -el heroísmo, la epopeya y el mito-, por encima de toda consideración ideológica, de toda juicio moral, de toda reductora lógica binaria, sabrán apreciar debidamente el increíble, el casi mágico destino del protagonista de esta fábula colocada bajo el todopoderoso e inquietante signo del oxímoron. Vislumbrarán con razón en la teatral muerte de Kilpatrick, sospechosamente unívoca, una «pública y secreta representación»; percibirán bajo la gloria aparatosa de los momentos postreros del cabecilla la presencia ambigua de ese «destino que lo redimía y lo perdía» inexcusablemente; comprenderán el sentido exacto de ese «balazo anhelado» que rubrica definitivamente su carrera. Frente a esa hermosa y estimulante opacidad el lector optará, como lo induce a hacerlo el narrador, por el silencio. Observará las señales que le están destinadas, las analizará y entenderá que su función, también prevista por Nolan, el verdadero artífice del destino de Kilpatrick, pero también del suyo, consiste en aceptar las leyes de la ficción, silenciando el descubrimiento de la impostura, del grandioso plagio en que se funda la gloria de Kilpatrick. El cuento de Borges presenta pues al lector como un componente textual nada desdeñable. Pone de relieve el papel activo del mismo en la elaboración del sentido, haciendo de su participación y hasta de su complicidad un dato esencial, intuición de gran agudeza en los años 40 -Ficciones es de 1944-, que más tarde se vería corroborada por los análisis de un Umberto Eco por ejemplo, en el ensayo titulado Lector in fabula.


Antes de acabar, conviene subrayar el paralelo y el contraste establecidos a la par entre la traición de Kilpatrick y el plagio de Nolan. Porque el plagio del traductor de Shakespeare constituye una irónica prolongación de la traición del cabecilla. Lo mismo que la traición ideológica de Kilpatrick no puede evitar ser considerada como una falta moral, engendradora de un fuerte sentimiento de culpabilidad, los plagios reiterados de Nolan, que también participan del fraude, esta vez en el ámbito estético, podrían ser enfocados también de modo reprobatorio y censurados. Sin embargo, no hay tal cosa. No puede haberla, pues toda la estrategia narrativa del cuento estriba precisamente en la afirmación del poder compensatorio de la literatura, en la certeza de la fuerza redentora de la escritura, única capaz de «justificar» una vida, como lo insinúa de entrada el cuento. En Tema del traidor y del héroe la escritura es indisociable del palimpsesto, de la reescritura, del juego intertextual. Al plagio de Nolan, regenerador, salvador del mito revolucionario, de la ilusión popular, del instinto de vida, no se le puede, por lo tanto, asignar el sentido vulgar y reductor de impostura. Sería éste un contrasentido.

El plagio desenfadado de Nolan aparece como una práctica textual común y corriente -otro planteamiento borgeano original, conviene notarlo- cuyo acierto habrían de confirmar en los años 70 y 80 los análisis de Genette, tanto en Figures III como en Palimpsestes. Acordémonos en efecto de que, según Genette, el plagio propiamente dicho constituye, junto con la cita y la alusión, una de las tres manifestaciones de lo que llama él «intertextualidad», dándole, como se sabe, a dicha noción un sentido mucho más restringido que la mayor parte de sus colegas. Además, si la cuestión de la legitimidad del plagio -de la traición textual- ni siquiera se le ocurre a Nolan, es porque la noción de plagio manejada en el texto abarca, en rigor, una gran variedad de prácticas transtextuales (para seguir usando la terminología genettiana). Más que imitar, Nolan adapta, altera, combina, funde textos ajenos y propios, desentendiéndose de la noción de origen y propiedad privada. En suma, escribe, y escribiendo vindica y salva a su amigo. Ante la imposible inocencia del hombre, del mundo, que evidencia brillantemente este cuento borgeano, Nolan opta comprensivamente por un gesto creador que desdramatiza el plagio, la traición, el fraude. Hace de ellos el paradójico motor de la vida. Esta inesperada conclusión reaparece -conviene recordarlo- en otro texto famoso de Ficciones: Tres versiones de Judas, vindicación de la figura de Judas, el traidor por antonomasia de la cultura occidental, sin el cual la figura de Cristo perdería gran parte de su seducción.

Y si la escritura implica plagio, opacidad, traición, esta vez de la traición nace un acto creador: una biografía del héroe, falaz, sólo en parte sin embargo, como acabamos de verlo, pero hermosa, de eso no cabe duda. La escritura termina redimiendo a la Historia, a la Vida finalmente, justificando a su manera todas las modalidades de la traición: la ideológica de Kilpatrick, la estética de Nolan, y hasta la del lector, celoso guardián, en última instancia, del enigma, poseedor de las claves de un secreto (textual) que acepta preservar.

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(1) Jorge Abelardo Ramos, Crisis y resurrección de la literatura argentina, pp. 71-72. (Citado por Jean Andreu, en La Argentina de hoy, Massonet et Cie, Paris, 1972.)
(2) Ibid. p. 72.
(3) Jorge Luis Borges, Un ensayo autobiográfico (Ilustrado con imágenes de su vida), Galaxia, Gutenberg / Círculo de lectores / Emecé, España, 1999, p. 60 : «Cuando escribí esos textos, estaba imitando con diligencia a Quevedo y Saavedra Fajardo, dos escritores españoles barrocos del siglo XVII, quienes a su manera española, rígida y árida, procuraban el mismo estilo de escritura de Sir Thomas Browne en Urne-Buriall. Estaba haciendo mi mejor esfuerzo por escribir latín mientras escribía en español, y el texto se desmorona bajo el tremendo peso de sus involuciones y sus juicios sentenciosos. El siguiente de estos fracasos fue una especie de reacción, ya que me fui al otro extremo y traté de ser tan argentino como pude. (…) El tercero de estos libros inmencionables constituye una suerte de redención parcial. Me estaba liberando del estilo del segundo libro y volviendo lentamente a la cordura, a escribir con algún intento de lógica y hacer las cosas más fáciles para el lector en lugar e deslumbrarlo con pasajes retóricos ».

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