(TEXTOS: SUSANA SOCA / GUIDO CASTILLO / JUAN CARLOS ONETTI
JORGE LUIS BORGES / CARLOS REAL DE AZÚA)
SEXTA ENTREGA
SUSANA SOCA
KIERKEGAARD Y LOS SISTEMAS (FRAGMENTO) II
(Alfar, Nro 88, AÑO XXVII, Montevideo, 1949).
“El diario de un seductor”, escrito para convencer a la propia Cordelia de su cinismo, no logró convencer a nadie de otra cosa que no fuera su ingenio. El enfático narrador de este libro se parece al torturado protagonista de “Culpable no culpable”, al punto que los dos se encuentran en el verdadero personaje, tal como nos aparece en una de las más curiosas cartas que hayan sido escritas, y en la cual dice a Regina, recordando una vieja canción de dos músicos ambulantes, uno de los cuales está profundamente enamorado y el otro desea profundamente estarlo, que los dos viven en el alma del solo Kierkegard: él es el que ama y el que desea el amor.
Pero, aunque el abandonar a Regina fuera para él “como abandonarse a la muerte”, por algo más esencial todavía pensó en ella hasta su última hora. “Si yo hubiese tenido fe, no la hubiera abandonado”, repetía incansablemente hasta el final este grande amador de la fe, el que sabía que por medio de ella sola hubiese podido salvar las distancias que más que nada lo separaban de sí mismo. E hizo penetrar a Regina Olsen en el mundo de sus mitos. Y para poder llevar consigo a tan graciosa y agradable persona, “aguda y sin historia como un abeto”, hacia climas demasiado austeros para ella, la hizo parte integrante del drama definitivo de la fe.
Había aplicado a la vida humana los tres estadios consecutivos de la historia; el estético, el ético y el religioso, unidos y separados entre sí por el salto ininteligible. Pero Sören, el hombre, había vivido contradictoriamente en los tres estadios. Sólo al final se ocupó exclusivamente del tercero y empezó a escribir los tratados religiosos que por primera vez firmó con su propio nombre. En guerra contra el protestantismo oficial de obispos y pastores, hablaba cada vez más de un cristianismo terrible, capaz de dar felicidad solamente a los santos. Al final de su vida y habiéndose apartado de su confesión, nos dicen que se inclinaba al catolicismo, buscando en él otras formas ascéticas y en cierto sentido más libres.
De un ambiente parecido y en rebelión abierta contra una sociedad parecida surgió Nietzsche, y opuso a la idea de Dios la idea del superhombre que quiere substituirlo. Y las raíces comunes de esos testimonios opuestos hicieron que la celebridad del pensador alemán preparara internacionalmente el camino para el danés y ambos influyeran más tarde sobre los mismos espíritus.
En nuestro autor vemos la búsqueda continua de una fe más perfecta y, aunque contrariemos a los conocedores de Pascal y Kierkegaard en Francia, la actitud del segundo nos recuerda invariablemente la del primero. Aunque el uno desea lo que el otro realiza, sale el pensador danés del mundo de los sistemas en busca del hombre y, a través del hombre, con máximas ansias de rigor, en busca de Dios, de la misma manera que Pascal, emergiendo de su universo geométrico, para seguir al Dios de los mártires y de los santos.
El que erraba sin tregua por la ciudad de Copenhague conversando con las gentes del pueblo y aprendiendo de ellas trascendentales cosas, cayó un día en una de las calles y fue llevado al hospital. “Vengo para morir”, dijo tranquilamente, y los que le rodeaban advirtieron que sus ojos brillaban de alegría. Él también pensaba que el testimonio de su vida no estaba todavía a la medida de su espíritu y que el de la muerte sí lo estaba y lo manifestaba.
En 1857, y cuando hacía más de diez años que esperaba su muerte terminó la pasión de este revolucionario místico. Pero sus temas comenzaron a apasionar a Ibsen y al pensamiento escandinavo primero, más tarde al pensamiento alemán y después de años de silencio, a Europa entera. Y empezaron de cada vez a vivir y a sufrir nuevamente.
Aquella criatura de incandescencia había encarnado el drama de todos los personajes. En su interior, donde todos devenían y ninguno descansaba, había sido Sócrates y los sofistas, Hegel y Abraham, el caballero de la fe “el que conquistó a la princesa” y el caballero de la resignación “el que perdió a la princesa”, el rey sin corona y el de las múltiples coronas, el estilista y el asceta, Job y Don Juan, el de Mozart. Pero sobrevivió a todos los personajes el que a todos sobrellevaba y sostenía: el auténtico señor de la angustia. Él mismo retuvo en su carne la astilla permanente de una angustia deseada y temida al mismo tiempo. Porque, en medio de la angustia, tocaba trascendida esa realidad que a las sutiles manos escapaba y que él a casa instante para siempre mirara como posesión ajena y nunca suya.
“Todo sucede como para preparar la entrada en escena de la angustia”, nos dice. Este teólogo, para quien, como para Feuerbach, la teología era psicología, nutrido de los antiguos, había sido el apasionado de Sócrates, en el cual, no sin arbitrariedad, contemplaba exclusivamente el centro radiante de una filosofía racional que él llamaba la admiración. Pero hubo un momento en que la lucidez de Sócrates provocó en este ser, en el cual lo particular y lo general cruelmente se trababan, la misma desesperación que le causara la alegría de una perfecta femineidad. Sintió que el conocimiento lo traicionaba porque no podía hacerle tolerar lo intolerable. Lo que Sócrates podía para sí mismo no lo podía para el discípulo escandinavo porque mediaba entre ellos una grande distancia. El griego había dicho “pecar es ignorar”, y el teólogo había aprendido entretanto que pecar es saber que se peca.
Así Kierkegaard, en el más extraño de sus libros, opone razón y revelación y porque él había venido para romper y no para unir, separando a aquellas que, desde San Pablo, vienen siendo unidas, las deja frente a frente en una trágica relación de presencia.
Hacia un extremo de su pensamiento estaba Sócrates o la humana perfección de la inteligencia: hacia el otro extremo estaba Abraham, llamado por la voz del ángel a salir del mundo de la ética y a aceptar por la fe lo absurdo, al creer que la voz del ángel era la verdadera voz y que la orden de sacrificar al hijo de su complacencia no iba en contra del mandamiento, sino que salía del plano de los mandamientos, alcanza la plenitud del estado religioso, en el cual lo absurdo se transforma en milagro.
Llegando al extremo de la ansiedad, Kierkegaard se acoge al pensador privado, a Job, el que forzara con sus lamentos las puertas del más allá, e identificándose con el hombre atormentado a los indiscretos y convencionales discursos de los amigos de Job, responde con los mismos argumentos que si hubieran sido los comensales del banquete platónico. Sócrates representaba la inteligencia y Job la paradoja, o sea el pensamiento y la pasión. De ellas nace alguna vez la concordia, que es fusión de amor perfecto en su ilimitada alegría. Kierkegaard lo sabe y lo espera; pero en él se realiza el milagro por un tiempo muy breve, y largamente se repite el choque generador que es sufrimiento.
Pero cada vez que el “pensador con pasión” pero pensador dividido llegaba al límite de la propia desesperación, se produjo el choque del pasaje a un mundo en el cual el milagro era posible. Y porque sabía que se había realizado para otros aunque no llegara del todo a él mismo, sintió que podía sobrellevar el peso más intolerable de todos: el peso de lo absurdo.
Y como las dos fuerzas estaban en Kierkegaard, cuando al fulgor de la paradoja vio su propia desesperación, con los métodos de la inteligencia fue descubriendo en ella las angustiosas formas de las cuales había nacido; y remontando por los singulares ríos, hizo el camino a la inversa y halló las comunes fuentes de la angustia y, para conocerla mejor, la proclamó categoría del espíritu.
Viendo la vanidad de los esfuerzos para deshacerse de la angustia o para sustituirla por otra presencia de igual jerarquía, el poseído la lleva consigo a los dominios de la razón y allí, venciendo al temor por el deseo, la posee realmente, en una instantánea y fulgurante reconciliación del mundo de la paradoja y el de la inteligencia.
Sabemos que, para él, la paradoja viva era el hombre-Dios y su cristianismo el irrealizable de los primeros mártires. Pero no sólo por eso no podía Kierkegaard liberarse de la angustia, sino que para sus altas ambiciones, la alegría se confundió con la fe perfecta. Y en la unión con lo divino consecuentemente su vida sólo conoció pocas horas sucesivas de felicidad. Pero, aun privado de alegría y soñando con las perfecciones de la distante, al recorrer los ámbitos de la desesperación, salió de ella sin salir, admirablemente.
Antes que sus temas y su vocabulario fueran sistematizados en las escuelas, antes que Heidegger los aplicase al ser de la derelieción, y antes que Jaspers construyera sobre ellos su propio sentido de la trascendencia, ya el hombre apriorístico, “el profano que especula”, había construido para la angustia un breve pero rígido sistema teológico-filosófico.
El pensador considera la desesperación como enfermedad mortal de la que el enfermo muere porque no muere, y a la que compara con un precipicio al que el enfermo teme no de ser precipitado sino de precipitarse. Dado que el pagano desespera y el cristiano también aunque sea del dolor de no ser un santo, y dado que no hay en el mundo hombre libre de la posible ansiedad de algo, el pensador, considerando la desesperación como regla sin excepciones y enfermedad más grave en cuanto se ignora a sí misma, no ve otro remedio que el de aceptarla e internarse en ella con la mayor lucidez. Haciéndolo, aprendemos que, al creer que desesperamos de algo, desesperamos de nosotros mismos. “El que dice César o nada, desespera en realidad del propio yo que no ha logrado ser César”…
El plano primario de la desesperación es el de la abolición del yo que, privado del objeto de su deseo, ansía desaparecer. Luego vendrá para el que sabe resistir, el plano superior y viril del yo encontrándose a sí mismo después de haber salido del plano específicamente femenino del yo que busca su propio aniquilamiento.
Refiriéndose a la relación dolorosa que existe entre hombre y mujer cuando el objeto de amor se aleja, opina Kierkegaard que en esta última el sufrimiento es más implacable porque, a igual entrega afectiva corresponde más grande abandono del yo femenino. Pero, aunque acepta en principio en los místicos y en su comunicación con lo invisible, la equivalencia de lo masculino y lo femenino, muy raras veces, afirma el pensador, la mujer comunica con Dios sino por medio del hombre. Vemos en esta opinión una cierta influencia protestante y, porque hemos meditado acerca de la a veces gratuita arbitrariedad del dolor de la mujer por el hombre, pensamos que si es específicamente difícil para ella salir del plano común de la abolición del yo, y lo es, únicamente después de haberlo logrado, la criatura puede comunicar con el más allá. Antes sólo ha de comunicar consigo misma…
En medio de todos los desgarramientos, y estudiando las escenas de la Biblia como si fueran mitos, nuestro pensador se encuentra con la angustia original al estado puro. La serpiente no existía o la serpiente era la angustia de la nada que había impulsado a Eva, en el mundo de la inocencia y la necesidad, a gustar y a hacer gustar a Adán del fruto de un árbol igual a todos los árboles. La serpiente era la angustia de la libertad empujando a Eva fuera de su paraíso, y con ella la responsabilidad de la elección que en su germen contiene, y que determinaría, una vez la libertad en síncope y la caída del pecado, la entrada en el duro mundo de la posibilidad. Y a cada nuevo estadio y en cada hombre volvería la libertad, repuesta de su síncope, a labrar cruelmente el angosto río entre lo posible y lo necesario.
En este caso advertimos que el conocimiento era sólo vía para llegar al instante de reconocer. La angustia que estaba desde el principio con Eva a la puerta de su paraíso era la melancólica tristeza que dominaba al niño Sören, la misma a quien el joven teólogo llamaría su acedía. Y la genial simplicidad de esta cosa complicada logra, sin quererlo, unir lo general y lo singular, objeto de toda verdadera trascendencia. A nuestra vez la reconocemos. Era la que estaba con todos y con cada uno desde el principio. Nos mostraba sus máscaras sucesivas y las llamábamos diversamente. Cuando la primera y la última se confundieron en una, encontraríamos un nombre para ella y, por ser uno solo, nos parecería un nombre nuevo.
JORGE LUIS BORGES / CARLOS REAL DE AZÚA)
SEXTA ENTREGA
SUSANA SOCA
KIERKEGAARD Y LOS SISTEMAS (FRAGMENTO) II
(Alfar, Nro 88, AÑO XXVII, Montevideo, 1949).
“El diario de un seductor”, escrito para convencer a la propia Cordelia de su cinismo, no logró convencer a nadie de otra cosa que no fuera su ingenio. El enfático narrador de este libro se parece al torturado protagonista de “Culpable no culpable”, al punto que los dos se encuentran en el verdadero personaje, tal como nos aparece en una de las más curiosas cartas que hayan sido escritas, y en la cual dice a Regina, recordando una vieja canción de dos músicos ambulantes, uno de los cuales está profundamente enamorado y el otro desea profundamente estarlo, que los dos viven en el alma del solo Kierkegard: él es el que ama y el que desea el amor.
Pero, aunque el abandonar a Regina fuera para él “como abandonarse a la muerte”, por algo más esencial todavía pensó en ella hasta su última hora. “Si yo hubiese tenido fe, no la hubiera abandonado”, repetía incansablemente hasta el final este grande amador de la fe, el que sabía que por medio de ella sola hubiese podido salvar las distancias que más que nada lo separaban de sí mismo. E hizo penetrar a Regina Olsen en el mundo de sus mitos. Y para poder llevar consigo a tan graciosa y agradable persona, “aguda y sin historia como un abeto”, hacia climas demasiado austeros para ella, la hizo parte integrante del drama definitivo de la fe.
Había aplicado a la vida humana los tres estadios consecutivos de la historia; el estético, el ético y el religioso, unidos y separados entre sí por el salto ininteligible. Pero Sören, el hombre, había vivido contradictoriamente en los tres estadios. Sólo al final se ocupó exclusivamente del tercero y empezó a escribir los tratados religiosos que por primera vez firmó con su propio nombre. En guerra contra el protestantismo oficial de obispos y pastores, hablaba cada vez más de un cristianismo terrible, capaz de dar felicidad solamente a los santos. Al final de su vida y habiéndose apartado de su confesión, nos dicen que se inclinaba al catolicismo, buscando en él otras formas ascéticas y en cierto sentido más libres.
De un ambiente parecido y en rebelión abierta contra una sociedad parecida surgió Nietzsche, y opuso a la idea de Dios la idea del superhombre que quiere substituirlo. Y las raíces comunes de esos testimonios opuestos hicieron que la celebridad del pensador alemán preparara internacionalmente el camino para el danés y ambos influyeran más tarde sobre los mismos espíritus.
En nuestro autor vemos la búsqueda continua de una fe más perfecta y, aunque contrariemos a los conocedores de Pascal y Kierkegaard en Francia, la actitud del segundo nos recuerda invariablemente la del primero. Aunque el uno desea lo que el otro realiza, sale el pensador danés del mundo de los sistemas en busca del hombre y, a través del hombre, con máximas ansias de rigor, en busca de Dios, de la misma manera que Pascal, emergiendo de su universo geométrico, para seguir al Dios de los mártires y de los santos.
El que erraba sin tregua por la ciudad de Copenhague conversando con las gentes del pueblo y aprendiendo de ellas trascendentales cosas, cayó un día en una de las calles y fue llevado al hospital. “Vengo para morir”, dijo tranquilamente, y los que le rodeaban advirtieron que sus ojos brillaban de alegría. Él también pensaba que el testimonio de su vida no estaba todavía a la medida de su espíritu y que el de la muerte sí lo estaba y lo manifestaba.
En 1857, y cuando hacía más de diez años que esperaba su muerte terminó la pasión de este revolucionario místico. Pero sus temas comenzaron a apasionar a Ibsen y al pensamiento escandinavo primero, más tarde al pensamiento alemán y después de años de silencio, a Europa entera. Y empezaron de cada vez a vivir y a sufrir nuevamente.
Aquella criatura de incandescencia había encarnado el drama de todos los personajes. En su interior, donde todos devenían y ninguno descansaba, había sido Sócrates y los sofistas, Hegel y Abraham, el caballero de la fe “el que conquistó a la princesa” y el caballero de la resignación “el que perdió a la princesa”, el rey sin corona y el de las múltiples coronas, el estilista y el asceta, Job y Don Juan, el de Mozart. Pero sobrevivió a todos los personajes el que a todos sobrellevaba y sostenía: el auténtico señor de la angustia. Él mismo retuvo en su carne la astilla permanente de una angustia deseada y temida al mismo tiempo. Porque, en medio de la angustia, tocaba trascendida esa realidad que a las sutiles manos escapaba y que él a casa instante para siempre mirara como posesión ajena y nunca suya.
“Todo sucede como para preparar la entrada en escena de la angustia”, nos dice. Este teólogo, para quien, como para Feuerbach, la teología era psicología, nutrido de los antiguos, había sido el apasionado de Sócrates, en el cual, no sin arbitrariedad, contemplaba exclusivamente el centro radiante de una filosofía racional que él llamaba la admiración. Pero hubo un momento en que la lucidez de Sócrates provocó en este ser, en el cual lo particular y lo general cruelmente se trababan, la misma desesperación que le causara la alegría de una perfecta femineidad. Sintió que el conocimiento lo traicionaba porque no podía hacerle tolerar lo intolerable. Lo que Sócrates podía para sí mismo no lo podía para el discípulo escandinavo porque mediaba entre ellos una grande distancia. El griego había dicho “pecar es ignorar”, y el teólogo había aprendido entretanto que pecar es saber que se peca.
Así Kierkegaard, en el más extraño de sus libros, opone razón y revelación y porque él había venido para romper y no para unir, separando a aquellas que, desde San Pablo, vienen siendo unidas, las deja frente a frente en una trágica relación de presencia.
Hacia un extremo de su pensamiento estaba Sócrates o la humana perfección de la inteligencia: hacia el otro extremo estaba Abraham, llamado por la voz del ángel a salir del mundo de la ética y a aceptar por la fe lo absurdo, al creer que la voz del ángel era la verdadera voz y que la orden de sacrificar al hijo de su complacencia no iba en contra del mandamiento, sino que salía del plano de los mandamientos, alcanza la plenitud del estado religioso, en el cual lo absurdo se transforma en milagro.
Llegando al extremo de la ansiedad, Kierkegaard se acoge al pensador privado, a Job, el que forzara con sus lamentos las puertas del más allá, e identificándose con el hombre atormentado a los indiscretos y convencionales discursos de los amigos de Job, responde con los mismos argumentos que si hubieran sido los comensales del banquete platónico. Sócrates representaba la inteligencia y Job la paradoja, o sea el pensamiento y la pasión. De ellas nace alguna vez la concordia, que es fusión de amor perfecto en su ilimitada alegría. Kierkegaard lo sabe y lo espera; pero en él se realiza el milagro por un tiempo muy breve, y largamente se repite el choque generador que es sufrimiento.
Pero cada vez que el “pensador con pasión” pero pensador dividido llegaba al límite de la propia desesperación, se produjo el choque del pasaje a un mundo en el cual el milagro era posible. Y porque sabía que se había realizado para otros aunque no llegara del todo a él mismo, sintió que podía sobrellevar el peso más intolerable de todos: el peso de lo absurdo.
Y como las dos fuerzas estaban en Kierkegaard, cuando al fulgor de la paradoja vio su propia desesperación, con los métodos de la inteligencia fue descubriendo en ella las angustiosas formas de las cuales había nacido; y remontando por los singulares ríos, hizo el camino a la inversa y halló las comunes fuentes de la angustia y, para conocerla mejor, la proclamó categoría del espíritu.
Viendo la vanidad de los esfuerzos para deshacerse de la angustia o para sustituirla por otra presencia de igual jerarquía, el poseído la lleva consigo a los dominios de la razón y allí, venciendo al temor por el deseo, la posee realmente, en una instantánea y fulgurante reconciliación del mundo de la paradoja y el de la inteligencia.
Sabemos que, para él, la paradoja viva era el hombre-Dios y su cristianismo el irrealizable de los primeros mártires. Pero no sólo por eso no podía Kierkegaard liberarse de la angustia, sino que para sus altas ambiciones, la alegría se confundió con la fe perfecta. Y en la unión con lo divino consecuentemente su vida sólo conoció pocas horas sucesivas de felicidad. Pero, aun privado de alegría y soñando con las perfecciones de la distante, al recorrer los ámbitos de la desesperación, salió de ella sin salir, admirablemente.
Antes que sus temas y su vocabulario fueran sistematizados en las escuelas, antes que Heidegger los aplicase al ser de la derelieción, y antes que Jaspers construyera sobre ellos su propio sentido de la trascendencia, ya el hombre apriorístico, “el profano que especula”, había construido para la angustia un breve pero rígido sistema teológico-filosófico.
El pensador considera la desesperación como enfermedad mortal de la que el enfermo muere porque no muere, y a la que compara con un precipicio al que el enfermo teme no de ser precipitado sino de precipitarse. Dado que el pagano desespera y el cristiano también aunque sea del dolor de no ser un santo, y dado que no hay en el mundo hombre libre de la posible ansiedad de algo, el pensador, considerando la desesperación como regla sin excepciones y enfermedad más grave en cuanto se ignora a sí misma, no ve otro remedio que el de aceptarla e internarse en ella con la mayor lucidez. Haciéndolo, aprendemos que, al creer que desesperamos de algo, desesperamos de nosotros mismos. “El que dice César o nada, desespera en realidad del propio yo que no ha logrado ser César”…
El plano primario de la desesperación es el de la abolición del yo que, privado del objeto de su deseo, ansía desaparecer. Luego vendrá para el que sabe resistir, el plano superior y viril del yo encontrándose a sí mismo después de haber salido del plano específicamente femenino del yo que busca su propio aniquilamiento.
Refiriéndose a la relación dolorosa que existe entre hombre y mujer cuando el objeto de amor se aleja, opina Kierkegaard que en esta última el sufrimiento es más implacable porque, a igual entrega afectiva corresponde más grande abandono del yo femenino. Pero, aunque acepta en principio en los místicos y en su comunicación con lo invisible, la equivalencia de lo masculino y lo femenino, muy raras veces, afirma el pensador, la mujer comunica con Dios sino por medio del hombre. Vemos en esta opinión una cierta influencia protestante y, porque hemos meditado acerca de la a veces gratuita arbitrariedad del dolor de la mujer por el hombre, pensamos que si es específicamente difícil para ella salir del plano común de la abolición del yo, y lo es, únicamente después de haberlo logrado, la criatura puede comunicar con el más allá. Antes sólo ha de comunicar consigo misma…
En medio de todos los desgarramientos, y estudiando las escenas de la Biblia como si fueran mitos, nuestro pensador se encuentra con la angustia original al estado puro. La serpiente no existía o la serpiente era la angustia de la nada que había impulsado a Eva, en el mundo de la inocencia y la necesidad, a gustar y a hacer gustar a Adán del fruto de un árbol igual a todos los árboles. La serpiente era la angustia de la libertad empujando a Eva fuera de su paraíso, y con ella la responsabilidad de la elección que en su germen contiene, y que determinaría, una vez la libertad en síncope y la caída del pecado, la entrada en el duro mundo de la posibilidad. Y a cada nuevo estadio y en cada hombre volvería la libertad, repuesta de su síncope, a labrar cruelmente el angosto río entre lo posible y lo necesario.
En este caso advertimos que el conocimiento era sólo vía para llegar al instante de reconocer. La angustia que estaba desde el principio con Eva a la puerta de su paraíso era la melancólica tristeza que dominaba al niño Sören, la misma a quien el joven teólogo llamaría su acedía. Y la genial simplicidad de esta cosa complicada logra, sin quererlo, unir lo general y lo singular, objeto de toda verdadera trascendencia. A nuestra vez la reconocemos. Era la que estaba con todos y con cada uno desde el principio. Nos mostraba sus máscaras sucesivas y las llamábamos diversamente. Cuando la primera y la última se confundieron en una, encontraríamos un nombre para ella y, por ser uno solo, nos parecería un nombre nuevo.
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