(TEXTOS: SUSANA SOCA / GUIDO CASTILLO / JUAN CARLOS ONETTI / JORGE LUIS BORGES / CARLOS REAL DE AZÚA)
QUINTA ENTREGA
SUSANA SOCA
KIERKEGAARD Y LOS SISTEMAS (FRAGMENTO) (1)
(Alfar Nro. 88, AÑO XXVII, Montevideo, 1949.)
Las llamadas filosofías existenciales aparecen en la historia del espíritu, más que como pensamiento, como reacción subjetiva y pasional del ser humano y concreto frente a un pensamiento abstractamente universalizado. En sus comienzos nos aparecen encarnando la oposición de las conciencias individuales a ciertas formas crepusculares de una filosofía especulativa de carácter general, en cuya órbita el conjunto de las particularidades se integraba y desaparecía. Reacción del ser humano en su totalidad frente al poderío de la razón exclusiva, la encontramos a través del tiempo con nombres diversos, expresando, sea una nueva contienda, sea una nueva alianza entre la subjetividad y la objetividad, esas dos enmascaradas que recíprocamente se engañan, y en las galerías de espejos multiplicados en la conciencia del hombre, se engañan a sí mismas, tomándose la una por la otra.
Sería pueril preferir siempre la falta del sistema al sistema.
La grandeza de Pascal resalta admirablemente de la comparación con aquélla de Spinoza, y la lectura de Descartes suele producir un placer diferente y semejante en intensidad al que produce la lectura de Montaigne.
Mucho antes de los pensadores simbólicos Lao tsé y Confucio, Platón y Aristóteles, aparece en el hombre mismo y termina con él, la estirpe de los creadores de sistemas y la de aquellos espíritus que llegan a los reinos de la razón con una humanidad más efusiva y directa que la de los primeros. Humanidad que se manifiesta en ciertas formas del espíritu de estos pensadores, aunque sus vidas y creencias hayan sido opuestas.
Hay un nexo de unión entre Plotino, San Agustín, la escuela de San Buenaventura, Montaigne, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche, Unamuno. Y con Unamuno se integran a esa línea espiritual ciertos grandes místicos de España y todos los pensadores agónicos conocidos e ignorados. Acaso lo que determine ese acercamiento entre tan variados espíritus sea una cierta forma de soledad consigo mismos, acaso una proporción parecida entre el espíritu de geometría y el espíritu de fineza, componentes del espíritu propiamente dicho, en una medida que es medida del hombre y no del sistema.
Cuando Montaigne reconoce y proclama en el conjunto de su propia naturaleza individual la unidad de una forma indivisible y superior, está innegablemente cerca de Pascal, a pesar de la aversión ascética que este último manifestaba hacia “el necio deseo de describirse a sí mismo”. Y también Montaigne se acerca a Dunn Scott, el primero que, en pleno siglo de hegemonía aristotélica, se atrevió a decir, renovando a los alejandrinos, que el principio de la individualidad estaba en la forma.
Se encuentran hace unos cien años y en la última faz de las enseñanzas de Schelling, la primera manifestación de esas filosofías existenciales ligadas entre sí por ciertos fenómenos de nuestra época. Pero en Sören Kierkegaard vemos la primera afirmación concreta de esa existencialidad. Y la vemos en el hombre y en el poeta temperamentalmente discípulo de los grandes románticos alemanes, la vemos como la rebelión del pensador privado contra la filosofía especulativa, como la afirmación de la existencia saliendo al otro extremo del ordenado mundo de Hegel para buscar como él la vieja identidad entre el ser y el pensar, pero partiendo de la consideración del pensamiento como parte limitada de un ser de límites imprecisos.
En la primera mitad del siglo XIX, Hegel, con su palabra y su prestigio primero, con su solo pensamiento después, reinaba sobre Europa y construía las catedrales de la lógica, en las que la razón universal se contemplaba a sí misma y las conciencias individuales se integraban y desaparecían. Hegel en lo histórico, Fichte y Schelling en la especulación pura, extremaban las consecuencias del idealismo poskantiano. Entonces el individuo (la persona humana, diría más tarde Berdiaeff), se sublevó contra la impuesta universalidad de un concepto histórico, dueño inflexible de sus enigmas. Sabemos que la reacción de Marx fue la de construir sobre la tierra esa historia que Hegel recomponía voluptuosamente en su espíritu. Y al otro extremo de una misma oposición surge Dostoiewsky, haciendo suya la protesta de su amigo, el crítico Bielinsky, el cual, negándose a aceptar la cruel perfección de la historia, pedía a Hegel cuentas de todas las víctimas de las guerras, las persecuciones y los cataclismos.
Dostoiewsky, desarrollando el dilema supremo en “los Karamazof”, al poner en boca de Aliocha la célebre frase: “si tuviese que elegir entre el sacrificio de un solo niño y la felicidad total para el resto del mundo, yo no podría elegir”, en contraposición con Marx, que elegía violentamente, se colocaba del lado de aquellos para quienes tamañaza elección no pertenece al albedrío del hombre.
En nuestro tiempo, el mismo dilema se ha presentado con caracteres de atrocidad en los campos de concentración. En Francia se han desarrollado las más grandes polémicas alrededor del libro de David Rousset, El universo concentracionario, y alrededor del tema de si los detenidos influyentes en un campo y miembros de un grupo político tenían o no derecho, ante la exigencia implacable de enviar a la muerte a un cierto número de detenidos, de sustituir a algunos de estos por otros no designados que, según el criterio de un determinado grupo político, no presentaban los mismos caracteres de interés para la comunidad humana. Y en el curso de estas recientes polémicas podemos ver hasta qué punto las posiciones de elección y no elección en tan terrible materia permanecen incambiadas.
La reacción contra Hegel se exterioriza en Sören Kierkegaard en Copenhague y alrededor de 1840, con un furor que en este gran exaltado crece paralelo a su perfecto conocimiento de la doctrina a la cual se opone. “Me niego a formar parte del espectáculo de la historia”, exclama con su particular vehemencia y, reivindicando los derechos de la conciencia individual en todas sus partes sobre las del solo conocimiento, agrega: “Sólo la existencia interesa al que existe” y “sólo la objetividad es el criterio de la verdad objetiva”.
Sören Kierkegaard (1813-1857) había nacido en Conpenhague en una familia de feroces pietistas, dominada por el personaje del padre, el cual, confesor de sí mismo, nunca se pudo absolver de un pecado cometido en su juventud. Sus muchos hijos crecen con el presentimiento de estar destinados a morir a los treinta años, lo cual se realiza puntualmente para todos, excepto para Sören y su hermano, el obispo de Alsbörg. Lleva y acepta en su monstruosa melancolía el pecado del padre, frente al cual nos dice sentirse como debía sentirse Salomón ante el salmista prosternado. Pero el propio padre se sorprendía al ver en el semblante del niño Sören “la estampa de una muda desesperación”. Aunque más tarde el esteta se cubre con una máscara de dandysmo, cuando en Berlín y en los dos o tres salones más ingeniosos de su tiempo, en momentos en que su conversación es más brillante que ninguna, le impacientan los propios juegos mentales y sale de su elocuencia, como de un vasto silencio, superponiéndole una secreta meditación.
Maravillosamente dotado desde su infancia de todos los dones del espíritu, vemos en él las máximas aptitudes para la teología y para todas las disciplinas filosóficas, la misma preocupación de Pascal por la santidad y ninguna tendencia hacia el estado de pastor al cual se le destinaba.
Influyen poderosamente sobre él las interpretaciones dadas por Lutero a la frase de San Pablo: “Todo lo que no procede de la fe es pecado”.
La fe, aun cuando no habitaba totalmente en él, era la presencia ajena y resplandeciente con la cual comunicaba por el deseo de llegar a ella y por los ejemplos vivos de los santos y de los hombres verdaderamente espirituales. Y en las épocas en que la fe se alejaba, ella era la ausente en la que se piensa con ansiedad exclusiva, la que conserva el poder de anular todas las presencias.
Inadaptable y capaz como nadie, presiente desde su extrema juventud que debe vivir solo y arbitrariamente dedicado a la sola producción. Pero el protestantismo oficial que le rodea, identifica la ley divina con las del trabajo y de la familia. No admite los ascetas solitarios, y, si bien predica la tirantez y la austeridad, muestras un verdadero pavor ante las demencias de la cruz.
El esteta sufre en su Dinamarca de ciertas formas patriarcales combinadas con la de una emancipación que se anuncia. Advertimos en él un horror no exento de humorismo para la vulgaridad general, un horror constante que no le impulsa a pasar a través de ella y vencerla sino a retirarse del mundo de los otros. En “Culpable o no culpable”, vemos claramente cómo el asceta que crece dentro de él, rechaza por falta de verdadera religiosidad el mismo mundo que el esteta no podía tolerar por su irritante falta de elegancia…
Kierkegaard sufre de su propia extrañeza, pero este se le hace aun más visible cuando encuentra a Regina Olsen. Él mismo nos dice hasta qué punto cuanto había de bello y adorable en la juventud de esa criatura armoniosa y alegre, contrastaba con la propia tristeza. Y hasta qué punto la lúgubre disposición de ánimo a la que diera el místico nombre de acedía, pesó sobre él, como si la advirtiese por primera vez.
Después de un año de vacilaciones, desiste de su casamiento, provoca una difícil ruptura, y se dirige a Berlín, adonde vive con la mayor fantasía. Lógicamente la abandonada olvidó el abandono, pero el que abandonara no podía olvidar nunca nada. Había vivido de la ruptura durante el breve acuerdo y del acuerdo durante la larga ruptura. Cómicamente, el muy deseable olvido de la joven le causa la mayor indignación, y, trágicamente, el personaje de Regina sigue viviendo en el interior de Kierkegaard, y como en él todo deviene y se transforma, los actos del drama pasado se actualizan y renuevan mediante la idea fundamental kierkegaardiana de la repetición, que encontró mucho antes de Freud, y bajo cuya ley, infatigables formas viven y reviven con nuestra vida.
“Todo me es inexplicable y más que nada yo mismo”, dice nuestro autor. Y su historia sentimental permanece como una de las más extrañas del mundo. Por un lado, él mismo ha dicho que al querer abrazar a la persona amada, sólo encontraba angustiosamente una sombra. Y, por otro lado, que nunca logró la menor comunicación espiritual con ella. El amor se movía a lo largo de su vida como una llama que se basta a sí misma, intermediario entre el mundo de los sentidos y el de la inteligencia, sin penetrar en el uno ni en el otro para obtener un instante de contacto con su objeto. Y, despojado de cuanto se define y comunica, súbitamente a pesar de su singularidad específica nos aparece participando de la esencia misma del amor humano, la que se manifiesta irreductible a toda explicación y escapa como por milagro a la razón y al absurdo.
QUINTA ENTREGA
SUSANA SOCA
KIERKEGAARD Y LOS SISTEMAS (FRAGMENTO) (1)
(Alfar Nro. 88, AÑO XXVII, Montevideo, 1949.)
Las llamadas filosofías existenciales aparecen en la historia del espíritu, más que como pensamiento, como reacción subjetiva y pasional del ser humano y concreto frente a un pensamiento abstractamente universalizado. En sus comienzos nos aparecen encarnando la oposición de las conciencias individuales a ciertas formas crepusculares de una filosofía especulativa de carácter general, en cuya órbita el conjunto de las particularidades se integraba y desaparecía. Reacción del ser humano en su totalidad frente al poderío de la razón exclusiva, la encontramos a través del tiempo con nombres diversos, expresando, sea una nueva contienda, sea una nueva alianza entre la subjetividad y la objetividad, esas dos enmascaradas que recíprocamente se engañan, y en las galerías de espejos multiplicados en la conciencia del hombre, se engañan a sí mismas, tomándose la una por la otra.
Sería pueril preferir siempre la falta del sistema al sistema.
La grandeza de Pascal resalta admirablemente de la comparación con aquélla de Spinoza, y la lectura de Descartes suele producir un placer diferente y semejante en intensidad al que produce la lectura de Montaigne.
Mucho antes de los pensadores simbólicos Lao tsé y Confucio, Platón y Aristóteles, aparece en el hombre mismo y termina con él, la estirpe de los creadores de sistemas y la de aquellos espíritus que llegan a los reinos de la razón con una humanidad más efusiva y directa que la de los primeros. Humanidad que se manifiesta en ciertas formas del espíritu de estos pensadores, aunque sus vidas y creencias hayan sido opuestas.
Hay un nexo de unión entre Plotino, San Agustín, la escuela de San Buenaventura, Montaigne, Pascal, Kierkegaard, Nietzsche, Unamuno. Y con Unamuno se integran a esa línea espiritual ciertos grandes místicos de España y todos los pensadores agónicos conocidos e ignorados. Acaso lo que determine ese acercamiento entre tan variados espíritus sea una cierta forma de soledad consigo mismos, acaso una proporción parecida entre el espíritu de geometría y el espíritu de fineza, componentes del espíritu propiamente dicho, en una medida que es medida del hombre y no del sistema.
Cuando Montaigne reconoce y proclama en el conjunto de su propia naturaleza individual la unidad de una forma indivisible y superior, está innegablemente cerca de Pascal, a pesar de la aversión ascética que este último manifestaba hacia “el necio deseo de describirse a sí mismo”. Y también Montaigne se acerca a Dunn Scott, el primero que, en pleno siglo de hegemonía aristotélica, se atrevió a decir, renovando a los alejandrinos, que el principio de la individualidad estaba en la forma.
Se encuentran hace unos cien años y en la última faz de las enseñanzas de Schelling, la primera manifestación de esas filosofías existenciales ligadas entre sí por ciertos fenómenos de nuestra época. Pero en Sören Kierkegaard vemos la primera afirmación concreta de esa existencialidad. Y la vemos en el hombre y en el poeta temperamentalmente discípulo de los grandes románticos alemanes, la vemos como la rebelión del pensador privado contra la filosofía especulativa, como la afirmación de la existencia saliendo al otro extremo del ordenado mundo de Hegel para buscar como él la vieja identidad entre el ser y el pensar, pero partiendo de la consideración del pensamiento como parte limitada de un ser de límites imprecisos.
En la primera mitad del siglo XIX, Hegel, con su palabra y su prestigio primero, con su solo pensamiento después, reinaba sobre Europa y construía las catedrales de la lógica, en las que la razón universal se contemplaba a sí misma y las conciencias individuales se integraban y desaparecían. Hegel en lo histórico, Fichte y Schelling en la especulación pura, extremaban las consecuencias del idealismo poskantiano. Entonces el individuo (la persona humana, diría más tarde Berdiaeff), se sublevó contra la impuesta universalidad de un concepto histórico, dueño inflexible de sus enigmas. Sabemos que la reacción de Marx fue la de construir sobre la tierra esa historia que Hegel recomponía voluptuosamente en su espíritu. Y al otro extremo de una misma oposición surge Dostoiewsky, haciendo suya la protesta de su amigo, el crítico Bielinsky, el cual, negándose a aceptar la cruel perfección de la historia, pedía a Hegel cuentas de todas las víctimas de las guerras, las persecuciones y los cataclismos.
Dostoiewsky, desarrollando el dilema supremo en “los Karamazof”, al poner en boca de Aliocha la célebre frase: “si tuviese que elegir entre el sacrificio de un solo niño y la felicidad total para el resto del mundo, yo no podría elegir”, en contraposición con Marx, que elegía violentamente, se colocaba del lado de aquellos para quienes tamañaza elección no pertenece al albedrío del hombre.
En nuestro tiempo, el mismo dilema se ha presentado con caracteres de atrocidad en los campos de concentración. En Francia se han desarrollado las más grandes polémicas alrededor del libro de David Rousset, El universo concentracionario, y alrededor del tema de si los detenidos influyentes en un campo y miembros de un grupo político tenían o no derecho, ante la exigencia implacable de enviar a la muerte a un cierto número de detenidos, de sustituir a algunos de estos por otros no designados que, según el criterio de un determinado grupo político, no presentaban los mismos caracteres de interés para la comunidad humana. Y en el curso de estas recientes polémicas podemos ver hasta qué punto las posiciones de elección y no elección en tan terrible materia permanecen incambiadas.
La reacción contra Hegel se exterioriza en Sören Kierkegaard en Copenhague y alrededor de 1840, con un furor que en este gran exaltado crece paralelo a su perfecto conocimiento de la doctrina a la cual se opone. “Me niego a formar parte del espectáculo de la historia”, exclama con su particular vehemencia y, reivindicando los derechos de la conciencia individual en todas sus partes sobre las del solo conocimiento, agrega: “Sólo la existencia interesa al que existe” y “sólo la objetividad es el criterio de la verdad objetiva”.
Sören Kierkegaard (1813-1857) había nacido en Conpenhague en una familia de feroces pietistas, dominada por el personaje del padre, el cual, confesor de sí mismo, nunca se pudo absolver de un pecado cometido en su juventud. Sus muchos hijos crecen con el presentimiento de estar destinados a morir a los treinta años, lo cual se realiza puntualmente para todos, excepto para Sören y su hermano, el obispo de Alsbörg. Lleva y acepta en su monstruosa melancolía el pecado del padre, frente al cual nos dice sentirse como debía sentirse Salomón ante el salmista prosternado. Pero el propio padre se sorprendía al ver en el semblante del niño Sören “la estampa de una muda desesperación”. Aunque más tarde el esteta se cubre con una máscara de dandysmo, cuando en Berlín y en los dos o tres salones más ingeniosos de su tiempo, en momentos en que su conversación es más brillante que ninguna, le impacientan los propios juegos mentales y sale de su elocuencia, como de un vasto silencio, superponiéndole una secreta meditación.
Maravillosamente dotado desde su infancia de todos los dones del espíritu, vemos en él las máximas aptitudes para la teología y para todas las disciplinas filosóficas, la misma preocupación de Pascal por la santidad y ninguna tendencia hacia el estado de pastor al cual se le destinaba.
Influyen poderosamente sobre él las interpretaciones dadas por Lutero a la frase de San Pablo: “Todo lo que no procede de la fe es pecado”.
La fe, aun cuando no habitaba totalmente en él, era la presencia ajena y resplandeciente con la cual comunicaba por el deseo de llegar a ella y por los ejemplos vivos de los santos y de los hombres verdaderamente espirituales. Y en las épocas en que la fe se alejaba, ella era la ausente en la que se piensa con ansiedad exclusiva, la que conserva el poder de anular todas las presencias.
Inadaptable y capaz como nadie, presiente desde su extrema juventud que debe vivir solo y arbitrariamente dedicado a la sola producción. Pero el protestantismo oficial que le rodea, identifica la ley divina con las del trabajo y de la familia. No admite los ascetas solitarios, y, si bien predica la tirantez y la austeridad, muestras un verdadero pavor ante las demencias de la cruz.
El esteta sufre en su Dinamarca de ciertas formas patriarcales combinadas con la de una emancipación que se anuncia. Advertimos en él un horror no exento de humorismo para la vulgaridad general, un horror constante que no le impulsa a pasar a través de ella y vencerla sino a retirarse del mundo de los otros. En “Culpable o no culpable”, vemos claramente cómo el asceta que crece dentro de él, rechaza por falta de verdadera religiosidad el mismo mundo que el esteta no podía tolerar por su irritante falta de elegancia…
Kierkegaard sufre de su propia extrañeza, pero este se le hace aun más visible cuando encuentra a Regina Olsen. Él mismo nos dice hasta qué punto cuanto había de bello y adorable en la juventud de esa criatura armoniosa y alegre, contrastaba con la propia tristeza. Y hasta qué punto la lúgubre disposición de ánimo a la que diera el místico nombre de acedía, pesó sobre él, como si la advirtiese por primera vez.
Después de un año de vacilaciones, desiste de su casamiento, provoca una difícil ruptura, y se dirige a Berlín, adonde vive con la mayor fantasía. Lógicamente la abandonada olvidó el abandono, pero el que abandonara no podía olvidar nunca nada. Había vivido de la ruptura durante el breve acuerdo y del acuerdo durante la larga ruptura. Cómicamente, el muy deseable olvido de la joven le causa la mayor indignación, y, trágicamente, el personaje de Regina sigue viviendo en el interior de Kierkegaard, y como en él todo deviene y se transforma, los actos del drama pasado se actualizan y renuevan mediante la idea fundamental kierkegaardiana de la repetición, que encontró mucho antes de Freud, y bajo cuya ley, infatigables formas viven y reviven con nuestra vida.
“Todo me es inexplicable y más que nada yo mismo”, dice nuestro autor. Y su historia sentimental permanece como una de las más extrañas del mundo. Por un lado, él mismo ha dicho que al querer abrazar a la persona amada, sólo encontraba angustiosamente una sombra. Y, por otro lado, que nunca logró la menor comunicación espiritual con ella. El amor se movía a lo largo de su vida como una llama que se basta a sí misma, intermediario entre el mundo de los sentidos y el de la inteligencia, sin penetrar en el uno ni en el otro para obtener un instante de contacto con su objeto. Y, despojado de cuanto se define y comunica, súbitamente a pesar de su singularidad específica nos aparece participando de la esencia misma del amor humano, la que se manifiesta irreductible a toda explicación y escapa como por milagro a la razón y al absurdo.
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