sábado

DOSSIER SUSANA SOCA

(TEXTOS: SUSANA SOCA / GUIDO CASTILLO / JUAN CARLOS ONETTI / JORGE LUIS BORGES / CARLOS REAL DE AZÚA )

CUARTA ENTREGA

CARLOS REAL DE AZÚA
SUSANA SOCA (1907-1959)


(Antología del Ensayo Uruguayo contemporáneo Tomo 2, Departamento de Publicaciones de la Universidad de la República, Uruguay, 1964.)

A raíz de su trágica muerte en la bahía de Guanabara, el 11 de enero de 1959, sobre pocos uruguayos, con seguridad, debe haberse escrito tanto y tan honda y comprensivamente como sobre esta extraña, inapresable y rica personalidad.

Las páginas de Esther de Cáceres, Ángel Rama, Ricardo Paseyro, Guido Castillo, Emir Rodríguez Monegal, entre nosotros; las de sus amigos extranjeros Borges, Cioran, Michaux, Jouhandeau, Guillén, Ungaretti, los testimonios de muchos que trató o simplemente pasó rozando con su presencia trastornadora, nunca desapercibida, forman una suma considerable de enriquecedoras perspectivas a la que poco, en una simple nota introductoria, podría agregarse.

Pero adviértase, con todo, que todavía queda envuelto en el misterio el último recinto de su alma y aun permanece Susana Soca (tendrán que afanarse técnicas y crecer su distancia) como un incitante enigma para la más escrupulosa, para la más delicada indagación literaria y humana. Y dígase aquí (aún a riesgo de erizar susceptibilidades y de recurrir a palabras tan transitadas) que sólo un enfoque sociológico y otro de “psicología profunda” podrían revelar el mutuo influjo, la correlación, el condicionamiento recíproco de una muy particular situación social y una, más particular todavía, manera de ser, “carácter”, que en ella se dieron.

Si a un esquema hubiera de recurrirse, hay que observar que Susana Soca fue la habitante, desgarrada, incesantemente desplazada de tres mundos. Un mundo familiar, primero, un ámbito de distinción y fortuna sólidas que ella supo asumir con fidelidad entera y sin esas fáciles, estrepitosas rebeldías (piénsese en algunos ejemplos argentinos) tan inauténticas y, en realidad, tan protegidas. El mundo de la cultura, después, una cultura (literatura, arte y filosofía, sobre todo) en el más exigente, distinguido nivel, en el más adentrado, riguroso ejercicio. Pero Susana Soca tenía también morada en un “tercer mundo” (quítesela todo el contexto) que no era solamente el “allende” de su auténtica religiosidad, que no era tampoco ese hospedaje entre las nieblas del que alguno habló a propósito del autor de las Rimas, que resultaba (o parecía) más que otra cosa el llamado, la “vocación” de una invisible y trasmundana presencia, deleitosa y terrible a la vez, que ella oía con un oír que la desrazonaba de todas las cosas.

Esos fueron los tres mundos entre los que osciló y es probable que sin tenerlos en cuenta nada pueda explicarse de su persona.

Pero, para entender ese movimiento, es preciso recordar que Susana Soca comenzó siendo la muchacha rica y mimada, en la que su clase, su medio, festejaron prologalmente los dones (originalidad, cultura, afán de hacer) como excentricidades amables y, en puridad, inofensivas. Pero ella no se quedó en eso y, con su peculiar estilo vital, con su mezcla tan rara de atención y remotismo, de inseguridad constante y tenaz, voluntarioso querer, de perspicacia y distracción, fue prosiguiendo el curso, de una labor, de un crecimiento espiritual zigzagueante pero cabal, azarosa pero (también) secretamente ordenado y madurado. Y en verdad que no poco necesitó ese querer y esa continuidad quien vivió asediada entre dos falacias reductivas, entre dos mordientes durables y agresivos. Uno, ya se aludió a él, fue la impertinente pretensión de las clases altas de ver en sus empresas una especie de complemento, esporádico y bien cotizado, de la diversión mundana. El otro fue el estereotipo demagógico, rampante pero efectivo, que divorcia la riqueza de cualquier tipo de talento, que hizo su víctima a Reyles durante buena parte de su vida y continuó después con ella su radical negación.

Hay que decir que Susana Soca no sólo vivió entre ellos sino también que nunca los enfrentó y, (hasta pudiera afirmarse) con cierta voluntad autoflagelatoria, se dejó acuñar por sus marcas.

En esta zona de su “situación” y como ya se proponía al principio, resulta apasionante pensar qué hubiera sido en una “situación” distinta si es que, claro, se empieza por reconocer con limpieza, que buena parte de su personalidad se condiciona por aquélla. Sólo cuando exista esa “teoría de las mediaciones” que Sartre reclama en Critique de la raison dialectique y esté suficientemente afinada, se podrá llegar a alguna evidencia pero, tal vez, quepa inferir desde ya que hay otra realidad simétrica a la que el reductivismo marxista sostiene y que el caso de Susana Soca es susceptible de confirmar. Pues, si se acepta que la condición social, la inscripción en una clase sella decisivamente nuestras concepciones, nuestra “ideología”, ¿excluye esto pensar que esa misma adscripción o pertenencia abre –y cierra– la perspectiva sobre un determinado orbe de fenómenos, de valores? Que en nuestra autora (o en otros posibles ejemplos) su situación le permitió acceder a un mundo de experiencias y de gustos que la penuria, regularmente, obstruye y estos son tan “reales” como “real” el determinismo de la condición social no es (a lo mejor), como este impar ejemplo humano pudiera mostrarlo, un eclecticismo superficial. Un tema de entidad desmesurada, se dirá, para ser pensado sobre un solo caso. Pero, con todos los riesgos, supremamente más importante que señalar –volviendo a Susana Soca– su desdén por la fortuna (puesto que siguió amparada por ella) o su apasionada simpatía por el mundo eslavo y su interés por la experiencia soviética (puesto que ello no cambió su “status” social).

Se ha subrayado la fineza y seguridad de su gusto, la universalidad de sus lecturas, la calidad de sus intereses, la variedad de sus conocimientos lingüísticos (francés, inglés, alemán, ruso e italiano) que le permitió aspirar sobre sus propias plantas el perfume de toda poesía. Así formada, sintió como un insoslayable deber la atención a lo de su continente, el estímulo a todo acendramiento de la cultura americana. Y, aunque a veces confundió las experiencias mejores de esta con el bizantinismo de ciertos sectores argentinos bien colocados, al servicio de aquella tarea, para una especie de operación “pontifical” entre lo nuestro y lo europeo, puso su revista ENTREGAS DE LA LICORNE, publicada primero en París y luego en Montevideo, desde 1953 hasta su muerte. Fue una publicación gobernada entre las escarpas de un gusto exigente y de una, casi incurable, aptitud de sentirse obligada, de una aspiración por lo mejor y esa condescendencia a los avances de muchos audaces que resultaba tal vez su misteriosa cortesía ante un mundo que le había dado tantos dones. De esas diversas y gravosas escisiones sufrieron su LICORNE y ella, pues dígase que nunca tuvo la cobardía de ocultarlas, dígase que las asumió con el imprevisible coraje de su aparente fragilidad, y esa andadura vital donde nada parecía estar en su sitio pero todo tenía, al fin, algún sentido.

Sus páginas en prosa, que sería difícil calificar de puramente “ensayísticas” son, exteriormente, una variada mezcla de crítica, autobiografía, evocación relato y de viajes. La invención, digresión, personalización del ensayismo son, sin embargo, los hilos que enhebran toda esa diversidad y lo que justifica su presencia en esta colección.

El texto elegido muestra de modo patente ciertos trazos esenciales de su personalidad. La actitud de acogimiento a lo inesperado de la vida, de disponibilidad, de radical libertad es uno. Otro es la importancia que tuvo para su pensamiento la poesía, no sólo en cuanto tarea configuradora y posibilidad expresiva sino, y también, como órgano de comunicación con el universo, de contacto y adentramiento con lo real. Y si a esto se alude, hay que decir igualmente de su sentido –a la vez poético que religioso– de una realidad oculta tras todas las cosas, de algo que se escamotea a nuestros alcances pero que, ciertas dotes de conocimiento repentino, mágico, de iluminación subitánea pueden apresar. (Vale la pena recordar aquí que Susana Soca, debajo de su exterior trémulo, introvertido, indeciso, poseía una sorprendente aptitud de adivinación de las gentes y realidades que más ajenas le eran, un don que alguien (Clara Silva) ha identificado con las dotes clínicas del gran médico que fue su padre). La apetencia de esa iluminación, debe agregarse, era probablemente la forma atenuada de una desesperada avidez de comunicarse con todas las cosas y seres del ancho mundo (a este respecto es bien ilustrativo el pasaje sobre los dos campesinos que ve en la estación perdida en la estepa). Y si desesperado era en su raíz este impulso es porque parece haber pesado sobre ella una incapacidad esencial de exprimir las “uvas” (para usar el símbolo nerudiano) de lo real, una incapacidad que su densa, ríspida poesía (aspecto de su obra que aquí se soslaya), su En un país de la memoria (1959) y Noche cerrada (1962) ilustran en forma muy cabal.

El tema del Doctor Zivago está tenuemente aludido, pero no es lo importante de esta página una hipotética intención política sino la estrecha imbricación de cierto sentido de lo intransferible e incomunicable de los seres con el del dramático desencuentro de ellos; un desencuentro que desteje implacable, reiteradamente, el afán de expresarle a alguien –Boris Pasternak– su admiración y su deuda, pero que es –también– una muestra, azarosa pero inmejorable, de, esa “imposibilidad de eficacia”, visible y exterior, de esa dificultad de la acción, del afincamiento fructuoso en cada circunstancia que signó todos sus actos y sus esfuerzos.

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