miércoles

DESDE POITIERS / Maryse Renaud


CUANDO CAEN LAS MÁSCARAS O LA LECCIÓN DE HUMANIDAD
(análisis de El intérprete de Néstor Ponce)


La francesa Aude d’Alençon, joven de fulgurante belleza, desembarca un día en Buenos Aires, invitada por Don Matías Unzué de Alzaga, personalidad porteña, que pone a su entera disposición su rica mansión de la calle San Martín. Pero al no poder expresarse en francés, el viejo juez recurre a los servicios de un traductor argentino que había vivido en Francia, antiguo alumno de la Escuela Politécnica, a quien contrata y despide a su antojo, pero del cual no puede prescindir por mucho tiempo. De entrada, la novela de Néstor Ponce parece privilegiar un esquema triangular, incluso una situación potencial de triángulo amoroso: el joven traductor -admitido en la extraña intimidad de una pareja en la que el juez es el único en hablar y la mujer se contenta aparentemente con escuchar, silenciosa e indiferente- no demora en enamorarse de la enigmática extranjera. Si el tema del loco amor, obsesivo, constituye uno de los ejes estructuradores de la novela de Néstor Ponce, si la totalidad del discurso narrativo es objeto de una innegable -y a ratos paródica erotización-, la expresión del sentimiento amoroso está lejos de agotar, sin embargo, la complejidad de este texto rico en enigmas, deliberadamente fundado en una estética de la apertura e incluso de la indeterminación. Es ante todo de poder, de relaciones de fuerzas ocultas, de hipócrita dominación, de juego de máscaras, de comedia humana, de lo que nos habla El intérprete, cuya acción transcurre en la caótica Argentina de finales del siglo XIX. La perpetuación de la memoria, el dominio de la lengua y los códigos culturales, y hasta la seducción amorosa aparecen en la novela como otras tantas manifestaciones de la voluntad de poder de la burguesía porteña. De modo que no hay que extrañarse al ver superponerse al esquema ternario inicial -Aude, el juez, el traductor- una nueva estructura, binaria esta vez, llamada a desempeñar en la novela un papel de primerísima importancia: la formada por el traductor y Joaquín, su criado negro. La dialéctica del amo y el esclavo, o, más exactamente, del amo y el sirviente -la esclavitud fue abolida en Argentina por la Constitución de 1854- se establece entonces. Esta temática (1) clásica, brillantemente desarrollada tanto por filósofos, sociólogos, como por hombres de letras y cineastas -Hegel, Diderot, Brecht, Chaplin...- es objeto aquí de una reescritura particularmente cáustica. El autor logra plenamente, y de manera original -tendremos la oportunidad de comprobarlo con posterioridad-, librarse de lo que León Sigall llamara, de manera polémica, una “lectura blanca” de una realidad negra, fenómeno demasiado frecuente para su gusto en la literatura argentina. Su texto, eminentemente paródico, hiperbólico, revela con crudeza las mentiras y la neurosis de una sociedad porteña blanca, o supuestamente tal, olvidadiza de una parte de las raíces culturales del país. (¿Es necesario recordar aquí los orígenes africanos, durante mucho tiempo negados pero hoy reconocidos por todos, del tango (2) , música emblemática, incluso mítica, de Argentina? En El intérprete, la importancia social del negro y, muy particularmente, su papel simbólicamente estructurador en el imaginario del Río de la Plata son abiertamente reconocidos. Joaquín, personaje objetivamente secundario, no tarda en efecto en imponerse paradójicamente a su mismo amo, al escritor, al lector por fin. Los estereotipos más tenaces relacionados con la raza negra, producto de una condescendencia despreciativa alimentada, por otra parte, -como lo muestra la novela- por la “Generación del 80”, vuelan aquí en pedazos. Más allá de su escandaloso racismo, las invectivas del amo terminarán por dar prueba, en esta novela tan rica en mascaradas de todo tipo -la acción se desarrolla, no lo olvidemos, durante el Carnaval-, de una oblicua manifestación de amor. Mientras más avanza la novela, más se afirman entre el destino del amo -por lo tanto, del traductor- y del criado inesperadas y perturbadoras similitudes. Ambos esclavos de una sociedad castradora, condenados los dos al silencio, a la represión, incluso -para uno de ellos- a la locura, el criado y el amo ponen de manifiesto, a decir verdad, el poderío mortífero de la ideología positivista (3) en que se funda el discurso de la sociedad argentina de la segunda mitad del siglo XIX.

Desde las primeras páginas de la novela, conviene señalarlo, el negro afirma su pertenencia a la sociedad porteña, en la persona del criado Joaquín: “Me despertaron hoy temprano los aldabonazos del mensajero del ex Juez, cuando las sombras y la niebla borroneaban aún las siluetas de la plaza. Le abrió el negro Joaquín y el hombre llegó urgente hasta mi cuarto”. Luego, no cesará de recorrer las páginas de El intérprete, atravesando más o menos fugazmente un trasfondo social heterogéneo donde coexisten, sin mezclarse realmente, de un lado, los notables criollos (Unzué de Alzaga, el traductor y sus amigos Pedro y Manuel, las personalidades políticas del momento, como el presidente Sarmiento, su rival Mitre, el gobernador Alsina...), y, del otro, las capas populares, sumamente heteróclitas (gauchos agresivos transplantados en la ciudad, compadritos, habitantes de los arrabales, inmigrantes italianos que hablan una cómica jerga , el “cocoliche”, tan impreciso como el español de los indios ranqueles, prostitutas europeas y, detalle sorprendente pero históricamente cierto, policías franceses).

La función asignada al negro, en el barroco cuadro de costumbres evocado por el narrador, responde por entero a las enseñanzas de la historia. La economía de plantación de tipo caribeño, fundada en el cultivo de la caña de azúcar y de productos tropicales, ocupó -es sabido-, por razones geográficas, climáticas e históricas, en Argentina un lugar muy modesto. Apenas si se alude en la novela de Néstor Ponce a los ingenios de la región tropical de Tucumán (4), al norte del país. En cuanto a la “estancia”, explotación fundada en la ganadería y el cultivo de cereales, casi no empleó mano de obra de origen africano. Los peones que en ella trabajaban eran en su mayoría mestizos, en el estricto sentido que se otorga generalmente en español a ese término, o sea, el producto del cruce entre el indígena y el blanco.

¿Qué pasó entonces con el negro, en una Argentina que durante mucho tiempo vivió casi exclusivamente del contrabando y que, a diferencia del Caribe, se integró muy tardíamente en los circuitos comerciales internacionales -hacia finales del siglo XX?

La población negra (5), contra toda previsión, estaba presente en la región desde hacía muchísimo tiempo. Fue introducida en el Río de la Plata en el siglo XVI, como mano de obra esclava. Su presencia queda atestiguada desde esa fecha, tanto en el campo como en la ciudad, donde ejerció diversos oficios menores que la pusieron en contacto con las otras capas de la población: vendedores de agua, buhoneros, carpinteros, etc. Pero es sobre todo en la función, también subalterna, de criado en la que se distinguió, como nos lo recuerdan en sus relatos los grandes escritores románticos argentinos, específicamente Esteban Echeverría en El matadero, o José Mármol en Amalia. A esta regla, Joaquín no escapa. Conviene señalar, no obstante, que a diferencia de los negros evocados por los escritores románticos, él no cumple en El intérprete la función de espía del amo, generalmente un patricio, por añadidura “unitario”, que cuenta -por evidentes razones ideológicas- con la simpatía de los románticos argentinos. Tampoco ejerce Joaquín la función de soplón del gobierno, actividad corriente durante la dictadura de Rosas hasta los años 50. Los tiempos han cambiado: la novela se desarrolla, no lo olvidemos, durante la presidencia de Domingo Faustino Sarmiento (1862-1869), mientras está causando estragos la guerra del Paraguay y el país entero es víctima de una epidemia de fiebre amarilla. Por otro lado, la instrumentalización del negro por el poder se revela tanto más aleatoria cuanto que su importancia demográfica no deja de disminuir. Después de las guerras de la posindependencia (“guerras del desierto” de Rosas, y, más tarde, de Roca), la población de origen africano, diezmada, tiende a desaparecer y a confundirse en la masa, lo cual acredita la falaz idea de una Argentina blanca, étnicamente homogénea. Mito peligroso que, es necesario señalarlo, hace poco caso igualmente de la población de origen indígena, sin embargo numerosa en todo el noroeste argentino.

Es entonces un criado fiel, de cierto modo un honesto ciudadano, el que nos entrega, a través de Joaquín, la novela de Néstor Ponce. El anciano aparece en ella como plenamente integrado en la historia nacional, evocada por medio de algunas referencias históricas muy precisas o de alusiones siempre sugestivas. La proximidad de la época de la esclavitud, por ejemplo, que el joven traductor aparenta echar de menos, no sin cierta provocación, nos es oportunamente recordada. Ella nos permite valorar mejor el comportamiento arbitrario del amo -quien nos recuerda, por su caprichoso temperamento, los cambios de humor del Señor Puntila o del borracho rico de Luces sobre la ciudad-, aún imbuido de las viejas prerrogativas de su clase: solamente han pasado una decena de años entre la abolición oficial de la esclavitud, en 1854, y el período histórico descrito en El intérprete.

Pero hay en Joaquín, representante por excelencia en la novela de la domesticidad negra, otro tipo de anclaje más profundo en la sociedad porteña: el que asegura su larga convivencia con los amos blancos, percibida aquí de manera constructiva, mientras que tantos escritores han denunciado, en el pasado, la promiscuidad (6) étnica y cultural y los riesgos de contaminación engendrados por el mestizaje para las sociedades latinoamericanas. Es otro el escenario en el cual le es permitido a Joaquín afirmarse realmente: el íntimo, secreto, incluso ambiguo, de la casa. Joaquín es, en efecto, como lo reconoce implícitamente, en sus caóticos monólogos, nuestro atrabiliario traductor, el alma del hogar. Factótum ejemplar, reúne en su persona virtudes masculinas y femeninas. Representa simbólicamente al difunto padre del joven traductor así como a la figura materna, también ausente. Activo y discreto a la vez, como corresponde a su doble naturaleza, dirige con eficaz delicadeza el universo familiar. Sus funciones, por subalternas que puedan parecer, no son menos determinantes. A él le toca, en esos tiempos caóticos, la responsabilidad de asegurar la subsistencia del grupo. Delicada tarea, entre todas, que él lleva a cabo con eficacia. Debe velar igualmente por el bienestar físico de su amo, como bien lo muestra la recurrente escena de la preparación del baño. En todos esos casos, el criado establece con el cuerpo -el cuerpo del amo- una relación privilegiada. A veces oblicua -él tiene que alimentar a todos-, otras directa, cuando se establece entre los dos hombres un contacto casi carnal, mediante el baño. La proximidad de los cuerpos, la intimidad compartida no dejan de crear entre ellos cierta connivencia que, lo veremos más tarde, encenderá la mente perturbada del traductor hasta tal punto que no es imposible imaginar en este último una atracción inconfesada, homosexual, quizás, hacia el criado, y cierta carga de celos.

Eje inconsciente de la novela -el autor afirma haberse dado cuenta de ello más tarde-, Joaquín, el criado, concebido inicialmente como un personaje secundario, cumple otra función de primera importancia: la de intermediario, de puente entre el interior y el exterior. Transmite sobriamente al amo -enfrascado en su obsesiva tarea de traductor, atormentado por su imposible amor por Aude- las noticias del mundo de la calle, los mensajes de los amigos. En una palabra, el criado permite cierto reajuste de la ficción, fábula sentimental, es cierto, pero igualmente novela social, en sentido lato. Gracias a él, el amo se libra de su propia subjetividad para asomarse a la vida objetiva de la ciudad, anclándose así en la historia, cuyas urgencias, obligaciones políticas y morales, termina por aceptar. De modo que no hay que sorprenderse al ver al joven aceptar el reto mayor del momento: la “lucha contra la Parca”, grandilocuente y clásica fórmula por la cual se designa el combate contra la fatal epidemia de peste que azota la ciudad. El traductor, del lado de la doliente humanidad, escoge cierta forma de compromiso, que no deja de recordar -en un guiño al presente del lector- las acciones humanitarias llevadas a cabo en nuestra época. Heroico a su manera, siguiendo inconscientemente las huellas de ese padre difunto, general de las guerras de Independencia, cuya memoria el criado perpetúa simbólicamente, opta por la vida, estimulado secretamente por el negro.

La relevancia de Joaquín no deja de crecer al correr de las páginas. Hacia el final de la novela, poco tiempo antes de su muerte, en una transgresiva inversión de papeles, se convierte incluso en consejero, en guía, casi en mentor. En una ciudad devastada por la peste, la violencia, el crimen, abandonada por las autoridades supremas -el presidente Sarmiento está obstinadamente ausente de la novela-, y entregada a la omnipotencia de la muerte, como en la novela de Camus, es hacia el criado hacia quien se vuelve extrañamente el traductor. Cansado de silencios culpables, de imposturas de todo tipo alentadas por la situación de crisis -el mercantilismo desvergonzado de un Gorris, por ejemplo, un francés supuestamente inventor de un remedio milagroso-, de satisfacciones pasajeras obtenidas con las prostitutas, intenta conseguir una respuesta a los múltiples interrogantes que lo asaltan, busca entablar un inicio de diálogo.

Si existe una verdad, ésta vendrá de Joaquín, parece decirnos el narrador. Pero, conforme a la estética global del relato, que otorga la preeminencia narrativa al amo blanco y confina al criado negro a un mutismo casi absoluto, la respuesta de Joaquín no puede ser sino lapidaria. Y necesariamente ambigua. La epidemia, llegada del Paraguay según algunos -subrayemos de paso los prejuicios antiparaguayos, señalados con humor por el narrador argentino-, extendida a causa de la guerra a través de toda América Latina, es percibida, por el contrario, por el sirviente negro como un “mal metafísico”. Dios castigaría así la introducción en la ciudad de los “dominadores”. ¿Cómo interpretar esos fragmentos de confidencias de acentos proféticos? Con toda evidencia, esos “dominadores” no pueden designar a la población trabajadora de la ciudad. No se trata por lo tanto de los “gauchos”, mestizos de indígenas y españoles, ni de los negros y mulatos, ni tampoco de los inmigrados italianos, esa chusma particularmente detestada, en la novela de Néstor Ponce, por la élite criolla, y víctima, más que nadie, de la xenofobia porteña. ¿Acaso no haría falta escuchar más bien, a través de las palabras de Joaquín, el negro, el criado, el subalterno, el marginal de alguna manera, la vacilante denuncia de los hombres de la Generación del 80, imbuidos de progreso, “civilización”, modernidad, liberalismo, pero promotores, en última instancia, de guerras y desgracias.

¿Joaquín o el filósofo a pesar suyo? ¿Es lícita esta lectura de la novela de Néstor Ponce? Numerosos pasajes y, más particularmente, algunos momentos claves del final de la novela -la enfermedad, el aparente restablecimiento y los últimos momentos del criado negro- inclinan a creerlo. A la discreta alegría por la recuperación, al epicureísmo de buen tono sucede el derrumbe final. La pintura de los estragos provocados por la enfermedad -de una implacable minuciosidad digna de un verdadero tratado de medicina- hace aún más ejemplar la muerte de Joaquín. La agonía sangrienta, e incluso repugnante, de este hombre valeroso para quien el dolor no pasa de ser un “tigre de papel”, constituye en la novela una verdadera lección de estoicismo. ¿De estoicismo antiguo? O, más bien, de estoicismo cristiano, como induce a pensarlo la presencia de esa “corona de espinas” que eleva al personaje a una dimensión crística. Poco importa, verdaderamente, tan mezcladas aparecen en este relato barroco las culturas y las voces.

Volvamos, no obstante, a un punto capital. ¿Consiguen realmente hacerse oír todas las voces en la novela de Néstor Ponce? ¿Estamos aquí ante una novela polifónica clásica, que permitiría conocer indistintamente, como ciertas novelas argentinas contemporáneas -pensemos en La novela de Perón o en Santa Evita (7)- el lenguaje, las mitologías, los fantaseos, las fobias propias de las diferentes capas de la población, desde los marginales hasta las élites? ¿Tenemos acceso directamente al lenguaje del criado negro, a su modo de pensar? Ciertamente, no. La empresa es aquí más sutil. La estética de la novela de Néstor Ponce no es propiamente dicha, y por el contrario de lo que podría creerse de buenas a primeras, la de la novela histórica. Aquí, nada de recurso preferente a la forma dialogada, que permitiría reconstituir la manera de pensar y vivir de los diferentes estratos de la sociedad. No hay tampoco acumulación de testimonios, rumores, cotilleos, como en la novela polifónica argentina (“la novela coral”). El intérprete es, en realidad, el relato en primera persona de una experiencia singular, contradictoria, fundamentalmente narcisista, consignada día tras día por un narrador del cual una de las funciones principales consiste en traducir, mediante dinero, las largos monólogos de un viejo juez porteño, determinado a seducir a través del verbo a su joven invitada.

Pero ¿cómo percibe el narrador-traductor la labor de traducción? Al orgullo suscitado inicialmente por el reconocimiento de sus méritos no tarda en suceder un sentimiento de malestar, de pérdida de referencias, remitiendo la voz del narrador -el “yo”- a dos sujetos de la enunciación: por una parte, el narrador propiamente dicho, cuyos interrogantes y angustias escucha el lector y, por otra, el viejo juez cuyas palabras traduce aquél. De esa superposición borgeana de sujetos, de ese desplazamiento desconcertante para el propio lector de una instancia narrativa a la otra, de esa confusión identitaria de la cual el viejo juez parece alegrarse, el narrador padece secretamente. Porque, paradójicamente, el ejercicio de la traducción, fundado en la generosa circulación de la palabra, tiene aquí como consecuencia la progresiva desaparición del sujeto hablante, que se encamina hacia un mutismo inquietante, un silencio casi total. Subrayemos de paso que, en la novela, el narrador es el único que no tiene nombre ni apellido.

Mientras más progresa la novela, más se acentúan las perturbaciones identitarias de nuestro personaje. Si bien se enorgullece por momentos de su fidelidad hacia el viejo juez, contrariamente al archiconocido adagio latino según el cual toda traducción equivaldría a una traición, si posee una aguda conciencia de la naturaleza artística de su labor de traductor, deplora más a menudo aún el sentimiento de expropiación, de alienación -en sentido propio- que lo amenaza: la voz del otro, que la suya no alcanza a apagar totalmente, la presencia física del otro, la ideología, incluso las fobias del juez se convierten en dominantes. Ahora bien, él no puede aceptar serenamente la imposición de un discurso dominante considerado como anacrónico, habiéndolo dotado, de alguna manera, su conocimiento de Europa y su bilingüismo de cierto sentimiento de superioridad y de un agudo sentido de la relatividad. No obstante, en ese combate contra el mezquino nacionalismo de la élite criolla, que es de igual modo combate contra su propia persona -ya que él también pertenece a la aristocracia local-, se encuentra prácticamente solo. La soledad y el silencio adquieren entonces un tinte obsesivo que la novela de Néstor Ponce pone brillantemente en escena. Una palabra, melodramática a más no poder y, por supuesto, paródica, que bien traduce el profundo desasosiego del traductor, surge en varias ocasiones: “vampirización”. Y el juez, dominador y perverso, se convierte, en la mente enfebrecida del narrador, en un “viejo alacrán”, en un “ofidio”, un peligroso “reptil”. Compensación muda y precaria que requiere, como el lector no tardará en advertirlo, una prolongación necesaria.

La voz aplastada del traductor servil, del enamorado despechado, del joven desplazado por un anciano, busca hacerse escuchar. Una vez más, el criado negro es llamado a ocupar oblicuamente el primer plano. Hacia él se vuelve el narrador, con él intenta dialogar a fuerza de interpelaciones intempestivas. De manera insólita, ciertamente, ya que sobre Joaquín se derraman las injurias más burdamente alambicadas, más extravagantes, más infundadas, más despampanantes, dignas de la malévola agresividad del Quevedo de Los sueños, de la cual, no cabe duda, Néstor Ponce se ha acordado aquí. Ningún lector puede quedar indiferente ante la inventiva lingüística que esas interpelaciones despliegan. Desconcertados, alelados, incrédulos, casi indignados, al principio, nos sorprendemos sin embargo riendo del criado negro, sin comprender con exactitud, no obstante, la justificación de semejante efervescencia verbal. A continuación, los excesos y las incoherencias del amo son tales que no demoran en desacreditarlo. Ninguna de sus palabras nos proporciona informaciones objetivas. De modo que no podemos contar con el amo de Joaquín para enterarnos con precisión del lugar de nacimiento de este último. La procedencia geográfica de Joaquín se revela sujeta a fluctuaciones harto caprichosas: vendría de Angola, del Congo, de Nigeria, sería quizás yoruba, o natural de la cuenca del Caribe, o de otra parte. ¡Qué importan para el amo (para los amos) los orígenes del esclavo o el criado! No puede dejar de escucharse, en un primer momento, el alegre tintineo de esos vocablos exóticos, de ricas connotaciones poéticas. Luego, en un segundo momento, es la realidad histórica -el dolor del desarraigo, de la trata, de la esclavitud, tan bien percibido por otra parte, por el poeta Nicolás Guillén- la que nos llega más allá de la desenvuelta actitud del joven amo y su discurso deliberadamente mitificado, vaciado de toda sustancia, deshistorizado (8) de manera paródica.

Al no tener límite el desatino del amo, el pobre Joaquín se ve entonces incorporado contra su voluntad, así como el viejo juez, a un prodigioso bestiario -mono, zorro, “infame surubí” de las amarillentas aguas del Río de la Plata- que parece salido directamente de la enfebrecida imaginación de los primeros conquistadores del Nuevo Mundo. Muchas otras lindezas le serán lanzadas: será por turnos una vulgar “morcilla en descomposición”, de cuyo “pelo motudo”, nariz chata, “bocaza”, “manazas” carentes de gracias, se burla el narrador, lo cual no quita que se celebre a renglón seguido el esplendor de ese “ubérrimo azabache”. Pero hay insultos más jocosos aún: los salaces, incluso pornográficos, que pretenden revelarnos las ruindades sexuales del viejo criado negro. El viejo Joaquín sería pues, según el joven amo, capaz de las proezas eróticas más extraordinarias, y estaría provisto de los atributos viriles más ventajosos, que le valen por parte de este último -entre otros títulos gloriosos- el cómico apodo de “deshollinador protuberante”.

Ese júbilo lingüístico está lejos, sin embargo, de ser gratuito. El joven traductor retoma en efecto por su cuenta los estereotipos más remanidos transmitidos por el discurso racista de su casta, particularmente el mito de la hipersexualidad del negro. Ese asunto, es sabido, ha hecho correr mucha tinta entre los historiadores. Negada por algunos, la hipersexualidad del negro sería una pura imaginación de los blancos. Para otros, como el sociólogo cubano Moreno Fraginals, tendría raíces económicas. Se explicaría por las condiciones de vida del esclavo negro en la economía de plantación: el inhumano encierro de los hombres en “el barracón”, la escasa presencia de las mujeres, el desmembramiento sistemático de las familias, en pocas palabras, la miseria sexual impuesta al esclavo africano en la sociedad colonial traería consigo en este último, según Moreno Fraginals, cierta forma de interés obsesivo por la sexualidad. La novela de Néstor Ponce, en cuanto a ella, muestra alegremente, por su escritura paródica y deliberadamente hiperbólica, completamente arbitraria, todo la absurda infamia de las palabras proferidas por el joven amo. Basta, en efecto, que en una suerte de contrapunto, el criado negro, modesta y afectuosamente, intente que el joven vuelva a la razón, basta con que resuene de manera recurrente, y como mágica, la fórmula: “Pero, Niño, qué dice usted”, para que se produzca en el texto el necesario reajuste. La denigración racial, la agresión verbal aparecen entonces como lo que son verdaderamente: una forma de desarreglo mental, pero sobre todo, aquí, un discurso compensatorio, proliferante y catártico, gracias al cual el traductor busca primero reconquistar la palabra, luego “purgar” sus propios demonios, privando a su vez, y de manera durable, a Joaquín de la palabra.

Lo vemos, el traductor reproduce inconscientemente el esquema dominador/dominado del cual él mismo ha padecido anteriormente, en la casa del juez: su arrogancia, su sadismo inconsciente se asemejan a los del patriarca tan odiado. La persona del criado ocupa aquí la función de pantalla virgen sobre la cual puede el joven amo proyectar impunemente sus más inconfesados deseos. Hay que subrayar que las “protuberancias” ventajosas que el amo atribuye arbitrariamente al viejo servidor (sirviente), fiel en ello a la opinión popular, mantienen una relación directa con aquellas, en cambio muy reales, muy “nudosas” -como se complace en señalarlo él mismo- que provoca en su persona el deseo experimentado, pero siempre insatisfecho hacia la bella Aude. A través de la imagen extravagante que da de Joaquín, es, en verdad, su propio rostro el que se transparenta. Es, a través del otro, su identidad atormentada la que busca confusamente aprehender.

El amo y el sirviente. El blanco y el negro. O, más exactamente, el blanco criollo y el negro criollo. De hecho, nada impide pensar que Joaquín haya nacido en el continente americano. En ninguna parte se precisa que él sea un “bozal”, procedente directamente del continente africano y, por lo tanto, susceptible de ser percibido, como ocurría a menudo en la sociedad colonial, como un ser grosero y sin desbastar. Por el contrario, todo en la novela pone en evidencia el pasado que comparte desde hace muchos años con su amo. Mientras más progresa el texto, más los valores culturales de la comunidad negra parecen integrarse sin dificultad en la sociedad porteña. El carnaval, que arrastra indistintamente en su loco torbellino a todas las clases sociales, da de ello un ejemplo altamente sugestivo. El representa en El intérprete la bulliciosa afirmación de la vida surgiendo del mismo seno de la muerte, constituye un enclave de cordialidad donde se invierten los papeles, o se confunden las identidades. Así, grupos de jóvenes blancos (9) con la cara tiznada cual negros deambulan por las calles reproduciendo la música, los bailes y las diversiones de estos últimos. Y si subsisten en el término “contorsión” utilizado por el narrador algunas huellas de burla y de condescendencia, es porque la fiesta y el juego no pueden abolir de modo instantáneo la discriminación de los prejuicios raciales.

Es sin embargo ese milagro el que termina por producirse, a un nivel estrictamente interpersonal no obstante, hacia el final de la novela. La enfermedad del viejo Joaquín provoca en el joven amo una radical toma de conciencia. Es antes que nada el “lacayo fiel” por excelencia, en quien percibe sin duda el eco de su propia fidelidad de traductor, y decide por fin rendirle homenaje. Un suntuoso banquete -que no dejar de recordar por su misma extravagancia aquel que ofrece el terrateniente español a sus esclavos en La última cena, del cubano Gutiérrez Alea (10)- es organizado en honor de Joaquín. En él todas las barreras sociales vuelan en pedazos, según una lógica propiamente carnavalesca. Bajo la mirada asombrada y ligeramente desaprobadora de su amigo criollo, el traductor rinde un último homenaje a aquel que fuera, finalmente, el cómplice paciente de toda una vida y, muy probablemente, su más entrañable amigo. Entonces no resuenan ya las violentas ideas ni las palabras ofensivas del amo. El viejo criado ya no es aquel bípedo estúpido ni aquel ilustre “príncipe de la hulla” cuyo color carbonoso obsesionaba tanto el discurso del amo y, más generalmente, de la sociedad poscolonial argentina.

El lenguaje estereotipado y reductor -la “langue de bois”- cede su lugar a un grito de amor: “Lo he perdido todo”. Esta ingenua exclamación se revela tanto más punzante cuanto que el fallecimiento de Joaquín viene a sumarse a la muerte de Manuel, victima también de la epidemia, y a la inquietante desaparición de Aude. Tanto más desgarradora cuanto que esa tardía comprensión de las relaciones humanas no será acompañada -y de sobra lo sabe el amo- de reconocimiento público alguno: el peso de la nomenclatura racial heredada de la sociedad colonial y, más generalmente, las barreras sociales prohíben que la fraternidad entre las diversas comunidades étnicas se convierta en norma. Así pues, el relato se cierra con la nostalgia de ese “amor imposible” entre amos y sirvientes, en la sociedad positivista argentina de finales del siglo XIX. Amor imposible que se agrega, conviene recordarlo, al fracaso amoroso del protagonista. Y el narrador se hunde una vez más, desamparado, en un caótico fantaseo de venganza y de muerte. Pero han caído las máscaras, los ojos y los corazones se han hablado, los individuos se han reconciliado, en esa Argentina audazmente colocada bajo el doble signo del blanco y del negro, de lo negro y de lo blanco.
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NOTAS

(1) Entre la abundante literatura consagrada al tema del amo y el sirviente, conviene citar aquellos intertextos cuyos ecos son perceptibles, en diversos grados, en la novela de Néstor Ponce: el célebre análisis de Hegel, Fenomenología del espíritu, acerca de la relación entre el amo y el esclavo; la novela Jacques el fatalista (1796) de Diderot; El señor Puntila y su criado Matti, de Brecht, obra de teatro escrita en 1940 y representada por primera vez en 1948; los trabajos
del historiador cubano Moreno Marginals sobre el negro en Cuba; por último, la célebre película de Charlie Chaplin, Luces sobre la ciudad (City lights, 1931).
(2) Las monografías relativas al tango son extremadamente numerosas, debido sobre todo al actual apasionamiento por esta música, de la cual se ha dicho a veces que es “un pensaminto triste que se baila” (Ezequiel Martínez Estrada). Existe, sin embargo, un texto de obligada referencia: El tango, de Horacio Salas, Argentina, Editorial Planeta, 1955. Se leerá con interés Tango. Une anthologie, de Henri Deluy y Sáúl Yurkievich, París, P.O.L. éditeur, 1988.
(3) El cuestionamiento de la ideología positivista aparece de manera más nítida aún en la segunda novela de Néstor Ponce, La bestia de las diagonales, en ALP (Angers-La Plata), nro 4, décembre 2000.
(4) La provincia de Tucumán, en el norte de Argentina, es a menudo llamada “el jardín de la República”, por su belleza y exuberancia tropical.
(5) Cf. Jorge Emilio Gallardo, Etnias africanas en el Río de la Plata, Buenos Aires, Argentina, Centro de Estudios Latinoamericanos, Colección de Ensayos Breves, nro 26, 1989.
(6) Cf. En particular los análisis de Félix de Azara (1746-1821), en Viajes a la América meridional, que estigmatizan la deplorable promiscuidad en la que viven los criollos, y, más generalmente, esas “razas perezosas proveniente de la mezcla de sangres”. Geógrafo, marino, militar y brillante naturalista español, Azara residió en la América meridional de 1781 a 1801. Trazó un mapa de la cuenca del Río de la Plata y dejó escritos numerosos textos de carácter etnológico.
(7) Estas dos novelas son obra del periodista y escritor Tomás Eloy Martínez.
(8) Cf. Mythologies de Roland Barthes, donde se halla analizada de forma crítica la deshistorización inherente al discurso mítico.
(9) Cf. Cosas de negros (1958), el imprescindible ensayo del uruguayo Vicente Rossi -que nos fue amablemente prestado por el señor Paul Verdevoye-, que rebosa de informaciones etnológicas acerca de la vida de la comunidad africana de las dos orillas del Río de la Plata durante el período colonial.
(10) En esa película, a cuya reescritura se entrega evidentemente Néstor Ponce, en El intérprete, se relata la singular actitud del Conde de Pozos Dulces, rico terrateniente de finales del siglo XVII. De origen español, cristiano, dividido entre sus intereses de clase y una educación religiosa teóricamente hostil a la esclavitud, torturado por un violento sentimiento de culpabilidad busca redimirse. Semejante a Cristo durante la Santa Cena, decide reunir a sus esclavos, ofrecerles un banquete, en medio del cual llegará hasta lavarles los pies. La anécdota, bien conocida en Cuba, proviene de la tradición oral.

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