
AMORES Y DESAMORES :
LAS VICISITUDES DEL REALISMO MÁGICO
La magia es el complemento poético, el ingrediente de esperanza que supera la racionalidad del hombre.[...] Decir que el hombre es un animal racional es quedarse en la mitad del camino.
Germán Arciniegas
Quien más, quien menos, todos tenemos idea de lo que es el «realismo mágico». Una idea a menudo borrosa, sin embargo. Insisto en el calificativo «borroso», por confundirse incluso en el discurso crítico de los estudiosos de la literatura hispanoamericana, no sin ciertas justificaciones, el «realismo mágico» y la poética propiamente carpenteriana de «lo real maravilloso», por muchos conceptos -hay que dejarlo sentado de entrada- convergentes. Jean Franco, por ejemplo, en su Historia de la literatura hispanoamericana opta deliberadamente por no distinguirlos, minimizando así el rasgo específico que funda precisamente la singularidad carpenteriana con respecto a García Márquez y demás cultores del realismo mágico: el apego visceral a la historia, que constituye para el cubano, de temperamento más didáctico, amante de archivos y monografías históricas, una referencia mayor que guía su praxis. Menos fantasioso que García Márquez que no teme, no sin algo de arbitrariedad, hacer levitar a ciertos personajes -Remedios la Bella-, Carpentier, si bien alude y hasta pone en escena en El reino de este mundo los poderes sobrenaturales del cabecilla negro Mackandal, es tras haber averiguado la veracidad de dicha creencia entre los compañeros de infortunio del esclavo mandinga, de historicidad comprobada, como bien se sabe. De modo que si dejamos de lado el historicismo más acusado, más quisquilloso del cubano, puede aceptarse efectivamente la asimilación establecida por gran parte de la crítica entre el «realismo mágico» y «lo real maravilloso», reacción polémica algo tardía esta última (1949) de parte de un Carpentier ansioso de afirmación americana y personal, cansado de la prepotencia de un surrealismo francés en el que, sin embargo, no dejó de abrevarse durante su estancia en París en los años 30. Pero cerremos este paréntesis y volvamos a considerar la cuestión del realismo mágico propiamente dicho, que suscitó en el pasado tan fervorosa adhesión y tanta crítica en la actualidad, y dio pie a tantos trabajos críticos (1).
Durante más de cincuenta años -aproximadamente durante toda la segunda mitad del siglo XX-¬ circuló exitosamente esta fórmula, supuestamente representativa de la esencia de la literatura hispanoamericana. Como era de preverse, pasó, si se me permite esta comparación que creo atinada con el Muralismo mexicano, inicialmente objeto de tanta euforia, lo que tenía que pasar. La notoriedad, algo avasalladora del «realismo mágico», y su misma longevidad terminaron por volverlo sospechoso e insoportable, y los pequeños reparos que ya en su tiempo de esplendor, en los años 60-70, le habían hecho algunos tendieron a multiplicarse, a dispararse. Hoy el «realismo mágico» está pasado de moda, suena a anticuado entre las nuevas generaciones de escritores que lo consideran con evidente condescendencia, cuando no con una buena dosis de desprecio. Basta con asomarse a la «Presentación del País McOndo», una manera de prólogo que precede a la serie de cuentos de múltiples autores que configuran el volumen titulado McOndo, de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, eds, publicado en 1996 por Mondadori, para medir la amplitud del desamor que hoy suscita entre muchos el antaño idolatrado «realismo mágico». Ya es reveladora la grafía resueltamente posmoderna, tecnológica, irreverente, desmitificadora del título de la obra: McOndo. El blanco de todas las críticas, como no deja de intuirlo el lector, no es sino la figura del Padre, admirado y odiado a la vez, de las letras americanas a partir del «boom»: el insoslayable García Márquez, cuyo nombre está indisociablemente vinculado desde los años 60 con la poética mágicorrealista y cuya herencia es justamente aquí objeto de rechazo. El «realismo mágico» viene asimilado, bajo la pluma irónica de los jóvenes prologuistas, a un vulgar producto de exportación, destinado a un público europeo sediento de exotismo. Es más, aparece como una flamante impostura, no desprovista de cierta gracia, eso sí, si se considera que es hasta cierto punto, para los dominados, una forma de desquite: con el realismo mágico los latinomericanos retribuyen con otros «vidrios de colores» a los hombres de Colón, que no vacilaron en su tiempo en engañar al indígena, repartiéndole baratijas. No puede ser más radical, ni más irónica esta desautorización generacional, casi epidérmica, de la poética mágicorrealista, a la cual se niega el derecho a considerarse representativa de la identidad latinoamericana. La crítica de los prologuistas se tiñe entonces de ideología, al afirmar contundentemente que el realismo mágico se vuelve de espaldas a una verdadera comprensión del fenómeno del mestizaje, del sincretismo cultural, mucho más abarcador de lo que piensan los amantes de «las ojotas y el poncho» o, si se prefiere, de «lo indígena, lo folklórico, lo izquierdista». En nombre de la «cultura bastarda», de lo «híbrido» latinoamericano (que engloba no sólo a Mercedes Sosa, sino también al Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas), el reductor realismo mágico, según los prologuistas, queda desacreditado. Con un elogio a la heterogeneidad y la libertad de creación, opuesta a la asfixiante ortodoxia, finaliza esta arremetida frontal estético-ideológica contra el realismo mágico, bien representativa del espíritu del momento, de la llamada posmodernidad. (Ahora bien, la actitud beligerante de los escritores de McOndo no significa, por cierto, que toda huella de realismo mágico haya desaparecido de las letras latinoamericanas actuales. Si el Caribe hispano tiende hoy a alejarse de la tiranía unívoca del realismo mágico, abriéndose a otras intertextualidades (2), se observa en cambio en ciertos textos argentinos de fecha bastante reciente, generalmente poco proclives al realismo mágico, fugaces afloramientos de esta poética, no exentos de ciertas tintas humorísticas o levemente paródicas: buen ejemplo de ello podrían ser ciertos episodios de la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, o de La bestia de las diagonales, de Néstor Ponce, e incluso de Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli, específicamente en algunas evocaciones del extravagante y subido de color Chaco. En cuanto al gusto del público -cuyo estudio participa de la sociología del gusto- es, como puede constatarse, ambiguo y versátil. En cada lector hay frecuentemente un ecléctico oculto reacio a obedecer las conminaciones de creadores y críticos.
Hasta aquí la esquela de defunción del realismo mágico, según sus detractores. Ahora bien, el que esté realmente muerto el realismo mágico o ande simplemente de capa caída, no quita que sea conveniente asomarnos a su partida de nacimiento, que no dejará de depararnos sorpresas. Primero debe señalarse el origen pictórico de la expresión «realismo mágico», acuñada en 1925 por un crítico de arte alemán, Franz Roh, para designar la pintura europea del momento, específicamente el post-expresionismo alemán. (Véase su trabajo titulado Nach-Expressionismus. Magischer Realismus, que dos años más tarde había de verse traducido al español, primero de modo fragmentario en la «Revista de Occidente», de Ortega y Gasset, y totalmente, luego, en un volumen titulado Realismo mágico.)
Si queremos comprender cabalmente ciertas características de lo que más adelante se llamará realismo mágico literario, detengámonos en la descripción que dio el mismo Franz Roh de la pintura mágicorrealista de artistas como Cross, Otto Dix y Marc Chagall, por ejemplo. En todas esas creaciones pictóricas, insiste el crítico alemán, se contempla el restablecimiento, la restauración del objeto. Pero si el objeto representado es reconocible, si el arte pictórico vuelve a ser objetivo como lo fue en el siglo XIX, no es, sin embargo, a la manera mimética del arte realista anterior. No se trata de brindarle al público con esta «nueva objetividad» una copia fiel de lo existente, sino de redescubrir la materia y el espacio, de revelar su dimensión insólita, de extraer y ponderar lo extraño, lo inesperado, lo mágico, en fin, que alienta en los datos más triviales, más vulgares de la realidad cotidiana. Y Roh pasa a destacar en las composiciones de dichos pintores la exactitud detallística, el amor a la precisión, a lo pequeño, pero con la paradójica intención de exaltar la infinitud de lo pequeño, elementos todos ellos que encontraremos -cabe señalarlo desde ya- en los textos mágicorrealistas que, partiendo de elementos descriptivos aparentemente secundarios, nimios, anecdóticos, les asignan de hecho una dimensión simbólica esencial, vertebradora de todo el texto. También suelen acudir los textos mágicorrealistas al oxímoron, buscando originales combinaciones de los contrarios, al igual que los cuadros del realismo mágico pictórico.
Pensemos por ejemplo en el hermoso cuento del venezolano Uslar Pietri, La lluvia (1935), considerado como un relato emblemático del primer realismo mágico y profusamente antologizado y traducido. Ahí el tema de la espera desesperante de la lluvia por parte de una pareja de viejos amargados y gruñones, encastillados en su soledad, en medio de un ambiente de miseria material y emocional, no puede disociarse de un detalle aparentemente nimio: un niño jugando ingenuamente en el suelo con un hilillo de su propia orina en donde deja caer una hormiga, prefiguración de esa agua que al final del texto bajará del cielo, terminando por fertilizar la tierra y los corazones. La magia, en los textos mágicorrealistas, aparece pues a menudo, como aquí, ligada a lo pequeño, a lo que a primera vista tiende a pasar desapercibido y que precisamente pretenderá revalorizar el texto literario.
Los trabajos sobre el realismo mágico en la pintura, que no dejarán de multiplicarse incluyendo a nuevos pintores como Chirico, Marx Ernst, Magritte y Chagall, intentan dar cuenta de cómo se logra imponer esa sensación de intrusión de lo mágico en lo cotidiano. Se subraya cómo, a partir de objetos cuidadosamente delineados, basta una discreta distorsión de las líneas o la perspectiva, o una leve exageración, o una original yuxtaposición de elementos heterogéneos que nunca aparecen juntos en la vida cotidiana, para crear una sensación de extrañeza. Buen ejemplo de ese ambiente desrealizado, turbador, es el italiano Chirico con su «pintura metafísica».
No tardará, sin embargo, la expresión «realismo mágico» en trasladarse del ámbito pictórico al terreno de las letras, arrastrada por ese movimiento de revolución generalizada propio de las artes de los años 20-30. Se considera generalmente que es a partir de 1930 cuando se opera plenamente en Europa esta evolución, debida -cabe destacarlo- al italiano Bontempelli, el primero en aplicar a la literatura la expresión «realismo mágico» (en 1931, fecha generalmente retenida por la crítica literaria, a no ser que sea en 1926, según pretenden algunos estudiosos del tema). También conviene tener presente la relevancia del París de los años 30 para los escritores latinoamericanos: en la capital francesa, cuyo estatuto de faro de la cultura no era cuestionado por nadie, se encontraban en efecto en aquel entonces Asturias, Carpentier y Uslar Pietri, ligados los tres por una gran complicidad intelectual que los llevaba a leerse mutuamente fragmentos de sus textos, intercambiar ideas, hacerse sugerencias, compenetrarse con todas las innovaciones del momento, entre las cuales el «realismo mágico» y, evidentemente, el surrealismo, que pronto confundió sus aguas con las del realismo mágico, como lo evidencia la escritura del famoso Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias (1930), escrito en París.
La década del cuarenta había de ser de gran importancia para la introducción y difusión del «realismo mágico» en América Latina. En México ya se conocía, sin embargo, el realismo mágico, a que había aludido en un ensayo sobre el teatro moderno el dramaturgo Rodolfo Usigli. Pero la aportación de Uslar Pietri no deja de ser determinante, en la medida en que fue él quien vulgarizó en el lenguaje de la crítica literaria latinoamericana la noción de realismo mágico, esforzándose por fijar sus contornos lo más precisamente posible. El «realismo mágico», fórmula que finalmente prevaleció (usada por Uslar por primera vez, en 1949, en Letras y hombres de Venezuela), también fue llamado por él anteriormente «realismo primitivo» (en 1945), «lirismo objetivo» y «realidad intuitiva del hombre». Estas formulaciones sucesivas, que recuerdan implícitamente el origen pictórico del realismo mágico, resultan harto reveladoras de la esencia del realismo mágico literario. Para la literatura mágicorrealista, los fenómenos objetivos constituyen el punto de arranque de la observación, pero es la subjetividad del creador, es la mirada, la focalización la que altera la tradicional visión realista mimética, fotográfica. Son la intuición, la emoción, la interioridad, el lirismo, la imaginación, el onirismo, los que permiten la transfiguración de lo representado. A nivel colectivo son las leyendas, los mitos, los símbolos de que se nutre la cultura popular, los que hacen posible la visión mágica de la vida cotidiana y la historia.
Para Uslar Pietri, cuyos análisis acabamos de sintetizar brevemente (véase también en otro ensayo suyo, Godos, insurgentes y visionarios, el sugerente artículo «Realismo mágico»), la poética mágicorrealista puede rastrearse esencialmente en las obras posteriores a 1929, por más señas, a partir de la novela Doña Bárbara, de su compatriota Rómulo Gallegos.
LAS VICISITUDES DEL REALISMO MÁGICO
La magia es el complemento poético, el ingrediente de esperanza que supera la racionalidad del hombre.[...] Decir que el hombre es un animal racional es quedarse en la mitad del camino.
Germán Arciniegas
Quien más, quien menos, todos tenemos idea de lo que es el «realismo mágico». Una idea a menudo borrosa, sin embargo. Insisto en el calificativo «borroso», por confundirse incluso en el discurso crítico de los estudiosos de la literatura hispanoamericana, no sin ciertas justificaciones, el «realismo mágico» y la poética propiamente carpenteriana de «lo real maravilloso», por muchos conceptos -hay que dejarlo sentado de entrada- convergentes. Jean Franco, por ejemplo, en su Historia de la literatura hispanoamericana opta deliberadamente por no distinguirlos, minimizando así el rasgo específico que funda precisamente la singularidad carpenteriana con respecto a García Márquez y demás cultores del realismo mágico: el apego visceral a la historia, que constituye para el cubano, de temperamento más didáctico, amante de archivos y monografías históricas, una referencia mayor que guía su praxis. Menos fantasioso que García Márquez que no teme, no sin algo de arbitrariedad, hacer levitar a ciertos personajes -Remedios la Bella-, Carpentier, si bien alude y hasta pone en escena en El reino de este mundo los poderes sobrenaturales del cabecilla negro Mackandal, es tras haber averiguado la veracidad de dicha creencia entre los compañeros de infortunio del esclavo mandinga, de historicidad comprobada, como bien se sabe. De modo que si dejamos de lado el historicismo más acusado, más quisquilloso del cubano, puede aceptarse efectivamente la asimilación establecida por gran parte de la crítica entre el «realismo mágico» y «lo real maravilloso», reacción polémica algo tardía esta última (1949) de parte de un Carpentier ansioso de afirmación americana y personal, cansado de la prepotencia de un surrealismo francés en el que, sin embargo, no dejó de abrevarse durante su estancia en París en los años 30. Pero cerremos este paréntesis y volvamos a considerar la cuestión del realismo mágico propiamente dicho, que suscitó en el pasado tan fervorosa adhesión y tanta crítica en la actualidad, y dio pie a tantos trabajos críticos (1).
Durante más de cincuenta años -aproximadamente durante toda la segunda mitad del siglo XX-¬ circuló exitosamente esta fórmula, supuestamente representativa de la esencia de la literatura hispanoamericana. Como era de preverse, pasó, si se me permite esta comparación que creo atinada con el Muralismo mexicano, inicialmente objeto de tanta euforia, lo que tenía que pasar. La notoriedad, algo avasalladora del «realismo mágico», y su misma longevidad terminaron por volverlo sospechoso e insoportable, y los pequeños reparos que ya en su tiempo de esplendor, en los años 60-70, le habían hecho algunos tendieron a multiplicarse, a dispararse. Hoy el «realismo mágico» está pasado de moda, suena a anticuado entre las nuevas generaciones de escritores que lo consideran con evidente condescendencia, cuando no con una buena dosis de desprecio. Basta con asomarse a la «Presentación del País McOndo», una manera de prólogo que precede a la serie de cuentos de múltiples autores que configuran el volumen titulado McOndo, de Alberto Fuguet y Sergio Gómez, eds, publicado en 1996 por Mondadori, para medir la amplitud del desamor que hoy suscita entre muchos el antaño idolatrado «realismo mágico». Ya es reveladora la grafía resueltamente posmoderna, tecnológica, irreverente, desmitificadora del título de la obra: McOndo. El blanco de todas las críticas, como no deja de intuirlo el lector, no es sino la figura del Padre, admirado y odiado a la vez, de las letras americanas a partir del «boom»: el insoslayable García Márquez, cuyo nombre está indisociablemente vinculado desde los años 60 con la poética mágicorrealista y cuya herencia es justamente aquí objeto de rechazo. El «realismo mágico» viene asimilado, bajo la pluma irónica de los jóvenes prologuistas, a un vulgar producto de exportación, destinado a un público europeo sediento de exotismo. Es más, aparece como una flamante impostura, no desprovista de cierta gracia, eso sí, si se considera que es hasta cierto punto, para los dominados, una forma de desquite: con el realismo mágico los latinomericanos retribuyen con otros «vidrios de colores» a los hombres de Colón, que no vacilaron en su tiempo en engañar al indígena, repartiéndole baratijas. No puede ser más radical, ni más irónica esta desautorización generacional, casi epidérmica, de la poética mágicorrealista, a la cual se niega el derecho a considerarse representativa de la identidad latinoamericana. La crítica de los prologuistas se tiñe entonces de ideología, al afirmar contundentemente que el realismo mágico se vuelve de espaldas a una verdadera comprensión del fenómeno del mestizaje, del sincretismo cultural, mucho más abarcador de lo que piensan los amantes de «las ojotas y el poncho» o, si se prefiere, de «lo indígena, lo folklórico, lo izquierdista». En nombre de la «cultura bastarda», de lo «híbrido» latinoamericano (que engloba no sólo a Mercedes Sosa, sino también al Chapulín Colorado, Ricky Martin, Selena, Julio Iglesias y las telenovelas), el reductor realismo mágico, según los prologuistas, queda desacreditado. Con un elogio a la heterogeneidad y la libertad de creación, opuesta a la asfixiante ortodoxia, finaliza esta arremetida frontal estético-ideológica contra el realismo mágico, bien representativa del espíritu del momento, de la llamada posmodernidad. (Ahora bien, la actitud beligerante de los escritores de McOndo no significa, por cierto, que toda huella de realismo mágico haya desaparecido de las letras latinoamericanas actuales. Si el Caribe hispano tiende hoy a alejarse de la tiranía unívoca del realismo mágico, abriéndose a otras intertextualidades (2), se observa en cambio en ciertos textos argentinos de fecha bastante reciente, generalmente poco proclives al realismo mágico, fugaces afloramientos de esta poética, no exentos de ciertas tintas humorísticas o levemente paródicas: buen ejemplo de ello podrían ser ciertos episodios de la novela Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, o de La bestia de las diagonales, de Néstor Ponce, e incluso de Santo Oficio de la Memoria, de Mempo Giardinelli, específicamente en algunas evocaciones del extravagante y subido de color Chaco. En cuanto al gusto del público -cuyo estudio participa de la sociología del gusto- es, como puede constatarse, ambiguo y versátil. En cada lector hay frecuentemente un ecléctico oculto reacio a obedecer las conminaciones de creadores y críticos.
Hasta aquí la esquela de defunción del realismo mágico, según sus detractores. Ahora bien, el que esté realmente muerto el realismo mágico o ande simplemente de capa caída, no quita que sea conveniente asomarnos a su partida de nacimiento, que no dejará de depararnos sorpresas. Primero debe señalarse el origen pictórico de la expresión «realismo mágico», acuñada en 1925 por un crítico de arte alemán, Franz Roh, para designar la pintura europea del momento, específicamente el post-expresionismo alemán. (Véase su trabajo titulado Nach-Expressionismus. Magischer Realismus, que dos años más tarde había de verse traducido al español, primero de modo fragmentario en la «Revista de Occidente», de Ortega y Gasset, y totalmente, luego, en un volumen titulado Realismo mágico.)
Si queremos comprender cabalmente ciertas características de lo que más adelante se llamará realismo mágico literario, detengámonos en la descripción que dio el mismo Franz Roh de la pintura mágicorrealista de artistas como Cross, Otto Dix y Marc Chagall, por ejemplo. En todas esas creaciones pictóricas, insiste el crítico alemán, se contempla el restablecimiento, la restauración del objeto. Pero si el objeto representado es reconocible, si el arte pictórico vuelve a ser objetivo como lo fue en el siglo XIX, no es, sin embargo, a la manera mimética del arte realista anterior. No se trata de brindarle al público con esta «nueva objetividad» una copia fiel de lo existente, sino de redescubrir la materia y el espacio, de revelar su dimensión insólita, de extraer y ponderar lo extraño, lo inesperado, lo mágico, en fin, que alienta en los datos más triviales, más vulgares de la realidad cotidiana. Y Roh pasa a destacar en las composiciones de dichos pintores la exactitud detallística, el amor a la precisión, a lo pequeño, pero con la paradójica intención de exaltar la infinitud de lo pequeño, elementos todos ellos que encontraremos -cabe señalarlo desde ya- en los textos mágicorrealistas que, partiendo de elementos descriptivos aparentemente secundarios, nimios, anecdóticos, les asignan de hecho una dimensión simbólica esencial, vertebradora de todo el texto. También suelen acudir los textos mágicorrealistas al oxímoron, buscando originales combinaciones de los contrarios, al igual que los cuadros del realismo mágico pictórico.
Pensemos por ejemplo en el hermoso cuento del venezolano Uslar Pietri, La lluvia (1935), considerado como un relato emblemático del primer realismo mágico y profusamente antologizado y traducido. Ahí el tema de la espera desesperante de la lluvia por parte de una pareja de viejos amargados y gruñones, encastillados en su soledad, en medio de un ambiente de miseria material y emocional, no puede disociarse de un detalle aparentemente nimio: un niño jugando ingenuamente en el suelo con un hilillo de su propia orina en donde deja caer una hormiga, prefiguración de esa agua que al final del texto bajará del cielo, terminando por fertilizar la tierra y los corazones. La magia, en los textos mágicorrealistas, aparece pues a menudo, como aquí, ligada a lo pequeño, a lo que a primera vista tiende a pasar desapercibido y que precisamente pretenderá revalorizar el texto literario.
Los trabajos sobre el realismo mágico en la pintura, que no dejarán de multiplicarse incluyendo a nuevos pintores como Chirico, Marx Ernst, Magritte y Chagall, intentan dar cuenta de cómo se logra imponer esa sensación de intrusión de lo mágico en lo cotidiano. Se subraya cómo, a partir de objetos cuidadosamente delineados, basta una discreta distorsión de las líneas o la perspectiva, o una leve exageración, o una original yuxtaposición de elementos heterogéneos que nunca aparecen juntos en la vida cotidiana, para crear una sensación de extrañeza. Buen ejemplo de ese ambiente desrealizado, turbador, es el italiano Chirico con su «pintura metafísica».
No tardará, sin embargo, la expresión «realismo mágico» en trasladarse del ámbito pictórico al terreno de las letras, arrastrada por ese movimiento de revolución generalizada propio de las artes de los años 20-30. Se considera generalmente que es a partir de 1930 cuando se opera plenamente en Europa esta evolución, debida -cabe destacarlo- al italiano Bontempelli, el primero en aplicar a la literatura la expresión «realismo mágico» (en 1931, fecha generalmente retenida por la crítica literaria, a no ser que sea en 1926, según pretenden algunos estudiosos del tema). También conviene tener presente la relevancia del París de los años 30 para los escritores latinoamericanos: en la capital francesa, cuyo estatuto de faro de la cultura no era cuestionado por nadie, se encontraban en efecto en aquel entonces Asturias, Carpentier y Uslar Pietri, ligados los tres por una gran complicidad intelectual que los llevaba a leerse mutuamente fragmentos de sus textos, intercambiar ideas, hacerse sugerencias, compenetrarse con todas las innovaciones del momento, entre las cuales el «realismo mágico» y, evidentemente, el surrealismo, que pronto confundió sus aguas con las del realismo mágico, como lo evidencia la escritura del famoso Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias (1930), escrito en París.
La década del cuarenta había de ser de gran importancia para la introducción y difusión del «realismo mágico» en América Latina. En México ya se conocía, sin embargo, el realismo mágico, a que había aludido en un ensayo sobre el teatro moderno el dramaturgo Rodolfo Usigli. Pero la aportación de Uslar Pietri no deja de ser determinante, en la medida en que fue él quien vulgarizó en el lenguaje de la crítica literaria latinoamericana la noción de realismo mágico, esforzándose por fijar sus contornos lo más precisamente posible. El «realismo mágico», fórmula que finalmente prevaleció (usada por Uslar por primera vez, en 1949, en Letras y hombres de Venezuela), también fue llamado por él anteriormente «realismo primitivo» (en 1945), «lirismo objetivo» y «realidad intuitiva del hombre». Estas formulaciones sucesivas, que recuerdan implícitamente el origen pictórico del realismo mágico, resultan harto reveladoras de la esencia del realismo mágico literario. Para la literatura mágicorrealista, los fenómenos objetivos constituyen el punto de arranque de la observación, pero es la subjetividad del creador, es la mirada, la focalización la que altera la tradicional visión realista mimética, fotográfica. Son la intuición, la emoción, la interioridad, el lirismo, la imaginación, el onirismo, los que permiten la transfiguración de lo representado. A nivel colectivo son las leyendas, los mitos, los símbolos de que se nutre la cultura popular, los que hacen posible la visión mágica de la vida cotidiana y la historia.
Para Uslar Pietri, cuyos análisis acabamos de sintetizar brevemente (véase también en otro ensayo suyo, Godos, insurgentes y visionarios, el sugerente artículo «Realismo mágico»), la poética mágicorrealista puede rastrearse esencialmente en las obras posteriores a 1929, por más señas, a partir de la novela Doña Bárbara, de su compatriota Rómulo Gallegos.
Ya incorporada al discurso crítico, la noción de realismo mágico no dejó, sin embargo, de engendrar ambigüedades. Se multiplicaron en los años 50 los trabajos críticos sobre esta poética y no tardaron en aparecer claramente las divergencias. Digamos a grandes rasgos, sin enumerar a todos aquellos que se asomaron al tema -estudiosos y críticos-, que son dos los enfoques dominantes: por una parte, están -y fueron numerosos- los que consideran que el realismo mágico participa de una reacción generacional, y como tal lo analizan. Escritores mágicorrealistas o «realistas mágicos», como se decía entonces, serían los que nacieron con posterioridad a la Guerra de 1914 (y que conocieron la Guerra de España, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea), tales como los argentinos Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares, Eduardo Mallea, Anderson Imbert, nómina a la cual más adelante agregaría la crítica literaria los nombres de otros escritores como el mexicano Arreola, el uruguayo Juan Carlos Onetti, y dos argentinos más, Cortázar y Sábato.
Según los partidarios de este planteamiento, los escritores mágicorrealistas citados más arriba resultan tanto más dignos de elogio cuanto que renovaron poderosamente la escritura narrativa. Lo que, por ejemplo, encuentra particularmente notable el crítico Ángel Flores en la prosa de estos escritores es precisamente la autenticidad y belleza de una prosa depurada, aligerada de su lastre barroco, de las prolijas descripciones y efusiones sentimentales tan comunes en la literatura del momento. Imposible no pensar en el Borges cuentista, irónico autor de Historia universal de la infamia (1935) (3).
Ahora bien, los criterios retenidos por los admiradores de esta escritura novedosa no consiguieron unanimidad, ni mucho menos. Pronto surgen críticas acerbas, como las del cubano José Antonio Portuondo, que no aprecia a Anderson Imbert, ni a Borges, cuya literatura tilda de « evasionista », frívola, desconectada del contexto social, reproches todos ellos que, como se sabe, retomará más tarde parte de la crítica argentina progresista (4).
Habrá que esperar, de hecho, la década del 60 para que se opere un cambio de paradigma y se fijen los nuevos contornos de lo que, en adelante, se considerará como realismo mágico legítimo. La aportación del crítico Luis Leal es, desde este punto de vista, determinante. Es él quien decide incluir, en la nomenclatura anterior que los excluía -conviene señalarlo-, a escritores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier que, bien lo sabemos, para esas fechas ya tenían en su haber textos de gran calidad. En adelante, siempre saldrán citados estos dos escritores a la hora de trazarse un perfil del realismo mágico. Nos parecería hoy extravagante que no se mencionaran sus nombres. También contribuyó Luis Leal a relacionar el realismo mágico con «lo real maravilloso», fórmula acuñada por Alejo Carpentier y explicitada por él en 1949 en el Prólogo a El reino de este mundo. Son, por lo tanto, de particular interés los trabajos de este crítico literario: su Historia del cuento latinoamericano (1966) y demás escritos sobre el tema.
También conviene recalcar que, en la década del 60, la expresión «realismo mágico» se había vuelto un verdadero tópico de las historias literarias, exageradamente ligado a la supuesta esencia de la literatura latinoamericana.
La última vuelta de tuerca, particularmente esclarecedora, había de darse a finales de la década del 60. Dos planteamientos que todavía hoy se consideran como válidos, operantes, fueron propuestos por Valbuena Briones. Se dintinguió en Cuadernos americanos (1969) una postura filosófico-estética o, si se prefiere, filosófico-literaria fantástica, representada por Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Anderson Imbert... Colocada bajo el signo de lo fantástico, del absurdo, del escepticismo, del recelo hacia las ideologías y la noción de compromiso, valorizadora del individuo, esta literatura de carácter no pocas veces lúdico-humorístico, y elitista, parece fijarse como propósito entretener al lector con enigmas y sofisticadas elaboraciones mentales que solicitan ante todo el entendimiento. Entre los literatos y artistas europeos particularmente apreciados por los escritores de inspiración fantástica deben citarse a Franz Kafka y Chirico, cuya «pintura metafísica», enigmática e inquietante, no podía dejarlos indiferentes.
Acababa pues de nacer la división, la bipartición, que hasta hoy está vigente y puede considerarse válida, entre los representantes de la vertiente fantástica, por una parte, y por otra los de la vertiente propiamente mágicorrealista. Aquellos que hasta ahora habían monopolizado la etiqueta «realismo mágico», que habían incorporado en fechas tempranas las innovaciones europeas, el espíritu subjetivo, imaginativo, desrealizador, del realismo mágico inicial -pictórico-, que también habían saboreado las mieles del reconocimiento de gran parte de la crítica, veían cuestionada o, por lo menos, relativizada su posición señera. Asistían irritados a un deslizamiento que hacía de los otros -a quienes tomo la libertad de llamar desenfadadamente «el bando los ideológicos»- los verdaderos representantes del realismo mágico, fenómeno que vino a reforzar en 1967 la publicación de la novela de García Márquez: Cien años de soledad, texto llamado a convertirse en la obra emblemática del realismo mágico. Del sentimiento de frustración, de deslegitimación de esos escritores argentinos que tendían a autoconsiderarse como a unos pioneros, por haber descubierto tempranamente en Buenos Aires, hacia 1928, aparentemente, el realismo mágico y haberlo integrado sin tardar en su praxis, da muestras, creo yo, el breve y esclarecedor ensayo de Anderson Imbert sobre los avatares del realismo mágico. La nueva etiqueta «Fantástico», definitoria (en parte) de la producción de la brillante cohorte de escritores argentinos citados más arriba había de ser aceptada, finalmente, por los interesados, y ratificada por la crítica literaria. ¿Quién se acuerda hoy, en efecto, de que hubo un momento en que a Borges se le percibió como a un escritor mágicorrealista ?
Por literatura mágicorrealista, en sentido estricto, se entendería en adelante más o menos lo siguiente: una literatura movida por la empatía, por el amor a América, que aspira a comprender a fondo la sociedad latinoamericana, a dar cuenta cabal de la historia de los pueblos. A diferencia de la postura fantástica, elitista, centrada preferentemente en el individuo, la postura mágicorrealista apunta a desentrañar los mecanismos de la vida colectiva, sumergiéndose en el sentir popular presente a través de mitos y leyendas, de una herencia cultural transmitida de generación en generación. La dimensión mítico-simbólica del texto mágicorrealista constituye, por lo tanto, una característica mayor. Otro distintivo que merece subrayarse es la frecuente connivencia del realismo mágico con las sociedades mestizas, rurales, su tierra de predilección. En efecto, el realismo mágico pretende enfocar de modo peculiar las realidades de la América híbrida, marcada por un sincretismo cultural que pide ser estudiado y revalorizado. Sólo mediante la toma en cuenta y reconciliación de lo racional y lo irracional, de lo tangible y lo onírico, puede accederse a una forma de conocimiento, de verdad. De ahí que en no pocos textos mágicorrealistas se abra espacio al personaje del negro, del indígena, del mestizo, que se intente penetrar en su universo mental. A este respecto conviene tener bien claro el estatuto de lo mágico en la literatura mágicorrealista: la magia se concibe como parte tangible de la realidad, por lo que viene presentada con verosimilitud (en los textos de Carpentier, específicamente), o se le asigna al fenómeno mágico, fantasioso, poético, insólito, singular, un valor metafórico, simbólico (la levitación de Remedios la Bella, por ejemplo), que poco tiene que ver, en cambio, con el espíritu de la literatura fantástica.
Como puede apreciarse, la literatura mágicorrealista puede percibirse como una modalidad de la búsqueda de la identidad latinoamericana, como un afán por desentrañar la esencia americana. Producto de una actitud ideológica y estética, el realismo mágico estriba en el rescate y la celebración de la Americanidad, así como en una estética totalizadora que aspira a superar la dualidad. Apunta a fundir, a amalgamar los aspectos contradictorios, insólitos, desconcertantes de lo real, a documentar poéticamente una realidad permeada por el mito y el misterio. Los rasgos arquetípicos de lo real son los que el realismo mágico se esfuerza por desentrañar y exaltar. Y es precisamente esta doble y descomunal pretensión -ideológica y estética- de captar y fijar la esencia de América la que le reprochan violentamente sus detractores. A algunos exasperan el estereotipo, la manía de la búsqueda identitaria, el izquierdismo de los escritores; a otros, en cambio, la dudosa y reaccionaria idealización de la miseria, el equívoco manejo de la emoción, el pintoresquismo, en fin, de una literatura oportunista volcada, de hecho, hacia Europa. Otros sacan a relucir los tópicos temáticos y retóricos, en suma, los «trucos» estéticos de una poética cuyo mismo éxito ha transformado en un mero negocio editorial (hiperbolización, metaforización, focalización marginal muy calculada).
Según los partidarios de este planteamiento, los escritores mágicorrealistas citados más arriba resultan tanto más dignos de elogio cuanto que renovaron poderosamente la escritura narrativa. Lo que, por ejemplo, encuentra particularmente notable el crítico Ángel Flores en la prosa de estos escritores es precisamente la autenticidad y belleza de una prosa depurada, aligerada de su lastre barroco, de las prolijas descripciones y efusiones sentimentales tan comunes en la literatura del momento. Imposible no pensar en el Borges cuentista, irónico autor de Historia universal de la infamia (1935) (3).
Ahora bien, los criterios retenidos por los admiradores de esta escritura novedosa no consiguieron unanimidad, ni mucho menos. Pronto surgen críticas acerbas, como las del cubano José Antonio Portuondo, que no aprecia a Anderson Imbert, ni a Borges, cuya literatura tilda de « evasionista », frívola, desconectada del contexto social, reproches todos ellos que, como se sabe, retomará más tarde parte de la crítica argentina progresista (4).
Habrá que esperar, de hecho, la década del 60 para que se opere un cambio de paradigma y se fijen los nuevos contornos de lo que, en adelante, se considerará como realismo mágico legítimo. La aportación del crítico Luis Leal es, desde este punto de vista, determinante. Es él quien decide incluir, en la nomenclatura anterior que los excluía -conviene señalarlo-, a escritores como Miguel Ángel Asturias y Alejo Carpentier que, bien lo sabemos, para esas fechas ya tenían en su haber textos de gran calidad. En adelante, siempre saldrán citados estos dos escritores a la hora de trazarse un perfil del realismo mágico. Nos parecería hoy extravagante que no se mencionaran sus nombres. También contribuyó Luis Leal a relacionar el realismo mágico con «lo real maravilloso», fórmula acuñada por Alejo Carpentier y explicitada por él en 1949 en el Prólogo a El reino de este mundo. Son, por lo tanto, de particular interés los trabajos de este crítico literario: su Historia del cuento latinoamericano (1966) y demás escritos sobre el tema.
También conviene recalcar que, en la década del 60, la expresión «realismo mágico» se había vuelto un verdadero tópico de las historias literarias, exageradamente ligado a la supuesta esencia de la literatura latinoamericana.
La última vuelta de tuerca, particularmente esclarecedora, había de darse a finales de la década del 60. Dos planteamientos que todavía hoy se consideran como válidos, operantes, fueron propuestos por Valbuena Briones. Se dintinguió en Cuadernos americanos (1969) una postura filosófico-estética o, si se prefiere, filosófico-literaria fantástica, representada por Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Anderson Imbert... Colocada bajo el signo de lo fantástico, del absurdo, del escepticismo, del recelo hacia las ideologías y la noción de compromiso, valorizadora del individuo, esta literatura de carácter no pocas veces lúdico-humorístico, y elitista, parece fijarse como propósito entretener al lector con enigmas y sofisticadas elaboraciones mentales que solicitan ante todo el entendimiento. Entre los literatos y artistas europeos particularmente apreciados por los escritores de inspiración fantástica deben citarse a Franz Kafka y Chirico, cuya «pintura metafísica», enigmática e inquietante, no podía dejarlos indiferentes.
Acababa pues de nacer la división, la bipartición, que hasta hoy está vigente y puede considerarse válida, entre los representantes de la vertiente fantástica, por una parte, y por otra los de la vertiente propiamente mágicorrealista. Aquellos que hasta ahora habían monopolizado la etiqueta «realismo mágico», que habían incorporado en fechas tempranas las innovaciones europeas, el espíritu subjetivo, imaginativo, desrealizador, del realismo mágico inicial -pictórico-, que también habían saboreado las mieles del reconocimiento de gran parte de la crítica, veían cuestionada o, por lo menos, relativizada su posición señera. Asistían irritados a un deslizamiento que hacía de los otros -a quienes tomo la libertad de llamar desenfadadamente «el bando los ideológicos»- los verdaderos representantes del realismo mágico, fenómeno que vino a reforzar en 1967 la publicación de la novela de García Márquez: Cien años de soledad, texto llamado a convertirse en la obra emblemática del realismo mágico. Del sentimiento de frustración, de deslegitimación de esos escritores argentinos que tendían a autoconsiderarse como a unos pioneros, por haber descubierto tempranamente en Buenos Aires, hacia 1928, aparentemente, el realismo mágico y haberlo integrado sin tardar en su praxis, da muestras, creo yo, el breve y esclarecedor ensayo de Anderson Imbert sobre los avatares del realismo mágico. La nueva etiqueta «Fantástico», definitoria (en parte) de la producción de la brillante cohorte de escritores argentinos citados más arriba había de ser aceptada, finalmente, por los interesados, y ratificada por la crítica literaria. ¿Quién se acuerda hoy, en efecto, de que hubo un momento en que a Borges se le percibió como a un escritor mágicorrealista ?
Por literatura mágicorrealista, en sentido estricto, se entendería en adelante más o menos lo siguiente: una literatura movida por la empatía, por el amor a América, que aspira a comprender a fondo la sociedad latinoamericana, a dar cuenta cabal de la historia de los pueblos. A diferencia de la postura fantástica, elitista, centrada preferentemente en el individuo, la postura mágicorrealista apunta a desentrañar los mecanismos de la vida colectiva, sumergiéndose en el sentir popular presente a través de mitos y leyendas, de una herencia cultural transmitida de generación en generación. La dimensión mítico-simbólica del texto mágicorrealista constituye, por lo tanto, una característica mayor. Otro distintivo que merece subrayarse es la frecuente connivencia del realismo mágico con las sociedades mestizas, rurales, su tierra de predilección. En efecto, el realismo mágico pretende enfocar de modo peculiar las realidades de la América híbrida, marcada por un sincretismo cultural que pide ser estudiado y revalorizado. Sólo mediante la toma en cuenta y reconciliación de lo racional y lo irracional, de lo tangible y lo onírico, puede accederse a una forma de conocimiento, de verdad. De ahí que en no pocos textos mágicorrealistas se abra espacio al personaje del negro, del indígena, del mestizo, que se intente penetrar en su universo mental. A este respecto conviene tener bien claro el estatuto de lo mágico en la literatura mágicorrealista: la magia se concibe como parte tangible de la realidad, por lo que viene presentada con verosimilitud (en los textos de Carpentier, específicamente), o se le asigna al fenómeno mágico, fantasioso, poético, insólito, singular, un valor metafórico, simbólico (la levitación de Remedios la Bella, por ejemplo), que poco tiene que ver, en cambio, con el espíritu de la literatura fantástica.
Como puede apreciarse, la literatura mágicorrealista puede percibirse como una modalidad de la búsqueda de la identidad latinoamericana, como un afán por desentrañar la esencia americana. Producto de una actitud ideológica y estética, el realismo mágico estriba en el rescate y la celebración de la Americanidad, así como en una estética totalizadora que aspira a superar la dualidad. Apunta a fundir, a amalgamar los aspectos contradictorios, insólitos, desconcertantes de lo real, a documentar poéticamente una realidad permeada por el mito y el misterio. Los rasgos arquetípicos de lo real son los que el realismo mágico se esfuerza por desentrañar y exaltar. Y es precisamente esta doble y descomunal pretensión -ideológica y estética- de captar y fijar la esencia de América la que le reprochan violentamente sus detractores. A algunos exasperan el estereotipo, la manía de la búsqueda identitaria, el izquierdismo de los escritores; a otros, en cambio, la dudosa y reaccionaria idealización de la miseria, el equívoco manejo de la emoción, el pintoresquismo, en fin, de una literatura oportunista volcada, de hecho, hacia Europa. Otros sacan a relucir los tópicos temáticos y retóricos, en suma, los «trucos» estéticos de una poética cuyo mismo éxito ha transformado en un mero negocio editorial (hiperbolización, metaforización, focalización marginal muy calculada).
Como quiera que sea, la literatura mágicorrealista latinoamericana -en el sentido que le damos hoy a la fórmula- ha producido obras de gran valor de todos conocidas (5), que corresponden histórica y culturalmente a una nueva percepción literaria del concepto de realidad, producto éste de una larga evolución que había de cuajar realmente allá por los años 50. Una concepción abierta, incluyente, conciliadora de opuestos, de lo consciente y lo inconsciente, e indiscutiblemente marcada por la revolución surrealista de los años 20 (y por otras muchas influencias menores, desde luego). Los años 50 y las décadas siguientes contemplarían la afirmación y el éxito clamoroso del realismo mágico, de los «realismos imaginarios», como se ha dado a veces en llamarlos en la historia literaria. Actualmente, como ya lo hemos indicado más arriba, el realismo mágico ha perdido gran parte de su pujanza. Los tiempos de la exaltación, de lo que llamara Carpentier la «fe», en el Prólogo a El reino de este mundo, de la confianza (relativa) en el Progreso, las Luces, los valores de la Modernidad, han dejado lugar a la era de la duda, la fragmentación, la Posmodernidad. Han terminado, al parecer, los tiempos épicos de los «escritores-profetas».
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NOTAS
(1) Véase, por ejemplo, el interés manifestado últimamente por ciertos escritores de la República Dominicana -Andrés L. Mateo, Nan Chevalier- hacia autores del Cono Sur, como Juan Carlos Onetti.
(2) Véanse, al respecto, los análisis y trabajos de Fran Roh, Anderson Imbert, Uslar Pietri, Carpentier, Juan Cirlot, Rodolfo Usigli, Juan Barroso, Luis Leal, José Antonio Portuondo, J. E. Irby, Matilde López, Dale Carter (tesis doctoral), Francis Donahue, Orlando Gómez-Gil, Jean Franco, Emil Volek, Valbuena Briones, Lino Novas Calvo, Roberto González Echeverría, Ana María Barrenechea, Alexis Márquez Rodríguez, Ramón Chao.
(3) Véanse los enjundiosos artículos de Rémi Le Marc’hadour, en Epicidad y heroísmo en la literatura hispanoamericana, Maryse Renaud coordinadora, Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos, 2009.
(4) Véanse las críticas de Jorge Abelardo Ramos y David Viñas, entre otras.
(5) Las de Carpentier, Uslar Pietri, Roa Bastos, García Márquez, Rulfo, que todas participan en mayor o menor grado de una sensibilidad magicorrealista. En ellas la factura inicial, aparentemente realista, no tarda en alterarse subrepticiamente, propiciando la implantación de un ambiente mágico teñido de mitos, símbolos, onirismo, tal como se echa de ver en Pedro Páramo, de sugerente título. También se advierte la influencia del realismo mágico en textos más recientes como los de Isabel Allende, Laura Esquivel, Ángeles Mastretta, y no pocos escritores del Caribe (Veloz Maggiolo, Mélida García en República Dominicana…).
NOTAS
(1) Véase, por ejemplo, el interés manifestado últimamente por ciertos escritores de la República Dominicana -Andrés L. Mateo, Nan Chevalier- hacia autores del Cono Sur, como Juan Carlos Onetti.
(2) Véanse, al respecto, los análisis y trabajos de Fran Roh, Anderson Imbert, Uslar Pietri, Carpentier, Juan Cirlot, Rodolfo Usigli, Juan Barroso, Luis Leal, José Antonio Portuondo, J. E. Irby, Matilde López, Dale Carter (tesis doctoral), Francis Donahue, Orlando Gómez-Gil, Jean Franco, Emil Volek, Valbuena Briones, Lino Novas Calvo, Roberto González Echeverría, Ana María Barrenechea, Alexis Márquez Rodríguez, Ramón Chao.
(3) Véanse los enjundiosos artículos de Rémi Le Marc’hadour, en Epicidad y heroísmo en la literatura hispanoamericana, Maryse Renaud coordinadora, Centre de Recherches Latino-Américaines-Archivos, 2009.
(4) Véanse las críticas de Jorge Abelardo Ramos y David Viñas, entre otras.
(5) Las de Carpentier, Uslar Pietri, Roa Bastos, García Márquez, Rulfo, que todas participan en mayor o menor grado de una sensibilidad magicorrealista. En ellas la factura inicial, aparentemente realista, no tarda en alterarse subrepticiamente, propiciando la implantación de un ambiente mágico teñido de mitos, símbolos, onirismo, tal como se echa de ver en Pedro Páramo, de sugerente título. También se advierte la influencia del realismo mágico en textos más recientes como los de Isabel Allende, Laura Esquivel, Ángeles Mastretta, y no pocos escritores del Caribe (Veloz Maggiolo, Mélida García en República Dominicana…).

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