DE LA « LUJURIA DE VER » A LA LUJURIA DE CONTAR
La oralidad es frecuentemente presentada como un rasgo distintivo de la novelística latinoamericana. No obstante, si la relevancia de la «voz» no ofrece lugar a dudas, en la compleja alquimia del discurso narrativo -trátese de novela o de cuento- la función de la mirada no deja de ser determinante. Tal es el caso en los dos textos que nos proponemos analizar, El acomodador y Para una tumba sin nombre, obras respectivas de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. Por muchas que sean las diferencias que median entre ellas, se encuentran aunadas por una idéntica exacerbación del código de la vista, fuente de una compleja noción de placer, y por la exhibición de sus insólitas consecuencias. La vista constituye, en efecto, el motor de la ficción y la manifestación más llamativa de un mundo de frustraciones a las que intentan responder superándolas los narradores. En ambos casos la potencia visual, elemento compensatorio por excelencia, viene asignada a personajes de muchachos inseguros (el «chico Malabia» en Para una tumba sin nombre) o, como lo especifica la primera frase de El acomodador («Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande»), a hombres fragilizados en busca de una identidad, de un equilibrio interno o de cualquier forma de reconocimiento. Así se justifican de algún modo las reiteradas derivas imaginarias de ambos textos -más sensuales, más oníricas, rayanas en lo fantástico las de Felisberto Hernández, más intelectualizadas, más lúdicamente planificadoras las de Onetti- a las que da pie el ojo, órgano sensorial de fuerte propensión pecaminosa, como nos lo recuerda Jean Starobinski en su hermoso trabajo crítico, L'Oeil vivant. Sin embargo, si la visión subjetiva, exaltada, desrealizadora que alienta en ambos textos va de la mano con una estética de la apertura -nótese el final problemático de Para una tumba sin nombre en que el narrador central, confundido, llega a dudar de lo que ha visto, o sea, de la existencia misma de la escena clave del cementerio y del chivo, y también el desenlace cíclico de El acomodador- algo fundamental los separa. En la novela de Onetti, la mirada adolescente de Jorge Malabia, prolongada deliberadamente por el relato del médico, se proyecta fuera de sí misma plasmándose en un acto de escritura, asimilado finalmente a una forma de «victoria». En El acomodador, en cambio, la «lujuria de ver» parece condenada a autoreproducirse a lo infinito, no consiguiendo rebasar el protagonista sus propias limitaciones.
En El acomodador, como en la casi totalidad de los textos de Nadie encendía las lámparas (la única excepción la constituye el relato titulado Las dos historias) es la focalización interna la escogida, lo cual no deja de tener incidencias en el tratamiento de la temática de la mirada. A diferencia de lo que ocurre en la novela de Onetti, en que la multiplicación de versiones distintas, cuando no encontradas, produce una relativización generalizada de toda afirmación y una natural desconfianza del lector, aquí éste se encuentra como abrumado por una masa de informaciones convergentes, como arrastrado por una tupida y coherente red metafórica. Lo visual no tarda en ocupar el primer plano de la ficción. La oposición luz / penumbra pronto vertebra, en efecto, la página liminar (nótese particularmente la actividad del narrador consistente en «lustrar sus botones dorados» o en «apagar» metafóricamente sus pasos «en la alfombra roja» del teatro). El discurso, de obsesiva homogeneidad, pasa en efecto por un prisma único, necesariamente subjetivo, para el caso por la visión deformante, producto de las numerosas frustraciones de las que adolece, pese a sus denegaciones, el protagonista-narrador.
Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea. (1)
Dos son las modalidades de la mirada asignadas al narrador: la «mirada para afuera» y la «mirada para adentro». La primera, oblicua, furtiva, transgresiva, y casi siempre cargada de culpabilidad, intenta posesionarse torpemente de un entorno urbano que siempre resulta hostil. Así se explica que, al volver el muchacho cansado a su pieza y «mientras sub[e] las escaleras y cruz[a] los corredores», espere «ver algo más a través de puertas entreabiertas»(2) . La curiosidad adolescente del protagonista de El acomodador, ansioso de «conexiones inesperadas» -que, sintomáticamente, tiene como correlato en Para una tumba sin nombre la «espera de algo maravilloso» por parte del chico Malabia- responde inconscientemente al repudio de una mecánica existencia profesional, definida por una rutinaria repetición de gestos humillantes: el «saludo en paso de minué», la inclinación de cabeza, el extender la mano a la espera de una propina. Tanto el teatro, símbolo del trabajo alienante del protagonista, como el comedor gratuito donde éste trata vanamente de olvidar sus penas, aparecen como lugares clausurados poco propicios a la comunicación y la plenitud individual. Colocados ambos bajo el signo del silencio, suscitan como en un fatal juego de compensaciones la exacerbación de la mirada. No sin humor se opone al «lujoso silencio», a la paradójica «música del silencio», o sea, a la carencia masiva de valores auditivos, de sonido, de voz, de vida, una «mirada para adentro», supuestamente gratificante, que, separándose del presente ingrato, intenta volcarse hacia el pasado y los recuerdos.
Conforme a una estrategia narrativa fundada en la complementaridad y la reiteración de motivos, sometidos a ingeniosas variaciones, esta «mirada para afuera», rápida y aparentemente atenta a detalles intranscendentes (el color de un frac, la forma de los platos, el ruido de los cubiertos, la presencia de una mancha oscura en el cristal de una copa...), desemboca en aquella «mirada para adentro» que viene a ser, de hecho, el emblema por antonomasia de la prosa felisbertiana. Esta nueva forma de mirada, que toma el relevo de la «mirada para afuera» profundizando en los datos espontáneamente brindados por ésta y dotándolos frecuentemente de una acusada carga de sensualidad o erotismo, alimenta toda una poética en la que la mirada, lo imaginario y lo onírico resultan indisociables. Así, por ejemplo, el narrador, hastiado por la deshumanización creciente del ambiente del comedor -simbolizada por un silencio teatral y un mecánico «escamoteo» de los cubiertos, digno de un número de prestidigitación- decide asumir su soledad. Ante la repetición de los mismos elementos angustiosos (silencio, penumbra abrumadora, inexistencia del individuo perdido entre la masa de los comensales) decide aprender a «tocar los instrumentos por sí solo». Se abandona entonces a perversos fantaseos en los que socava los datos de la realidad cotidiana, ajustando fantasmáticamente sus cuentas con una sociedad que lo rebaja. Buena muestra de ello es el detalle sádico de la «cortesía» con que se limita a responder el narrador a los «ahogados», réplica invertida del obligado y humillante «saludo en paso de minué» que lo convertía en una suerte de muñeco.
Cuando el "director" apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija; yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. (...) A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano. (3)
Este despliegue imaginario de la mirada -que se da igualmente en la novela de J. C. Onetti-, tiene sin embargo en los textos de Felisberto Hernández, específicamente en El acomodador, una característica singular: su dimensión nocturna. Es un silencio nocturno -conviene tenerlo presente- el que gravita sobre la escena del comedor gratuito así como sobre la mayor parte del cuento. Lo nocturno es en una primera etapa lo que distingue más netamente el cuento de la novela, aunque varios pasajes de Para una tumba sin nombre evocan también ambientes sórdidos, prostibularios, con trasfondo de anocheceres urbanos. Pero en el cuento de Felisberto Hernández lo nocturno es algo más que un mero dato temporal destinado a favorecer la ilusión realista. Pronto se convierte en un elemento ambiental decisivo, ligado al inconsciente, en un símbolo de la condición humana. Las tinieblas del alma, por así llamarlas, tienen como correlato un sentimiento único, que tiende a reforzarse conforme va progresando el texto: la angustia.
La noción de angustia que permea el cuento es un dato más que diferencia el texto de Felisberto Hernández del de Juan Carlos Onetti. En Para una tumba sin nombre -una de las pocas novelas onettianas abiertamente esperanzadas, probablemente por estar dedicada a Litti, la hija del escritor- es otro sentimiento el motor de la ficción. Es la «rabia» adolescente del chico Malabia, legado de la narrativa arltiana, la que lo mueve a inventarse el estatuto privilegiado de testigo ocular, la que desata la exacerbación de la mirada y alimenta el discurso oral, punto de arranque del discurso escrito.
Nos dio rabia, nos sentimos humillados porque se trataba de Godoy, el comisionista. Podíamos verlo, gordo, bigotudo, viejo, descubriendo a la muchacha en la estación, dándole o negándole unas monedas, escondiéndose en las columnas para espiarla. Y, probablemente, la primera vez que pasó a su lado; mientras nosotros habíamos estado ciegos durante casi un año. Rabiosos y humillados porque él había puesto, antes que nosotros, las puercas manos, la puerca voz, en la historia de Rita y el chivo. (4)
El dinamismo crepitante de la «rabia», en cambio, apenas si aflora en el cuento felisbertiano (véase la breve irritación del protagonista frente al mayordomo a quien amenaza con «revolverle la cabeza por dentro» o frente al dueño del comedor gratuito, calificado sólo interiormente de «mugriento»). En El acomodador es, pues, la angustia la que señorea todo el texto. Si bien el tema de la angustia recorre buena parte de la producción literaria rioplatense (el Arlt de Los siete locos y Los lanzallamas, el Mallea de La ciudad al pie del río inmóvil, el Sábato de Sobre héroes y tumbas y tanto texto onettiano), Felisberto Hernández no deja de imprimirle un sello particular, entre dramático y burlón. Intenta desdramatizar la situación, enfocando con humor el desamparo del sujeto confrontado a una situación traumática, a un aflujo de excitaciones demasiado numerosas e intensas. En efecto, el lector puede seguir divertido e intrigado a la vez las diversas etapas de la «gótica» aventura del protagonista: el surgimiento de la «luz propia» en sus ojos vueltos de «color verdoso», y calificados además de «ojos de otro mundo»; el intento de «hacer suyas» visualmente a las cosas; la lucha con las demás luces que se le cruzan en el camino y por la posesión de los diversos atributos del poder masculino, símbolos fálicos sucesivamente representados por el «candelabro» y la «gorra»; y por fin la imposición de la «luz propia» a la mujer, inmediatamente seguida, sin embargo, por un nuevo ciclo depresivo.
Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella.Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. (...) Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. (5)
En El acomodador la extraña aventura del héroe felisbertiano puede leerse lo mismo que en Para una tumba sin nombre como un largo proceso iniciático que sella el paso de la adolescencia a la edad adulta. El texto juega en el cuento con la polisemia de la palabra «acomodar», que no remite únicamente a una función social -la de «acomodador» en un teatro- sino que sugiere los esfuerzos vitales del protagonista por ubicarse, por encontrar un lugar en el mundo. En ambos casos, en efecto, el mundo de los adultos representa algo repelente y fascinante a la vez, de ahí la importancia del difícil diálogo entablado entre el chico Malabia y el médico, su interlocutor privilegiado en Para una tumba sin nombre. De ahí también, en El acomodador, las relaciones tirantes entre el joven narrador y los adultos, percibidos ya sea como los que se niegan a "verlo" y lo condenan sádicamente a la «penumbra», obligándolo a parecerse a «un ratón debajo de muebles viejos», ya sea como una fuerza castradora representante de la ley moral y sexual.
Pero pese a estas similitudes en seguida saltan a la vista las diferencias que median entre ambos textos. En El acomodador la iniciación posee en efecto un alcance más limitado pero resulta más perturbadora. Reviste una dimensión más íntima, más secreta, más estrictamente erótica, ya que el protagonista sólo atina parcialmente a superar sus inhibiciones, en gran parte sexuales, sin llegar jamás a comunicarse realmente con sus semejantes. El narrador se nos presenta como fundamentalmente tímido. Es la pasividad una característica que lo define durante gran parte del relato, como lo da a entender el bestiario irrisorio y hasta grotesco que le está asociado: ratón, hipopótamo, perro sumiso al capricho de su ama. En cambio, en Para una tumba sin nombre, el chico Malabia se enfrenta más decididamente al mundo de los adultos, invirtiendo el esquema propuesto en el cuento de Felisberto Hernández. Lo caracterizan la actividad, la lucha. Simbólicamente, lo acompañan animales de connotaciones particularmente varoniles: el chivo rijoso y el aristocrático caballo. El manejo de su estatuto de (supuesto) testigo ocular tiene algo de reivindicación, de reto a toda una sociedad que, como lo indica el brillantísimo comienzo de la novela, cree firmemente en la omnipotencia de la vista, en el valor del dato objetivo.
La novela de Juan Carlos Onetti parte efectivamente de una ecuación básica, que va saturando paródicamente las primeras páginas y constituye uno de los presupuestos ideológico-estéticos de la novela realista: ver es saber (seis veces interviene en la primera secuencia de la novela el vocablo «saber», implícitamente supeditado al sentido de la vista ). Tal es el ingenuo credo de los notables de Santa María, convencidos de la neutralidad e inmediatez de la mirada, de la transparencia y univocidad de un mundo hecho a su medida. De ahí el asombro que no dejará de embargarlos al presenciar el extravagante entierro de Rita, encabezado por el chico Malabia y el chivo.
Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver las cosas desde un principio y, además, el privilegio de iniciarlas. (...).Sabemos que a las diez o a las cuatro desfilamos todos nosotros por la ciudad, por un costado de la plaza Brausen (...). Sabemos también de necrologías recitadas y las soportamos mirando la tierra, el sombrero contra el pubis. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María (...). Pero esto no lo sabíamos, esta manera de enterrar. Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome (...).(6)
Conforme avanza el texto, se va enriqueciendo dicha ecuación. Corren parejo mirada, conocimiento y poder. En Santa María, quien "ve" es capaz, en efecto, de prolongar mediante la escritura el privilegio otorgado por el ojo. ¿Acaso no precisa el texto que todos los notables pueden «describir (un entierro) a un forastero», «contarlo epistolarmente a un pariente lejano»? Más adelante el lector se enterará sin mayor sorpresa del dominio de la gran burguesía sobre la prensa local. De ahí la lucha emprendida contra los adultos -contra su mismo padre- por el chico Malabia en el terreno mismo que éstos consideran implícitamente su coto vedado. La mirada, como en El acomodador, será el arma milagrosa que habrá de manejar el adolescente. Como en el cuento, la mirada revelará su impureza, su perversidad, sus motivaciones sexuales. Testigo ocular, mirón, espía, tal será el estatuto fluctuante que se adjudicará Jorge Malabia, antes de revelar la falsedad de toda esta comedia.
Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el encuentro con el comisionista Godoy, mi oferta de casamiento, la prima Higinia, todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos : una mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo llamar para pedirme dinero. (7)
Pero a diferencia de lo que sucede en El acomodador, en Para una tumba sin nombre las derivas de la mirada desembocan en un auténtico placer. Mientras que los toques de humor no consiguen borrar totalmente la angustiosa sensación de mundo clausurado y escurridizo que se desprende del cuento, en Para una tumba sin nombre la «lujuria de ver» felisbertiana, compartida igualmente por el chico Malabia, culmina en una verdadera "lujuria de narrar". Así nace una multiplicidad de versiones, un eufórico juego de construcción y desconstrucción mediante el cual el joven afirma su poder. Poder de seducción -intelectual, se entiende- que consiste primero en captar la atención del adulto, en quien todo lector asiduo de Juan Carlos Onetti habrá reconocido a Díaz Grey. Poder de convicción igualmente, al atrapar en su juego al médico, quien acepta implícitamente las falsas confidencias del adolescente, enriqueciendo los delirios imaginativos de éste en la hermosa, intuitiva y sin embargo atinada «contra-historia venenosa» que se le ocurre y que en adelante servirá de base para todo nuevo paso en la elaboración del texto. Poder de destrucción, de desenmascaramiento, al atropellar alegremente los valores más enraizados de la sociedad sanmariana: el dinero, el trabajo, el sexo. Así accede el chico Malabia al mundo de los adultos con el nada gratuito juego que va labrando su imaginación, con la prolongada «farsa» que de sesión en sesión va alimentando, quizás a pesar suyo, con sus deseos y fantaseos más inconfesables.
Un rito iniciático acaba de cumplirse: el chico Malabia se ha convertido en un hombre. Su propio discurso, rebelde y en ocasiones cínico, así como el relato del médico que ratifica sus seudo-confesiones, le abren las puertas de este nuevo mundo. De un mundo mezquino, violento, machista, anclado en una civilización urbana despiadada, de miseria y explotación, cuyo «desamor» aprende, sin embargo, a administrar no sin cierta fanfarronería el chico Malabia . Es éste, al parecer, el precio del paso de la adolescencia a la edad adulta.
Se rompe, pues, en Para una tumba sin nombre -o mejor dicho se atenúa- la soledad de que adolecen los dos personajes, hermanados por su rechazo de los valores sanmarianos. La creación por el médico del personaje totalmente ficticio de Ambrosio, símbolo por excelencia del poder de la ficción, y la presencia entre prosaica y mítica del chivo de «ojos de topacio» resultan altamente gratificantes.tanto para el muchacho como para el adulto. El médico, asociado al comenzar el texto a la enfermedad y la muerte, consigue alejar por un instante la fealdad del mundo gracias a su activa participación en la creación literaria (nótese de paso que el médico es simbólicamente un «tocólogo»). El muchacho, por su parte, considera agradecido y halagado al varonil y marginal Ambrosio, en quien descubre no pocos rasgos suyos. Si bien no puede reivindicar el dominio total de la ficción, no deja de ejercer hasta el final un control quisquilloso sobre la evolución de ésta. Saborea primero el placer de la mentira, por haber engañado inicialmente al médico con sus supuestos testimonios, y por fin el de ver reconocida su maestría narrativa. Adulto y adolescente, por esencia enemigos en las ficciones onettianas, terminan siendo cómplices, iguales.
Pese a sus evidentes diferencias, tanto El acomodador como Para una tumba sin nombre celebran inequívocamente a la mirada, llamando la atención sobre la complejidad del ojo, este órgano sensorial que algunos, a imitación de los notables sanmarianos, creen erróneamente limitado a la mera y chata transcripción de lo real. En ambos textos la mirada revela su ambigüedad, su subjetividad. «Mirada para afuera» y «mirada para adentro» se complementan, se confunden, siendo la narración una ineludible «reconstrucción» de lo captado visualmente, un ejercicio de la memoria y una manifestación sesgada del deseo. Oblicua, perversa, culpable, juguetona o desafiante por turnos --nunca neutra- la mirada aparece en ambos textos como indisociable de las derivas imaginarias y animada por un impulso de superación o de repetición obsesiva. Así se generan textos lúdicos como Para una tumba sin nombre, en que la mirada culmina en el ejercicio catártico de una escritura proliferante, fundada en una dinámica combinación de datos heterogéneos. Pese a la imposibilidad de un «final perfecto», de una conclusión definitiva, las derivas imaginarias de la mirada desembocan, sin embargo, en una reconciliación momentánea del hombre con su entorno. En El acomodador, en cambio, la mirada no logra disolver el persistente malestar existencial que origina su propia exacerbación. Volcada hacia la intimidad, la «mirada para adentro» que prevalece en el cuento de Felisberto Hernández parece incapaz de suscitar la liberación del sujeto. Egocéntrica, narcisista, neurótica, genera una escritura morosa, lábil, envolvente, de ímagenes recurrentes y metáforas cíclicas. En ambos casos -como puede apreciarse- la temática de la mirada, contrapunto implícito de las carencias de la voz, demuestra las enormes potencialidades estéticas que posee.
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Notas
(1) F. Hernández, Nadie encendía las lámparas, Arca, 1967, p. 27.
(2) Ibid, p. 27-28.
(3) Ibid, p. 29.
(4) J. C. Onetti, Una tumba sin nombre, Montevideo, Ediciones Marcha, p. 25.
(5) F. Hernández, op. cit, p. 39.
(6) J. C. Onetti, op cit. p. 7-8-9.
(7) Ibid, p. 79.
Bibliografía
1. J. Starobinski, L'Oeil vivant, Paris, Editions Gallimard, 1961.
2. Alain Sicard (coordinateur), Felisberto Hernández ante la crítica actual, Caracas, Monte Avila, 1977.
3. Maryse Renaud, Hacia una búsqueda de la identidad (Análisis de la obra de Juan Carlos Onetti), Montevideo, Proyección, 1994 y 1995.
4. Philippe Hamon, Littérature et realité, Paris, Editions du Seuil.
La oralidad es frecuentemente presentada como un rasgo distintivo de la novelística latinoamericana. No obstante, si la relevancia de la «voz» no ofrece lugar a dudas, en la compleja alquimia del discurso narrativo -trátese de novela o de cuento- la función de la mirada no deja de ser determinante. Tal es el caso en los dos textos que nos proponemos analizar, El acomodador y Para una tumba sin nombre, obras respectivas de Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti. Por muchas que sean las diferencias que median entre ellas, se encuentran aunadas por una idéntica exacerbación del código de la vista, fuente de una compleja noción de placer, y por la exhibición de sus insólitas consecuencias. La vista constituye, en efecto, el motor de la ficción y la manifestación más llamativa de un mundo de frustraciones a las que intentan responder superándolas los narradores. En ambos casos la potencia visual, elemento compensatorio por excelencia, viene asignada a personajes de muchachos inseguros (el «chico Malabia» en Para una tumba sin nombre) o, como lo especifica la primera frase de El acomodador («Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande»), a hombres fragilizados en busca de una identidad, de un equilibrio interno o de cualquier forma de reconocimiento. Así se justifican de algún modo las reiteradas derivas imaginarias de ambos textos -más sensuales, más oníricas, rayanas en lo fantástico las de Felisberto Hernández, más intelectualizadas, más lúdicamente planificadoras las de Onetti- a las que da pie el ojo, órgano sensorial de fuerte propensión pecaminosa, como nos lo recuerda Jean Starobinski en su hermoso trabajo crítico, L'Oeil vivant. Sin embargo, si la visión subjetiva, exaltada, desrealizadora que alienta en ambos textos va de la mano con una estética de la apertura -nótese el final problemático de Para una tumba sin nombre en que el narrador central, confundido, llega a dudar de lo que ha visto, o sea, de la existencia misma de la escena clave del cementerio y del chivo, y también el desenlace cíclico de El acomodador- algo fundamental los separa. En la novela de Onetti, la mirada adolescente de Jorge Malabia, prolongada deliberadamente por el relato del médico, se proyecta fuera de sí misma plasmándose en un acto de escritura, asimilado finalmente a una forma de «victoria». En El acomodador, en cambio, la «lujuria de ver» parece condenada a autoreproducirse a lo infinito, no consiguiendo rebasar el protagonista sus propias limitaciones.
En El acomodador, como en la casi totalidad de los textos de Nadie encendía las lámparas (la única excepción la constituye el relato titulado Las dos historias) es la focalización interna la escogida, lo cual no deja de tener incidencias en el tratamiento de la temática de la mirada. A diferencia de lo que ocurre en la novela de Onetti, en que la multiplicación de versiones distintas, cuando no encontradas, produce una relativización generalizada de toda afirmación y una natural desconfianza del lector, aquí éste se encuentra como abrumado por una masa de informaciones convergentes, como arrastrado por una tupida y coherente red metafórica. Lo visual no tarda en ocupar el primer plano de la ficción. La oposición luz / penumbra pronto vertebra, en efecto, la página liminar (nótese particularmente la actividad del narrador consistente en «lustrar sus botones dorados» o en «apagar» metafóricamente sus pasos «en la alfombra roja» del teatro). El discurso, de obsesiva homogeneidad, pasa en efecto por un prisma único, necesariamente subjetivo, para el caso por la visión deformante, producto de las numerosas frustraciones de las que adolece, pese a sus denegaciones, el protagonista-narrador.
Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza con respeto y desprecio. No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en penumbra la platea. (1)
Dos son las modalidades de la mirada asignadas al narrador: la «mirada para afuera» y la «mirada para adentro». La primera, oblicua, furtiva, transgresiva, y casi siempre cargada de culpabilidad, intenta posesionarse torpemente de un entorno urbano que siempre resulta hostil. Así se explica que, al volver el muchacho cansado a su pieza y «mientras sub[e] las escaleras y cruz[a] los corredores», espere «ver algo más a través de puertas entreabiertas»(2) . La curiosidad adolescente del protagonista de El acomodador, ansioso de «conexiones inesperadas» -que, sintomáticamente, tiene como correlato en Para una tumba sin nombre la «espera de algo maravilloso» por parte del chico Malabia- responde inconscientemente al repudio de una mecánica existencia profesional, definida por una rutinaria repetición de gestos humillantes: el «saludo en paso de minué», la inclinación de cabeza, el extender la mano a la espera de una propina. Tanto el teatro, símbolo del trabajo alienante del protagonista, como el comedor gratuito donde éste trata vanamente de olvidar sus penas, aparecen como lugares clausurados poco propicios a la comunicación y la plenitud individual. Colocados ambos bajo el signo del silencio, suscitan como en un fatal juego de compensaciones la exacerbación de la mirada. No sin humor se opone al «lujoso silencio», a la paradójica «música del silencio», o sea, a la carencia masiva de valores auditivos, de sonido, de voz, de vida, una «mirada para adentro», supuestamente gratificante, que, separándose del presente ingrato, intenta volcarse hacia el pasado y los recuerdos.
Conforme a una estrategia narrativa fundada en la complementaridad y la reiteración de motivos, sometidos a ingeniosas variaciones, esta «mirada para afuera», rápida y aparentemente atenta a detalles intranscendentes (el color de un frac, la forma de los platos, el ruido de los cubiertos, la presencia de una mancha oscura en el cristal de una copa...), desemboca en aquella «mirada para adentro» que viene a ser, de hecho, el emblema por antonomasia de la prosa felisbertiana. Esta nueva forma de mirada, que toma el relevo de la «mirada para afuera» profundizando en los datos espontáneamente brindados por ésta y dotándolos frecuentemente de una acusada carga de sensualidad o erotismo, alimenta toda una poética en la que la mirada, lo imaginario y lo onírico resultan indisociables. Así, por ejemplo, el narrador, hastiado por la deshumanización creciente del ambiente del comedor -simbolizada por un silencio teatral y un mecánico «escamoteo» de los cubiertos, digno de un número de prestidigitación- decide asumir su soledad. Ante la repetición de los mismos elementos angustiosos (silencio, penumbra abrumadora, inexistencia del individuo perdido entre la masa de los comensales) decide aprender a «tocar los instrumentos por sí solo». Se abandona entonces a perversos fantaseos en los que socava los datos de la realidad cotidiana, ajustando fantasmáticamente sus cuentas con una sociedad que lo rebaja. Buena muestra de ello es el detalle sádico de la «cortesía» con que se limita a responder el narrador a los «ahogados», réplica invertida del obligado y humillante «saludo en paso de minué» que lo convertía en una suerte de muñeco.
Cuando el "director" apareció en el segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiara por haberse salvado su hija; yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río; entonces yo me imaginaba a la hija, a pocos centímetros de la superficie del agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo resplandecía de blanco su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara. (...) A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les hacíamos una cortesía pero no les alcanzábamos la mano. (3)
Este despliegue imaginario de la mirada -que se da igualmente en la novela de J. C. Onetti-, tiene sin embargo en los textos de Felisberto Hernández, específicamente en El acomodador, una característica singular: su dimensión nocturna. Es un silencio nocturno -conviene tenerlo presente- el que gravita sobre la escena del comedor gratuito así como sobre la mayor parte del cuento. Lo nocturno es en una primera etapa lo que distingue más netamente el cuento de la novela, aunque varios pasajes de Para una tumba sin nombre evocan también ambientes sórdidos, prostibularios, con trasfondo de anocheceres urbanos. Pero en el cuento de Felisberto Hernández lo nocturno es algo más que un mero dato temporal destinado a favorecer la ilusión realista. Pronto se convierte en un elemento ambiental decisivo, ligado al inconsciente, en un símbolo de la condición humana. Las tinieblas del alma, por así llamarlas, tienen como correlato un sentimiento único, que tiende a reforzarse conforme va progresando el texto: la angustia.
La noción de angustia que permea el cuento es un dato más que diferencia el texto de Felisberto Hernández del de Juan Carlos Onetti. En Para una tumba sin nombre -una de las pocas novelas onettianas abiertamente esperanzadas, probablemente por estar dedicada a Litti, la hija del escritor- es otro sentimiento el motor de la ficción. Es la «rabia» adolescente del chico Malabia, legado de la narrativa arltiana, la que lo mueve a inventarse el estatuto privilegiado de testigo ocular, la que desata la exacerbación de la mirada y alimenta el discurso oral, punto de arranque del discurso escrito.
Nos dio rabia, nos sentimos humillados porque se trataba de Godoy, el comisionista. Podíamos verlo, gordo, bigotudo, viejo, descubriendo a la muchacha en la estación, dándole o negándole unas monedas, escondiéndose en las columnas para espiarla. Y, probablemente, la primera vez que pasó a su lado; mientras nosotros habíamos estado ciegos durante casi un año. Rabiosos y humillados porque él había puesto, antes que nosotros, las puercas manos, la puerca voz, en la historia de Rita y el chivo. (4)
El dinamismo crepitante de la «rabia», en cambio, apenas si aflora en el cuento felisbertiano (véase la breve irritación del protagonista frente al mayordomo a quien amenaza con «revolverle la cabeza por dentro» o frente al dueño del comedor gratuito, calificado sólo interiormente de «mugriento»). En El acomodador es, pues, la angustia la que señorea todo el texto. Si bien el tema de la angustia recorre buena parte de la producción literaria rioplatense (el Arlt de Los siete locos y Los lanzallamas, el Mallea de La ciudad al pie del río inmóvil, el Sábato de Sobre héroes y tumbas y tanto texto onettiano), Felisberto Hernández no deja de imprimirle un sello particular, entre dramático y burlón. Intenta desdramatizar la situación, enfocando con humor el desamparo del sujeto confrontado a una situación traumática, a un aflujo de excitaciones demasiado numerosas e intensas. En efecto, el lector puede seguir divertido e intrigado a la vez las diversas etapas de la «gótica» aventura del protagonista: el surgimiento de la «luz propia» en sus ojos vueltos de «color verdoso», y calificados además de «ojos de otro mundo»; el intento de «hacer suyas» visualmente a las cosas; la lucha con las demás luces que se le cruzan en el camino y por la posesión de los diversos atributos del poder masculino, símbolos fálicos sucesivamente representados por el «candelabro» y la «gorra»; y por fin la imposición de la «luz propia» a la mujer, inmediatamente seguida, sin embargo, por un nuevo ciclo depresivo.
Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba algo de ella.Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el espejo de mi ropero. (...) Al instante aparecieron pedacitos blancos que me hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza como un humo sin salida. (5)
En El acomodador la extraña aventura del héroe felisbertiano puede leerse lo mismo que en Para una tumba sin nombre como un largo proceso iniciático que sella el paso de la adolescencia a la edad adulta. El texto juega en el cuento con la polisemia de la palabra «acomodar», que no remite únicamente a una función social -la de «acomodador» en un teatro- sino que sugiere los esfuerzos vitales del protagonista por ubicarse, por encontrar un lugar en el mundo. En ambos casos, en efecto, el mundo de los adultos representa algo repelente y fascinante a la vez, de ahí la importancia del difícil diálogo entablado entre el chico Malabia y el médico, su interlocutor privilegiado en Para una tumba sin nombre. De ahí también, en El acomodador, las relaciones tirantes entre el joven narrador y los adultos, percibidos ya sea como los que se niegan a "verlo" y lo condenan sádicamente a la «penumbra», obligándolo a parecerse a «un ratón debajo de muebles viejos», ya sea como una fuerza castradora representante de la ley moral y sexual.
Pero pese a estas similitudes en seguida saltan a la vista las diferencias que median entre ambos textos. En El acomodador la iniciación posee en efecto un alcance más limitado pero resulta más perturbadora. Reviste una dimensión más íntima, más secreta, más estrictamente erótica, ya que el protagonista sólo atina parcialmente a superar sus inhibiciones, en gran parte sexuales, sin llegar jamás a comunicarse realmente con sus semejantes. El narrador se nos presenta como fundamentalmente tímido. Es la pasividad una característica que lo define durante gran parte del relato, como lo da a entender el bestiario irrisorio y hasta grotesco que le está asociado: ratón, hipopótamo, perro sumiso al capricho de su ama. En cambio, en Para una tumba sin nombre, el chico Malabia se enfrenta más decididamente al mundo de los adultos, invirtiendo el esquema propuesto en el cuento de Felisberto Hernández. Lo caracterizan la actividad, la lucha. Simbólicamente, lo acompañan animales de connotaciones particularmente varoniles: el chivo rijoso y el aristocrático caballo. El manejo de su estatuto de (supuesto) testigo ocular tiene algo de reivindicación, de reto a toda una sociedad que, como lo indica el brillantísimo comienzo de la novela, cree firmemente en la omnipotencia de la vista, en el valor del dato objetivo.
La novela de Juan Carlos Onetti parte efectivamente de una ecuación básica, que va saturando paródicamente las primeras páginas y constituye uno de los presupuestos ideológico-estéticos de la novela realista: ver es saber (seis veces interviene en la primera secuencia de la novela el vocablo «saber», implícitamente supeditado al sentido de la vista ). Tal es el ingenuo credo de los notables de Santa María, convencidos de la neutralidad e inmediatez de la mirada, de la transparencia y univocidad de un mundo hecho a su medida. De ahí el asombro que no dejará de embargarlos al presenciar el extravagante entierro de Rita, encabezado por el chico Malabia y el chivo.
Todos nosotros, los notables, los que tenemos derecho a jugar al póker en el Club Progreso y a dibujar iniciales con entumecida vanidad al pie de las cuentas por copas o comidas en el Plaza. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María. Algunos fuimos, en su oportunidad, el mejor amigo de la familia; se nos ofreció el privilegio de ver las cosas desde un principio y, además, el privilegio de iniciarlas. (...).Sabemos que a las diez o a las cuatro desfilamos todos nosotros por la ciudad, por un costado de la plaza Brausen (...). Sabemos también de necrologías recitadas y las soportamos mirando la tierra, el sombrero contra el pubis. Todos nosotros sabemos cómo es un entierro en Santa María (...). Pero esto no lo sabíamos, esta manera de enterrar. Empecé a saberlo, desaprensivo, irónico, sin sospechar que estaba enterándome (...).(6)
Conforme avanza el texto, se va enriqueciendo dicha ecuación. Corren parejo mirada, conocimiento y poder. En Santa María, quien "ve" es capaz, en efecto, de prolongar mediante la escritura el privilegio otorgado por el ojo. ¿Acaso no precisa el texto que todos los notables pueden «describir (un entierro) a un forastero», «contarlo epistolarmente a un pariente lejano»? Más adelante el lector se enterará sin mayor sorpresa del dominio de la gran burguesía sobre la prensa local. De ahí la lucha emprendida contra los adultos -contra su mismo padre- por el chico Malabia en el terreno mismo que éstos consideran implícitamente su coto vedado. La mirada, como en El acomodador, será el arma milagrosa que habrá de manejar el adolescente. Como en el cuento, la mirada revelará su impureza, su perversidad, sus motivaciones sexuales. Testigo ocular, mirón, espía, tal será el estatuto fluctuante que se adjudicará Jorge Malabia, antes de revelar la falsedad de toda esta comedia.
Toda la historia de Constitución, el chivo, Rita, el encuentro con el comisionista Godoy, mi oferta de casamiento, la prima Higinia, todo es mentira. Tito y yo inventamos el cuento por la simple curiosidad de saber qué era posible construir con lo poco que teníamos : una mujer que era dueña de un cabrón rengo, que murió, que había sido sirvienta en casa y me hizo llamar para pedirme dinero. (7)
Pero a diferencia de lo que sucede en El acomodador, en Para una tumba sin nombre las derivas de la mirada desembocan en un auténtico placer. Mientras que los toques de humor no consiguen borrar totalmente la angustiosa sensación de mundo clausurado y escurridizo que se desprende del cuento, en Para una tumba sin nombre la «lujuria de ver» felisbertiana, compartida igualmente por el chico Malabia, culmina en una verdadera "lujuria de narrar". Así nace una multiplicidad de versiones, un eufórico juego de construcción y desconstrucción mediante el cual el joven afirma su poder. Poder de seducción -intelectual, se entiende- que consiste primero en captar la atención del adulto, en quien todo lector asiduo de Juan Carlos Onetti habrá reconocido a Díaz Grey. Poder de convicción igualmente, al atrapar en su juego al médico, quien acepta implícitamente las falsas confidencias del adolescente, enriqueciendo los delirios imaginativos de éste en la hermosa, intuitiva y sin embargo atinada «contra-historia venenosa» que se le ocurre y que en adelante servirá de base para todo nuevo paso en la elaboración del texto. Poder de destrucción, de desenmascaramiento, al atropellar alegremente los valores más enraizados de la sociedad sanmariana: el dinero, el trabajo, el sexo. Así accede el chico Malabia al mundo de los adultos con el nada gratuito juego que va labrando su imaginación, con la prolongada «farsa» que de sesión en sesión va alimentando, quizás a pesar suyo, con sus deseos y fantaseos más inconfesables.
Un rito iniciático acaba de cumplirse: el chico Malabia se ha convertido en un hombre. Su propio discurso, rebelde y en ocasiones cínico, así como el relato del médico que ratifica sus seudo-confesiones, le abren las puertas de este nuevo mundo. De un mundo mezquino, violento, machista, anclado en una civilización urbana despiadada, de miseria y explotación, cuyo «desamor» aprende, sin embargo, a administrar no sin cierta fanfarronería el chico Malabia . Es éste, al parecer, el precio del paso de la adolescencia a la edad adulta.
Se rompe, pues, en Para una tumba sin nombre -o mejor dicho se atenúa- la soledad de que adolecen los dos personajes, hermanados por su rechazo de los valores sanmarianos. La creación por el médico del personaje totalmente ficticio de Ambrosio, símbolo por excelencia del poder de la ficción, y la presencia entre prosaica y mítica del chivo de «ojos de topacio» resultan altamente gratificantes.tanto para el muchacho como para el adulto. El médico, asociado al comenzar el texto a la enfermedad y la muerte, consigue alejar por un instante la fealdad del mundo gracias a su activa participación en la creación literaria (nótese de paso que el médico es simbólicamente un «tocólogo»). El muchacho, por su parte, considera agradecido y halagado al varonil y marginal Ambrosio, en quien descubre no pocos rasgos suyos. Si bien no puede reivindicar el dominio total de la ficción, no deja de ejercer hasta el final un control quisquilloso sobre la evolución de ésta. Saborea primero el placer de la mentira, por haber engañado inicialmente al médico con sus supuestos testimonios, y por fin el de ver reconocida su maestría narrativa. Adulto y adolescente, por esencia enemigos en las ficciones onettianas, terminan siendo cómplices, iguales.
Pese a sus evidentes diferencias, tanto El acomodador como Para una tumba sin nombre celebran inequívocamente a la mirada, llamando la atención sobre la complejidad del ojo, este órgano sensorial que algunos, a imitación de los notables sanmarianos, creen erróneamente limitado a la mera y chata transcripción de lo real. En ambos textos la mirada revela su ambigüedad, su subjetividad. «Mirada para afuera» y «mirada para adentro» se complementan, se confunden, siendo la narración una ineludible «reconstrucción» de lo captado visualmente, un ejercicio de la memoria y una manifestación sesgada del deseo. Oblicua, perversa, culpable, juguetona o desafiante por turnos --nunca neutra- la mirada aparece en ambos textos como indisociable de las derivas imaginarias y animada por un impulso de superación o de repetición obsesiva. Así se generan textos lúdicos como Para una tumba sin nombre, en que la mirada culmina en el ejercicio catártico de una escritura proliferante, fundada en una dinámica combinación de datos heterogéneos. Pese a la imposibilidad de un «final perfecto», de una conclusión definitiva, las derivas imaginarias de la mirada desembocan, sin embargo, en una reconciliación momentánea del hombre con su entorno. En El acomodador, en cambio, la mirada no logra disolver el persistente malestar existencial que origina su propia exacerbación. Volcada hacia la intimidad, la «mirada para adentro» que prevalece en el cuento de Felisberto Hernández parece incapaz de suscitar la liberación del sujeto. Egocéntrica, narcisista, neurótica, genera una escritura morosa, lábil, envolvente, de ímagenes recurrentes y metáforas cíclicas. En ambos casos -como puede apreciarse- la temática de la mirada, contrapunto implícito de las carencias de la voz, demuestra las enormes potencialidades estéticas que posee.
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Notas
(1) F. Hernández, Nadie encendía las lámparas, Arca, 1967, p. 27.
(2) Ibid, p. 27-28.
(3) Ibid, p. 29.
(4) J. C. Onetti, Una tumba sin nombre, Montevideo, Ediciones Marcha, p. 25.
(5) F. Hernández, op. cit, p. 39.
(6) J. C. Onetti, op cit. p. 7-8-9.
(7) Ibid, p. 79.
Bibliografía
1. J. Starobinski, L'Oeil vivant, Paris, Editions Gallimard, 1961.
2. Alain Sicard (coordinateur), Felisberto Hernández ante la crítica actual, Caracas, Monte Avila, 1977.
3. Maryse Renaud, Hacia una búsqueda de la identidad (Análisis de la obra de Juan Carlos Onetti), Montevideo, Proyección, 1994 y 1995.
4. Philippe Hamon, Littérature et realité, Paris, Editions du Seuil.
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