TRIGÉSIMA ENTREGA
CAPÍTULO 7: EL PAPA RATZINGER Y AMÉRICA LATINA (2)
Un inciso a partir de lo que ha dicho sobre Maritain y la polémica con el integrismo. ¿Usted ve cierto integrismo en América Latina?
Ya se ha dicho que el pensamiento latinoamericano fue por largo tiempo tributario y dependiente de Europa, tanto en el orden secular como en el religioso. Cuanto más culto era un intelectual, más estaba subordinado a lógicas de interpretación externas, incluso en lo que se refería a fenómenos latinoamericanos, como el integrismo.
¿Por qué llama integrismo a la subordinación?
No, la subordinación no es sinónimo de integrismo. Pero, lamentablemente, si en Europa se defendían corrientes integristas, aquí sucedía lo mismo, en el sentido de que, por ejemplo, las categorías de moderno y antimoderno eran usadas para interpretar la realidad también en estos lejanos territorios. El antimodernismo latinoamericano interpretaba la cristiandad europea como un modelo eterno de cristianismo, empujando como consecuencia a los católicos hacia reivindicaciones dirigidas a la restauración de una cristiandad en vías de transformación y crisis. Hubo autores latinoamericanos que teorizaron la perpetuidad de las formas catoeuropeas, contra la idea de que fuesen históricamente contingentes.
Los católicos integristas se proponían defender la independencia de la Iglesia respecto del Estado -que estaba efectivamente amenazada y restringida-, y así terminaban defendiendo también formas de cristiandad obsoletas. Los anticlericales, a su vez, defendían un Estado liberal omnipotente que heredaba la pretensión de someter a la Iglesia a la manera del absolutismo monárquico. Mucho de nuestra historia del fines del 800, inicios del 900 está marcado por el enfrentamiento de estos dos integrismos que se alimentaban en otras latitudes.
Hoy, la cuestión es distinta: no necesariamente los fenómenos eclesiales que tienen el epicentro en un lugar geográfico se repiten en idénticos términos en su periferia. La periferia es más autoconsciente de ser periferia, más crítica.
Me parece que este razonamiento obliga a volver sobre algunos conceptos que se usaban mucho en un tiempo no muy remoto; me refiero a categorías como “progresista” y “conservador”. Parecían conceptos precisos, con un poder de definición exhaustivo. ¿Qué impresión tiene hoy de estos mismos conceptos?
“Progresistas versus conservadores” peca de tal generalidad que no sirve demasiado como categoría definitoria, salvo que se especifique, que se la haga operar con modalidades históricas reales.
¿Y en qué ámbito eclesial? ¿Usted cree que estas categorías pueden servir para aclarar, para comprender?
Poco. En los tiempos del Concilio Vaticano II y en los años sucesivos, designaban modos de afrontar la realidad que acentuaban elementos precedentes al Concilio en un caso, o posteriores, en el otro. Los conservadores frenaban, los progresistas exageraban y aceleraban, las novedades. Hoy encuentro que supuestos progresismos ostentan un énfasis que depende mucho de interpretaciones concordes con el poder hegemónico. Veo también allí la descomposición ideológica de la izquierda, de la que ya hemos hablado.
Usted dice que tienen un escaso valor explicativo. ¿Es decir que hoy más que invalidar estas categorías habría que reconstituirlas?
Y referirlas, para que puedan mantener un determinado valor, al grado de comprensión de la misión de la Iglesia en las circunstancias históricas de América Latina que estamos discutiendo.
Usted ha dicho que está personalmente convencido de que Ratzinger-Benedicto XVI “es el eje para retomar lo mejor de la tradición teológica latinoamericana, para retomar el camino como pueblo de Dios en la América Latina del siglo XXI.
De aquella teología que tiene el tema de la liberación en su centro, sobre la cual Ratzinger-Benedicto XVI ha propiciado una amplia reflexión, mucho antes de haber sido elegido Papa. El repentino cambio de escenario que se produjo en 1989 con el colapso del socialismo real, interrumpió la continuidad de una reflexión sobre este tema, comenzada en los años 60, continuada en el 84 y más aún en 1986, con la segunda Instrucción vaticana sobre la teología de la liberación.
Ahora, ante la convocatoria de una nueva conferencia representativa del catolicismo latinoamericano, parece oportuno volver a conectarnos con lo que fue el último momento importante de la reflexión sobre la liberación, madurada en América Latina en el clima de la Conferencia de Medellín y que tuvo una gran incidencia hasta Puebla.
¿Considera la reflexión sobre la liberación como el primer aporte exclusivamente latinoamericano?
La temática de la liberación repercute en distintos lugares geográficos a partir de la Guerra Mundial en Europa contra el nazifascismo. Pertenece al lenguaje propio de la resistencia francesa. Después se apropió de esta palabra el gigantesco proceso de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pasó a las luchas antifrancesas y antiamericanas en Indochina, y continuó en África, designando las luchas por la independencia de las colonias holandesas, francesas, inglesas, belgas y portuguesas.
Recuerdo que en 1955, durante la asamblea en que se configuró el actual CELAM, fueron dictadas varias conferencias a los obispos participantes, entre las cuales, una se titulaba “Eucaristía y liberación”. Ese mismo año apareció una original obra del jesuita francés De Finance, titulada Existencia y libertad (7), en el intento de configurar una verdadera filosofía de la liberación. Este pensamiento tuvo mucha importancia en mi evolución intelectual y, de hecho, nunca dejé de visitar al padre De Finance, en mis viajes a Roma.
¿Está hablando de una reflexión teológica que continúa en el Concilio Vaticano II?
La liberación, de modo expreso, no fue tema del Concilio. Juan XXIII planteó la cuestión de los pobres al comienzo del Concilio. Recuerdo todavía su frase estentórea: “Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos y, sobre todo, de los pobres”. Hubo quien propuso -como hiciera el cardenal Lercaro- que el tema de los pobres se convirtiera en el hilo conductor del Concilio. La propuesta no prosperó, pero provocó y obtuvo grandes ecos. Por ejemplo, por parte de Paul Gauthier, que en Palestina escribió un libro, Jesús, la Iglesia y los pobres, publicado durante la primera sesión del Concilio. Sus reflexiones fueron acogidas muy favorablemente por parte de la delegación de los obispos latinoamericanos, guiada por el brasileño Helder Camara y por el chileno Francisco Larraín, quienes en varias ocasiones se reunieron entre ellos y con el padre Gauthier. Este último dictará varias conferencias a los padres conciliares de lengua española que serán recogidas luego en un volumen titulado La pauvreté dans le monde. El libro fue publicado al final del Concilio, en 1965, y tuvo gran repercusión en América Latina. Allí se anticipan temas que se desarrollarán después, incluso por la teología de la liberación en sus distintas líneas.
Si entendí bien, esta reflexión sobre los pobres y la liberación da sus primeros pasos poco antes del Concilio, para por el Vaticano II y vuelve a América Latina con más fuerza.
Es interesante recorrer el camino que cumple Montini, que con el cardenal Suenens, fueron decisivos en el capítulo del Concilio que discutió la lógica con que éste debía estructurarse. Una vez devenido Pablo VI advirtió la necesidad de complementar el gran documento conciliar que es la “Gaudium et Spes”. Me refiero a la encíclica “Populorum Progressio” -de 1966- con la cual el Papa retoma el tema de la pobreza, del Tercer Mundo, de los países subdesarrollados y en vía de desarrollo en la reflexión eclesial globalizadora.
Entonces considera a Pablo VI como un punto fuerte a lo largo de esa línea que usted llama tradición teológica latinoamericana.
Es quien lleva de la mano a la Iglesia latinoamericana en la asimilación del Concilio. Con la “Populorum Progressio”, Pablo VI abre el Concilio a América Latina.
En el discurso inaugural de la Conferencia de Medellín, Pablo VI citará varios textos escritos en América Latina; los cita detalladamente poniéndolos al lado de su encíclica, dándoles casi un valor análogo. Son textos de los obispados boliviano, brasileño, chileno y mexicano (8), cuya lectura el Papa recomienda, junto a la “Populorum Progressio”. Estos textos se centran en el tema de la pobreza. En esta ocasión, hablando a toda la Iglesia latinoamericana reunida en Colombia, el Papa indica y confirma el “esfuerzo honesto orientado a proponer la renovación y la promoción de los pobres y de quienes viven en condiciones de inferioridad humana y social”. Sin recurrir a la violencia revolucionaria. Lo dirá con estas palabras inolvidables: “Ni el odio ni la violencia son el esfuerzo de nuestra caridad” (9).
Esta exhortación costó muy caro al Papa y a la Iglesia, porque una multitud de jóvenes católicos había tomado el camino de la guerrilla. Todavía hoy me duele pensar en tantos muchachos que conocí, peruanos, mexicanos, chilenos, uruguayos, argentinos, que murieron o que arruinaron sus vidas. Fue un testimonio verdaderamente heroico el de Pablo VI que -es justo decirlo- fue quien acercó el Concilio a América Latina, retomando con convicción los acentos sobre la pobreza, luego propios, de la reflexión de la Iglesia latinoamericana y apenas aludidos en el Vaticano II.
Pablo VI juzgó que era importante, en el marco de la “Gaudium et Spes”, ampliar la cuestión social. Luego, ya en los años 70, en pleno surgimiento de la temática de pobres y liberación, la “Evangelii nuntiandi” completará la asimilación del Concilio en su conjunto. Esta Constitución apostólica tuvo el rol de unificar íntimamente, en Puebla -la Conferencia que sucedió a Medellín- los dos textos fundamentales del Vaticano II: “Lumen Gentium” y “Gaudium et Spes”. De algún modo, fue un resumen sintético y simple que contribuyó a la difusión del Concilio entre nosotros. Desde ese momento, toda la Iglesia de América Latina hará suya la opción preferencial por los pobres y la liberación.
CAPÍTULO 7: EL PAPA RATZINGER Y AMÉRICA LATINA (2)
Un inciso a partir de lo que ha dicho sobre Maritain y la polémica con el integrismo. ¿Usted ve cierto integrismo en América Latina?
Ya se ha dicho que el pensamiento latinoamericano fue por largo tiempo tributario y dependiente de Europa, tanto en el orden secular como en el religioso. Cuanto más culto era un intelectual, más estaba subordinado a lógicas de interpretación externas, incluso en lo que se refería a fenómenos latinoamericanos, como el integrismo.
¿Por qué llama integrismo a la subordinación?
No, la subordinación no es sinónimo de integrismo. Pero, lamentablemente, si en Europa se defendían corrientes integristas, aquí sucedía lo mismo, en el sentido de que, por ejemplo, las categorías de moderno y antimoderno eran usadas para interpretar la realidad también en estos lejanos territorios. El antimodernismo latinoamericano interpretaba la cristiandad europea como un modelo eterno de cristianismo, empujando como consecuencia a los católicos hacia reivindicaciones dirigidas a la restauración de una cristiandad en vías de transformación y crisis. Hubo autores latinoamericanos que teorizaron la perpetuidad de las formas catoeuropeas, contra la idea de que fuesen históricamente contingentes.
Los católicos integristas se proponían defender la independencia de la Iglesia respecto del Estado -que estaba efectivamente amenazada y restringida-, y así terminaban defendiendo también formas de cristiandad obsoletas. Los anticlericales, a su vez, defendían un Estado liberal omnipotente que heredaba la pretensión de someter a la Iglesia a la manera del absolutismo monárquico. Mucho de nuestra historia del fines del 800, inicios del 900 está marcado por el enfrentamiento de estos dos integrismos que se alimentaban en otras latitudes.
Hoy, la cuestión es distinta: no necesariamente los fenómenos eclesiales que tienen el epicentro en un lugar geográfico se repiten en idénticos términos en su periferia. La periferia es más autoconsciente de ser periferia, más crítica.
Me parece que este razonamiento obliga a volver sobre algunos conceptos que se usaban mucho en un tiempo no muy remoto; me refiero a categorías como “progresista” y “conservador”. Parecían conceptos precisos, con un poder de definición exhaustivo. ¿Qué impresión tiene hoy de estos mismos conceptos?
“Progresistas versus conservadores” peca de tal generalidad que no sirve demasiado como categoría definitoria, salvo que se especifique, que se la haga operar con modalidades históricas reales.
¿Y en qué ámbito eclesial? ¿Usted cree que estas categorías pueden servir para aclarar, para comprender?
Poco. En los tiempos del Concilio Vaticano II y en los años sucesivos, designaban modos de afrontar la realidad que acentuaban elementos precedentes al Concilio en un caso, o posteriores, en el otro. Los conservadores frenaban, los progresistas exageraban y aceleraban, las novedades. Hoy encuentro que supuestos progresismos ostentan un énfasis que depende mucho de interpretaciones concordes con el poder hegemónico. Veo también allí la descomposición ideológica de la izquierda, de la que ya hemos hablado.
Usted dice que tienen un escaso valor explicativo. ¿Es decir que hoy más que invalidar estas categorías habría que reconstituirlas?
Y referirlas, para que puedan mantener un determinado valor, al grado de comprensión de la misión de la Iglesia en las circunstancias históricas de América Latina que estamos discutiendo.
Usted ha dicho que está personalmente convencido de que Ratzinger-Benedicto XVI “es el eje para retomar lo mejor de la tradición teológica latinoamericana, para retomar el camino como pueblo de Dios en la América Latina del siglo XXI.
De aquella teología que tiene el tema de la liberación en su centro, sobre la cual Ratzinger-Benedicto XVI ha propiciado una amplia reflexión, mucho antes de haber sido elegido Papa. El repentino cambio de escenario que se produjo en 1989 con el colapso del socialismo real, interrumpió la continuidad de una reflexión sobre este tema, comenzada en los años 60, continuada en el 84 y más aún en 1986, con la segunda Instrucción vaticana sobre la teología de la liberación.
Ahora, ante la convocatoria de una nueva conferencia representativa del catolicismo latinoamericano, parece oportuno volver a conectarnos con lo que fue el último momento importante de la reflexión sobre la liberación, madurada en América Latina en el clima de la Conferencia de Medellín y que tuvo una gran incidencia hasta Puebla.
¿Considera la reflexión sobre la liberación como el primer aporte exclusivamente latinoamericano?
La temática de la liberación repercute en distintos lugares geográficos a partir de la Guerra Mundial en Europa contra el nazifascismo. Pertenece al lenguaje propio de la resistencia francesa. Después se apropió de esta palabra el gigantesco proceso de descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pasó a las luchas antifrancesas y antiamericanas en Indochina, y continuó en África, designando las luchas por la independencia de las colonias holandesas, francesas, inglesas, belgas y portuguesas.
Recuerdo que en 1955, durante la asamblea en que se configuró el actual CELAM, fueron dictadas varias conferencias a los obispos participantes, entre las cuales, una se titulaba “Eucaristía y liberación”. Ese mismo año apareció una original obra del jesuita francés De Finance, titulada Existencia y libertad (7), en el intento de configurar una verdadera filosofía de la liberación. Este pensamiento tuvo mucha importancia en mi evolución intelectual y, de hecho, nunca dejé de visitar al padre De Finance, en mis viajes a Roma.
¿Está hablando de una reflexión teológica que continúa en el Concilio Vaticano II?
La liberación, de modo expreso, no fue tema del Concilio. Juan XXIII planteó la cuestión de los pobres al comienzo del Concilio. Recuerdo todavía su frase estentórea: “Frente a los países subdesarrollados, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos y, sobre todo, de los pobres”. Hubo quien propuso -como hiciera el cardenal Lercaro- que el tema de los pobres se convirtiera en el hilo conductor del Concilio. La propuesta no prosperó, pero provocó y obtuvo grandes ecos. Por ejemplo, por parte de Paul Gauthier, que en Palestina escribió un libro, Jesús, la Iglesia y los pobres, publicado durante la primera sesión del Concilio. Sus reflexiones fueron acogidas muy favorablemente por parte de la delegación de los obispos latinoamericanos, guiada por el brasileño Helder Camara y por el chileno Francisco Larraín, quienes en varias ocasiones se reunieron entre ellos y con el padre Gauthier. Este último dictará varias conferencias a los padres conciliares de lengua española que serán recogidas luego en un volumen titulado La pauvreté dans le monde. El libro fue publicado al final del Concilio, en 1965, y tuvo gran repercusión en América Latina. Allí se anticipan temas que se desarrollarán después, incluso por la teología de la liberación en sus distintas líneas.
Si entendí bien, esta reflexión sobre los pobres y la liberación da sus primeros pasos poco antes del Concilio, para por el Vaticano II y vuelve a América Latina con más fuerza.
Es interesante recorrer el camino que cumple Montini, que con el cardenal Suenens, fueron decisivos en el capítulo del Concilio que discutió la lógica con que éste debía estructurarse. Una vez devenido Pablo VI advirtió la necesidad de complementar el gran documento conciliar que es la “Gaudium et Spes”. Me refiero a la encíclica “Populorum Progressio” -de 1966- con la cual el Papa retoma el tema de la pobreza, del Tercer Mundo, de los países subdesarrollados y en vía de desarrollo en la reflexión eclesial globalizadora.
Entonces considera a Pablo VI como un punto fuerte a lo largo de esa línea que usted llama tradición teológica latinoamericana.
Es quien lleva de la mano a la Iglesia latinoamericana en la asimilación del Concilio. Con la “Populorum Progressio”, Pablo VI abre el Concilio a América Latina.
En el discurso inaugural de la Conferencia de Medellín, Pablo VI citará varios textos escritos en América Latina; los cita detalladamente poniéndolos al lado de su encíclica, dándoles casi un valor análogo. Son textos de los obispados boliviano, brasileño, chileno y mexicano (8), cuya lectura el Papa recomienda, junto a la “Populorum Progressio”. Estos textos se centran en el tema de la pobreza. En esta ocasión, hablando a toda la Iglesia latinoamericana reunida en Colombia, el Papa indica y confirma el “esfuerzo honesto orientado a proponer la renovación y la promoción de los pobres y de quienes viven en condiciones de inferioridad humana y social”. Sin recurrir a la violencia revolucionaria. Lo dirá con estas palabras inolvidables: “Ni el odio ni la violencia son el esfuerzo de nuestra caridad” (9).
Esta exhortación costó muy caro al Papa y a la Iglesia, porque una multitud de jóvenes católicos había tomado el camino de la guerrilla. Todavía hoy me duele pensar en tantos muchachos que conocí, peruanos, mexicanos, chilenos, uruguayos, argentinos, que murieron o que arruinaron sus vidas. Fue un testimonio verdaderamente heroico el de Pablo VI que -es justo decirlo- fue quien acercó el Concilio a América Latina, retomando con convicción los acentos sobre la pobreza, luego propios, de la reflexión de la Iglesia latinoamericana y apenas aludidos en el Vaticano II.
Pablo VI juzgó que era importante, en el marco de la “Gaudium et Spes”, ampliar la cuestión social. Luego, ya en los años 70, en pleno surgimiento de la temática de pobres y liberación, la “Evangelii nuntiandi” completará la asimilación del Concilio en su conjunto. Esta Constitución apostólica tuvo el rol de unificar íntimamente, en Puebla -la Conferencia que sucedió a Medellín- los dos textos fundamentales del Vaticano II: “Lumen Gentium” y “Gaudium et Spes”. De algún modo, fue un resumen sintético y simple que contribuyó a la difusión del Concilio entre nosotros. Desde ese momento, toda la Iglesia de América Latina hará suya la opción preferencial por los pobres y la liberación.
(continúa próximo jueves)
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