(Catedrática en la Universidad de Poitiers y Responsable del SEMINARIO
de Literatura del C.R.L.A / Centre de Recherches Latino-Américaines)
LA TRIBU MULTICOLOR EN EL MADRID
DE LA POSMODERNIDAD
(ANÁLISIS DE SALSA DE CLARA OBLIGADO)
Llega el cronista a un convencimiento claro: Europa, o integra sus «tribus» y promueve la apertura y la relación entre las mismas, o no podrá enderezar la decadencia de agrupamientos mercantiles, miopes, incapaces de diseñar lúcidamente nuevos espacios de interacción y de progreso.
Federico Mayor Zaragoza (1)
Pensar que hasta hace poco era música de sudakas, ahora está de última moda, hasta dictan cursos para aprender a zarandearse bien.
Zulema Moret (2)
Salsa, novela publicada en Barcelona en 2002, se nos presenta de buenas a primeras como un texto de fácil y placentera lectura. Literatura de mujeres, dirán con cierta condescendencia los detractores de toda producción femenina. Y efectivamente lo es, ya que es Clara Obligado, nacida en la Argentina pero radicada en Madrid desde 1976, su autora. Además, son mujeres no pocos de los personajes protagónicos de su texto y en él se desarrollan motivos o temas tales como la amistad, el amor, la pasión, el sexo, el interés por la cocina, frecuentemente abordados por la literatura producida por mujeres. Pero aquí lo llamativo -lo provocativo- es la campechanía, el humor con que se asume la supuesta superficialidad de la misma, como puede apreciarse en el monólogo de Marga, escritora amargada y carente de inspiración residente en Madrid:
Pero ¿con qué demonios va a rellenar doscientas páginas? De pronto, una idea: podría ser algo sobre mujeres, que está de moda. Sí, tal vez sobre mujeres con escotes pronunciados que bailan salsa a la perfección por la noche, que son unas lobas más tarde y auténticos tiburones por la mañana (3).
Evidentemente Marga renunciará a este malintencionado y reductor «topicazo» -de hecho, todo «un tratado de zoología»-, y terminará por comprender que «las historias de mujeres escritas por mujeres no se escriben para sacarles la piel a tiras», sino que «tienen que tener corazón […], sentimientos, y un poco de erotismo». Este significativo comentario metanarrativo, verdadera estructura en abismo, nos entrega una de las claves de la novela: Salsa se funda, de eso no cabe duda, en un benevolente y hasta feminista enfoque del universo mujeril. La búsqueda de la identidad femenina, dentro del marco de las grandes urbes de nuestro tiempo, constituye, pues, uno de los elementos axiales de la novela, pero se halla hábilmente asociada a una reflexión más amplia sobre el destino de cuantos marginales produce la sociedad posmoderna multicultural. De ahí que la mujer, tan largamente postergada, vea vinculado su destino al de exiliados e inmigrantes ansiosos de reconocimiento y libertad. De ahí que la novela desemboque en una entrañable meditación sobre el lugar y la función del Otro, sobre la convivencia de las culturas en la urbe del siglo XXI, colocada bajo los contradictorios signos de la fascinación y la precariedad, la apertura y la exclusión.
Frívola no será esta novela, como ya puede intuirlo el lector, pese a la aparente desenvoltura de no pocas de sus páginas. Si bien se repiten a intervalos regulares, impulsando rítmicamente el relato, las gozosas exclamaciones del baile (Uno dos tres, hombro, uno dos tres, cadera, uno dos, siga el ritmo, o Venga, los hombros, caderas, hombros, ¡ritmo, mulata, que está llegando, azúcar, clavo, canela y ron!), no dejan de poseer una innegable gravedad las vidas fragmentarias evocadas mediante una significativa acumulación de monólogos no siempre exentos de notas sombrías. Si el cuerpo (4) -femenino y masculino-, aquí revalorizado, vindicado y hasta celebrado por su resplandeciente belleza, busca olvidarse de las angustias y el estrés cotidiano, relajarse, disfrutar, esto no significa, sin embargo, que estén ausentes de las mentes preocupaciones mayores. Algunos comentarios ambiguos deberían en efecto llamarnos la atención, más allá del humor y el optimismo que permean la totalidad de la novela. Conviene fijarse, por ejemplo, en el recurrente comentario «Pronto no seremos de ninguna parte», puesto en boca de Viviana, una mujer particularmente desengañada, sí, pero corroborado en mayor o menor grado por los destinos de muchos personajes de la novela. Tanto Viviana, de origen argentino, como Omara, nacida en La Habana, o Ulises, el joven profesor de salsa senegalés que finge ser cubano por razones profesionales y vitales, y hasta la misma Jamaica, de tropical apelativo pero de procedencia peninsular -Inmaculada Concepción es su verdadero y muy tradicional nombre-, dueña del local de salsa «Los bongoseros de Bratislava», todos ellos poseen una historia personal caótica, signada por los múltiples desplazamientos, mudanzas y desubicaciones propios del mundo contemporáneo. Han pasado de tierra en tierra, más precisamente de ciudad en ciudad -Londres, Buenos Aires, Montevideo, Recife, Dakar-, hasta recalar todos en el Madrid posmoderno cuya radiografía realizará de alguna manera la ficción.
Es más, el mismo epígrafe contribuye a orientar la lectura, por poco que se lo lea con detenimiento. Y tampoco son frívolos los problemas que en él se plantean. Escuchemos, pues, una voz venida del siglo XII, la de Hugo de Saint Victor, un filósofo, teólogo y místico medieval. Una voz de extraña modernidad, que remite en realidad a un artículo sobre el exilio del intelectual palestino Edward Said (5):
El hombre que siente que su patria es dulce todavía es un tierno principiante. El que piensa que toda tierra es como la suya, ya es fuerte. Pero verdaderamente libre es aquel para quien todo el mundo es una tierra extraña.
de Literatura del C.R.L.A / Centre de Recherches Latino-Américaines)
LA TRIBU MULTICOLOR EN EL MADRID
DE LA POSMODERNIDAD
(ANÁLISIS DE SALSA DE CLARA OBLIGADO)
Llega el cronista a un convencimiento claro: Europa, o integra sus «tribus» y promueve la apertura y la relación entre las mismas, o no podrá enderezar la decadencia de agrupamientos mercantiles, miopes, incapaces de diseñar lúcidamente nuevos espacios de interacción y de progreso.
Federico Mayor Zaragoza (1)
Pensar que hasta hace poco era música de sudakas, ahora está de última moda, hasta dictan cursos para aprender a zarandearse bien.
Zulema Moret (2)
Salsa, novela publicada en Barcelona en 2002, se nos presenta de buenas a primeras como un texto de fácil y placentera lectura. Literatura de mujeres, dirán con cierta condescendencia los detractores de toda producción femenina. Y efectivamente lo es, ya que es Clara Obligado, nacida en la Argentina pero radicada en Madrid desde 1976, su autora. Además, son mujeres no pocos de los personajes protagónicos de su texto y en él se desarrollan motivos o temas tales como la amistad, el amor, la pasión, el sexo, el interés por la cocina, frecuentemente abordados por la literatura producida por mujeres. Pero aquí lo llamativo -lo provocativo- es la campechanía, el humor con que se asume la supuesta superficialidad de la misma, como puede apreciarse en el monólogo de Marga, escritora amargada y carente de inspiración residente en Madrid:
Pero ¿con qué demonios va a rellenar doscientas páginas? De pronto, una idea: podría ser algo sobre mujeres, que está de moda. Sí, tal vez sobre mujeres con escotes pronunciados que bailan salsa a la perfección por la noche, que son unas lobas más tarde y auténticos tiburones por la mañana (3).
Evidentemente Marga renunciará a este malintencionado y reductor «topicazo» -de hecho, todo «un tratado de zoología»-, y terminará por comprender que «las historias de mujeres escritas por mujeres no se escriben para sacarles la piel a tiras», sino que «tienen que tener corazón […], sentimientos, y un poco de erotismo». Este significativo comentario metanarrativo, verdadera estructura en abismo, nos entrega una de las claves de la novela: Salsa se funda, de eso no cabe duda, en un benevolente y hasta feminista enfoque del universo mujeril. La búsqueda de la identidad femenina, dentro del marco de las grandes urbes de nuestro tiempo, constituye, pues, uno de los elementos axiales de la novela, pero se halla hábilmente asociada a una reflexión más amplia sobre el destino de cuantos marginales produce la sociedad posmoderna multicultural. De ahí que la mujer, tan largamente postergada, vea vinculado su destino al de exiliados e inmigrantes ansiosos de reconocimiento y libertad. De ahí que la novela desemboque en una entrañable meditación sobre el lugar y la función del Otro, sobre la convivencia de las culturas en la urbe del siglo XXI, colocada bajo los contradictorios signos de la fascinación y la precariedad, la apertura y la exclusión.
Frívola no será esta novela, como ya puede intuirlo el lector, pese a la aparente desenvoltura de no pocas de sus páginas. Si bien se repiten a intervalos regulares, impulsando rítmicamente el relato, las gozosas exclamaciones del baile (Uno dos tres, hombro, uno dos tres, cadera, uno dos, siga el ritmo, o Venga, los hombros, caderas, hombros, ¡ritmo, mulata, que está llegando, azúcar, clavo, canela y ron!), no dejan de poseer una innegable gravedad las vidas fragmentarias evocadas mediante una significativa acumulación de monólogos no siempre exentos de notas sombrías. Si el cuerpo (4) -femenino y masculino-, aquí revalorizado, vindicado y hasta celebrado por su resplandeciente belleza, busca olvidarse de las angustias y el estrés cotidiano, relajarse, disfrutar, esto no significa, sin embargo, que estén ausentes de las mentes preocupaciones mayores. Algunos comentarios ambiguos deberían en efecto llamarnos la atención, más allá del humor y el optimismo que permean la totalidad de la novela. Conviene fijarse, por ejemplo, en el recurrente comentario «Pronto no seremos de ninguna parte», puesto en boca de Viviana, una mujer particularmente desengañada, sí, pero corroborado en mayor o menor grado por los destinos de muchos personajes de la novela. Tanto Viviana, de origen argentino, como Omara, nacida en La Habana, o Ulises, el joven profesor de salsa senegalés que finge ser cubano por razones profesionales y vitales, y hasta la misma Jamaica, de tropical apelativo pero de procedencia peninsular -Inmaculada Concepción es su verdadero y muy tradicional nombre-, dueña del local de salsa «Los bongoseros de Bratislava», todos ellos poseen una historia personal caótica, signada por los múltiples desplazamientos, mudanzas y desubicaciones propios del mundo contemporáneo. Han pasado de tierra en tierra, más precisamente de ciudad en ciudad -Londres, Buenos Aires, Montevideo, Recife, Dakar-, hasta recalar todos en el Madrid posmoderno cuya radiografía realizará de alguna manera la ficción.
Es más, el mismo epígrafe contribuye a orientar la lectura, por poco que se lo lea con detenimiento. Y tampoco son frívolos los problemas que en él se plantean. Escuchemos, pues, una voz venida del siglo XII, la de Hugo de Saint Victor, un filósofo, teólogo y místico medieval. Una voz de extraña modernidad, que remite en realidad a un artículo sobre el exilio del intelectual palestino Edward Said (5):
El hombre que siente que su patria es dulce todavía es un tierno principiante. El que piensa que toda tierra es como la suya, ya es fuerte. Pero verdaderamente libre es aquel para quien todo el mundo es una tierra extraña.
Se confirman por lo tanto el papel central y la complejidad de la reflexión sobre la identidad. Hugo de Saint-Victor no afirma directamente, desde luego, como el personaje de Viviana mencionado más arriba, que «pronto seremos de ninguna parte», pero, de hecho, puede uno preguntarse lícitamente si a semejante conclusión no nos lleva de alguna manera su reflexión. En efecto, la renuncia a toda atadura emocional -de corte patriótico, nacionalista, o sencillamente ligada a la infancia-, la entereza y la estoica forma de libertad, siempre por conquistar, que parece preconizar Hugo de Saint-Victor resultan casi inhumanas, aunque quizás en parte necesarias. De ahí que no todos los personajes de la novela sean capaces de enfrentar su destino de desarraigo, inseguridad, inestabilidad o errancia ajustándose al canon fríamente racional expuesto por éste.
Una de las virtudes mayores de esta reflexión sobre la búsqueda identitaria es haberla convertido en una entrañable historia de familia, llena de peripecias, lances imprevistos, algunas notas melancólicas o cínicas, pero fundamentalmente divertida. Esta deliberada desdramatización, que no significa carencia de gravedad, está posibilitada en la novela por la imbricación de los diversos destinos evocados. Que se trate de una divorciada rencorosa y tímida a la vez en busca de un nuevo amor, una mujer infiel caprichosa y algo egoísta, una animosa y exuberante cubana, o una mujer madura poco maternal pero muy adicta, en cambio, a los jóvenes, todos los personajes retratados parecen en efecto formar parte de una gran célula unitaria sustitutiva, nacida del aflojamiento o la descomposición de las estructuras familiares tradicionales, con sus secretos, zonas oscuras, mentiras, mezquindades e incertidumbres: la de los asiduos de «Los bongoseros de Bratislava», por cuya existencia armoniosa parece velar, cual divinidad tutelar, la implacable y a la vez comprensiva Jamaica Bronx. Por muy dura que sea la existencia, la regularidad de los encuentros, la promiscuidad de los cuerpos, la informalidad de los intercambios verbales (6) , no exentos de un delicioso tonillo kitsch, y hasta el cotilleo van creando entre los integrantes del club una suerte de connivencia y hasta complicidad. Bien lo muestran las páginas liminares, dominadas por una proliferación de llamadas telefónicas destinadas a difundir entre ellos la buena nueva: el hijo de la hermosa Gloria es blanco, lo cual constituye aparentemente para la madre, una rubia española adúltera enamorada de un joven inmigrante africano, así como para sus amigos del club, un enorme alivio.
Pero el mayor logro de esta novela consiste en haber superado la truculencia de los «líos de alcoba» y penas sentimentales de los personajes protagónicos, elevando sus aventuras íntimas a una aleccionadora dimensión social, como ya lo hiciera con maestría Juan Carlos Onetti en su famosa novela Tierra de nadie. Conforme avanza la ficción, la pequeña familia, descrita con evidente empatía, va revelando su verdadera naturaleza. Se transforma en una «tribu» multicolor y multicultural, que guarda un divertido parentesco, dicho sea de paso, con ese conglomerado de «tribus» turbulentas a las cuales se parecen no pocas veces los orgullosos países europeos, como ya lo subrayara atinadamente el periodista español Ramón Acuña (7) en su ensayo Las tribus de Europa. La nueva tribu a cuyo aleatorio destino se asoma la instancia narrativa está compuesta de blancos y blancas amantes de la salsa, desde luego, pero también de gente de color de muy diversa procedencia que acude de noche al reconfortante amparo del local de baile, mientras busca de día hacerse un hueco en la capital española.
Conviene señalar al respecto el relevante papel asignado en la novela a la ciudad de Madrid. Más que un ornamental telón de fondo para las aventuras de los personajes, la ciudad se eleva a la categoría de actante. No es el Madrid turístico de las callejuelas llenas de historia, los museos, los restaurantes y los parques el que aparece privilegiadamente en Salsa: ni el de los Austrias, ni el de los Borbones, objeto de la curiosidad del típico visitante. Son los ambientes más populares y multicolores de Lavapiés en donde residen no pocos inmigrantes, o de Tetuán, también poblado por gente de modesta condición, los que se hallan evocados. Un barrio hay, sin embargo, aludido en reiteradas ocasiones, que merece mención aparte: la zona de Azca. Esta parte de la capital, en que se concentran algunas de las construcciones más vanguardistas, encajonada entre edificios de oficinas, pasajes subterráneos, aparcamientos, sin circulación rodada interior, deshabitada por la noche y frecuentada últimamente por sujetos de dudosas actividades, se presta en la novela a una sugestiva transfiguración. Siempre denominado en la novela «los bajos de Azca», este barrio se convierte por arte y magia de la ficción, que adquiere por momentos visos de novela negra, en un lugar ambiguo, inquietante y vulnerable a la vez. Inquietante, sí, pues de esta suerte de «tierra de nadie», entregada a la oscuridad y el silencio nocturno, van tomando posesión subrepticiamente las masas oscuras, como en Casa tomada, evidente intertexto cortazariano manejado por Salsa, donde se evoca simbólicamente el fantástico avance de las masas peronistas. Pero es la tímida invasión de Salsa fundamentalmente pacífica. Está desprovista de pretensión ideológica, de todo afán de desquite social, político o religioso. Si pueden compararse «los bajos de Azca», donde se ubica el modesto local de baile de Jamaica (un «tugurio», según algunos), con un «Bronx en miniatura», el «latido marginal» que de ellos se eleva sólo significa ansia de supervivencia, oscura voluntad de integración, vaga esperanza de un futuro mejor. Este «latido marginal», cuya virtual carga de violencia aparece notablemente atenuada, suscita -cabe señalarlo- la visión profética, casi fantástica de un mundo nuevo y mejor: en él pasaría a ser la voz poderosa, la voz futura del «corazón de Madrid», rejuvenecido por el encuentro con sangres y culturas foráneas. Citemos, pues, este significativo pasaje, que cuenta entre las pocas idealizaciones a las que da pie la evocación de la situación del inmigrante en Salsa:
Caminaban sin hablar por los largos pasillos de paredes pintarrajeadas, por ese Bronx en miniatura trasladado a Europa, ese latido marginal del corazón de Madrid. Muchachas todas labios y caderas, vaqueros restallantes de masculinidad, puertas que se abren y se cierran dejando escapar el ritmo de la salsa, camellos peripatéticos que negocian en varios idiomas; a esa hora un blanco es sorprendente, camina mirando hacia atrás, viste demasiado sobrio, demasiado caro, demasiado bien. En esos pasadizos que recorren los subsuelos hay una plaza tomada por la población oscura que de día se busca la vida y de noche se junta para bailar.
Cuando las calles callan, cuando las agendas electrónicas se encierran en sus pequeños ataúdes de plástico, cuando el euro ni sube ni baja, una turba de caderas calientes y andares elásticos avanza desde África y América, se apodera de la ciudad (8).
Por muy poco idealizada que esté generalmente la situación de los inmigrantes en Salsa, que señala breve pero agudamente las mil humillaciones sufridas por éstos -las redadas de las policía en el metro, los constantes controles de identidad en las calles, el hostigamiento cotidiano-, la pintura del mundo madrileño nunca incurre en chatos estereotipos desvalorizadores. Con humor se rechaza, en efecto, la tonta imagen de una España reducida a sus símbolos más remanidos, los toros y la tortilla, y se despliegan ante nuestros ojos los cambiantes atractivos de una capital entrañable. Se pasa así del «asfixiante resplandor del verano», tan grato pese a su excesivo calor, a las «vivificantes» y «gloriosas» mañanas del otoño, que hasta saben saborear los clandestinos, pronto seguidas por los rigores de un invierno tampoco desprovisto de belleza. Alterna igualmente, en un matizado cromatismo, la monotonía plana de un cielo imperturbablemente azul, compacto, «que pende sin fisuras», con el rojo de los tejados, los tintes violáceos y sucios del asfalto y los austeros «manchones negros» de los parques.
Es en este universo urbano engañosamente plácido, pero colmado de tensiones y vulnerabilidad, como lo insinúa el mismo texto, donde se desenvuelven los destinos de los miembros de la pequeña tribu multicolor. De hecho son los caribeños -cubanos y dominicanos esencialmente-, así como algunos africanos, minoritarios, indocumentados y mal integrados en una sociedad española reticente a aceptarlos, los que Salsa pone privilegiadamente en escena, por ser ellos los que más rechazo suscitan. Recordemos, sin embargo, que la marginalidad afecta también a ciertos elementos argentinos y hasta a españoles solitarios, desamparados, poniéndose así de realce la profunda unidad y solidaridad de la especie humana ante la desgracia y la intolerancia.
Ahora bien, Salsa trata con humor y agudeza el difícil debate de la identidad, el multiculturalismo y el mestizaje. Nadie en la novela puede en efecto prevalecerse de una identidad monolítica, estable, transparente, lo cual da lugar a no pocas escenas divertidas y dramáticas a la vez. Todo destino está, consciente o inconscientemente signado por el desplazamiento, la movilidad, la evolución. Podría aplicarse a la ficción de Clara Obligado el aforismo de Rimbaud: «Je est un autre (9) ». Así, por ejemplo, para mayor sorpresa suya, después de dar a luz, Gloria asume plenamente su maternidad descubriéndose una nueva personalidad, aunque se distancia cuidadosamente la novela de «las ñoñeces de la mitología de la maternidad». En cambio, nunca llegará esta mujer de rubia cabellera y manos pálidas, pero hija de una blanca y un mulato, a saber totalmente la verdad sobre sus orígenes. Su negritud -el tabú por antonomasia- le será cuidadosamente disimulada, si bien se le revela una pequeña porción tolerable de la historia familiar: su escandalosa madre está viva, contrariamente a la mentira mantenida durante largos años por sus allegados, entre cuyo número cuenta su mismo marido. Son muchos en la novela los personajes que llevan simbólicamente una máscara. De disfraz sirve el nombre de Jamaica Bronx: cebo profesional, por una parte, y por otra grito de protesta y solidaridad de claro signo ideológico, que suena, con una violencia arltiana, cual «puñetazo en la mandíbula (10)» tirado contra el racismo y el «apartheid» practicado por la sociedad norteamericana de los años 50-60. Van disfrazados, asimismo, Ulises, el joven inmigrante senegalés presuntamente cubano, Jamaica, otra vez, con su ensortijada y proliferante «peluca bermellón» destinada a tapar su pelo ya canoso y probablemente lacio, y la inescrupulosa Domitila con sus sofisticadas, venenosas y mortíferas salsas.
De hecho, por poco que se reflexione sobre el alcance de esta folletinesca y bella fábula en favor de la aceptación del Otro, es la sacralización de la noción misma de origen la que se pone en tela de juicio, que trae consigo como fatalmente el gusto por los encasillamientos, las nomenclaturas, en suma, por una forma obsesiva de orden y exclusión. Es Viviana, la atormentada y generosa escritora argentina ansiosa de dominar el «torbellino lingüístico (11) » al cual se encuentra confrontada -el español peninsular de la tierra de acogida y el de la Argentina natal abandonada-, apegada a la tradición, un tanto reacia a las mezclas, y dolorosamente desubicada en la urbe, quien simboliza el peligro de ciertas crispaciones identitarias. Para colmo de incoherencia, esta misma Viviana, que tendrá sin embargo el valor de reaccionar a tiempo, aceptando los necesarios reajustes exigidos por el exilio, es una argentina hija de padres polacos y judíos emigrados a la Argentina y sin mayor enraizamiento en el país.
La reflexión sobre el origen va también de la mano en esta novela con el rechazo de toda ideología de la pureza. Todo en Salsa se coloca bajo el signo de la mezcla, desde el mismo título, que remite a la famosa y algo mercantil fusión de los principales ritmos caribeños con el jazz, hasta la compleja salsa picante de la madre de Gloria, producto de sabias y exóticas combinaciones de ingredientes, sin olvidarnos del estrambótico, del híbrido, pero sugerente nombre del club de baile, en que Cuba y los países del Este aparecen unidos. Pero el ejemplo de sincretismo más divertido y aleccionador a la vez, quizás nos lo dé el truculento personaje de Omara, la animosa y modesta a la vez maestra cubana emigrada a Madrid, metida a empleada doméstica, algo dada al trago, y sobre todo ducha en brujerías que pone, cabe precisarlo, al servicio de los amigos de la tribu.
Cuando «se le monta un muerto», o sea, cuando un muerto se mete en su cuerpo posesionándose de ella, empieza la mujer a hablar con la voz del difunto, asumiendo totalmente la personalidad de éste. Resulta precisamente que Viviana, desanimada por las dificultades, decide renunciar a su actividad literaria y al seudónimo Felicitas Coliqueo, que usó hasta entonces. En adelante Omara será su heredera. Canibaliza entonces la cubana a esa curiosa Felicitas Coliqueo. De ahí que sea una voz anacrónica del siglo XIX, romántica a más no poder, muy marcada por pintorescos argentinismos y algunos crepitantes cultismos, la que va brotando de su cuerpo. Son las aventuras insólitas de una cautiva blanca, con la cual no tiene reparo en asimilarse la negra Omara, y del guerrero indio que la raptó, las que va contando con euforia ante el deslumbrado público del club de baile o la intrigada niña a quien tiene que cuidar, en un lúdico y doble guiño al cuento de Borges (12) y al famoso Santos Vega de Rafael Obligado (13). Dichas aventuras permiten retomar, evidentemente, la consabida y romántica dicotomía Civilización / Barbarie, destacando con humor y picardía las limitaciones y presunción de la cultura del blanco, por una parte, y por otra las bondades de la del supuesto salvaje: mal encarado, quizás, pero a fin de cuentas buena gente, esposo tolerante, y sobre todo fogoso amante -virtud de la cual, en cambio, carece el legítimo esposo que pretende en vano reincorporarla a la sociedad occidental-sociedad del «corsé»-, percibida como opresiva y particularmente reñida con el cuerpo.
No es de extrañar, por ende, el sobresalto y la incredulidad de la pandilla de esnobs e ignorantes de Luismi, el muy en la onda homosexual español, al irrumpir ellos en «Los bongoseros de Bratislava» y encontrarse ante la binaria y gesticulante personalidad de Omara, «[una] negra que habla argentino» .
Se aprovecha pues esta aparatosa situación de trance de Omara, que se repetirá divertidamente en la novela, para profundizar, de hecho, en la reflexión emprendida sobre el sincretismo cultural y la naturaleza por esencia mestiza de la escritura, un «tejido de voces», en palabras de Barthes. A través de Omara se funde la más acendrada tradición poética del siglo XIX con las truculencias y hasta crudezas de la lengua contemporánea peninsular, no exenta, desde luego, de algunas especificidades particularmente sabrosas del habla popular caribeña -la falta de inversión del pronombre personal en la formulación de las preguntas, o ciertas interjecciones cariñosas, por ejemplo. Omara representa en la ficción un notable grado de flexibilidad, de apertura al Otro, mientras que Marga, en cambio, mujer frustrada, envidiosa y poco escrupulosa, se contenta con plagiar el estilo mestizo e impactante, la fantasía desbocada de esta cubana, toda una maestra en el arte del relato. Poco importa, a decir verdad, como parece insinuarlo el texto. Tanto la alegre canibalización textual de Omara, como el insidioso pero finalmente jocoso plagio de Marga -el plagio que también es, según Genette, una de las tres manifestaciones propiamente dichas de la intertextualidad-, significan un paso adelante: el reconocimiento explícito o implícito del valor del Otro. Al sincretismo en acción asistimos, de eso no cabe duda, en esta generosa ficción o, mejor dicho, a la plena realización del sincretismo se aspira en Salsa. Se nos da claramente a entender que todos saldrían ganando intercambiando servicios, en una renovada versión del antiguo y solidario trueque, que no deja de recordar, dicho sea de paso, ciertas prácticas argentinas actuales nacidas de la crisis económica y la pauperización de amplios sectores de la sociedad: por una parte, el nativo -el español, el blanco-, dueño de un espacio que considera suyo, pero ávido de una sensualidad, vitalidad, calor humano y música caliente que le da escasamente la urbe occidental, fría y deprimida; por otra, los inmigrantes, en busca de alguna forma de reconocimiento, de relación humana, de algún amorío pasajero que desemboque quizás en la estabilidad de algún matrimonio, salvándolos de la clandestinidad y la miseria.
Sin embargo, la novela no peca de ingenuidad. Si bien se ponderan en ella las virtudes del sincretismo, de la «transculturación» auténtica, tal como la definió Fernando Ortiz (14), que implica una fusión consciente o inconsciente, en mayor o menor grado, de culturas inicialmente dispares, y no la unilateral imposición de los valores del dominante, no se ignoran los muchos obstáculos que quedan por sortear. No nos olvidemos, por ejemplo, que la misma Omara confiesa con toda la boca su «racismo», al establecer sutiles distingos entre la gente de piel «marrón», entre cuyo número, evidentemente, se cuenta, y la de «piel negra», como su hermana. A los que afirma amar es a los blancos (sus «blanquitos»), a quienes trata, por lo demás, con desparpajo y hasta cierta brusquedad, en una aparente relación de igual a igual, desprovista de complacencia. Sin embargo, el polifacético personaje de Omara no puede dejar de recordarnos las ambigüedades de la cuestión identitaria. Siempre amenazan con resurgir la manía clasificatoria y los viejos prejuicios heredados del pasado colonial.
Por eso termina de modo realista, verosímil, la novela de Clara Obligado. El guapo Ulises, el joven inmigrante senegalés de sugestivo nombre, amigo de dos mujeres hasta cierto punto rivales -Jamaica y Gloria-, habrá de dejar Madrid, la tierra de las sirenas, con sus embriagadores pero egoístas sortilegios. Para él no habrá regreso feliz a Ítaca, sino una nueva errancia, un nomadismo muy posmoderno, hacia otro aleatorio Eldorado, los Estados Unidos, que quizás le permitan ir formando su propio «hogar», como lo insinúa esperanzadamente el texto. Como puede apreciarse, la amistad, el loco amor, la pasión, quedan en parte desmitificados. Jamaica, celosa, vengativa, de hecho, echa implacablemente a Ulises del empleo valiéndose de una excusa laboral. En cuanto a Gloria, vacilante, timorata, no puede aceptar el desafío del sincretismo, del mestizaje, como bien lo prueba su exclamación de alivio, al comienzo de la ficción: «El niño es blanco.» El amante negro le habrá servido -por qué no reconocerlo- de entretenimiento pasajero, de hermoso objeto exótico. Sólo habrán formado Gloria y Ulises un fugaz mosaico en blanco y negro. El verdadero mestizaje, vaciado de las connotaciones despectivas o condescendientes heredadas del pasado colonial, sigue siendo una utopía de difícil realización o, por lo menos, un hecho minoritario. Sólo la madre de Gloria, mujer de una generación anterior a la sociedad de consumo, acostumbrada a las lides ideológicas y compenetrada, en mayor o menor grado, con el universalismo de las Luces, luchará con determinación en nombre de su ideal -un amor ajeno a todo racismo. La apasionada, la diabólica, la asesina, pero también la valerosa, la humanista Domitila será, en efecto, capaz de la trangresión mayor: el mestizaje de las sangres y las culturas, la plena y total integración de la negritud, que sólo puede surgir de la violencia inicial del deseo y la permanencia del sentimiento amoroso. Así se afirma en Salsa, provocativamente, la reconfortante posibilidad del triunfo del amor en medio del mismo crimen, como ya lo proclamara audazmente el escritor francés Barbey d'Aurevilly en su famoso cuento «Le Bonheur dans le crime (15)».
Una de las virtudes mayores de esta reflexión sobre la búsqueda identitaria es haberla convertido en una entrañable historia de familia, llena de peripecias, lances imprevistos, algunas notas melancólicas o cínicas, pero fundamentalmente divertida. Esta deliberada desdramatización, que no significa carencia de gravedad, está posibilitada en la novela por la imbricación de los diversos destinos evocados. Que se trate de una divorciada rencorosa y tímida a la vez en busca de un nuevo amor, una mujer infiel caprichosa y algo egoísta, una animosa y exuberante cubana, o una mujer madura poco maternal pero muy adicta, en cambio, a los jóvenes, todos los personajes retratados parecen en efecto formar parte de una gran célula unitaria sustitutiva, nacida del aflojamiento o la descomposición de las estructuras familiares tradicionales, con sus secretos, zonas oscuras, mentiras, mezquindades e incertidumbres: la de los asiduos de «Los bongoseros de Bratislava», por cuya existencia armoniosa parece velar, cual divinidad tutelar, la implacable y a la vez comprensiva Jamaica Bronx. Por muy dura que sea la existencia, la regularidad de los encuentros, la promiscuidad de los cuerpos, la informalidad de los intercambios verbales (6) , no exentos de un delicioso tonillo kitsch, y hasta el cotilleo van creando entre los integrantes del club una suerte de connivencia y hasta complicidad. Bien lo muestran las páginas liminares, dominadas por una proliferación de llamadas telefónicas destinadas a difundir entre ellos la buena nueva: el hijo de la hermosa Gloria es blanco, lo cual constituye aparentemente para la madre, una rubia española adúltera enamorada de un joven inmigrante africano, así como para sus amigos del club, un enorme alivio.
Pero el mayor logro de esta novela consiste en haber superado la truculencia de los «líos de alcoba» y penas sentimentales de los personajes protagónicos, elevando sus aventuras íntimas a una aleccionadora dimensión social, como ya lo hiciera con maestría Juan Carlos Onetti en su famosa novela Tierra de nadie. Conforme avanza la ficción, la pequeña familia, descrita con evidente empatía, va revelando su verdadera naturaleza. Se transforma en una «tribu» multicolor y multicultural, que guarda un divertido parentesco, dicho sea de paso, con ese conglomerado de «tribus» turbulentas a las cuales se parecen no pocas veces los orgullosos países europeos, como ya lo subrayara atinadamente el periodista español Ramón Acuña (7) en su ensayo Las tribus de Europa. La nueva tribu a cuyo aleatorio destino se asoma la instancia narrativa está compuesta de blancos y blancas amantes de la salsa, desde luego, pero también de gente de color de muy diversa procedencia que acude de noche al reconfortante amparo del local de baile, mientras busca de día hacerse un hueco en la capital española.
Conviene señalar al respecto el relevante papel asignado en la novela a la ciudad de Madrid. Más que un ornamental telón de fondo para las aventuras de los personajes, la ciudad se eleva a la categoría de actante. No es el Madrid turístico de las callejuelas llenas de historia, los museos, los restaurantes y los parques el que aparece privilegiadamente en Salsa: ni el de los Austrias, ni el de los Borbones, objeto de la curiosidad del típico visitante. Son los ambientes más populares y multicolores de Lavapiés en donde residen no pocos inmigrantes, o de Tetuán, también poblado por gente de modesta condición, los que se hallan evocados. Un barrio hay, sin embargo, aludido en reiteradas ocasiones, que merece mención aparte: la zona de Azca. Esta parte de la capital, en que se concentran algunas de las construcciones más vanguardistas, encajonada entre edificios de oficinas, pasajes subterráneos, aparcamientos, sin circulación rodada interior, deshabitada por la noche y frecuentada últimamente por sujetos de dudosas actividades, se presta en la novela a una sugestiva transfiguración. Siempre denominado en la novela «los bajos de Azca», este barrio se convierte por arte y magia de la ficción, que adquiere por momentos visos de novela negra, en un lugar ambiguo, inquietante y vulnerable a la vez. Inquietante, sí, pues de esta suerte de «tierra de nadie», entregada a la oscuridad y el silencio nocturno, van tomando posesión subrepticiamente las masas oscuras, como en Casa tomada, evidente intertexto cortazariano manejado por Salsa, donde se evoca simbólicamente el fantástico avance de las masas peronistas. Pero es la tímida invasión de Salsa fundamentalmente pacífica. Está desprovista de pretensión ideológica, de todo afán de desquite social, político o religioso. Si pueden compararse «los bajos de Azca», donde se ubica el modesto local de baile de Jamaica (un «tugurio», según algunos), con un «Bronx en miniatura», el «latido marginal» que de ellos se eleva sólo significa ansia de supervivencia, oscura voluntad de integración, vaga esperanza de un futuro mejor. Este «latido marginal», cuya virtual carga de violencia aparece notablemente atenuada, suscita -cabe señalarlo- la visión profética, casi fantástica de un mundo nuevo y mejor: en él pasaría a ser la voz poderosa, la voz futura del «corazón de Madrid», rejuvenecido por el encuentro con sangres y culturas foráneas. Citemos, pues, este significativo pasaje, que cuenta entre las pocas idealizaciones a las que da pie la evocación de la situación del inmigrante en Salsa:
Caminaban sin hablar por los largos pasillos de paredes pintarrajeadas, por ese Bronx en miniatura trasladado a Europa, ese latido marginal del corazón de Madrid. Muchachas todas labios y caderas, vaqueros restallantes de masculinidad, puertas que se abren y se cierran dejando escapar el ritmo de la salsa, camellos peripatéticos que negocian en varios idiomas; a esa hora un blanco es sorprendente, camina mirando hacia atrás, viste demasiado sobrio, demasiado caro, demasiado bien. En esos pasadizos que recorren los subsuelos hay una plaza tomada por la población oscura que de día se busca la vida y de noche se junta para bailar.
Cuando las calles callan, cuando las agendas electrónicas se encierran en sus pequeños ataúdes de plástico, cuando el euro ni sube ni baja, una turba de caderas calientes y andares elásticos avanza desde África y América, se apodera de la ciudad (8).
Por muy poco idealizada que esté generalmente la situación de los inmigrantes en Salsa, que señala breve pero agudamente las mil humillaciones sufridas por éstos -las redadas de las policía en el metro, los constantes controles de identidad en las calles, el hostigamiento cotidiano-, la pintura del mundo madrileño nunca incurre en chatos estereotipos desvalorizadores. Con humor se rechaza, en efecto, la tonta imagen de una España reducida a sus símbolos más remanidos, los toros y la tortilla, y se despliegan ante nuestros ojos los cambiantes atractivos de una capital entrañable. Se pasa así del «asfixiante resplandor del verano», tan grato pese a su excesivo calor, a las «vivificantes» y «gloriosas» mañanas del otoño, que hasta saben saborear los clandestinos, pronto seguidas por los rigores de un invierno tampoco desprovisto de belleza. Alterna igualmente, en un matizado cromatismo, la monotonía plana de un cielo imperturbablemente azul, compacto, «que pende sin fisuras», con el rojo de los tejados, los tintes violáceos y sucios del asfalto y los austeros «manchones negros» de los parques.
Es en este universo urbano engañosamente plácido, pero colmado de tensiones y vulnerabilidad, como lo insinúa el mismo texto, donde se desenvuelven los destinos de los miembros de la pequeña tribu multicolor. De hecho son los caribeños -cubanos y dominicanos esencialmente-, así como algunos africanos, minoritarios, indocumentados y mal integrados en una sociedad española reticente a aceptarlos, los que Salsa pone privilegiadamente en escena, por ser ellos los que más rechazo suscitan. Recordemos, sin embargo, que la marginalidad afecta también a ciertos elementos argentinos y hasta a españoles solitarios, desamparados, poniéndose así de realce la profunda unidad y solidaridad de la especie humana ante la desgracia y la intolerancia.
Ahora bien, Salsa trata con humor y agudeza el difícil debate de la identidad, el multiculturalismo y el mestizaje. Nadie en la novela puede en efecto prevalecerse de una identidad monolítica, estable, transparente, lo cual da lugar a no pocas escenas divertidas y dramáticas a la vez. Todo destino está, consciente o inconscientemente signado por el desplazamiento, la movilidad, la evolución. Podría aplicarse a la ficción de Clara Obligado el aforismo de Rimbaud: «Je est un autre (9) ». Así, por ejemplo, para mayor sorpresa suya, después de dar a luz, Gloria asume plenamente su maternidad descubriéndose una nueva personalidad, aunque se distancia cuidadosamente la novela de «las ñoñeces de la mitología de la maternidad». En cambio, nunca llegará esta mujer de rubia cabellera y manos pálidas, pero hija de una blanca y un mulato, a saber totalmente la verdad sobre sus orígenes. Su negritud -el tabú por antonomasia- le será cuidadosamente disimulada, si bien se le revela una pequeña porción tolerable de la historia familiar: su escandalosa madre está viva, contrariamente a la mentira mantenida durante largos años por sus allegados, entre cuyo número cuenta su mismo marido. Son muchos en la novela los personajes que llevan simbólicamente una máscara. De disfraz sirve el nombre de Jamaica Bronx: cebo profesional, por una parte, y por otra grito de protesta y solidaridad de claro signo ideológico, que suena, con una violencia arltiana, cual «puñetazo en la mandíbula (10)» tirado contra el racismo y el «apartheid» practicado por la sociedad norteamericana de los años 50-60. Van disfrazados, asimismo, Ulises, el joven inmigrante senegalés presuntamente cubano, Jamaica, otra vez, con su ensortijada y proliferante «peluca bermellón» destinada a tapar su pelo ya canoso y probablemente lacio, y la inescrupulosa Domitila con sus sofisticadas, venenosas y mortíferas salsas.
De hecho, por poco que se reflexione sobre el alcance de esta folletinesca y bella fábula en favor de la aceptación del Otro, es la sacralización de la noción misma de origen la que se pone en tela de juicio, que trae consigo como fatalmente el gusto por los encasillamientos, las nomenclaturas, en suma, por una forma obsesiva de orden y exclusión. Es Viviana, la atormentada y generosa escritora argentina ansiosa de dominar el «torbellino lingüístico (11) » al cual se encuentra confrontada -el español peninsular de la tierra de acogida y el de la Argentina natal abandonada-, apegada a la tradición, un tanto reacia a las mezclas, y dolorosamente desubicada en la urbe, quien simboliza el peligro de ciertas crispaciones identitarias. Para colmo de incoherencia, esta misma Viviana, que tendrá sin embargo el valor de reaccionar a tiempo, aceptando los necesarios reajustes exigidos por el exilio, es una argentina hija de padres polacos y judíos emigrados a la Argentina y sin mayor enraizamiento en el país.
La reflexión sobre el origen va también de la mano en esta novela con el rechazo de toda ideología de la pureza. Todo en Salsa se coloca bajo el signo de la mezcla, desde el mismo título, que remite a la famosa y algo mercantil fusión de los principales ritmos caribeños con el jazz, hasta la compleja salsa picante de la madre de Gloria, producto de sabias y exóticas combinaciones de ingredientes, sin olvidarnos del estrambótico, del híbrido, pero sugerente nombre del club de baile, en que Cuba y los países del Este aparecen unidos. Pero el ejemplo de sincretismo más divertido y aleccionador a la vez, quizás nos lo dé el truculento personaje de Omara, la animosa y modesta a la vez maestra cubana emigrada a Madrid, metida a empleada doméstica, algo dada al trago, y sobre todo ducha en brujerías que pone, cabe precisarlo, al servicio de los amigos de la tribu.
Cuando «se le monta un muerto», o sea, cuando un muerto se mete en su cuerpo posesionándose de ella, empieza la mujer a hablar con la voz del difunto, asumiendo totalmente la personalidad de éste. Resulta precisamente que Viviana, desanimada por las dificultades, decide renunciar a su actividad literaria y al seudónimo Felicitas Coliqueo, que usó hasta entonces. En adelante Omara será su heredera. Canibaliza entonces la cubana a esa curiosa Felicitas Coliqueo. De ahí que sea una voz anacrónica del siglo XIX, romántica a más no poder, muy marcada por pintorescos argentinismos y algunos crepitantes cultismos, la que va brotando de su cuerpo. Son las aventuras insólitas de una cautiva blanca, con la cual no tiene reparo en asimilarse la negra Omara, y del guerrero indio que la raptó, las que va contando con euforia ante el deslumbrado público del club de baile o la intrigada niña a quien tiene que cuidar, en un lúdico y doble guiño al cuento de Borges (12) y al famoso Santos Vega de Rafael Obligado (13). Dichas aventuras permiten retomar, evidentemente, la consabida y romántica dicotomía Civilización / Barbarie, destacando con humor y picardía las limitaciones y presunción de la cultura del blanco, por una parte, y por otra las bondades de la del supuesto salvaje: mal encarado, quizás, pero a fin de cuentas buena gente, esposo tolerante, y sobre todo fogoso amante -virtud de la cual, en cambio, carece el legítimo esposo que pretende en vano reincorporarla a la sociedad occidental-sociedad del «corsé»-, percibida como opresiva y particularmente reñida con el cuerpo.
No es de extrañar, por ende, el sobresalto y la incredulidad de la pandilla de esnobs e ignorantes de Luismi, el muy en la onda homosexual español, al irrumpir ellos en «Los bongoseros de Bratislava» y encontrarse ante la binaria y gesticulante personalidad de Omara, «[una] negra que habla argentino» .
Se aprovecha pues esta aparatosa situación de trance de Omara, que se repetirá divertidamente en la novela, para profundizar, de hecho, en la reflexión emprendida sobre el sincretismo cultural y la naturaleza por esencia mestiza de la escritura, un «tejido de voces», en palabras de Barthes. A través de Omara se funde la más acendrada tradición poética del siglo XIX con las truculencias y hasta crudezas de la lengua contemporánea peninsular, no exenta, desde luego, de algunas especificidades particularmente sabrosas del habla popular caribeña -la falta de inversión del pronombre personal en la formulación de las preguntas, o ciertas interjecciones cariñosas, por ejemplo. Omara representa en la ficción un notable grado de flexibilidad, de apertura al Otro, mientras que Marga, en cambio, mujer frustrada, envidiosa y poco escrupulosa, se contenta con plagiar el estilo mestizo e impactante, la fantasía desbocada de esta cubana, toda una maestra en el arte del relato. Poco importa, a decir verdad, como parece insinuarlo el texto. Tanto la alegre canibalización textual de Omara, como el insidioso pero finalmente jocoso plagio de Marga -el plagio que también es, según Genette, una de las tres manifestaciones propiamente dichas de la intertextualidad-, significan un paso adelante: el reconocimiento explícito o implícito del valor del Otro. Al sincretismo en acción asistimos, de eso no cabe duda, en esta generosa ficción o, mejor dicho, a la plena realización del sincretismo se aspira en Salsa. Se nos da claramente a entender que todos saldrían ganando intercambiando servicios, en una renovada versión del antiguo y solidario trueque, que no deja de recordar, dicho sea de paso, ciertas prácticas argentinas actuales nacidas de la crisis económica y la pauperización de amplios sectores de la sociedad: por una parte, el nativo -el español, el blanco-, dueño de un espacio que considera suyo, pero ávido de una sensualidad, vitalidad, calor humano y música caliente que le da escasamente la urbe occidental, fría y deprimida; por otra, los inmigrantes, en busca de alguna forma de reconocimiento, de relación humana, de algún amorío pasajero que desemboque quizás en la estabilidad de algún matrimonio, salvándolos de la clandestinidad y la miseria.
Sin embargo, la novela no peca de ingenuidad. Si bien se ponderan en ella las virtudes del sincretismo, de la «transculturación» auténtica, tal como la definió Fernando Ortiz (14), que implica una fusión consciente o inconsciente, en mayor o menor grado, de culturas inicialmente dispares, y no la unilateral imposición de los valores del dominante, no se ignoran los muchos obstáculos que quedan por sortear. No nos olvidemos, por ejemplo, que la misma Omara confiesa con toda la boca su «racismo», al establecer sutiles distingos entre la gente de piel «marrón», entre cuyo número, evidentemente, se cuenta, y la de «piel negra», como su hermana. A los que afirma amar es a los blancos (sus «blanquitos»), a quienes trata, por lo demás, con desparpajo y hasta cierta brusquedad, en una aparente relación de igual a igual, desprovista de complacencia. Sin embargo, el polifacético personaje de Omara no puede dejar de recordarnos las ambigüedades de la cuestión identitaria. Siempre amenazan con resurgir la manía clasificatoria y los viejos prejuicios heredados del pasado colonial.
Por eso termina de modo realista, verosímil, la novela de Clara Obligado. El guapo Ulises, el joven inmigrante senegalés de sugestivo nombre, amigo de dos mujeres hasta cierto punto rivales -Jamaica y Gloria-, habrá de dejar Madrid, la tierra de las sirenas, con sus embriagadores pero egoístas sortilegios. Para él no habrá regreso feliz a Ítaca, sino una nueva errancia, un nomadismo muy posmoderno, hacia otro aleatorio Eldorado, los Estados Unidos, que quizás le permitan ir formando su propio «hogar», como lo insinúa esperanzadamente el texto. Como puede apreciarse, la amistad, el loco amor, la pasión, quedan en parte desmitificados. Jamaica, celosa, vengativa, de hecho, echa implacablemente a Ulises del empleo valiéndose de una excusa laboral. En cuanto a Gloria, vacilante, timorata, no puede aceptar el desafío del sincretismo, del mestizaje, como bien lo prueba su exclamación de alivio, al comienzo de la ficción: «El niño es blanco.» El amante negro le habrá servido -por qué no reconocerlo- de entretenimiento pasajero, de hermoso objeto exótico. Sólo habrán formado Gloria y Ulises un fugaz mosaico en blanco y negro. El verdadero mestizaje, vaciado de las connotaciones despectivas o condescendientes heredadas del pasado colonial, sigue siendo una utopía de difícil realización o, por lo menos, un hecho minoritario. Sólo la madre de Gloria, mujer de una generación anterior a la sociedad de consumo, acostumbrada a las lides ideológicas y compenetrada, en mayor o menor grado, con el universalismo de las Luces, luchará con determinación en nombre de su ideal -un amor ajeno a todo racismo. La apasionada, la diabólica, la asesina, pero también la valerosa, la humanista Domitila será, en efecto, capaz de la trangresión mayor: el mestizaje de las sangres y las culturas, la plena y total integración de la negritud, que sólo puede surgir de la violencia inicial del deseo y la permanencia del sentimiento amoroso. Así se afirma en Salsa, provocativamente, la reconfortante posibilidad del triunfo del amor en medio del mismo crimen, como ya lo proclamara audazmente el escritor francés Barbey d'Aurevilly en su famoso cuento «Le Bonheur dans le crime (15)».
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(1)Federico Mayor Zaragoza es el Ex Director General de la UNESCO.
(2)Zulema Moret, escritora nacida en Argentina. Ha residido en Venezuela, Alemania y España. Actualmente trabaja como profesora en Albion College (USA). Narradora, ensayista y poeta. Su labor crítica se centra en la producción literaria de autoras latinoamericanas y ha aparecido en revistas nacionales e internacionales.
(3)Clara Obligado, Salsa, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 2002, p. 27.
(4)Clara Obligado es también autora de una novela erótica titulada La hija de Marx (Premio Femenino Lumen 1996).
(5)Edward Said (1935-2003), profesor de literatura inglesa y comparada de la Universidad de Columbia, en Nueva York, crítico literario y ensayista. Autor, entre otros numerosos trabajos, de Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales. Traducido por Ricardo García Pérez. Debate, 2005.
(6)Véase los jocosos y sugestivos diálogos de las pp. 35 y 36 de Salsa: -A los hombres hay que pegarles. -¿Pegarles? -Sí. Hay que pegarles en público para que sepan que los quieres. A ellos les gusta y luego te dicen "tigresa". (...) -En España ven negro y piensan que es todo igual, africanos que hablan en africano, tribus que dicen aquí. No distinguen. Es como si dijéramos que los vascos o los catalanes son tribus que hablan europeo. Para nosotros, los nuestros son países con idiomas. (...) -Él me engaña con otra. Voy a ir para allá y me va a oír. -¿Vas a volver a Santo Domingo sólo para que te oiga? Además, qué más te da. Tú estás casada aquí también, vives con un hombre desde hace dos años. -Ah, eso es diferente. -Yo, cuando digo negro, no lo digo despectivamente, sino porque negro es negro, blanco es blanco, azul es azul. (...) -A esa se le monta el muerto. -¿Qué tú dices? -Que se monta el muerto. (...) -Qué bien te mueves. -Pues tú no sabes en la cama.
(7)Ramón Acuña, periodista, licenciado en Derecho, director de la Cátedra UNESCO "Minorías, Nacionalisnalismos y Culturas Transnacionales" de la Universidad Complutense de Madrid, donde publicó "El deber de tolerancia" y "La porfía de los nacionalismos". Está en posesión de la Legión de Honor francesa otorgada precisamente por su labor constante en pro del acercamiento entre la cultura francesa y la española.
(8)Clara Obligado, Salsa, pp. 79-80.
(9)Véase la carta dirigida por Rimbaud a Paul Demeny, fechada el 15 de mayo de 1871, y generalmente conocida como la "Carta del Vidente".
(10)Véanse "Las palabras del autor" (el prólogo que escribiera Roberto Arlt, en 1931, a Los lanzallamas): (...) Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierren la violencia de un "cross" a la mandíbula, sí, un libro tras otro, "y que los eunucos bufen". El porvenir es triunfalmente nuestro (...). Obra completa de Roberto Arlt, Buenos Aires, Planeta Carlos Lohle Biblioteca del Sur, 1981 y 1991, ppp. pp. 309 y 310).
(11)Véase el divertido y sugestivo pasaje siguiente (pp. 25-26): "Vivía en dos planos, en dos idiomas, aunque Viviana había pensado que era uno sólo, que aquí en Madrid todo sería más fácil, Pero no. Por ejemplo: meterse en la cama con alguien en Madrid ¿qué era? ¿coger, follar, fornicar, joder? Coger, tan íntimo antes, tan incomprensible de este lado del Atlántico. Se coge el autobús, se coge a alguien desprevenido, se coge un resfriado. En la cama no se coge, Viviana, a ver si aprendés. En la cama se jo-de.
(12)Véase, en El Aleph, el cuento titulado "Historia del guerrero y de la cautiva", donde se evocan los dos destinos aparentemente antagónicos -pero de hecho similares, marcados por un idéntico arrebato de irracionalidad- de Droctfult, el bárbaro que muere defendiendo a Ravena, abrazando la causa de la civilización, de la urbe, y el de la "india rubia", una cautiva inglesa raptada en un malón, que se niega a regresar al mundo europeo, optando por el desierto.
(13) Rafael Obligado (1851-1920), cuya producción poética se sitúa en la línea de Echeverría-Ascasubi-Hernández, fue considerado en la Argentina "el poeta nacional", por exaltar la tradición criolla en medio del aluvión inmigratorio y el cosmopolitismo de moda en aquel entonces. Señalemos de paso que Rafael Obligado es el bisabuelo de la autora de Salsa.
(14)Véase el clásico Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1963 (reedición: La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1983), así como el capítulo IV, titulado "De lo europeo a lo mestizo": Las primeras formas de transculturación", de De la Conquista a la Independencia, de Mariano Picón Salas, Fondo de Cultura Económica, México, 1944.
(15)Jules Barbey d'Aurevilly (1808-1889), autor de "Le bonheur dans le crime", extraído de la colección de cuentos titulada Les diaboliques, publicada en París en 1874.
(1)Federico Mayor Zaragoza es el Ex Director General de la UNESCO.
(2)Zulema Moret, escritora nacida en Argentina. Ha residido en Venezuela, Alemania y España. Actualmente trabaja como profesora en Albion College (USA). Narradora, ensayista y poeta. Su labor crítica se centra en la producción literaria de autoras latinoamericanas y ha aparecido en revistas nacionales e internacionales.
(3)Clara Obligado, Salsa, Plaza & Janés Editores, Barcelona, 2002, p. 27.
(4)Clara Obligado es también autora de una novela erótica titulada La hija de Marx (Premio Femenino Lumen 1996).
(5)Edward Said (1935-2003), profesor de literatura inglesa y comparada de la Universidad de Columbia, en Nueva York, crítico literario y ensayista. Autor, entre otros numerosos trabajos, de Reflexiones sobre el exilio. Ensayos literarios y culturales. Traducido por Ricardo García Pérez. Debate, 2005.
(6)Véase los jocosos y sugestivos diálogos de las pp. 35 y 36 de Salsa: -A los hombres hay que pegarles. -¿Pegarles? -Sí. Hay que pegarles en público para que sepan que los quieres. A ellos les gusta y luego te dicen "tigresa". (...) -En España ven negro y piensan que es todo igual, africanos que hablan en africano, tribus que dicen aquí. No distinguen. Es como si dijéramos que los vascos o los catalanes son tribus que hablan europeo. Para nosotros, los nuestros son países con idiomas. (...) -Él me engaña con otra. Voy a ir para allá y me va a oír. -¿Vas a volver a Santo Domingo sólo para que te oiga? Además, qué más te da. Tú estás casada aquí también, vives con un hombre desde hace dos años. -Ah, eso es diferente. -Yo, cuando digo negro, no lo digo despectivamente, sino porque negro es negro, blanco es blanco, azul es azul. (...) -A esa se le monta el muerto. -¿Qué tú dices? -Que se monta el muerto. (...) -Qué bien te mueves. -Pues tú no sabes en la cama.
(7)Ramón Acuña, periodista, licenciado en Derecho, director de la Cátedra UNESCO "Minorías, Nacionalisnalismos y Culturas Transnacionales" de la Universidad Complutense de Madrid, donde publicó "El deber de tolerancia" y "La porfía de los nacionalismos". Está en posesión de la Legión de Honor francesa otorgada precisamente por su labor constante en pro del acercamiento entre la cultura francesa y la española.
(8)Clara Obligado, Salsa, pp. 79-80.
(9)Véase la carta dirigida por Rimbaud a Paul Demeny, fechada el 15 de mayo de 1871, y generalmente conocida como la "Carta del Vidente".
(10)Véanse "Las palabras del autor" (el prólogo que escribiera Roberto Arlt, en 1931, a Los lanzallamas): (...) Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierren la violencia de un "cross" a la mandíbula, sí, un libro tras otro, "y que los eunucos bufen". El porvenir es triunfalmente nuestro (...). Obra completa de Roberto Arlt, Buenos Aires, Planeta Carlos Lohle Biblioteca del Sur, 1981 y 1991, ppp. pp. 309 y 310).
(11)Véase el divertido y sugestivo pasaje siguiente (pp. 25-26): "Vivía en dos planos, en dos idiomas, aunque Viviana había pensado que era uno sólo, que aquí en Madrid todo sería más fácil, Pero no. Por ejemplo: meterse en la cama con alguien en Madrid ¿qué era? ¿coger, follar, fornicar, joder? Coger, tan íntimo antes, tan incomprensible de este lado del Atlántico. Se coge el autobús, se coge a alguien desprevenido, se coge un resfriado. En la cama no se coge, Viviana, a ver si aprendés. En la cama se jo-de.
(12)Véase, en El Aleph, el cuento titulado "Historia del guerrero y de la cautiva", donde se evocan los dos destinos aparentemente antagónicos -pero de hecho similares, marcados por un idéntico arrebato de irracionalidad- de Droctfult, el bárbaro que muere defendiendo a Ravena, abrazando la causa de la civilización, de la urbe, y el de la "india rubia", una cautiva inglesa raptada en un malón, que se niega a regresar al mundo europeo, optando por el desierto.
(13) Rafael Obligado (1851-1920), cuya producción poética se sitúa en la línea de Echeverría-Ascasubi-Hernández, fue considerado en la Argentina "el poeta nacional", por exaltar la tradición criolla en medio del aluvión inmigratorio y el cosmopolitismo de moda en aquel entonces. Señalemos de paso que Rafael Obligado es el bisabuelo de la autora de Salsa.
(14)Véase el clásico Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1963 (reedición: La Habana, Ed. Ciencias Sociales, 1983), así como el capítulo IV, titulado "De lo europeo a lo mestizo": Las primeras formas de transculturación", de De la Conquista a la Independencia, de Mariano Picón Salas, Fondo de Cultura Económica, México, 1944.
(15)Jules Barbey d'Aurevilly (1808-1889), autor de "Le bonheur dans le crime", extraído de la colección de cuentos titulada Les diaboliques, publicada en París en 1874.
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