DE LO SOLAR A LO NOCTURNO : LOS AVATARES
DE LA EPOPEYA EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA
El siguiente artículo prologa el volumen colectivo Epicidad y heroísmo en la literatura hispanoamericana (Centre de Recherches Latino-Américaines - Archivos - 2009), que coordinó la Catedrática de la Universidad de Poitiers Maryse Renaud y cuenta con 23 trabajos (22 ensayos y una ficción) escritos en francés y en español a próposito de las variantes contemporáneas del género épico.
Il apparaît donc extrêmement difficile de réduire le mythe de l'intérieur, car ce mouvement même que l'on fait pour s'en dégager, le voilà qui devient à son tour proie du mythe : le mythe peut toujours en dernière instance signifier la résistance qu'on lui oppose.
Roland Barthes
Supongo que siempre me fascinaron los poemas épicos porque yo mismo, por motivos personales que son esencialmente políticos, me sentí muy aislado en medio de una sociedad que no podía entender, y muy a menudo, feroz. Tengo la fantasía perpetua de un grupo de pertenencia en que pueda, como se dice ahora, « sentirme contenido », pero que además pueda genererar un cambio, una gesta, una revolución.
Leoplodo Brizuela
Las grandes epopeyas han muerto y ya nadie sueña con ser protagonista de alguna de ellas.
Pablo Urbanyi
Yo no soy el que
suena los tambores de la tribu,
ni el que anuncia el alba con el cuerno.
Miguel Ángel Fornerín
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DE LA EPOPEYA EN LA LITERATURA CONTEMPORÁNEA
El siguiente artículo prologa el volumen colectivo Epicidad y heroísmo en la literatura hispanoamericana (Centre de Recherches Latino-Américaines - Archivos - 2009), que coordinó la Catedrática de la Universidad de Poitiers Maryse Renaud y cuenta con 23 trabajos (22 ensayos y una ficción) escritos en francés y en español a próposito de las variantes contemporáneas del género épico.
Il apparaît donc extrêmement difficile de réduire le mythe de l'intérieur, car ce mouvement même que l'on fait pour s'en dégager, le voilà qui devient à son tour proie du mythe : le mythe peut toujours en dernière instance signifier la résistance qu'on lui oppose.
Roland Barthes
Supongo que siempre me fascinaron los poemas épicos porque yo mismo, por motivos personales que son esencialmente políticos, me sentí muy aislado en medio de una sociedad que no podía entender, y muy a menudo, feroz. Tengo la fantasía perpetua de un grupo de pertenencia en que pueda, como se dice ahora, « sentirme contenido », pero que además pueda genererar un cambio, una gesta, una revolución.
Leoplodo Brizuela
Las grandes epopeyas han muerto y ya nadie sueña con ser protagonista de alguna de ellas.
Pablo Urbanyi
Yo no soy el que
suena los tambores de la tribu,
ni el que anuncia el alba con el cuerno.
Miguel Ángel Fornerín
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Que en la actualidad la epopeya tenga generalmente mal cartel, que se la mire con cierta condescendencia en Europa lo mismo que en Latinoamérica, no hay quien lo dude. ¿Quién se atrevería hoy en el ámbito de las letras latinoamericanas, que constituyen aquí nuestro objeto de reflexión, a escribir ingenuamente una epopeya ajustándose fielmente a los cánones de este género mayor de la Antigüedad? El género parece doblemente desautorizado, tanto por su estética -fuerte codificación, profusión, desmesura, ambición excesivamente abarcadora, como por sus presupuestos ideológicos frecuentemente teñidos de nacionalismo, chauvinismo, cuando no de totalitarismo.
Para algunos, además, la palabra trae malos recuerdos. Se la percibe como demasiado vinculada al «realismo socialista» -o al «realismo social», su versión latinoamericana- y evoca las imposiciones de una estética oficial o de un credo literario dominante. No se olvidan tan fácilmente las sombras agobiantes de los héroes positivos, el elogio a oblicuas modalidades del Hombre nuevo, ni las ampulosidades de ciertos textos narrativos. ¿Acaso no ridiculizaba ya Borges (1), en el cuento titulado El Aleph, la insensata empresa de un Carlos Argentino Daneri, empeñado en rivalizar en su extenso poema La tierra con los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra.
Esta composición poética de la cual afirma con humor el narrador que parecia dilatar hasta el infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos, está a todas luces reñida con el actual gusto por una estética de lo fragmentario, la incompletud y el distanciamiento crítico. Si se admite que la literatura contemporánea ha entrado decididamente en la «era de la sospecha (2)», no puede sino comprenderse esta previsible caída en desuso de un género considerado obsoleto precisamente por su flamante omnisciencia y sus rigideces.
Sin embargo, la cuestión de la epicidad en Latinoamérica es más compleja de lo que aparenta. Requiere ser examinada de modo pausado, desprejuiciadamente, sobre todo en un continente que produjo tempranamente epopeyas históricas tan famosas como La Araucana de Ercilla (1569) y Las Luisiadas de Camoens (1572), anunciadoras ya en su época de cierta libertad ante el modelo y de una innegable capacidad de apertura y renovación estética. No nos llamemos a engaño. No todos los juicios de valor expresados por los escritores deben tomarse al pie de la letra, sobre todo cuando emanan de espíritus burlones o amigos de polémicas. Así, por ejemplo, Borges no era tan insensible como podría pensarse a los atractivos de la épica -el soplo de la Historia, la gloria ligada a las «patriadas» americanas, las euforizantes gestas revolucionarias del mundo occidental-. Prueba de ello son sus poesías, algunos de sus cuentos más sonados y las interesantes confesiones, teñidas de un leve humor, sobre sus gustos de niño y adolescente que se encuentran en el primer capítulo de su Autobiografía.
Además, conviene recordar ciertas especificidades latinoamericanas que hicieron del continente un terreno particularmente propicio a la inspiración épica. Si la epopeya implica básicamente la existencia de un conflicto, de la lucha, el primer enemigo al que tuvo que enfrentarse el hombre americano fue la Naturaleza. O mejor dicho, las fuerzas naturales, hostiles, aplastantes, todopoderosas, verdadero actante en pie de igualdad con el hombre. De ese duelo implacable nos habla, entre otras muchas producciones textuales anteriores, la novelística guatemalteca de la primera mitad del siglo XX.
Otros oponentes, ligados esta vez no al espacio sino a la Historia -los norteamericanos-, habían de salirle al paso en el siglo XX al habitante de América, ya confrontado de tiempo atrás a la intrusión europea, propiciando así la creación de una narrativa de inspiración épico-mítica en torno a ciertas figuras particularmente carismáticas como la de Sandino, por ejemplo, que se analizará aquí. Hasta podría pensarse, junto con Alejo Carpentier y ciertos audaces estudiosos de la literatura latinoamericana disconformes con algunos aspectos del planteamiento bakhtiniano, que a diferencia de Europa el mito sigue siendo en América una palabra viviente, inconclusa, anclada en el presente (el esclavo Mackandal, ajusticiado por los amos blancos, y todavía vivo en la imaginación popular antillana; Sandino, asesinado por el gobierno de su país, y pese al paso del tiempo referencia política y ética insoslayable para los pueblos de América y del mundo occidental).
Pero dejemos de lado las polémicas, explicables en el caso de Carpentier por el momento histórico que le tocó vivir, marcado por la tesis entonces muy en boga de Spengler sobre la decadencia de Occidente. Si efectivamente la epopeya en tanto género canónico ya no se estila, el aliento épico, en cambio, dista mucho de haber desertado de la escritura contemporánea. ¿Acaso no nos es dado rastrear en la literatura de los siglo XX y XXI, en tal o cual texto narrativo o poético, la presencia de estructuras de acusado binarismo, de ciertos esquemas heroicos, de escenas típicas, de temas como el del viaje, o de ciertas metáforas reveladoras? La afición a situaciones conflictivas generadoras de acción y superación, el interés por los héroes -prometeicos o de talla menor-, cierta fascinación por las grandes empresas y sus peligros, por los combates desesperados, no ha desaparecido, como puede apreciarse en la producción de un Carpentier o un García Márquez. El aliento épico -pulsión vital, ansia de acción, afirmación y modificación del mundo o el entorno- se mantiene con su vigor específico. Es manifiesto e incluso abiertamente reivindicado, por ejemplo, en la novelística de un Scorza. Hasta en La danza inmóvil, texto singular que arranca de un oxímoron, reafirma su presencia, pero no deja de sentirse que está entrando en crisis el modelo épico.
Es en adelante una epopeya problemática, melancólica, degradada, picaresca, caricaturesca, por momentos rayana incluso en lo grotesco, la que se despliega ante los ojos del lector, específicamente en la literatura posmoderna. Buen ejemplo de ello es la prosa de los años 90 de un Roberto Bolaño o un Fogwil, o la reciente cuentística abiertamente antiépica del cubano Balmaseda. El valor supremo de la epopeya, la gloria -o afán fantasmático y arrogante de perpetuación del sujeto o el grupo en la memoria de las generaciones venideras-, se vuelve aleatorio; es más, irrisorio, por falta de verdadera posibilidad de proyección en un futuro, de hecho, inexistente. En medio de las convulsivas situaciones históricas que nos dan a ver las modernas ficciones latinoamericanas -dictaduras perversas del Cono sur, absurdos enfrentamientos bélicos condenados de antemano al fracaso, insidioso desmoronamiento de la utopía socialista-, el borrado de las fronteras se generaliza. Todo es confusión -¿dónde está el heroísmo, dónde está la cobardía?-, todo es paradoja. Hasta los antihéroes más triviales pueden llegar en ocasiones a poseer cierta inesperada y entrañable dimensión heroica. La epopeya, parodiada, se humaniza, se banaliza: ¿acaso no son la vida o, más sencillamente aún, la supervivencia, la resistencia, los valores supremos en medio de tanta irracional violencia?
La inserción de lo épico en la literatura contemporánea va siempre de la mano, en mayor o menor grado, con la noción de transgresión. De transgresión genérica incluso puede tratarse, tanto más inesperada cuanto que es el hombre el protagonista privilegiado de la epopeya, la fuente de la acción. De ahí la originalidad de un texto como La guerra del fin del mundo, que hace de una mujer por fin liberada del poder masculino, falsamente épico, la verdadera heroína de la novela, la creadora de valores tan altos como la libertad.
En algunos casos -cronológicamente anteriores, sin embargo-, la epopeya intenta mantenerse firme en sus bases, con todas sus señas de identidad: acumulatativa, repetitiva, desmesurada, sintetizadora. No vacila en afrontar desafíos. En el caso del chileno Pablo de Rokha (1894-1968), que aquí se estudiará, se trata de repudiar la consabida y abusiva asimilación de la poesía al lirismo, al intimismo, reivindicando para América una poesía «epopéyica» vernacular y universal, infinita, mitificadora, anclada en lo rural. De volver, de alguna manera, a una «palabra primordial». Pablo de Rokha, claro, no es en la historia de las letras americanas un caso único: la poesía de su compatriota y rival Neruda o del dominicano Pedro Mir, que abrevan ambos en la lectura del estadounidense Walt Whitman, también se levantan sobre esquemas heroicos. Sin embargo, fuerza es constatar que el género que más ampliamente se abre en Latinoamérica a lo épico es la novela (3), quizás por el oscuro parentesco que une epopeya y novela, y no la poesía, ya decididamente atrapada en las redes del subjetivismo.
Como quiera que sea, pensamos haber contribuido a demostrar en este volumen la pujanza del aliento épico en las letras latinoamericanas de los siglo XX y XXI, a la par que la franca decadencia de la epopeya primitiva. Desde la nostalgia, el pastiche, y más a menudo aún la parodia, la farsa, el esperpento, se apoderan los escritores latinoamericanos, cada cual a su manera, de la epopeya canónica. De esta canibalización nacen antiepopeyas, neoepopeyas, epopeyas picarescas, epopeyas de la derrota, con su legión de héroes ambiguos, paradójicos, de aventureros alocados, solitarios, y sus pandillas, clanes, hordas confusas y desperdigadas donde antes privaba el compacto y solemne orden épico. ¿Será que gustan los escritores contemporáneos de retornar, inconscientemente, a la palabra primordial, a la infancia del arte, al hipnótico objeto del deseo, antes de asestarle el golpe fatal, de asumir la responsabilidad de sus modernas y heterodoxas reescrituras, de afirmar plenamente su disidencia y lucidez desacralizadora? ¿Será que sólo se parodia lo que se ama (o se amó)?
Para algunos, además, la palabra trae malos recuerdos. Se la percibe como demasiado vinculada al «realismo socialista» -o al «realismo social», su versión latinoamericana- y evoca las imposiciones de una estética oficial o de un credo literario dominante. No se olvidan tan fácilmente las sombras agobiantes de los héroes positivos, el elogio a oblicuas modalidades del Hombre nuevo, ni las ampulosidades de ciertos textos narrativos. ¿Acaso no ridiculizaba ya Borges (1), en el cuento titulado El Aleph, la insensata empresa de un Carlos Argentino Daneri, empeñado en rivalizar en su extenso poema La tierra con los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra.
Esta composición poética de la cual afirma con humor el narrador que parecia dilatar hasta el infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos, está a todas luces reñida con el actual gusto por una estética de lo fragmentario, la incompletud y el distanciamiento crítico. Si se admite que la literatura contemporánea ha entrado decididamente en la «era de la sospecha (2)», no puede sino comprenderse esta previsible caída en desuso de un género considerado obsoleto precisamente por su flamante omnisciencia y sus rigideces.
Sin embargo, la cuestión de la epicidad en Latinoamérica es más compleja de lo que aparenta. Requiere ser examinada de modo pausado, desprejuiciadamente, sobre todo en un continente que produjo tempranamente epopeyas históricas tan famosas como La Araucana de Ercilla (1569) y Las Luisiadas de Camoens (1572), anunciadoras ya en su época de cierta libertad ante el modelo y de una innegable capacidad de apertura y renovación estética. No nos llamemos a engaño. No todos los juicios de valor expresados por los escritores deben tomarse al pie de la letra, sobre todo cuando emanan de espíritus burlones o amigos de polémicas. Así, por ejemplo, Borges no era tan insensible como podría pensarse a los atractivos de la épica -el soplo de la Historia, la gloria ligada a las «patriadas» americanas, las euforizantes gestas revolucionarias del mundo occidental-. Prueba de ello son sus poesías, algunos de sus cuentos más sonados y las interesantes confesiones, teñidas de un leve humor, sobre sus gustos de niño y adolescente que se encuentran en el primer capítulo de su Autobiografía.
Además, conviene recordar ciertas especificidades latinoamericanas que hicieron del continente un terreno particularmente propicio a la inspiración épica. Si la epopeya implica básicamente la existencia de un conflicto, de la lucha, el primer enemigo al que tuvo que enfrentarse el hombre americano fue la Naturaleza. O mejor dicho, las fuerzas naturales, hostiles, aplastantes, todopoderosas, verdadero actante en pie de igualdad con el hombre. De ese duelo implacable nos habla, entre otras muchas producciones textuales anteriores, la novelística guatemalteca de la primera mitad del siglo XX.
Otros oponentes, ligados esta vez no al espacio sino a la Historia -los norteamericanos-, habían de salirle al paso en el siglo XX al habitante de América, ya confrontado de tiempo atrás a la intrusión europea, propiciando así la creación de una narrativa de inspiración épico-mítica en torno a ciertas figuras particularmente carismáticas como la de Sandino, por ejemplo, que se analizará aquí. Hasta podría pensarse, junto con Alejo Carpentier y ciertos audaces estudiosos de la literatura latinoamericana disconformes con algunos aspectos del planteamiento bakhtiniano, que a diferencia de Europa el mito sigue siendo en América una palabra viviente, inconclusa, anclada en el presente (el esclavo Mackandal, ajusticiado por los amos blancos, y todavía vivo en la imaginación popular antillana; Sandino, asesinado por el gobierno de su país, y pese al paso del tiempo referencia política y ética insoslayable para los pueblos de América y del mundo occidental).
Pero dejemos de lado las polémicas, explicables en el caso de Carpentier por el momento histórico que le tocó vivir, marcado por la tesis entonces muy en boga de Spengler sobre la decadencia de Occidente. Si efectivamente la epopeya en tanto género canónico ya no se estila, el aliento épico, en cambio, dista mucho de haber desertado de la escritura contemporánea. ¿Acaso no nos es dado rastrear en la literatura de los siglo XX y XXI, en tal o cual texto narrativo o poético, la presencia de estructuras de acusado binarismo, de ciertos esquemas heroicos, de escenas típicas, de temas como el del viaje, o de ciertas metáforas reveladoras? La afición a situaciones conflictivas generadoras de acción y superación, el interés por los héroes -prometeicos o de talla menor-, cierta fascinación por las grandes empresas y sus peligros, por los combates desesperados, no ha desaparecido, como puede apreciarse en la producción de un Carpentier o un García Márquez. El aliento épico -pulsión vital, ansia de acción, afirmación y modificación del mundo o el entorno- se mantiene con su vigor específico. Es manifiesto e incluso abiertamente reivindicado, por ejemplo, en la novelística de un Scorza. Hasta en La danza inmóvil, texto singular que arranca de un oxímoron, reafirma su presencia, pero no deja de sentirse que está entrando en crisis el modelo épico.
Es en adelante una epopeya problemática, melancólica, degradada, picaresca, caricaturesca, por momentos rayana incluso en lo grotesco, la que se despliega ante los ojos del lector, específicamente en la literatura posmoderna. Buen ejemplo de ello es la prosa de los años 90 de un Roberto Bolaño o un Fogwil, o la reciente cuentística abiertamente antiépica del cubano Balmaseda. El valor supremo de la epopeya, la gloria -o afán fantasmático y arrogante de perpetuación del sujeto o el grupo en la memoria de las generaciones venideras-, se vuelve aleatorio; es más, irrisorio, por falta de verdadera posibilidad de proyección en un futuro, de hecho, inexistente. En medio de las convulsivas situaciones históricas que nos dan a ver las modernas ficciones latinoamericanas -dictaduras perversas del Cono sur, absurdos enfrentamientos bélicos condenados de antemano al fracaso, insidioso desmoronamiento de la utopía socialista-, el borrado de las fronteras se generaliza. Todo es confusión -¿dónde está el heroísmo, dónde está la cobardía?-, todo es paradoja. Hasta los antihéroes más triviales pueden llegar en ocasiones a poseer cierta inesperada y entrañable dimensión heroica. La epopeya, parodiada, se humaniza, se banaliza: ¿acaso no son la vida o, más sencillamente aún, la supervivencia, la resistencia, los valores supremos en medio de tanta irracional violencia?
La inserción de lo épico en la literatura contemporánea va siempre de la mano, en mayor o menor grado, con la noción de transgresión. De transgresión genérica incluso puede tratarse, tanto más inesperada cuanto que es el hombre el protagonista privilegiado de la epopeya, la fuente de la acción. De ahí la originalidad de un texto como La guerra del fin del mundo, que hace de una mujer por fin liberada del poder masculino, falsamente épico, la verdadera heroína de la novela, la creadora de valores tan altos como la libertad.
En algunos casos -cronológicamente anteriores, sin embargo-, la epopeya intenta mantenerse firme en sus bases, con todas sus señas de identidad: acumulatativa, repetitiva, desmesurada, sintetizadora. No vacila en afrontar desafíos. En el caso del chileno Pablo de Rokha (1894-1968), que aquí se estudiará, se trata de repudiar la consabida y abusiva asimilación de la poesía al lirismo, al intimismo, reivindicando para América una poesía «epopéyica» vernacular y universal, infinita, mitificadora, anclada en lo rural. De volver, de alguna manera, a una «palabra primordial». Pablo de Rokha, claro, no es en la historia de las letras americanas un caso único: la poesía de su compatriota y rival Neruda o del dominicano Pedro Mir, que abrevan ambos en la lectura del estadounidense Walt Whitman, también se levantan sobre esquemas heroicos. Sin embargo, fuerza es constatar que el género que más ampliamente se abre en Latinoamérica a lo épico es la novela (3), quizás por el oscuro parentesco que une epopeya y novela, y no la poesía, ya decididamente atrapada en las redes del subjetivismo.
Como quiera que sea, pensamos haber contribuido a demostrar en este volumen la pujanza del aliento épico en las letras latinoamericanas de los siglo XX y XXI, a la par que la franca decadencia de la epopeya primitiva. Desde la nostalgia, el pastiche, y más a menudo aún la parodia, la farsa, el esperpento, se apoderan los escritores latinoamericanos, cada cual a su manera, de la epopeya canónica. De esta canibalización nacen antiepopeyas, neoepopeyas, epopeyas picarescas, epopeyas de la derrota, con su legión de héroes ambiguos, paradójicos, de aventureros alocados, solitarios, y sus pandillas, clanes, hordas confusas y desperdigadas donde antes privaba el compacto y solemne orden épico. ¿Será que gustan los escritores contemporáneos de retornar, inconscientemente, a la palabra primordial, a la infancia del arte, al hipnótico objeto del deseo, antes de asestarle el golpe fatal, de asumir la responsabilidad de sus modernas y heterodoxas reescrituras, de afirmar plenamente su disidencia y lucidez desacralizadora? ¿Será que sólo se parodia lo que se ama (o se amó)?
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Notas
(1) Véase Daniel Madelénat, L'épopée, PUF, Paris, 1986, pp. 156-157-158. Véase igualmente en El Aleph, el cuento titulado El Aleph, página 620 (Jorge Luis Borges, Obras completas, 1923-1949, Emecé Editores, Barcelona, España).
(2) Nathalie Sarraute, L'ère du soupçon, Editions Gallimard, 1956.
(3) Los orígenes de la novela han dado lugar, como se sabe, a dos tipos de planteamientos: los de Lukács y Bakhtine. Para el primero la novela es un producto derivado de la epopeya, mientras que para el segundo este nuevo género, inexistente en la Antigüedad, tiene sus raíces en los géneros bajos de aquel entonces: las sátiras populares, caracterizadas por su risa ambivalente, destructora y creadora a la vez, por su "sentimiento carnavalesco del mundo". (Véase al respecto Claude Prévost, "Présentation" de Mikhail Bakthine, Épopée et roman. Recherches Internationales à la lumière du marxisme, nro. 76, 3ème trimestre 1973.
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