por
HERWIG ARTS
TERCERA ENTREGA
HERWIG ARTS
TERCERA ENTREGA
El teólogo canadiense B. Lonergan es uno de los escasos teólogos modernos que investigan una verdadera integración de la teología y de la espiritualidad. Su pensamiento teológico parte de eso que él llamaba “a trascendent love”, es decir, un deseo de verdad absoluta, de belleza y de bondad inherente en todo hombre. Un deseo que, en otras palabras, “sobrepasa” todos los objetivos terrestres. Una búsqueda de “algo” que no puede ser satisfecha de forma material. Según Lonergan, este deseo es un dato de base antropológica que puede ser eclipsado temporalmente por deseos menos elevados y apasionados, pero que se esconde de modo indestructible en lo más profundo de cada ser humano.
El cristiano reconoce en ese “Algo” a la persona misma de Dios. “Trascendent love” significa para él “love of God” en el doble sentido de esta última expresión: el amor de Dios por el hombre y el deseo que el hombre tiene de Dios. Este “amor de Dios” difiere de todas las demás formas de amistad humana por el mismo hecho de ser Dios mismo quien ofrece al hombre la fuerza y el impulso para amarle. Dios es tanto la fuente como el objeto de nuestro amor. La sed de Dios es una gracia que Dios ofrece al hombre. “El que nos ama derrama ante todo una sed y un deseo en nuestras almas que nos hacen buscar la bondad, la verdad, la belleza y el orden absolutos”.
Se trata, pues, de constatar que mi hambre del Absoluto y el Dios de la revelación se superponen perfectamente. El que da rienda suelta a su deseo de la Trascendencia desemboca más pronto o más tarde cerca del Dios cuyo nombre y cualidades nos revela la Escritura. Nuestro deseo interior, según Lonergan, está “tailormade for God”, es decir, está cortado según la medida de la Escritura que es la que en efecto parece le cuadra mejor.
Una gran parte de la espiritualidad contemporánea no se cansa de hablar del concepto de “experiencia”, como si la vida espiritual consistiera principalmente en vivir una variedad tan grande como sea posible de momentos sobrenaturales extraordinarios. La vida interior, en realidad, consiste ante todo en un deseo de Algo o de Alguien. Como ocurre con cualquier amor, la relación con Dios nace de un sentimiento de vacío, de pobreza o de carencia. El hombre tiene sed de compañía y aspira a ella. El amor existe precisamente en tanto y en cuanto continúe ardiendo en él un deseo intenso. Cuando se quema la vela del deseo y se obtiene una satisfacción completa, se extingue el amor. Esto lo han comprendido sobre todo los místicos. La mística, según Ruysbroek, es una cuestión de “tener hambre y sed”. Es “un ansia incesante y violenta dentro de un sentimiento constante de carencia, porque todos los espíritus enamorados aspiran a Dios, desean a Dios y desfallecen por ser tocados por Dios”.
Para el cristiano el objetivo último de la vida espiritual no es pues, en modo alguno, un estado de nirvana psicológica en el que todos los deseos, pasiones y objetivos quedarían abandonados para conseguir con ello un estado de perfecta armonía y de paz. La felicidad celeste consiste por el contrario, según Ruysbroek, en el hecho de que el hombre jamás posee suficientemente a Dios, sino que aspirará cada vez más a Él. “Degustaremos la bondad eterna de Dios, que es más dulce que la miel. Esta (la bondad) nos alimentará y penetrará nuestro cuerpo y nuestra alma y nosotros continuaremos teniendo hambre y sed sin descanso. Gracias a esta hambre y sed, ese gusto será alimentado nuevamente, permanecerá vivo de modo permanente y se renovará: ahí está la vida eterna” (10).
Ruysbroek pretende incluso que el grado de felicidad celeste de cada uno dependerá del grado que aquí en la tierra hayan alcanzado su hambre y sed de Dios. Cuanta más sed tenga uno después de una partida de tenis, más intensamente disfrutará luego con un vaso de cerveza.
Por eso la tarea principal de la vida espiritual consiste en desarrollar un “gusto” por las cosas de Dios. J. de Bourbon Busset escribe con razón a propósito de la bienaventuranza celestial: “La conocerán sólo aquellos que la hayan deseado, aunque no fuera más que un instante” (11). Comprender que el deseo de infinito que vive en cada ser humano psíquicamente sano significa un deseo de Dios, es para muchos una tarea muy difícil. Un gran número de personas muere sin haber experimentado nunca ese deseo de manera consciente. Para el oriental, sin embargo, esto no es un problema: una sola vida no basta generalmente para despertar todas las posibilidades espirituales y sus deseos. Si no lo consigue en una sola vida, emprenderá entonces una nueva vida. Finalmente, Dios siempre consigue su finalidad: lo quiera o no, cada hombre alcanza -en una o en varias biografías- el objetivo al que estaba destinado desde el punto de partida: la culminación de todas sus capacidades espirituales.
La perspectiva cristiana es completamente diferente. Un hombre no se convierte “nolens volens”, voluntariamente. Nadie es atraído hacia Dios contra su voluntad. Nadie alcanza la vida de amor eterno si se opone a ello. Dios respeta la libertad humana. El amor de Dios no es el resultado de una seducción o de un adoctrinamiento, sino de una convicción personal. Desde el punto de vista cristiano, el “gusto” por las cosas de Dios aumenta a través de los acontecimientos de la vida (en la que la cruz y el sufrimiento sobre todo, representan un papel importante). Basta una sola vida para hacer esto, porque toda vida es infinitamente importante ante los ojos de Dios. De ahí la pesada responsabilidad que cada hombre tiene de abrirse hasta el máximo, en esta única vida, decisiva y terrena, en Aquello (o Aquél) de lo que de hecho se trata. “Dios puede hacer todo, excepto obligarnos a amarle”, escribía Evdokimov. Dios ni siquiera quiere poder hacerlo.
Sin embargo, el concepto de “gusto” es demasiado débil. La Biblia habla más bien de “hambre” y de “sed”, que son cosas dolorosas.
“Como la cierva anhela las corrientes de las aguas
así mi alma te anhela a ti, mi Dios.
Tiene mi alma sed de Dios, del Dios viviente” (Ps 42; 2-3).
Efectivamente este deseo de Dios a menudo se convierte en un verdadero dolor. Se trata de una experiencia de noche (San Juan de la Cruz), de desierto (Ignacio) o de triste invierno (Hadewych). En cita de Freud, “El enfermo siempre sufre de una ausencia”. Teresa de Ávila sintió tal deseo de Dios que hablaba de una ausencia de “medicamentos”. “Nuestro deseo no tiene remedio”. Cuando Ricardo de San Víctor habla de los “cuatro grados del amor agobiante” utiliza palabras como “enfermedad”, “cólera” y “locura”. El hambre de Dios de hecho se convierte en un verdadero dolor.
El antropólogo feminista E. Badinter ha indicado que el fenómeno del “amor apasionado” ha desaparecido en las relaciones amorosas contemporáneas porque nuestra sociedad se ha hecho muy “permisiva”. Donde todo es posible y todo está permitido, y donde apenas existen frenos y barreras, disminuye también el deseo intenso. Lo que excita el deseo son las resistencias y los obstáculos.
Todo esto vale igualmente para la relación con Dios. A través de los períodos providenciales de sequía, de desolación y de falta de “luz”, Dios excita en el hombre el deseo de Él. El desierto, las dudas y los sentimientos de impotencia para orar son factores muy importantes e indispensables para llegar a un poco de amor de Dios. Este deseo de Dios también puede atenuarse. Por ejemplo, cuando un hombre se pone a vivir de modo “permisivo”, es decir, sin privarse de nada, probando todo y agarrando inmediatamente cualquier objeto atrayente. El que come caramelos a lo largo del día pierde el apetito.
Conocemos de Hadewych poemas emocionantes sobre el dolor de la ausencia de Dios. La palabra de P. Valèry: “Sólo se canta a las cosas ausentes”, es aplicable a su poesía. Sólo se escriben poemas de amor cuando está ausente el amado. (Mientras está presente hay otras cosas que hacer.) Por eso tantos poemas de amor y de mística tienen ese carácter melancólico y nostálgico. Los autores ansían al ser amado ausente, cuya presencia han podido gozar otras veces.
Sin embargo, Hadewych da un paso más en relación con los psicólogos del erotismo. Descubre, en efecto, que en el amor místico “tomar y dar”, “consuelo y abatimiento”, “satisfacción y hambre”, o “sentimiento de unión y deseo permanente” van siempre a la par.
“Satisfacción y hambre al mismo tiempo
he ahí el triunfo del amor libre,
como siempre lo han experimentado aquellos
a los que ha tocado el Amor con su sustancia”. (12)
Como ya hemos mencionado, la felicidad eterna del hombre consiste en el hecho de que su deseo es tan ilimitado (por tanto tan “infinito”) que no sólo no puede ser satisfecho con nada perecedero, sino que no se apagará ni se aniquilará jamás, ni siquiera con el Infinito. Si así ocurriera, ello significaría inmediatamente el fin del amor. Allí donde ya no se desea nada, quizá se habite en una especie de nirvana, pero lo cierto es que el amor ha dejado de existir.
H. Hesse describe así la experiencia del nirvana: “Sólo después de haber renunciado a todo deseo, después de no haber sentido en sí el menor propósito o pasión, de ni siquiera haber pronunciado la palabra felicidad, de no permitir que los acontecimientos toquen vuestro corazón, sólo entonces conocerá vuestra alma finalmente el reposo”. (13).
En sentido diametralmente opuesto se sitúa la concepción cristiana del sentimiento de felicidad por el amor. Hadewych habla del “impulso furioso”; Beatriz de Nazareth habla de “una locura de amor”, mientras Ruysbroek se expresa de una manera algo más contenida: “una ardiente impetuosidad interior”.
Probablemente el mayor don que Dios desea ofrecer al hombre (aunque nunca contra su eventual rechazo) sea este deseo apasionado e insaciable de la eternidad. El hombre no se sentirá nunca completamente satisfecho aquí en la tierra con cosas perecederas. En el Reino de los Cielos finalmente será colmado de “Todo”. Cuando más haya sido uno cogido por Dios en su vida terrestre, más intensamente continuará deseándolo y aspirando a Él. Su felicidad perfecta consiste precisamente en el hecho de que este deseo jamás será vano. Es la felicidad de la que a veces aquí en la tierra han conocido los místicos un anticipado saboreo.
(Traducido por Gabriel Rosón)
Notas
(1) J. de Bourbon Busset, La Force des Jours, Journal IX, París, 1981, p.27.
(2) A. Maslow, Motivatie en Persoonlijkheid, Rotterdam, 1974, pp. 158-159.
(3) J. de Bourbon Busset, Laurence ou la Saggese de l’Amour fou, París, 1989, p.43.
(4) E. Ionesco, en Dieu existe-t-il? Non, répondent…, edic. C. Chabanis, París, 1973, p. 337.
(5) L. Kolakowski, Metaphysical Horror, Oxford, 1988, pp. 31 y 33.
(6) A Newman Synthesis, ed. Przywara, Londres, 1930, p. 209.
(7) M. Van der Zayde, De wereld van het vers, Over her werk van Ida Gerhardt, Amsterdam, 1985, p. 243.
(8) T. Dume, Lonergan and Spirituality, Chicago, 1985, p. 111.
(9) Jan Van Ruusbroec, Werken, I, Tielt, 1944, p. 222.
(10) Idem, III, p. 72.
(11) J. de Bourbon Busset, Tu ne mourras pas, Journal VIII, París, 1978, p. 72.
(12) Hadewych, Strofische Gedichten XXXIII, 25.28; citado en P. Mommaers. Hadewych, schrijfster, begijn, mystica, Averbode, 1990, p. 172.
(13) H. Hesse, Vom Baum des Lebens, Frankfurt, 1966, p. 22.
El cristiano reconoce en ese “Algo” a la persona misma de Dios. “Trascendent love” significa para él “love of God” en el doble sentido de esta última expresión: el amor de Dios por el hombre y el deseo que el hombre tiene de Dios. Este “amor de Dios” difiere de todas las demás formas de amistad humana por el mismo hecho de ser Dios mismo quien ofrece al hombre la fuerza y el impulso para amarle. Dios es tanto la fuente como el objeto de nuestro amor. La sed de Dios es una gracia que Dios ofrece al hombre. “El que nos ama derrama ante todo una sed y un deseo en nuestras almas que nos hacen buscar la bondad, la verdad, la belleza y el orden absolutos”.
Se trata, pues, de constatar que mi hambre del Absoluto y el Dios de la revelación se superponen perfectamente. El que da rienda suelta a su deseo de la Trascendencia desemboca más pronto o más tarde cerca del Dios cuyo nombre y cualidades nos revela la Escritura. Nuestro deseo interior, según Lonergan, está “tailormade for God”, es decir, está cortado según la medida de la Escritura que es la que en efecto parece le cuadra mejor.
Una gran parte de la espiritualidad contemporánea no se cansa de hablar del concepto de “experiencia”, como si la vida espiritual consistiera principalmente en vivir una variedad tan grande como sea posible de momentos sobrenaturales extraordinarios. La vida interior, en realidad, consiste ante todo en un deseo de Algo o de Alguien. Como ocurre con cualquier amor, la relación con Dios nace de un sentimiento de vacío, de pobreza o de carencia. El hombre tiene sed de compañía y aspira a ella. El amor existe precisamente en tanto y en cuanto continúe ardiendo en él un deseo intenso. Cuando se quema la vela del deseo y se obtiene una satisfacción completa, se extingue el amor. Esto lo han comprendido sobre todo los místicos. La mística, según Ruysbroek, es una cuestión de “tener hambre y sed”. Es “un ansia incesante y violenta dentro de un sentimiento constante de carencia, porque todos los espíritus enamorados aspiran a Dios, desean a Dios y desfallecen por ser tocados por Dios”.
Para el cristiano el objetivo último de la vida espiritual no es pues, en modo alguno, un estado de nirvana psicológica en el que todos los deseos, pasiones y objetivos quedarían abandonados para conseguir con ello un estado de perfecta armonía y de paz. La felicidad celeste consiste por el contrario, según Ruysbroek, en el hecho de que el hombre jamás posee suficientemente a Dios, sino que aspirará cada vez más a Él. “Degustaremos la bondad eterna de Dios, que es más dulce que la miel. Esta (la bondad) nos alimentará y penetrará nuestro cuerpo y nuestra alma y nosotros continuaremos teniendo hambre y sed sin descanso. Gracias a esta hambre y sed, ese gusto será alimentado nuevamente, permanecerá vivo de modo permanente y se renovará: ahí está la vida eterna” (10).
Ruysbroek pretende incluso que el grado de felicidad celeste de cada uno dependerá del grado que aquí en la tierra hayan alcanzado su hambre y sed de Dios. Cuanta más sed tenga uno después de una partida de tenis, más intensamente disfrutará luego con un vaso de cerveza.
Por eso la tarea principal de la vida espiritual consiste en desarrollar un “gusto” por las cosas de Dios. J. de Bourbon Busset escribe con razón a propósito de la bienaventuranza celestial: “La conocerán sólo aquellos que la hayan deseado, aunque no fuera más que un instante” (11). Comprender que el deseo de infinito que vive en cada ser humano psíquicamente sano significa un deseo de Dios, es para muchos una tarea muy difícil. Un gran número de personas muere sin haber experimentado nunca ese deseo de manera consciente. Para el oriental, sin embargo, esto no es un problema: una sola vida no basta generalmente para despertar todas las posibilidades espirituales y sus deseos. Si no lo consigue en una sola vida, emprenderá entonces una nueva vida. Finalmente, Dios siempre consigue su finalidad: lo quiera o no, cada hombre alcanza -en una o en varias biografías- el objetivo al que estaba destinado desde el punto de partida: la culminación de todas sus capacidades espirituales.
La perspectiva cristiana es completamente diferente. Un hombre no se convierte “nolens volens”, voluntariamente. Nadie es atraído hacia Dios contra su voluntad. Nadie alcanza la vida de amor eterno si se opone a ello. Dios respeta la libertad humana. El amor de Dios no es el resultado de una seducción o de un adoctrinamiento, sino de una convicción personal. Desde el punto de vista cristiano, el “gusto” por las cosas de Dios aumenta a través de los acontecimientos de la vida (en la que la cruz y el sufrimiento sobre todo, representan un papel importante). Basta una sola vida para hacer esto, porque toda vida es infinitamente importante ante los ojos de Dios. De ahí la pesada responsabilidad que cada hombre tiene de abrirse hasta el máximo, en esta única vida, decisiva y terrena, en Aquello (o Aquél) de lo que de hecho se trata. “Dios puede hacer todo, excepto obligarnos a amarle”, escribía Evdokimov. Dios ni siquiera quiere poder hacerlo.
Sin embargo, el concepto de “gusto” es demasiado débil. La Biblia habla más bien de “hambre” y de “sed”, que son cosas dolorosas.
“Como la cierva anhela las corrientes de las aguas
así mi alma te anhela a ti, mi Dios.
Tiene mi alma sed de Dios, del Dios viviente” (Ps 42; 2-3).
Efectivamente este deseo de Dios a menudo se convierte en un verdadero dolor. Se trata de una experiencia de noche (San Juan de la Cruz), de desierto (Ignacio) o de triste invierno (Hadewych). En cita de Freud, “El enfermo siempre sufre de una ausencia”. Teresa de Ávila sintió tal deseo de Dios que hablaba de una ausencia de “medicamentos”. “Nuestro deseo no tiene remedio”. Cuando Ricardo de San Víctor habla de los “cuatro grados del amor agobiante” utiliza palabras como “enfermedad”, “cólera” y “locura”. El hambre de Dios de hecho se convierte en un verdadero dolor.
El antropólogo feminista E. Badinter ha indicado que el fenómeno del “amor apasionado” ha desaparecido en las relaciones amorosas contemporáneas porque nuestra sociedad se ha hecho muy “permisiva”. Donde todo es posible y todo está permitido, y donde apenas existen frenos y barreras, disminuye también el deseo intenso. Lo que excita el deseo son las resistencias y los obstáculos.
Todo esto vale igualmente para la relación con Dios. A través de los períodos providenciales de sequía, de desolación y de falta de “luz”, Dios excita en el hombre el deseo de Él. El desierto, las dudas y los sentimientos de impotencia para orar son factores muy importantes e indispensables para llegar a un poco de amor de Dios. Este deseo de Dios también puede atenuarse. Por ejemplo, cuando un hombre se pone a vivir de modo “permisivo”, es decir, sin privarse de nada, probando todo y agarrando inmediatamente cualquier objeto atrayente. El que come caramelos a lo largo del día pierde el apetito.
Conocemos de Hadewych poemas emocionantes sobre el dolor de la ausencia de Dios. La palabra de P. Valèry: “Sólo se canta a las cosas ausentes”, es aplicable a su poesía. Sólo se escriben poemas de amor cuando está ausente el amado. (Mientras está presente hay otras cosas que hacer.) Por eso tantos poemas de amor y de mística tienen ese carácter melancólico y nostálgico. Los autores ansían al ser amado ausente, cuya presencia han podido gozar otras veces.
Sin embargo, Hadewych da un paso más en relación con los psicólogos del erotismo. Descubre, en efecto, que en el amor místico “tomar y dar”, “consuelo y abatimiento”, “satisfacción y hambre”, o “sentimiento de unión y deseo permanente” van siempre a la par.
“Satisfacción y hambre al mismo tiempo
he ahí el triunfo del amor libre,
como siempre lo han experimentado aquellos
a los que ha tocado el Amor con su sustancia”. (12)
Como ya hemos mencionado, la felicidad eterna del hombre consiste en el hecho de que su deseo es tan ilimitado (por tanto tan “infinito”) que no sólo no puede ser satisfecho con nada perecedero, sino que no se apagará ni se aniquilará jamás, ni siquiera con el Infinito. Si así ocurriera, ello significaría inmediatamente el fin del amor. Allí donde ya no se desea nada, quizá se habite en una especie de nirvana, pero lo cierto es que el amor ha dejado de existir.
H. Hesse describe así la experiencia del nirvana: “Sólo después de haber renunciado a todo deseo, después de no haber sentido en sí el menor propósito o pasión, de ni siquiera haber pronunciado la palabra felicidad, de no permitir que los acontecimientos toquen vuestro corazón, sólo entonces conocerá vuestra alma finalmente el reposo”. (13).
En sentido diametralmente opuesto se sitúa la concepción cristiana del sentimiento de felicidad por el amor. Hadewych habla del “impulso furioso”; Beatriz de Nazareth habla de “una locura de amor”, mientras Ruysbroek se expresa de una manera algo más contenida: “una ardiente impetuosidad interior”.
Probablemente el mayor don que Dios desea ofrecer al hombre (aunque nunca contra su eventual rechazo) sea este deseo apasionado e insaciable de la eternidad. El hombre no se sentirá nunca completamente satisfecho aquí en la tierra con cosas perecederas. En el Reino de los Cielos finalmente será colmado de “Todo”. Cuando más haya sido uno cogido por Dios en su vida terrestre, más intensamente continuará deseándolo y aspirando a Él. Su felicidad perfecta consiste precisamente en el hecho de que este deseo jamás será vano. Es la felicidad de la que a veces aquí en la tierra han conocido los místicos un anticipado saboreo.
(Traducido por Gabriel Rosón)
Notas
(1) J. de Bourbon Busset, La Force des Jours, Journal IX, París, 1981, p.27.
(2) A. Maslow, Motivatie en Persoonlijkheid, Rotterdam, 1974, pp. 158-159.
(3) J. de Bourbon Busset, Laurence ou la Saggese de l’Amour fou, París, 1989, p.43.
(4) E. Ionesco, en Dieu existe-t-il? Non, répondent…, edic. C. Chabanis, París, 1973, p. 337.
(5) L. Kolakowski, Metaphysical Horror, Oxford, 1988, pp. 31 y 33.
(6) A Newman Synthesis, ed. Przywara, Londres, 1930, p. 209.
(7) M. Van der Zayde, De wereld van het vers, Over her werk van Ida Gerhardt, Amsterdam, 1985, p. 243.
(8) T. Dume, Lonergan and Spirituality, Chicago, 1985, p. 111.
(9) Jan Van Ruusbroec, Werken, I, Tielt, 1944, p. 222.
(10) Idem, III, p. 72.
(11) J. de Bourbon Busset, Tu ne mourras pas, Journal VIII, París, 1978, p. 72.
(12) Hadewych, Strofische Gedichten XXXIII, 25.28; citado en P. Mommaers. Hadewych, schrijfster, begijn, mystica, Averbode, 1990, p. 172.
(13) H. Hesse, Vom Baum des Lebens, Frankfurt, 1966, p. 22.
No hay comentarios:
Publicar un comentario