JORGE ARBELECHE (Uruguay, 1943) es un poeta, docente, ensayista y académico reconocido internacionalmente hace ya medio siglo, y aunque su documentación en Internet está muy aggiornada, se nos hizo imprescindible recoger una vez más la reflexión siempre serena y al mismo tiempo combativa de este audaz vigilante de la luz y espantador de lobos disfrazados de hombres.
La providencia quiso que al otro día de contestar nuestras clásicas cuatro preguntas Arbeleche nos enviara un nuevo mail puntualizando: “Hay algo que quisiera destacar en el reportaje y no quedó en las respuestas porque las preguntas no iban en esa dirección, pero tal vez lo puedas poner junto al texto inicial, previo al cuestionario. Es lo siguiente: Actualmente hay una profunda confusión entre RUIDO y MÚSICA, entre SILENCIO y VACÍO, entre TRIUNFO Y ÉXITO. Triunfar es de algún modo encontrarse con uno mismo; el éxito es barullento, bullanguero y hasta vulgar. El triunfo es interior. Don Quijote es derrotado en sus aventuras, pero es el gran TRIUNFADOR. Abrazos, Jorge”.
El poeta se había quedado pensando en los lectores y decidió subrayar doradamente la verticalidad de la esencia. La providencia quiso.
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La providencia quiso que al otro día de contestar nuestras clásicas cuatro preguntas Arbeleche nos enviara un nuevo mail puntualizando: “Hay algo que quisiera destacar en el reportaje y no quedó en las respuestas porque las preguntas no iban en esa dirección, pero tal vez lo puedas poner junto al texto inicial, previo al cuestionario. Es lo siguiente: Actualmente hay una profunda confusión entre RUIDO y MÚSICA, entre SILENCIO y VACÍO, entre TRIUNFO Y ÉXITO. Triunfar es de algún modo encontrarse con uno mismo; el éxito es barullento, bullanguero y hasta vulgar. El triunfo es interior. Don Quijote es derrotado en sus aventuras, pero es el gran TRIUNFADOR. Abrazos, Jorge”.
El poeta se había quedado pensando en los lectores y decidió subrayar doradamente la verticalidad de la esencia. La providencia quiso.
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¿Recordás algún trasluz especial de la infancia en donde la poesía se haya apoderado de vos, para hablarlo en Raymond Radiguet?
No sé en qué momento de la infancia la Poesía se apoderó de mí. Pero sí recuerdo con fervor aquellas noches de verano, con mis padres y algún hermano o primo que estuviera en casa: nos sentábamos en aquellos perezosos de lona y madera, mirábamos la noche estrellada o de luna, charlábamos de todo y de nada, y el mundo estaba bien hecho y uno sentía que bogábamos en el Amor sin nombre ni límites. Eso duró hasta mi adolescencia, cuando mi madre se enfermó de cáncer y nunca más volvió a sonreír, aunque jamás se le oyó una queja. Aquella era Poesía no escrita, sino vivida.
En tu poema dedicado a Borges hablás de la gente como si hubieras conservado una sonrisa de la psiquis que nunca dejó de ser amniótica. ¿Quién te protegió desde siempre esa humíldisima visión del prójimo en este mondo cane?
Mi madre recogía perros, cuzquitos callejeros, abandonados o perdidos, los traía a casa y los curaba. En el barrio la llamaban la Señora de los perros; todas las tardes los sácabamos a pasear a mi regreso de la escuela y después de dar mi vuelta a la manzana en una bicicleta primero roja y luego, más grande, verde. En un momento hubo tres perros en casa. Al primero lo bauticé Dumbo, como el elefantito de las enormes orejas con las que pudo volar. Dumbo fue mi cachorro inolvidable, dormía conmigo, debajo de las sábanas, a escondidas de los mayores. Fue el ejemplo de fidelidad más intenso que vi jamás. Cuando ya estaba viejito y mi madre enferma ya de muerte y en cama, envuelta en su silencio, él, jamás hostil sino resignado, amenazaba desde el lecho con un gruñido apenas audible y mostraba sus dientes en actitud de protección a la enferma que lo había recogido de la calle cuando tenía apenas unas semanas de vida.
Después tuve otros perros de idéntico y plebeyo linaje. Diana, una perrita de una obra que andaba hambrienta y abandonada formó pareja pasajera con Dumbo. Y el último fue Capitán, otro cuzquito simpático e impertinente, que vivió hasta bien entrada mi juventud. Recuerdo los festejos enloquecidos de alegría cuando yo regresé de mi beca en España, donde había estado más de un año. ¿Quién dice que no tienen memoria y actúan sólo por reflejos condicionados? Capitán, cuando volví, ya no era aquel cachorrito que parecía de oro con su pelo brilloso; ahora estaba viejo y feo, tenía la pelambre descolorida y áspera y despedía mal aliento. Pero cuando me vio daba saltos con una increíble energía.
Si he hablado tanto de los perros es porque con ellos, criaturas de Dios, aprendí la lección del amor sin condiciones. Todos los seres me han importado mucho a lo largo de mi vida. Tuve la suerte de poder cumplir con una intensa vocación, la docencia, que jamás tuvo conflictos con mi otra identidad, la de la Poesía. A veces me reencuentro con antiguos alumnos que me reconocen y me paran por la calle. O subo a un ómnibus y el guarda me dice “Yo a usted no le cobro”, y cuando levanto la vista veo en el rostro del hombre fatigado y adulto los ojos vivaces de aquel muchachito cuya simpatía hacía olvidar las carencias de su aplicación. Y es en esos momentos, que celebro fervorosamente más allá de los dolores de cada día, que aparece la gente donde me reconozco y vibro.
El sillón que ocupás en la Academia Nacional de Letras, según lo contás en un texto, lleva el nombre de Julio Herrera y Reissig. ¿En qué te identificás con aquel imperator mucho más corazonado de espinas que de laureles?
De Herrera y Reissig admiro su poesía y su coraje para enfrentar un mundo que le es hostil a la Poesía, pero creo que siempre ha sido así. Me gusta menos cuando se queja por sus penurias y reclama prebendas estatales. Me siento honrado de ocupar el sillón que lleva su nombre en la Academia.
En el refugio íntimo de tu guerrero interior, ¿se respira un azul parecido al de los ojos de tu hermano?
El azul de los ojos de mi hermano está y estará siempre presente en todo cuanto yo haga que refiera a la nobleza de la condición humana. Y si bien mi libro El guerrero no remite a mi hermano sino a Enrique Ruiz Corbo, mi amigo, también azulea entre los versos el ojo de Roberto, porque aunque no se conocieron en el tiempo finito, están unidos en la grandeza de su condición de Hombres que, cada uno a su modo, me supieron honrar. Y doy gracias por ello.
No sé en qué momento de la infancia la Poesía se apoderó de mí. Pero sí recuerdo con fervor aquellas noches de verano, con mis padres y algún hermano o primo que estuviera en casa: nos sentábamos en aquellos perezosos de lona y madera, mirábamos la noche estrellada o de luna, charlábamos de todo y de nada, y el mundo estaba bien hecho y uno sentía que bogábamos en el Amor sin nombre ni límites. Eso duró hasta mi adolescencia, cuando mi madre se enfermó de cáncer y nunca más volvió a sonreír, aunque jamás se le oyó una queja. Aquella era Poesía no escrita, sino vivida.
En tu poema dedicado a Borges hablás de la gente como si hubieras conservado una sonrisa de la psiquis que nunca dejó de ser amniótica. ¿Quién te protegió desde siempre esa humíldisima visión del prójimo en este mondo cane?
Mi madre recogía perros, cuzquitos callejeros, abandonados o perdidos, los traía a casa y los curaba. En el barrio la llamaban la Señora de los perros; todas las tardes los sácabamos a pasear a mi regreso de la escuela y después de dar mi vuelta a la manzana en una bicicleta primero roja y luego, más grande, verde. En un momento hubo tres perros en casa. Al primero lo bauticé Dumbo, como el elefantito de las enormes orejas con las que pudo volar. Dumbo fue mi cachorro inolvidable, dormía conmigo, debajo de las sábanas, a escondidas de los mayores. Fue el ejemplo de fidelidad más intenso que vi jamás. Cuando ya estaba viejito y mi madre enferma ya de muerte y en cama, envuelta en su silencio, él, jamás hostil sino resignado, amenazaba desde el lecho con un gruñido apenas audible y mostraba sus dientes en actitud de protección a la enferma que lo había recogido de la calle cuando tenía apenas unas semanas de vida.
Después tuve otros perros de idéntico y plebeyo linaje. Diana, una perrita de una obra que andaba hambrienta y abandonada formó pareja pasajera con Dumbo. Y el último fue Capitán, otro cuzquito simpático e impertinente, que vivió hasta bien entrada mi juventud. Recuerdo los festejos enloquecidos de alegría cuando yo regresé de mi beca en España, donde había estado más de un año. ¿Quién dice que no tienen memoria y actúan sólo por reflejos condicionados? Capitán, cuando volví, ya no era aquel cachorrito que parecía de oro con su pelo brilloso; ahora estaba viejo y feo, tenía la pelambre descolorida y áspera y despedía mal aliento. Pero cuando me vio daba saltos con una increíble energía.
Si he hablado tanto de los perros es porque con ellos, criaturas de Dios, aprendí la lección del amor sin condiciones. Todos los seres me han importado mucho a lo largo de mi vida. Tuve la suerte de poder cumplir con una intensa vocación, la docencia, que jamás tuvo conflictos con mi otra identidad, la de la Poesía. A veces me reencuentro con antiguos alumnos que me reconocen y me paran por la calle. O subo a un ómnibus y el guarda me dice “Yo a usted no le cobro”, y cuando levanto la vista veo en el rostro del hombre fatigado y adulto los ojos vivaces de aquel muchachito cuya simpatía hacía olvidar las carencias de su aplicación. Y es en esos momentos, que celebro fervorosamente más allá de los dolores de cada día, que aparece la gente donde me reconozco y vibro.
El sillón que ocupás en la Academia Nacional de Letras, según lo contás en un texto, lleva el nombre de Julio Herrera y Reissig. ¿En qué te identificás con aquel imperator mucho más corazonado de espinas que de laureles?
De Herrera y Reissig admiro su poesía y su coraje para enfrentar un mundo que le es hostil a la Poesía, pero creo que siempre ha sido así. Me gusta menos cuando se queja por sus penurias y reclama prebendas estatales. Me siento honrado de ocupar el sillón que lleva su nombre en la Academia.
En el refugio íntimo de tu guerrero interior, ¿se respira un azul parecido al de los ojos de tu hermano?
El azul de los ojos de mi hermano está y estará siempre presente en todo cuanto yo haga que refiera a la nobleza de la condición humana. Y si bien mi libro El guerrero no remite a mi hermano sino a Enrique Ruiz Corbo, mi amigo, también azulea entre los versos el ojo de Roberto, porque aunque no se conocieron en el tiempo finito, están unidos en la grandeza de su condición de Hombres que, cada uno a su modo, me supieron honrar. Y doy gracias por ello.
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