sábado

TENER HAMBRE Y SED DE DIOS / UNA ESPIRITUALIDAD DEL DESEO

PRIMERA ENTREGA

“Es urgente definir la verdadera vida interior que es búsqueda lúcida y paciente del deseo profundo”, nos dice J. de Bourbon Busset (1). La vida espiritual, por tanto, es una caminata con mucho esfuerzo a través del bosque de las innumerables ansias de uno mismo, de sus necesidades, pasiones y deseos, a lo largo de la cual se pretende establecer qué es lo que desea un ser humano en lo más profundo de sí o en qué consiste realmente todo eso a condición de que este hombre ansíe verdaderamente ser dichoso. En realidad el corazón humano es un ramillete de las más variadas necesidades, de pasiones y de esperanzas locas. Por eso la vida interior consiste principalmente en una criba y una clasificación de todos estos deseos, algunas veces contradictorios.

Teresa de Lisieux escribía hace tiempo: “yo quiero todo”. Para ella significaba que intentaba en primer lugar conseguir todo lo que para sí significaba ese “todo”. El descubrimiento de que en el fondo del hombre se esconde un deseo del que depende todo, es probablemente el paso decisivo en la vida espiritual.

Estos deseos, sin embargo, pueden permanecer inconscientes o ser empujados hacia el inconsciente. Por eso existen personas que ignoran lo que de hecho desean. Se parecen a esos niños mimados, abandonados en medio de una multitud de juguetes y golosinas. No conocen la causa de su sensación de malestar. Por eso exigen constantemente nuevas fruslerías, pensando estúpidamente que estas quizá le satisfagan. Estas nuevas cosas, en realidad, lo único que harán será acrecentar su cansancio y su malestar. “No sabes lo que quieres, por eso me machacas los oídos”, dirá una buena madre tomando a su hijo en brazos -contra su gusto- y metiéndolo en la cama. Por su bien, naturalmente. La mamá saber cuál es la verdadera necesidad de su hijo y por lo tanto lo que desea inconscientemente, mientras que el niño mimado ni siquiera percibe lo que le hace falta.

No sólo el cuerpo, también el espíritu tiene sus necesidades y sus deseos más profundos. Por ello es primordial un viaje hacia el deseo más profundo, que se esconde en el alma humana cuando un ser humano quiere conseguir su verdadero destino (es decir, su definitiva felicidad).

Sin embargo este deseo más profundo del hombre es como una planta frágil que con facilidad puede ser invadida por pequeños antojos, por aficiones superficiales y caprichos pasajeros. No hay nada que desvíe más al ser humano de la alegría que los pequeños placeres frusleros.
No obstante, no se está defendiendo en modo alguno una especie de dualismo maniqueo que implica que hay que privarse de los deseos terrestres para concentrarse exclusivamente en los llamados valores “espirituales”. Hablando del Misterio de Dios, Paul Claudel hace decir a uno de sus personajes femeninos: “Si no lo hubieras visto antes en mis ojos, ¿hubieras tenido esa necesidad del cielo?”. Para el ser humano, el infinito se esconde ante todo en lo terrestre. “Per visibilia ad invisibilia”, por hablar como Erasmo. No existe otro camino hacia el infinito que el respeto y el amor por cuanto Dios ha creado. No se puede amar al Creador si se desprecia su creación.

Antes de examinar en qué consiste exactamente ese “deseo más profundo”, según diversos filósofos, psicólogos, poetas, teólogos y místicos, es necesario llamar la atención sobre el hecho de que, en la perspectiva cristiana, este deseo es pura gracia que puede llegar a cualquiera (es decir: uno no lo puede despertar con sus propias manos por medio de técnicas ascéticas o ejercicios piadosos). Por otra parte, este deseo no puede mantenerse perceptible sin la activa colaboración del hombre. Por tanto Dios es el que despierta este deseo en el hombre, a condición de que este hombre se ponga en situación de escucha y no se deje absorber por necesidades secundarias y caprichos poco importantes.

“He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él y él conmigo” (Ap 3.20). El Señor, pues, es el que llama y se presenta. Sin embargo no entra más que donde se presta oído a su llamada y a su Voz. Dios nunca se impone. Nunca entra contra la voluntad del hombre. En cierto sentido “Dios se invita a casa del hombre”. Dios sabe, por otra parte, que el hombre que le abre la puerta, nunca quedará decepcionado por su visita. Por el contrario, este hombre se dará cuenta muy pronto de que inconscientemente había estado esperando desde siempre esa visita. Ya no podrá en adelante prescindir sin dificultad de estas visitas.

“Orar es escuchar a Dios”, decía A. Frossard. La oración significa siempre: aceptar una iniciativa de Dios. Orar es escuchar o formular una respuesta a un primer paso que siempre viene del mismo Dios. Vivir interiormente, pues, es la consecuencia de un encuentro. Como ocurre también en las relaciones eróticas, en la plegaria siempre hay “Alguien” cuya sola aparición despierta en mí un insaciable deseo.

Las necesidades físicas (por ejemplo el hambre, la sed, la necesidad de calor, el sueño, etc.) provienen siempre de un vacío interior o de un estado de carencia. Los deseos, por el contrario, nacen de de la gracia de un encuentro inesperado.

“Cuanto más elevada es la necesidad, menos necesaria es para la perpetuación biológica, más tiempo puede ser retrasada su satisfacción y más fácilmente desaparece de manera durable esta necesidad”, escribe el psiquiatra judío A. Maslow (2). En otras palabras, las necesidades menos elevadas se manifiestan siempre con mayor fuerza. Aparecen siempre como más urgentes que los deseos más elevados. Estos últimos pueden ser diferidos más fácilmente, pueden ser pospuestos e incluso olvidados. Sólo prosperan en determinadas condiciones. Nadie tiene que hacer silencio primero y concentrarse antes de darse cuenta de que tiene sed o sueño. Nadie necesita, sin embargo, “de manera urgente”, un concierto de Bach, un cuadro de Rembrandt o una oración a Dios. Se requiere un mínimo de tranquilidad y un entorno sugestivo para los deseos más profundos. El hambre de lo más profundo, por otra parte, se eclipsa e incluso se ahoga totalmente por caprichos superficiales o formas triviales de expansión.

Todo lo que sea un deseo más profundo necesita por añadidura una estructura tranquilizadora y una regularidad. “Son necesarias las riberas al río del Infinito. Son necesarias las riberas al deseo”, digamos con Bourbon Busset (3). El resultado de la llamarada de la paja sólo puede evitarse con la hábil colocación del fuego en la chimenea. Y sin diques cuidadosamente elevados pronto degenera una zona de poder en una marisma pantanosa. Por eso se puede decir con justicia que todo deseo apasionado necesita de una ciertas ascesis, al menos si este deseo aspira a seguir viviendo y crecer.

Mientras el no creyente constata que el hombre es insaciable y quiere lo imposible (por tanto lo inexistente), el creyente sabe que en todo hombre se esconde un hambre que no puede ser -y no será- satisfecha más que por Dios mismo (con la condición de que este hombre lo quiera y lo consienta). Como dice E. Ionesco: “Deseamos poseer todo; deseamos muchas cosas y en cuanto las tenemos ya no las amamos, descubrimos que no son lo que esperábamos. Entonces, ¿quién puede ponerme en el camino?” (4). El creyente puede. Quizá no sabe de inmediato qué caminos seguir, pero conoce el destino final. No hay ninguna necesidad del hombre que sea irrealizable, al menos en principio. Para todas las necesidades instintivas (por ejemplo, el hambre, la sed, la sexualidad, el calor, el reposo, la expansión, etc.), existen soluciones reales. (A pesar de que el hombre no siempre las encuentra: puede haber, efectivamente, períodos de penuria, de deshidratación o de falta grave de descanso nocturno.) El cuerpo humano, sin embargo, nunca aspira a lo imposible o a lo inexistente, sino a lo necesario y a lo natural. El espíritu tiene también deseos indestructibles. Su objeto no es una visión inexistente o un capricho contra la naturaleza.

El filósofo agnóstico Slotendijk constata que lo propio del pensamiento humano es “querer más de lo que se puede”. En otros términos, desear más de lo que es capaz, hablando razonablemente, según este pensador “cínico”. El espíritu humano, según él, aspira, dicho con otras palabras, a lo inaccesible. Parece, por otra parte, que es “insaciable”. No se contenta con lo terrestre ni con lo perecedero. El que observa la búsqueda intelectual y el eros espiritual del hombre serio, constata rápidamente que su espíritu jamás quedará satisfecho con lo que es limitado, secular, material, “diesseitig” y, por tanto, comprensible perfectamente. Nunca se aplacará su hambre con un alimento puramente terrestre. Por otra parte, el hombre anhela consciente o inconscientemente a Dios (es decir, como creyente o increyente). Su corazón permanecerá inquieto, mientras no encuentre la paz en Dios, por hablar como Agustín.

Esta sed de absoluto que reside en cada hombre no es sólo del género intelectual, sino también el estético, emocional y erótico. No existe, al parecer, ningún campo en el que el hombre lúcido se contente con buenas palabras, es decir, se satisfaga por completo con soluciones temporales, pasajeras y limitadas. Esta agitada insatisfacción es incluso el motor de nuestra búsqueda ulterior, tanto en el dominio científico como en el erótico y hasta en el religioso.

No hay comentarios:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Google+